Sentada ante su tocador, Beatriz repasaba con cuidado cada mechón de su complicado peinado. Al menos tenía una espesa melena con la que podía jugar a su antojo, lo único que la enfermedad no le había arrebatado.
El moño, alto sobre la nuca, se mantenía en precario equilibrio, dando la impresión de un cuidado despeinado. Las ondas semirrecogidas caían sobre sus mejillas, cubriendo toda la piel posible sin que pareciera demasiado absurdo, y el espeso flequillo lograba ocultar la frente, la zona más problemática.
Con un suspiro de resignación, tomó la espesa pomada de un color más pálido que su piel y comenzó a extenderla por todo el rostro, cubriendo aquel mapa de imperfecciones que no se atrevía a mostrar casi ni ante los más allegados.
Por suerte, el cuello y el escote se habían librado, y casi todo el brazo izquierdo, pero el derecho era un desastre que le obligaba a usar manga larga aún con aquel calor. El vestido, de jacquard de seda azul con flores amarillas, era un modelo pasado de moda, heredado de su madre, que la obligaba a usar una amplia crinolina, con mangas hasta el codo en la misma tela y de encaje crema a continuación, que se cerraba sobre la muñeca. El escote formaba un pico estrecho, bastante discreto, aunque llegaba a mostrar el nacimiento de sus pechos. Le gustaba aquel vestido, a pesar de los años que tenía y de que las modas habían cambiado mucho en aquella época, estrechando las crinolinas y elevándolas en la parte trasera, formando los complicados polisones. Aun así, no le importaba si se la consideraba anticuada, no tenía nada que demostrar o esperar de sus invitados a la cena y, de algún modo, eso la hacía libre de vestirse como le diera la gana, y casi de comportarse del mismo modo, sin tener que someterse a fingimientos y coqueteos que no llegarían a ningún puerto.
Con la pericia que da la práctica, extendió la crema, cuidando de que formase una superficie uniforme y de difuminarla en la línea de la mandíbula. Entonces, por fin, pudo mirar su imagen en el espejo y aceptar que aquella seguía siendo ella, a pesar del imposible cutis de alabastro que lucía. Nunca había sido una belleza arrebatadora, pero alguna vez habían halagado sus ojos pardos, su nariz recta, sus marcados pómulos que le daban un aire exótico y sus labios de un hermoso rosa intenso.
Pero el tiempo de los halagos había concluido muchos años atrás, y ahora Beatriz solo era una sombra que salía a la calle cubierta de velos, y que para lograr que un hombre quisiera robarle un beso tenía que utilizar un antifaz que cubriese su rostro marcado.
Una semana había pasado desde el baile en el palacio, y día y noche se encontraba rememorando las caricias del sultán, su boca experta cubriéndola de besos y sus manos dándole placer en los sitios más insospechados y recónditos. Aquellos recuerdos le encendían las mejillas y provocaban una marea de placer y desazón en cada parte de su piel que él había tocado. Se preguntaba si aquella tortura no terminaría nunca, si acaso se había equivocado al querer probar aquello que como soltera le estaría siempre vedado. Antes, al menos, no podía añorar lo que no conocía.
Hizo un esfuerzo por alejar pensamientos que a nada la conducían y se puso su collar más llamativo esperando centrar la atención de sus invitados entre el brillo de la joya y su escote, y lograr así que no se hicieran preguntas por su rostro maquillado.
Cuando la doncella llegó para anunciar que la esperaban en la sala de recibir, se puso en pie, con el abanico en la mano y, armándose de valor, cruzó la estancia dispuesta a hacer frente al mundo con dignidad y un poco de soberbia, un truco que siempre le funcionaba para evitar momentos incómodos.
Su invitado había anunciado que vendría acompañado, lo que era un fastidio. Bastante le disgustaba recibir a un desconocido, como para encima tener que enfrentarse con dos. Al menos, Álvaro Montenegro le resultaba alguien cercano, conocía a sus padres y, brevemente, había coincidido alguna vez con sus hermanas. Le habían informado que era un joven licenciado, que tenía intención de realizar algunas investigaciones históricas en Bankara, con lo que ya tenía tema para hablar con él en la mesa sin que surgieran incómodos silencios.
Le gustaba tenerlo todo previsto y bien atado en sus pocos actos públicos, si así se podía llamar a una cena que en principio era para un solo invitado, pero el inesperado añadido del concuñado de Álvaro Montenegro, hermano del esposo de su hermana María Elena según le habían explicado, le provocaba un nerviosismo que trató de mantener sujeto, apretando las varillas de su abanico mientras cruzaba la sala para saludarlos.
Los dos caballeros eran altos y vestían de etiqueta rigurosa. Beatriz fijó su mirada en el más joven, delgado y risueño, de rostro atractivo y modales impecables, que se inclinó para besar su mano enguantada.
—Le doy la bienvenida a Bankara, señor Montenegro, a pesar de que llevamos tan poco tiempo en el país que no parece muy adecuado que seamos nosotros quienes le reciban. Supongo que don Ignacio y doña Julia serán mucho mejores anfitriones a la hora de ponerle al día sobre esta tierra y sus costumbres.
—El secretario y su esposa han sido muy amables ofreciéndome su casa —respondió Álvaro, dirigiéndole una mirada límpida y cordial, en absoluto molesto o intrigado por su aspecto—. Como lo son ustedes invitándome a cenar. Pero, por favor, el señor Montenegro es mi padre, llámeme simplemente Álvaro.
—Así lo haré, y usted debe llamarme Beatriz.
Se volvió, tensa, hacia su otro invitado, que conversaba con su padre, dándole la espalda. Llevaba el brillante pelo negro bastante largo, rozándole el cuello de la chaqueta, y su cuerpo parecía demasiado grande para lucir el frac con tanta elegancia. Cuando se volvió hacia ella, Beatriz le recorrió desde la impecable raya de los pantalones, subiendo por el chaleco de seda que la chaqueta desabrochada dejaba a la vista, hasta fijar la mirada, abrumada, en su barba recién cortada, apenas una sombra oscura que enmarcaba la boca hermosa con la que soñaba.
—Beatriz, hija, permíteme que te presente a don Jaime Galván.
Un pitido insistente sonaba en sus oídos, apagando la voz de su padre. Extendió la mano derecha de manera mecánica, mientras la izquierda hacía crujir las varillas del abanico. Su invitado enarcó las cejas, desafiante, antes de inclinarse para rozar su guante con los labios.
—A sus pies —dijo él, con la misma voz profunda que una vez le susurró «soy todo suyo».
—¿Qué clase de broma es esta? —le reprendió en voz baja, aprovechando que su padre se dirigía a Álvaro Montenegro ofreciéndole un licor.
—No sé de qué me habla.
—¿Por qué ha venido aquí haciéndose pasar por otra persona?
Beatriz tiró de su mano, que él no parecía dispuesto a soltar, y lo enfrentó poniéndose sobre la punta de los pies para mirarlo a la cara.
—No entiendo de qué me acusa. Mi nombre es Jaime Galván, y ahí tiene al joven Montenegro para confirmárselo.
Ella ni siquiera se volvió para mirar en la dirección que le indicaba. Escuchó a su padre hablarle desde el otro lado de la estancia, ofreciéndose para servirles algún aperitivo. El hombre que tenía enfrente, el vivo retrato del sultán de Bankara, aceptó con un leve asentimiento, pero ella se mantenía delante, impidiéndole moverse.
—¿Conoce usted al sultán? —preguntó, impertinente.
—Así es. Llevo muchos años viviendo en el país, aunque voy y vengo. Viajo mucho.
—¿Nunca le han dicho cuánto se parecen? Como hermanos gemelos.
—Es posible, aunque yo no tengo el gusto del sultán por los caftanes bordados y las joyas relucientes.
Beatriz le reconvino con la mirada, consciente de que él se burlaba de su desazón.
—¿Cómo explicar entonces tan asombroso parecido? —insistió aún, combativa.
—¿Conoce usted a fondo al sultán? —preguntó él, con una sonrisa seductora.
—Apenas lo he visto una vez —respondió Beatriz, esperando que el maquillaje disimulase el rubor que cubría sus mejillas.
—Puede que su memoria le engañe y que, lo que ahora se le antoja un gran parecido, solo sea un conjunto de rasgos comunes. Si tuviera oportunidad de ponernos uno al lado del otro, probablemente descubriría que somos por completo diferentes.
Su padre se acercó con dos copas en la mano, mirándola intrigado por la intensa conversación que mantenía con alguien a quien acababa de conocer. Beatriz respiró hondo y trató de recuperar la serenidad.
—He molestado a nuestro invitado insistiendo en que se parece a otra persona con la que no guarda ningún parentesco, al parecer.
—Sí, yo también he pensado al verle que nos conocíamos de antes. —Don Luis les entregó los licores, mirando a Jaime como para refrescar su memoria—. Al sultán, ¿verdad? —propuso, divertido ante su conclusión—. Tiene usted un parecido asombroso con el sultán de Bankara.
—No es la primera vez que me lo dicen. —Jaime dio un sorbo a su copa, mirando a Beatriz por encima del borde, con un gesto tan travieso que ella estuvo a punto de echarse a reír, olvidado su enojo—. Pero a pesar de todo su poder y riquezas, me temo que el sultán no puede disfrutar de placeres tan sencillos y añorados como estar aquí, acompañado de compatriotas, saboreando una buena copa de licor.
Beatriz se volvió para mirar a Álvaro Montenegro, que permanecía unos pasos más atrás, en absoluto silencio. Había algo en el joven, tan callado y contenido, que le hizo sospechar que guardaba más de un secreto. Se propuso sonsacarle a la menor ocasión, renunciando a seguir interrogando al astuto Jaime Galván.
Dejó que su padre se ocupara de la conversación, con temas aburridos y seguros, como noticias de España y conocidos comunes, hasta que les anunciaron que la cena estaba servida.
La mesa era grande para cuatro comensales, pero Beatriz había utilizado ese inconveniente en su favor. Se sentó enfrente de su padre, en el extremo más alejado de los tres hombres, donde había menos luz, y se dedicó a comer con lentitud, a escuchar la conversación y hablar solo cuando la requerían directamente.
Supuso que ambos caballeros se llevarían una pobre impresión de ella. La madura hija del cónsul, solterona, con aquel extraño peinado que hacía que pareciera recién levantada de la cama y comportándose como una tímida debutante. Se dijo a sí misma que no le importaba, hacía años que vivía en las sombras y no tenía esperanza ninguna, ni intención, de conseguir el interés de dos apuestos caballeros solteros.
Álvaro Montenegro, al que le calculaba varios años menos que los suyos, resultó un joven encantador. Hablaba con pasión de sus estudios y les contó sus propósitos de iniciar investigaciones en Bankara, en busca de restos de antiguas civilizaciones. Cuando les aclaró que ya había solicitado permiso al sultán, lanzó una rápida mirada a su acompañante, que no pasó inadvertida a Beatriz.
El hombre que afirmaba no ser el sultán de Bankara se dedicó a comer con buen apetito, a sonreír enigmático y a contarles divertidas historias para ponerles al día sobre costumbres y tradiciones del país.
Qué gran actor habían perdido los escenarios, se dijo Beatriz en más de una ocasión. Podía negar hasta el infinito ser el sultán, pero incluso manteniendo aquella distancia segura, todos sus sentidos lo reconocían. Su voz, sus largos dedos que acariciaban la copa antes de llevársela a la boca y esos labios que habían devorado los suyos hasta el delirio le delataban por completo.
Y cuando se volvía, para clavar su mirada inquisitiva en ella, en cada uno de sus gestos, de sus contenidas expresiones, se descubría inevitablemente. Beatriz se preguntó cuánto tiempo pretendía mantener aquella farsa, y apostó consigo misma que, antes de que terminara la velada, lograría hacerle confesar, aunque fuera con métodos poco ortodoxos.
Una sensación de anticipación recorrió su vientre y dibujó una sonrisa en sus labios. El ansia de volver a vivir otro delicioso interludio sensual como el de aquella noche le quitó el apetito y se dedicó en adelante a beber y lanzar miradas provocativas a su invitado, retándole en silencio.
Tras la cena, don Luis se ofreció a enseñarle al joven Álvaro los mapas de Bankara que se guardaban en la biblioteca del consulado. Hacia allí se dirigieron los cuatro, observando con mayor o menor interés cómo el caballero desplegaba sobre una amplia mesa antiguos y hermosos pergaminos, llenos de indicaciones en distintos idiomas.
Jaime dio unos pasos hasta la escalera que servía para llegar a los estantes más altos de las librerías. Un recuerdo de años atrás se impuso sobre el presente. Mercedes con un brazo vendado, el peldaño de la escalera roto, la muchacha abalanzándose sobre él para golpearlo con la mano sana.
—¿Le interesa algún tomo en especial?
Beatriz se había acercado en silencio, mirándole con curiosidad.
—Estaba recordando que ya estuve una vez en esta biblioteca, hace muchos años.
No dio más explicaciones, a pesar de que ella sin duda las esperaba. Decidió que ya había perdido mucho el tiempo aquella noche y, dejando atrás los recuerdos, le ofreció su brazo con un gesto casi retador.
—¿Prefiere ver alguna otra estancia del consulado? —le preguntó ella, sin disimular la insinuación.
—Hace demasiado calor aquí dentro, quizá sería tan amable de acompañarme al jardín.
Salieron por las puertas dobles que estaban entreabiertas, seguidos por la mirada pensativa de Álvaro Montenegro. En el exterior ya anochecía, y el olor de plantas y árboles era intenso y muy agradable. Poco antes los jardineros se habían encargado de regar los parterres, por lo que los senderos estaban húmedos y en las hojas relucían gotas cristalinas.
Jaime se preguntaba por qué, después del ataque frontal que le había dirigido nada más llegar a la casa, ella se había replegado como un caracol dentro de su concha, permaneciendo en silencio y concentrada durante toda la cena. Se le daba muy bien el papel de mujer discreta y sumisa, sentada en la zona más oscura del comedor, tratando de pasar desapercibida. Supo, sin necesidad de preguntárselo, que llevaba mucho tiempo practicándolo.
El día anterior había enviado a Cenk a seguir sus huellas por la capital. Su secretario solo pudo decirle que la había visto salir, acompañada de una doncella, a pasear por el mercado de especias, donde hizo algunas compras. Y que iba casi completamente cubierta con un espeso velo que solo dejaba sus ojos a la vista. Aunque muchas mujeres occidentales preferían cubrirse cuando salían a la calle, por seguir la costumbre musulmana, en general y en pleno verano solo usaban velos ligeros que les tapaban el cabello, nadie llegaba al extremo que Cenk le había descrito, a menos que tuvieran algo que ocultar.
Y ahora que había podido observar a placer su rostro, Jaime seguía sin comprender qué pretendía esconder Beatriz con velos y máscaras, más allá tal vez de un cutis imperfecto que cubría con afeites que daban a su piel un falso aspecto de porcelana. Aquel potingue que generosamente empleaba y su gloriosa melena recogida, y a la vez suelta sobre su rostro, como si también quisiera utilizarla a modo de velo, eran la frágil barrera que les separaban de cualquiera que fuera la realidad que ella insistía en ocultar.
—Hace una noche muy hermosa —dijo ella para romper el silencio.
Se detuvieron ante un banco rodeado de setos y Beatriz se sentó bajo la atenta mirada de Jaime, consciente de que en aquel rincón escondido no podrían verles desde la biblioteca.
Inclinándose ante ella, tomó un mechón de su pelo castaño, que se había soltado del extraño recogido, y lo acarició entre las yemas de sus dedos.
—Me gustaría librarla de todas esas absurdas horquillas.
Ella entreabrió los labios y durante unos segundos no fue capaz de hablar. Jaime recordaba su larga y espesa melena, suelta y reluciente, cayendo en ondas hasta más allá de su cintura. Comprendía ahora la utilidad del antifaz que lucía en el baile. Dejaba a la vista sus dos mejores rasgos, los ojos pardos y la hermosa boca, y permitía que todos se fijaran en el esplendor de su cabello suelto, algo que no podía lucir en público más que en un baile de disfraces.
—A mí también me gustaría, lo reconozco —dijo ella cuando por fin recuperó la voz—. Me dan dolor de cabeza.
—En el harén, las mujeres no están atadas a estas modas occidentales, ni moños ni corsés, nada que impida lucir su belleza natural.
—¿Lleva usted tanto tiempo en Bankara que hasta tiene su propio harén?
Respondió con una sonrisa enigmática. Ella era como un buen perro de presa, ni por un momento había pensado en abandonar la cuestión que seguía latente entre ellos. Se preguntó si le reportaría algún beneficio confesar de una vez la verdad. Si Beatriz se entregaría de nuevo a sus besos con tanta libertad y confianza como la noche del baile.
—Si lo tuviera… ¿Valoraría usted la posibilidad de formar parte de él?
—Me gustaría visitar un harén —dijo Beatriz, sin responder a su pregunta—. Ver cómo viven las mujeres y si son felices en esa especie de jaula dorada. Supongo que los días se les van en rencillas para destacar, para lograr el interés de su amo, para mantenerse hermosas, deseables y disponibles, siempre dispuestas a cumplir sus deseos.
—Lo ha descrito muy bien. —Jaime se sentó a su lado, ocupando todo el espacio libre y haciendo que Beatriz se arrimara más al borde, con la espalda demasiado recta—. Pero también es una vida de lujo y comodidades, sin apenas obligaciones.
—Como juguetes abandonados esperando que su propietario se acuerde de ellos. —Beatriz descartó el tema, consciente de que nunca podrían ponerse de acuerdo—. Dígame, entonces, ¿ha estado usted en algún harén?
—Un hombre no puede entrar en el harén de otro —respondió evasivo—, a menos que sea un eunuco. —La vio removerse incómoda ante aquel término, sin duda alguien le había explicado en qué consistía—. Ahora querrá defender también a los pobres esclavos privados de su hombría, pero piense por un momento en niños hambrientos de humildes familias que logran así una ocupación donde son respetados y ven cubiertas todas sus necesidades.
—Lleva usted demasiado tiempo en Bankara, sus ideas ya son más orientales que occidentales.
—No lo crea, solo procuro entender sus costumbres y tradiciones, y respetarlas. Si usted hubiera nacido en estas tierras y la llevaran a vivir a España, con sus misas diarias, sus mujeres encorsetadas de pies a cabeza y los mil condicionantes absurdos de una sociedad cerrada y reprimida, le aseguro que le resultaría más extraño, y mucho más asfixiante, que todo lo que pueda descubrir sobre la vida en Bankara.
Casi pudo ver los recuerdos que pasaban por su mente. En el baile, el sultán le había confesado los años vividos en España y que su madre era española. Ahora Beatriz sumaba sus palabras a aquel recuerdo, reforzándose en su posición. Decidió que era hora de obligarla a dejar de pensar y pasar al contraataque.
—Entonces…
—Entonces, creo que ya hemos hablado demasiado, y sería mejor que nos ocupáramos de lo que nos ha traído hasta este rincón oscuro.
—Creo que no le entiendo.
—Diría que sí lo hace.
La envolvió por la cintura estrecha, odiando el corsé que la comprimía, y la pegó a su pecho, dejándola sin aliento. Cuando entreabrió los labios para emitir un suave jadeo, los tomó con su boca, despacio primero, tanteando su respuesta, y con más intensidad en el momento en que ella se rindió y lo envolvió con sus brazos.
No sabía por qué estaba haciendo aquello de nuevo. En el baile ella había sido una intriga, una figura voluptuosa envuelta en aquel tentador vestido griego, con la gloriosa melena suelta, sedosa y fragante. Quiso quitarle el antifaz para descubrir si lo que ocultaba era tan delicioso como lo que llevaba a la vista, pero ahora que la había podido observar a placer durante la cena, había decidido que en realidad no era así. Para un hombre que había disfrutado en su harén de las más bellas mujeres de su país, y de los vecinos, los discretos encantos de Beatriz resultaban casi insuficientes. Solo era un patito feo entre cisnes arrebatadores y, a su edad, ya no se podía esperar que se convirtiera en otra cosa.
Pero la estaba besando de nuevo, y por Dios que disfrutaba de su respuesta.
Maldijo las mil capas de tela que la cubrían. Imaginó el corsé, la crinolina, todos aquellos artilugios endemoniados que lo separaban de su piel cálida. En el baile había sido muy fácil, con aquel disfraz tan escandaloso que lucía, pero, ahora, lograr que sus caricias llegaran a los sitios más escondidos sería una tarea titánica.
Y de repente ella lo estaba separando, poniéndole las manos sobre los hombros para empujarlo. Por supuesto, no tenía fuerza suficiente, pero Jaime logró rescatar algo de la educación que le había dado su abuela española y dejó que lo hiciera, aunque no se sintió bien por ello.
—¿Qué ocurre?
—Esto… No está bien.
No añadió nada más, solo lo miró confusa, luego se levantó y se alejó de vuelta a la casa.
La vio marchar, tan atónito que no logró reaccionar para impedírselo. No entendía qué había ocurrido. En el baile le había dejado ir más lejos, mucho más lejos, y solo lo interrumpió cuando intentó quitarle la máscara. Pero ahora no había hecho nada para asustarla, o eso creía. A menos que le preocupara que su padre pudiera enterarse.
Se levantó y siguió el sendero, tragándose la frustración que sentía, de nuevo. Esa mujer iba a convertirlo en un eunuco si continuaba interrumpiéndole así cada vez que trataba de seducirla. No estaba acostumbrado a esa sensación. Sus deseos eran siempre órdenes para sus mujeres, y su tarea más importante, mantener satisfecho y feliz a su amo. Maldijo la rígida educación religiosa española, sus ideas sobre la moral y el pecado, que convertían a sus mujeres en criaturas temerosas, inseguras e incapaces de entregarse simplemente al placer. Hacía años que no tenía que lidiar con todo aquello, y no lo echaba de menos.
Giró a su izquierda en el sendero y la vio parada, a pocos metros de la puerta, respirando hondo. Le dio pena verla tan apurada, tratando de recomponer su aspecto, antes de volver al interior.
—Deje que la acompañe —le dijo, acercándose, provocándole un pequeño sobresalto—. Su padre se extrañaría si la viera volver sola, y aunque mi nombre podría resistir tal mancha, no quisiera que el joven Montenegro se haga una idea equivocada sobre usted.
—Es usted muy amable —dijo ella, rígida y ya recuperada en su papel de dama inexpresiva y gris.
—No lo seré la próxima vez que nos encontremos a solas.
Acompañó la sutil amenaza con una sonrisa traviesa, que la hizo parpadear confusa, dudando entre regañarle o aceptar el envite.
La conversación quedó en suspenso cuando vieron salir a Álvaro Montenegro, seguido de don Luis, por las puertas abiertas de la biblioteca.
—Aquí estáis —dijo el cónsul, acercándose con su sonrisa bonachona—. Hace una noche hermosa y hemos pensado en disfrutar también del aire fresco.
—Quizá se está haciendo un poco tarde —dijo Jaime, impaciente, incapaz de seguir fingiendo educación y buenos modales europeos—. Su hija me ha confesado un leve dolor de cabeza y no quisiéramos imponerles nuestra presencia más tiempo de lo necesario. Supongo que estás de acuerdo, Álvaro.
—Desde luego —dijo el joven, aunque sorprendido por la interpelación, pero incapaz de enfrentar el tono autoritario de Jaime—. Lamento que no se encuentre bien, señorita Casanova.
—No es nada, solo un poco de cansancio.
En realidad, ella parecía a punto de desmoronarse. Jaime pensó que, igual que él se había cansado de su papel de caballero español, Beatriz ya no podía seguir fingiendo ser la mujer callada y discreta de la cena. Bajo aquella piel cubierta de afeites,había otra Beatriz, una mujer de carácter, rápida e inteligente, que solo se atrevía a mostrar en rincones oscuros, o cuando llevaba una máscara a modo de escudo.
—Debes retirarte, entonces —ordenó don Luis, preocupado—. Yo me ocuparé de acompañar a los caballeros. Si quieren tomar un último licor antes de retirarse, en la biblioteca tengo un buen coñac francés.
La vio ofrecer su mano al joven Montenegro, que se inclinó galante, insistió en su preocupación por su salud y la despidió agradeciéndole la invitación y sus atenciones. Cuando se volvió hacia él, Jaime tuvo que recomponerse y obligarse a imitar los impecables modales de Álvaro.
Mucho tiempo después, con la última copa de licor bullendo en su estómago, ya en sus habitaciones de palacio, se deshizo con rabia de su frac y se abrió el cuello de la camisa buscando el aire que le faltaba.
Se dijo a sí mismo que solo la deseaba porque no podía conseguirla. Le había pasado antes con otras mujeres europeas que viajaban brevemente al sultanato. Jovencitas de buena familia que temblaban de emoción ante el sultán y se morían de miedo si se encontraban con él a solas. Las descartaba y olvidaba en cuanto un nuevo entretenimiento venía a distraerle.
Ahora, asomado a su balcón, viendo la ciudad dormida a sus pies, se preguntaba cuánto tardaría en olvidar a Beatriz Casanova, y la facilidad con la que se entregaba a sus besos, sin asomo de recato ni absurdos pudores.
Un día, una semana, tal vez un mes. Pero la olvidaría, como a tantas otras, y volvería a confiar en la habilidad de las mujeres de su harén, para dar placer y alivio a su cuerpo, ya que nadie podía reconfortar su alma.