Sentado ante su escritorio, el sultán revisaba las propuestas de su gobierno, empeñados en subir los impuestos para tratar de llenar sus arcas cada vez más vacías. Ninguno de aquellos inútiles tenía una sola idea de cómo el país podía ganar dinero, como no fuera exprimiendo a sus cansados súbditos, que ya habían comenzado a rebelarse contra la autoridad.
Frustrado, arrojó los papeles que leía al suelo, asustando a sus perros que dormitaban cerca de la ventana. Apenas era mediodía y el calor ya era espeso y sofocante. Adnan había abandonado sus elaboradas prendas de gala y vestía solo una camisa blanca abierta en el pecho y unos pantalones negros de corte occidental. Puesto que no tenía más audiencias aquella mañana, y ya casi era la hora del almuerzo, no tenía sentido seguir sufriendo el rígido caftán bordado en oro, ni mucho menos el pesado turbante que se veía obligado a usar en público, a modo de corona.
Uno de sus secretarios se acercaba dispuesto a hablarle, con la mirada baja en señal de sumisión. No eran buenas noticias, lo adivinó antes de que Cenk abriese la boca.
—¿Y bien?
—Anoche se recibieron unos presentes de un rico mercader del sur. Entre ellos, una caja de lokum.
Los preferidos de sus hijos, como sabía todo el país. Pequeños dulces de fruta cubiertos de azúcar, que devoraban sin medida. Adnan se pasó una mano por la frente, sabiendo lo que venía a continuación.
—Envenenados —afirmó.
Cenk asintió con la cabeza, al tiempo que el sultán se ponía en pie asustando de nuevo a los perros. Caminó hasta el gran ventanal, dando la espalda a su secretario, y golpeó el marco con el puño cerrado, para no matar al pobre mensajero.
—¿Qué sabemos de ese mercader?
—No tiene motivos para atentar contra su sultán. Negocia con sedas y se le hacen valiosos pedidos de palacio para vestir al harén.
—¿Crees que alguien envenenó esos dulces sin su conocimiento? ¿Que le han utilizado para llegar hasta mí? —Cenk asintió a ambas preguntas—. Parece que mis enemigos son cada vez más astutos y osados.
Tres veces habían intentado matarle en los casi diez años que llevaba en el país. La primera vez, la misma noche de su coronación. El visir de su tío Mehmet, el anterior sultán, se creía con derecho a seguir gobernando el país y no aceptaba al inesperado heredero que regresaba desde España para reclamar el trono arrebatado a su padre. Tenía una cicatriz bajo las costillas, donde aquel pobre loco había hundido su puñal, firmando así su sentencia de muerte.
Mehmet había muerto en extrañas circunstancias, tras ingerir dos bebedizos, y nadie podía garantizar si el primero de ellos estaba envenenado, ya que el segundo se lo había dado la propia madre de Adnan y solo era una pócima para dormir. Puesto que la muerte de su tío, el asesino de su padre, le dejaba libre el camino al trono, tampoco entonces se había preocupado mucho de investigar aquel suceso. Desde entonces había tenido que luchar contra un pueblo reacio a admitir a un sultán educado lejos de su tierra natal, con costumbres occidentales, que se empeñaba en modernizar un país anclado en la Edad Media. Había corrido mucha sangre al principio de su reinado, y por eso, a los pocos meses de subir al trono, el sultán derogó la pena de muerte. Ahora que alguien pretendía envenenar a sus hijos se preguntaba si debería reinstaurarla.
—Haz que visiten al mercader, quiero que le asusten, mucho, a ver si así logramos que nos diga si sospecha de alguien cercano que pueda haber envenenado los dulces.
—De inmediato.
—¿Ha llegado mi invitado?
—Está en la sala de espera.
Adnan tuvo una rápida visión de la sala anexa a las dependencias del gobierno. De un sofá granate y oro, y una mujer sin rostro, con una boca más dulce y envenenada que el mortífero lokum. Había pasado una semana tratando en vano de olvidarla. Pero al fin se rindió a la evidencia, consolándose con la idea de que solo era curiosidad lo que sentía por la hija del cónsul.
—Tengo otro encargo para ti, Cenk, y después harás pasar a mi invitado.
El secretario se acercó más, para escuchar las instrucciones del sultán, asintiendo con la cabeza sin mostrar sorpresa ante lo extraño de su petición.
—Álvaro Montenegro.
El joven caballero se puso en pie, y durante un momento confuso pareció no saber cómo saludar al sultán. Por fin, juntó los talones a la manera militar y bajó la cabeza en señal de respeto.
—Majestad.
—Sin tanta formalidad, muchacho. —Adnan extendió la mano y su invitado le respondió con una sonrisa un tanto aliviada—. Somos casi familia. Concuñados, creo.
Álvaro asintió con la cabeza, mientras el sultán le miraba con interés. Tenía los ojos de un color castaño claro, no de oro pulido como sus hermanas, las gemelas María Elena y Mercedes, a las que se parecía bastante, o eso se le antojó al sultán. Tan alto que podía mirarle a la cara sin estirar el cuello, quizá demasiado delgado, como Mercedes, pensó Adnan con un suspiro, y lucía una espesa mata de cabello oscuro que caía en gruesos mechones sobre su frente. Le vio llevarse una mano a la cara para separar aquella molestia en un gesto mil veces repetido, frunciendo el ceño, incómodo tal vez ante su silencio.
Le indicó el camino con un gesto, y juntos cruzaron por entre las pequeñas oficinas de los funcionarios de palacio, hasta llegar al comedor de diario. Una amplia estancia con una mesa para doce personas.
—Alejandro y María Elena le envían recuerdos —dijo su invitado antes de tomar asiento—. Y le traigo cartas de su abuela y su padre.
Adnan asintió. Aún estaba enfadado con su hermano Alejandro por abandonar Bankara, dejándole así sin su mayor apoyo y la única persona de absoluta confianza que tenía en el país. Recién casado con María Elena, la hermana de Álvaro, había regresado desde España para ayudarle en los inicios de su complicada toma de poder. Durante años lucharon codo con codo por solucionar todos los problemas que habían creado los veinte años de gobierno de su tío Mehmet y su corrupto gobierno, aunque cada pequeño avance les costase sangre, sudor y lágrimas. Su esposa también se había implicado, empeñada en mejorar las condiciones de vida de sus súbditos abriendo escuelas en cada pueblo de su pequeña ciudad estado, y también el primer hospital de la capital. Pero todo cambió cuando nacieron sus hijas gemelas, y comprendió que no tenía tiempo suficiente para cambiar la mentalidad de aquel país y que las niñas fueran tan libres como podían serlo en España. A esto se unió una grave enfermedad de su abuela, doña Milagros, que decidió a Alejandro para volver a su tierra adoptiva y ocuparse de la herencia familiar.
—¿Has visto a mi abuela?
—No personalmente, don Mateo me hizo llegar las cartas. —Adnan asintió, impaciente ya por leer las noticias que le enviaba su padre adoptivo—. Por lo que me cuenta mi hermana, ya apenas sale a la calle, se cansa y le falta el aliento, pero dice que su cabeza y su carácter siguen tan duros como siempre.
Esas palabras lograron arrancarle una sonrisa. Doña Milagros era una mujer muy fuerte, ni los años ni la enfermedad podrían con quien estaba destinada a ser eterna. No por primera vez, sintió la necesidad de regresar a España, volver a una vida más sencilla, sin obligaciones ni protocolos, y disfrutar como heredero de las fortunas Galván y del Valle, a pesar de que había renunciado a todo a favor de su hermano.
—Cuéntame de tu hermana Mercedes y mi buen amigo Damián Lizandra.
Un criado les había servido el primer plato, un consomé frío que se agradecía en aquella calurosa mañana. Álvaro extendió su servilleta, con gesto comedido, como si estuviera meditando lo que debía decir a continuación.
—Se han establecido en León, en la finca familiar de los Lizandra. No sé si sabe que el padre de Damián falleció el año pasado.
Adnan asintió. Por supuesto que lo sabía todo sobre su mejor amigo de la infancia, el hombre que había conseguido casarse con la mujer que él más había deseado.
—¿Qué hay de sus hijas? Y, por favor, no me hables de pañales y biberones.
—No son tan pequeñas —rio Álvaro, dejando su cuchara sobre el plato—. Son iguales a Mercedes, las tres. La más pequeña tiene cinco años, y ya sabe leer.
El sultán tomó un poco de su consomé, pensativo. Imaginó una casa llena de libros y Mercedes y sus tres pequeñas réplicas sentadas sobre una alfombra, compartiendo lecturas. Esa era la familia que él debía haber tenido, y la había cambiado por un palacio, un montón de concubinas siempre insatisfechas, problemas, intrigas e intentos de asesinato.
Álvaro le habló del resto de la familia y de sus padres que, ahora que don Alfonso ya estaba retirado, disfrutaban de la casa familiar cerca de Santiago de Compostela.
Era curioso pensar lo cerca que habían vivido de los Montenegro. Mientras María Elena y Mercedes crecían entre aquel hogar y el colegio de monjas donde las recluían cuando su padre recibía algún destino diplomático, Alejandro y Jaime, olvidados sus nombres turcos de Alí y Adnan, correteaban por la inmensa finca del pazo de su abuela, en Pontevedra, muchas veces en compañía de su mejor amigo, Damián Lizandra.
Pero el destino había querido que se conocieran cuando llegó el momento de regresar a Bankara y reclamar su herencia, arrebatada por el asesino de su padre, su tío Mehmet. Para introducirse en el palacio como espía, Alejandro raptó a María Elena y la entregó como presente al sultán. Y ahí empezó una historia que cambió el futuro de sus dos familias y de un país entero.
Mejor cambiar de tema y olvidar un pasado que ya no tenía remedio.
—Así que has viajado de París a Estambul en el Expreso de Oriente.
Álvaro asintió, mientras el criado recogía el servicio.
—Hacía años que soñaba con hacer ese viaje. Hemos cruzado toda Europa, Estrasburgo, Múnich, Viena, Budapest, Bucarest, Belgrado y Sofía.
—Hasta el año pasado solo hubieras podido llegar a Rumanía.
—Lo sé. He tenido mucha suerte de que por fin se haya completado la línea hasta Constantinopla.
Mientras hablaba, el criado les servía el segundo plato, lubina cubierta con una fina salsa, acompañada de verduras hervidas.
—Espero que hayas sabido disfrutar de la capital del Imperio.
—Lo he hecho —afirmó el muchacho, y sus mejillas se tiñeron de rojo demostrando que no mentía.
El sultán conocía muy bien todas las diversiones y placeres que un hombre joven y con dinero podía encontrar en una gran ciudad como Constantinopla. Por lo menos, no le echarían la culpa a él de haber pervertido al joven estudiante si alguna noche se lo llevaba a sitios poco recomendables. Su aburrimiento era tan grande que estaba dispuesto a hacer de cicerone al hermano de su cuñada y darle a conocer todos los grandes placeres que le aguardaban en Bankara. Años atrás, cuando la familia Montenegro llegó por primera vez al país, Álvaro solo era un niño, demasiado joven para descubrirlos por sí solo. Pero ahora tenía una segunda oportunidad.
—Aparte de por la oportunidad de viajar en el Expreso de Oriente, ¿por qué has querido regresar a Bankara?
Le vio fruncir el ceño, un poco disgustado, como si tuviera que medir sus palabras. Sin duda en ese momento recordaba el secuestro de su hermana María Elena, y que el hombre que se sentaba frente a él en la mesa era tan culpable de aquello como su propio cuñado.
—He terminado mis estudios en la Facultad de Ciencias y me he especializado en geografía. Pero lo que realmente me interesa es la arqueología, estudiar los restos y huellas de pueblos primitivos, para entender su cultura y sus valores.
—Quieres hacer como esos ingleses locos que van por todas partes cavando agujeros y celebrando cada vieja vasija griega que encuentran.
Adnan dio un sorbo a su copa, con gesto displicente, cada vez más aburrido con su tímido invitado. Desde luego, no había heredado el carácter de sus hermanas.
—Por suerte esos ingleses locos hasta ahora no han puesto sus ojos en Bankara. —Álvaro sonrió, y de repente pareció más seguro y confiado de lo que se había mostrado hasta entonces—. Estoy convencido de que puedo encontrar restos de grandes ciudades milenarias. El geógrafo alemán Von Richtofen publicó hace algunos años un libro sobre lo que él llama la «ruta de la seda», que a través del Imperio Otomano unía Oriente y Occidente, y que en realidad era un trasiego constante de mercaderías, no solo de la valiosa seda china, sino también de especias, metales preciosos y mucho más.
—Veo que sabes casi tanto sobre mi país como yo.
El joven enrojeció bajo la mirada intensa del sultán. Era una osadía por su parte tratar de darle lecciones de historia sobre su propio país, y no pudo contenerse a la hora de echárselo en cara.
—Lo que quiero decir…
—Sé lo que quieres decir. Puesto que Turquía es la unión natural entre Europa y Asia, e históricamente los mercaderes la han cruzado con sus valiosos cargamentos, bajo nuestros pies se asientan siglos y siglos de antiguas civilizaciones.
—En las últimas décadas se han hecho grandes descubrimientos, no solo de viejas vasijas griegas. —Álvaro se atrevió a retar al sultán con sus propias palabras—. Creo que debemos conocer a fondo nuestro pasado, para no repetir errores y mejorar nuestro futuro.
Todo aquel entusiasmo y erudición, en un muchacho tan joven, le recordaron de repente a su hermana Mercedes. Sí, sin duda seguía sus pasos, solo que ella prefería encerrarse en una biblioteca durante horas buscando en viejos libros las claves del saber, y su hermano pequeño parecía dispuesto a mancharse las manos para hacer sus propios descubrimientos.
Miró su plato vacío y el postre sin empezar en el de su invitado, que de inmediato empezó a comer con gesto azorado. Estaba cansado de aquella conversación, y tener enfrente a la joven réplica masculina de la mujer que lo había rechazado y abandonado por su mejor amigo no hacía nada por mejorar su mal humor habitual.
—Dime, ¿dónde te alojas?
—En la casa de don Ignacio Vidal, el secretario del consulado.
Por supuesto. En la misma casa donde años atrás habían residido su padre adoptivo, Mateo Galván, y Mercedes en su segundo viaje a Bankara.
—¿Ya has conocido al nuevo cónsul?
Un fugaz recuerdo de la dama enmascarada de boca dulce como la miel logró por fin que dejara de pensar en aquella otra que tanto dolor le había causado.
—Hasta ahora no he tenido el placer, pero mañana estoy invitado a cenar en el consulado.
Adnan asintió, mientras bebía una taza de espumoso café turco. La bebida pareció despejar su aburrimiento, y una idea empezó a gestarse en su inquieta mente.
—¿Te acompañarán Vidal y su esposa?
—Tienen otro compromiso previo.
—¿Sabes si hay otros invitados?
—Creo que no. Me han dado a entender que será una cena familiar. Don Luis, el nuevo cónsul, conoció hace muchos años a mi padre y se aprecian mutuamente.
—Tiene una hija joven, la señorita Beatriz.
—Bueno, creo que no es tan joven, tengo entendido que tiene la edad de mis hermanas, aunque sea una grosería hablar de la edad de una dama soltera.
Así que ella no le había mentido cuando confesó que su puesta de largo había sido años atrás en Inglaterra. De la edad de las gemelas Montenegro, que, si las cuentas no le fallaban, ya se acercaban a los treinta años. En España la llamarían solterona, e incluso alguna cosa peor. Comprendió entonces que nada tenía que perder cuando se dejó llevar sin ninguna oposición a aquella sala privada, donde compartieron tan placentero momento. Tal vez, si no la hubiera asustado tratando de quitarle la máscara, ella le hubiera permitido seguir más allá, mucho más allá incluso, y no estaría sufriendo aquella frustración que no lograba superar.
—¿Crees que habría algún inconveniente en que llevaras a un invitado?
—Supongo que no, ¿quiere que invite a algún amigo suyo?
—A tu concuñado Jaime Galván, que lleva años viviendo en estas tierras y añora el contacto con sus paisanos.
Álvaro lo miró indeciso, parpadeando varias veces, sin conseguir aclarar sus ideas.
—Usted es Jaime Galván —acertó a decir.
—Aquí y ahora soy Adnan II, sultán de Bankara —le aleccionó, con una sonrisa amenazadora—. Solo la gente más cercana y de confianza sabe que tengo dos nombres y dos familias, para el resto del mundo, Adnan y Jaime son dos personas. El hijo y heredero del sultán Murat es uno, y el otro, el hijo y heredero de las familias Galván y del Valle, seducido por los encantos de Oriente, que ha renunciado a su herencia para viajar por países lejanos.
—Entiendo. —El muchacho logró asimilar aquella información no sin un pequeño esfuerzo, bebiendo su café como si de repente tuviera la garganta muy seca—. Supongo… Supongo que don Luis estará encantado de recibir tan ilustre visitante.
—Supones demasiado. Al rechazar mi herencia, renuncié al título de marqués, que ostenta ahora mi hermano Alejandro, tu cuñado. Jaime Galván ha llevado una vida errática en estas tierras, desaparece durante meses y cuando alguien le ve siempre es divirtiéndose en algún lugar de mala reputación. —El muchacho atendía a su explicación con gesto concentrado, con la mente sin duda ocupada en entender cómo él había logrado mantener la idea ficticia de sus dos personalidades—. Pero no debes preocuparte porque te haga quedar en evidencia ante tus anfitriones. Tengo verdadero interés por conocer a don Luis Casanova de una manera más personal que con la distancia que impone este palacio.
Y a su hija Beatriz, pensó para sí, pero desde luego no iba a revelar al joven Montenegro sus verdaderas intenciones.
Poniéndose en pie, dio por terminada la comida, y despidió a su invitado, rogándole que enviase una nota para confirmarle la cena del día siguiente y la hora a la que debía presentarse en el consulado.
Sintiéndose mucho mejor que cuando aquella aburrida comida había comenzado, con un final tan inesperado como esperanzador, decidió visitar el harén y pasar un rato con sus hijos. Se armó de valor para enfrentar los reproches habituales y dirigió sus pasos hacia las habitaciones prohibidas de palacio.
Reclinada en un lujoso diván de sus estancias privadas, dama Seyran, la sultana valide, tomaba té mientras observaba al niño sentado a sus pies, que escribía números en un cuaderno.
Adnan hizo una pequeña reverencia ante su madre, la mujer que gobernaba aquella pequeña isla dentro de palacio, y recibió como bienvenida un ceño fruncido y la orden de guardar silencio, para no perturbar al joven estudiante.
Esperó paciente a que ella se levantara, ordenando a Basir que siguiera con su trabajo, a pesar de que el pequeño ya había descubierto a su padre parado ante la puerta y empezaba a levantarse para saludarlo.
—Cuando termines tu tarea, puedes salir al jardín. El sultán te estará esperando.
Basir aceptó con gesto resignado, pero antes de seguir los pasos de su autoritaria madre, Adnan se acercó a revolver el pelo del pequeño, negro y espeso como el suyo propio. Recibió una sonrisa de adoración que alivió un poco su disgusto. Aún había alguien en el harén que no le odiaba.
Siguió los pasos de Seyran hasta el jardín, vacío a pesar de que hacía una buena tarde para sentarse a la sombra de sus altos árboles.
—Sabes que tus mujeres me lo cuentan todo —empezó su madre lo que amenazaba con ser la misma discusión de los últimos tiempos.
—No deberían.
—Pero lo hacen. No se atreven a enfrentar tu autoridad, te temen.
—No les doy motivos.
—Te he apoyado en todo. Estuve de acuerdo en que redujeras tu harén, en que solo permitieras que siguieran aquí las concubinas que te han dado hijos, pero…
—No voy a tomar otra esposa.
Sí, era la misma discusión. Y Adnan estaba harto de tener que dar tantas explicaciones. Sus poderes como sultán eran casi ilimitados y, aun así, tenía que enfrentarse con un foco de rebelión en su propio hogar.
—Han pasado años.
Seyran bajó el tono y extendió una mano para tocarle el hombro, consoladora, consciente de que el tiempo transcurrido no aliviaba su aflicción.
Pero todo estaba ahí, en una parte oscura de sus recuerdos, de la que no lograba librarse nunca. En los primeros años de su reinado había sido un hombre feliz, disfrutando con la posibilidad de tener tantas mujeres en su harén, bellas doncellas escogidas una a una entre las mejores, todas dispuestas a servirle y complacerle con devoción.
Su primera esposa, su princesa Selma, le había dado también su primer hijo, Basir, su heredero. Después, poco a poco, habían llegado cuatro niñas preciosas que llenaron el harén de risas y juegos infantiles. Dos de sus concubinas perdieron a sus hijos en las primeras semanas de embarazo, pero los médicos le aseguraron que era normal y que no debía ser motivo de preocupación. Pero entonces llegó aquel año horrible.
Su segunda esposa, embarazada de seis meses, había fallecido supuestamente por una comida en mal estado. Otra de sus favoritas, poco después de anunciarle que también esperaba un hijo, en un absurdo accidente sin explicación, cayó desde la terraza del jardín, sufriendo heridas que la mantuvieron agonizando tres largos y espantosos días hasta que por fin entregó su alma.
Y por último, Selma se había puesto de parto. La criatura venía de nalgas y nada se pudo hacer por salvarlo. Durante las largas horas de lucha de su madre por traerlo al mundo, su hijo se ahogaba con el cordón enrollado en el cuello. El esfuerzo y el disgusto, unido a una hemorragia imparable, terminaron también con la vida de su amada princesa.
Durante semanas se mantuvo alejado del harén, llevando la vida de un eunuco, incapaz de asimilar todo aquel sufrimiento. Tras una larga conversación con su madre, tomó la decisión de reducir su harén solo a las mujeres que ya le habían dado hijos, y aunque ella insistió, como lo hacía ahora, en que hiciese su esposa a alguna de ellas, no pudo decidirse a darle ese privilegio a las que hasta ahora solo habían sido un divertimento para él. Ninguna había logrado llegar a su corazón como la difunta, y decidió honrar su memoria de aquella manera.
—¿Por qué no quieres tener más hijos?
—¿Tengo que recordarte que los tres últimos murieron antes de nacer?
—Pero los cinco primeros llegaron al mundo sin complicaciones, son sanos y hermosos, y tus concubinas serían más felices si les permitieras ser madres de nuevo.
Adnan paseó impaciente, con las manos a la espalda, mirando el verde paisaje que se extendía a los pies del jardín, más allá de los muros de palacio.
—Mis mujeres están bien atendidas, y no tienen motivos para dirigirse a ti con quejas absurdas.
—Las utilizas solo como desahogo, como meretrices para tu único placer.
—Si te lo cuentan todo, madre, no creo que se quejen de que solo me ocupo de mi placer.
Seyran enderezó la espalda y apretó la boca, dispuesta a reñirle por aquella insinuación obscena.
—Las mujeres tienen otras necesidades —dijo, cortante.
—¿Y qué hay de mis necesidades? ¿Alguna vez piensas en mí? ¿En tu hijo?
—Pienso en ti a todas horas del día. —Seyran suspiró y se detuvo ante un banco de piedra, dejándose caer en él con gesto desanimado—. Solo deseo tu felicidad, pero los años pasan y no veo la forma de lograrla.
—Esto es todo lo que deseaba —dijo, girando a su alrededor con las manos abiertas. Las ventanas cerradas de las habitaciones del harén le enfrentaron con mudo reproche—. Me pasé veinte años en España. ¡Veinte! Soñando cada noche con regresar a Bankara, con arrebatarle la vida al asesino de mi padre y ocupar mi lugar en el trono. Al final lo logré. Recuperé mi herencia, soy el sultán, amado y temido a partes iguales, dueño de todo y de todos, y tan poderoso como un dios.
—No blasfemes.
Agotado tras aquel exabrupto, se sentó al lado de su madre, tomándole las manos, tan delgadas que podía distinguir perfectamente huesos y tendones bajo la piel.
—¿Acaso eres tú feliz? ¿No has deseado alguna vez volver a España, ser de nuevo Adela del Valle y llevar una vida tranquila y monótona? Podrías cuidar de la abuela, ahora que está tan mayor, y verías crecer a tus otros nietos, los hijos de Alejandro.
—Nunca te abandonaré. Me necesitas más de lo que crees.
Adnan quiso darle alguna de sus cínicas contestaciones, pero, en un momento de debilidad, la estrechó entre sus brazos, sintiéndola frágil, casi quebradiza.
No olvidaba que aquella mujer, secuestrada durante su luna de miel para ser ofrecida como presente al sultán Murat, logró convertirse en su segunda esposa y darle dos hijos varones. Luego, cuando su tío Mehmet mató a su padre y a sus hermanos mayores, Seyran logró ponerlos a salvo enviándolos a España con Mateo Galván, que los aceptó como hijos propios y les dio su apellido y una educación más tradicional.
Oyeron pasos que se acercaban, ligeros, y al momento Basir apareció corriendo y se detuvo con una gran sonrisa en la cara, mirando a su padre y a su abuela.
—He terminado mis ejercicios —dijo en un español bastante correcto, que su abuela se empeñaba en que practicara.
—¿Y la lectura?
La sonrisa del niño se apagó un poco.
—Dejaremos la lectura para más tarde. —Adnan se puso en pie, acercándose al niño y poniendo una mano sobre su cabeza para comprobar que ya le llegaba a la altura de las costillas—. Sí, creo que he calculado bien, ya tienes la estatura suficiente.
—¿Suficiente para qué?
Basir se puso sobre las puntas de los pies, sin saber lo que iba a ocurrir, pero tan alegre y confiado que pretendió ganar unos centímetros más para asegurarse de recibir cualquiera que fuera la sorpresa que su padre le anunciaba.
—Verás, hace unos días, un mercader de las tierras del sur me trajo un presente. Es joven y hermosa, y me temo que no está preparada para soportar mi peso.
Seyran se puso en pie con un reproche en la lengua. Su pequeño príncipe aún no cumplía los diez años, y aunque estaba segura de que Adnan bromeaba con sus palabras, quiso reñirle por la simple insinuación.
—¿Qué es? ¿Qué es? ¡¿Qué es?!
—Una preciosa yegua blanca, digna de un príncipe.
—¿Una yegua blanca? —Basir pareció debatirse entre la emoción y las dudas—. ¿No será mejor para las niñas?
—Te enamorarás en cuanto la veas. Es fuerte y elegante y… aún no tiene nombre.
Se despidió de su madre con una breve reverencia, y aunque sabía que ella estaba un poco enfadada por alejar al niño de sus estudios, supo que por una vez le daba su beneplácito. Disfrutar un rato de la compañía de Basir era uno de los pocos placeres sencillos y auténticos que aún le quedaban.
Con el pequeño dando saltos delante de él, se alejó del harén, sin detenerse siquiera ante los baños, donde seguramente sus mujeres pasaban las horas muertas, esperando las cada vez más espaciadas llamadas del sultán.
La concubina les vio salir desde el piso superior, oculta entre las sombras, tras el enrejado de su ventana. El pequeño príncipe no había recibido su presente, aquella caja de sus dulces favoritos. El sultán era muy cuidadoso con todo lo que comían y bebían sus hijos, había aprendido bien la lección siendo niño, cuando se crio en aquel mismo harén, entre interminables luchas para inclinar la balanza a favor de alguno de los varios hijos varones del sultán Murat.
Venenos, pócimas para dormir, bebedizos de todo tipo, eran fáciles de conseguir y siempre estaban disponibles en palacio. En algún momento habría un fallo en aquel escudo que el sultán levantaba para proteger a los suyos, y ella estaría allí para aprovecharlo. Y después, sus amorosos brazos serían el reposo y el consuelo del padre desolado. Y los hijos por venir, la única compensación.