Capítulo 5

 

Los ingenieros ingleses habían terminado de exponer su primer proyecto, el alumbrado público de la capital de Bankara, y una vez más se enfrentaban con el rechazo y la incomprensión de su gobierno. Stone y Williams solo podían esperar que en algún momento apareciera el sultán a poner orden, antes de que el gran visir y sus acólitos los echaran a patadas de palacio.

Al fin sus plegarias fueron escuchadas y las grandes puertas de la sala se abrieron para dejar paso al hombre que con su sola presencia logró silenciar el gallinero en el que se había convertido aquella reunión.

—¿Y bien? —preguntó tan solo, enarcando las cejas y barriendo con su mirada a los exaltados ministros.

Como ninguno se atrevió a hablar, fue Stone el que dio un paso adelante, recogiendo ya sus planos para guardarlos en una cartera de piel.

—El gran visir opina que es un proyecto tan caro como innecesario.

—¿Y qué más opina mi gran visir? —Bajo la mirada del sultán, Osman Pasha se encogió en su asiento—. Habla, pues.

—Hay otras… necesidades… más urgentes…

—¿Necesidades? ¿Para mi pueblo o para su gobierno? —Adnan caminó lentamente entre la fila de asientos de los ministros y la mesa donde los ingenieros tenían su proyecto—. ¿Qué es más urgente? ¿Que las calles de Bankara sean más seguras y se pueda caminar por ellas cuando la noche las cubre? ¿O terminar el palacio de Osman Pasha, para su recreo y el de sus concubinas?

—Majestad…

—Como primer ministro acumulas poder y riquezas, gran visir, pero no olvides que te debes al pueblo.

—No lo olvido, Majestad.

Desde la fila de atrás surgió una voz poderosa.

—Muchos se olvidan de servir a su pueblo. Se entregan a los placeres de la vida fácil y acomodada, mientras se ahoga a los campesinos y pescadores con impuestos y obligaciones. Mientras unos pocos se cubren de la cabeza a los pies de oro y piedras preciosas, otros caminan descalzos por las calles de Bankara, mendigando una limosna.

El sultán miró al hombre que se atrevía a enfrentarlo, en pie tras la silla de Osman Pasha. Un antiguo capitán de la guardia de jenízaros. Su poder en la corte de su tío Mehmet había crecido más allá de los límites militares, y muchos de los antiguos soldados, ahora mayores, habían cedido el paso a sus hijos en el cuerpo, mientras ellos se convertían en una fuerza política a tener muy en cuenta.

—Dime, Ahmet Bilal, ¿también tú te opones al proyecto del sultán? ¿Deberíamos invertir esos dineros en dar de comer a los hambrientos?

—No me opongo, Majestad. —El jenízaro aguantó a pie firme la mirada demoledora de su sultán. Su piel color café relucía de sudor, pero era más debido al ambiente cargado de la sala que al temor por su atrevimiento—. Solo trato de comprender cómo los inventos modernos de los ingenieros extranjeros van a mejorar la vida de Bankara.

—Es el progreso necesario. En toda Europa se construyen grandes fábricas y vías de ferrocarril. Mientras otros países avanzan, nosotros permanecemos estancados en un sistema anticuado que no nos proporciona apenas el sustento.

—En tiempos del sultán Basir, Bankara era uno de los países más ricos del Mar Negro —recordó Osman Pasha.

—En tiempos de mi abuelo, las guerras ganadas contra los vecinos proveían de riquezas y nuevas tierras que explotar. Pero eso se acabó ya. —Adnan giró sobre sí mismo, abriendo los brazos, con los anillos reluciendo bajo la luz cenital—. Tenemos la suerte de vivir un tiempo de larga paz, y no pretendo llevar a mi ejército a nuevas guerras coloniales. No somos bárbaros. Debemos modernizarnos y explotar las riquezas de nuestras tierras, por escasas que sean. Aprender de otros países que nos llevan décadas de adelanto. —Se volvió a señalar a los ingenieros, que permanecían en absoluto silencio—. Construir una nueva Bankara, más eficiente y segura, en la que hasta el más humilde pueda vivir de su trabajo.

Osman Pasha inclinó la cabeza ante la mirada interrogativa del sultán. Detrás de él, Ahmet, el capitán jenízaro, aceptó también su voluntad, aunque su gesto de aceptación fue más renuente.

—Bien, veo que estamos de acuerdo. —Miró a los ingenieros, tan acalorados como el resto de los presentes—. Adelante con su proyecto, señores, iluminemos Bankara y demos un paso adelante hacia el siglo XX.

Stone y Williams se inclinaron brevemente, en señal de respeto y aceptación. Al momento el sultán se marchó por donde había venido, ondeando su rico caftán bordado en plata, y dejando en la sala la sombra de su presencia que aplacaba los ánimos de protesta de su gobierno.

 

 

Avanzada la tarde, Beatriz se atrevió a salir al jardín, ahora que la muralla lo cubría en parte de sombra. Había sido un día de calor abrumador, y tras regresar de la casa de doña Julia, con la que entretuvo las horas muertas de la sobremesa, se deshizo del corsé y el polisón, poniéndose un cómodo vestido y una gran pamela para protegerse del reflejo del sol. El alto cuello de encaje parecía estrangularla cada vez que se inclinaba sobre el rosal para cortar sus flores, así que abrió los dos botones superiores, y luego otros dos, hasta que la escasa brisa logró colarse por el escote, refrescándola apenas.

Cuando la criada se asomó para anunciar la visita del caballero español, repasó su aspecto, preguntándose si era correcto que recibiera a Álvaro en aquel estado de evidente desaliño. El joven la había visitado tres veces en la última semana, iniciando una amistad que le resultaba muy cómoda y agradable. Apenas le dio tiempo a preguntarse por qué no la había advertido de su llegada, cuando ya su silueta ocupaba la puerta, obligándola a guiñar los ojos para reconocer su rostro.

No era Álvaro Montenegro.

Y su oportunidad de cambiarse y aparecer más presentable se había esfumado.

—No soy poeta, pero en estas circunstancias creo que se impone un halago a su belleza, que hace palidecer a las flores.

Beatriz enderezó la espalda llevándose las manos al costado, sin darse cuenta de que sus curvas se marcaban libres e insinuantes contra la tela del vestido.

—No se esfuerce entonces, si va a compararme con mis rosas, recuerde que están llenas de espinas.

Con manos temblorosas, dejó sobre un banco cercano las flores que había cortado, y se deshizo de los guantes y las tijeras.

Cuando se volvió, Jaime Galván estaba detrás de ella, a pocos centímetros de distancia, con el sombrero en la mano. Se preguntó cómo un hombre tan grande podía ser tan silencioso.

Y tan apuesto.

La chaqueta oscura, cortada a la medida, se ajustaba a sus anchos hombros, y la camisa blanquísima, hacía un bello contraste con su piel atezada.

—Le debía una visita y mi agradecimiento por la cena. —Extendió una mano y Beatriz, renuente, depositó la suya encima—. He estado fuera estas dos semanas, pero su recuerdo me ha perseguido durante mi viaje.

—Lamento haberle causado tanta incomodidad.

Se sentía en la necesidad de mostrarse fría, irónica. No podía dejarse seducir de nuevo por esos ojos negros como el pecado, por la caricia de sus dedos que recorrían su mano con suaves movimientos.

—Si de verdad lo lamenta, quizá pueda hacer algo para aliviarme de ella.

Le vio llevarse su mano a la boca, depositando en ella un largo beso. De repente sintió la garganta seca y la necesidad de mojarse los labios con la punta de la lengua.

—Puedo ofrecerle un refresco y asiento en la biblioteca, donde se está más fresco que aquí —propuso, malinterpretando a posta sus palabras.

—Será un placer compartir ese refresco con usted, Beatriz, guíeme hacia el paraíso.

Su sonrisa hablaba de otros placeres mucho menos inocentes. Era el diablo y Beatriz dudaba de su capacidad para resistirse a tanto encanto.

—No es la primera vez que tratan de halagarme citando a Dante —le dijo, soberbia, al pasar por delante de él de vuelta a la casa.

—Pero es obligatorio acordarse del poeta divino, cuando usted lleva el mismo nombre que su amada.

—Cuando Dante pedía a Beatriz que lo guiase al paraíso, se encontraba en el purgatorio, penando por sus pecados.

—Los míos son muchos y muy variados. —Jaime la siguió y la alcanzó dentro de la biblioteca, donde durante un rato no pudieron verse el uno al otro, mientras se acostumbraban al cambio de luz—. El día que me muera iré directo al infierno. Solo un ángel podrá rescatarme del fuego eterno.

Beatriz tomó la campanilla para llamar al servicio.

—No creo que le interese vivir entre ángeles, incluso después de muerto. —La doncella apareció en la puerta y Beatriz terminó su frase con gesto distraído—. Recuerde que no tienen sexo.

Encargó limonada fresca y unos pastelillos para acompañarla, y solo cuando la criada se hubo marchado, sorprendió la mirada intensa de Jaime Galván, que esperaba paciente de pie ante una silla.

—Interesante tema, el sexo de los ángeles.

Beatriz se ruborizó, comprendiendo entonces lo que había dicho. Esperaba que el suave maquillaje que se había puesto para visitar a doña Julia siguiera cumpliendo su función de cubrir las marcas de su cara, y también de paso aquel momento vergonzoso.

—Siéntese, por favor —pidió, mientras ella misma tomaba asiento, aprovechando para respirar hondo—. ¿Puedo preguntar a dónde le ha llevado su viaje?

—A la capital del imperio, la hermosa Constantinopla.

—Espero tener la oportunidad de conocerla. Ya sabe que nuestra estancia en Bankara es muy breve. Mi padre calcula que, en apenas tres meses, el cónsul titular podrá incorporarse al cargo.

Le vio asentir, con el ceño ligeramente fruncido. Beatriz se preguntó, divertida, si Jaime estaba calculando sus posibilidades de seducirla en aquellas pocas semanas.

Buscó su abanico, pero no estaba a la vista. Se llevó la mano al cuello, húmedo de transpiración, recordando entonces los botones desabrochados que dejaban a la vista sus clavículas y varios centímetros más abajo. Aunque la noche de la cena lucía un vestido bastante escotado, algo que sin duda Jaime recordaba, no por eso era disculpable que mostrase tanta cantidad de piel siendo aún de día y estando a solas con un hombre. Aun así, no se decidió a solucionarlo. Sus manos temblaban bajo la mirada intensa de su invitado, y sería imposible que lograra pasar los diminutos botones por sus ojales.

—¿Le espera alguien en España?

—El resto de la familia, claro. Tíos, primos…

Beatriz se detuvo mientras la doncella dejaba ante ellos el servicio que le había pedido. La despidió con un leve ademán y ella misma sirvió la limonada en unos bellos vasos turcos de colorido cristal.

—Ya sabe a lo que me refiero.

—Quizá lleva usted demasiado tiempo fuera del país. —Beatriz apretó la boca, disgustada—. Tanto como para no recordar que una mujer de mi edad ya no tiene posibilidad alguna de que nadie espere por ella.

—Discúlpeme mi torpeza al no saber calcular la edad de una dama, o sus posibilidades de ser esperada. —Jaime levantó su vaso y bebió un pequeño sorbo—. Pensaba antes en otros valores como el buen juicio, la cultura, el ingenio tal vez.

—Todos juntos no pesarían tanto en una balanza como la belleza y la juventud a la hora de hacerse ilusiones en el mercado matrimonial.

Le observó beber de nuevo, esta vez largamente. La nuez se le marcaba en el cuello poderoso mientras tragaba el líquido a sorbos. Terminó el contenido del vaso y lo dejó sobre la mesa, pasándose la punta de la lengua por el labio inferior, para aprovechar hasta la última gota.

Beatriz se quedó sin aliento.

Logró extender la mano y tomar su vaso. Deseaba vaciárselo sobre la cabeza, el cuello, por el escote abajo, para refrescar su piel que ardía y no solo por el calor reinante. Recordó respirar, hondo, y bebió un sorbo pequeño, y luego otro, y otro.

—No me parece usted una persona que se resigne a lo que la sociedad le obliga a admitir. Dígame que no tiene algún plan, que no sueña con vivir una aventura antes de volver a su vida monótona de buena hija y perfecta ama de casa.

Él se inclinaba hacia ella, con solo la frágil mesita interponiéndose entre sus cuerpos, que parecían atraerse como el imán y el metal. Beatriz quiso renunciar a toda precaución. Dejar que él volviera a sentarla sobre su regazo y que sus manos la recorrieran de nuevo como en el baile de palacio. Sí, él podía negar mil veces y más que Jaime Galván y el sultán de Bankara fuesen la misma persona, pero había cometido un error al besarla la otra noche en el jardín. No podía haber dos hombres en el mundo que besaran de aquella manera.

—Tenía un plan… —le dijo, inclinándose también, sin pararse a comprobar lo que mostraba el cuello abierto de su vestido—. Aquella noche, en el baile de máscaras… El disfraz me otorgaba el poder de convertirme en otra persona, la divina Europa, audaz y dispuesta a hacer realidad sus deseos.

—¿Qué se lo impidió?

—Cuando intentó quitarme el antifaz… Recordé que, bajo él, solo estaba la pobre Beatriz, la triste solterona que nunca haría nada incorrecto.

—No creo que exista esa Beatriz. Es otra máscara, nada más.

Era demasiado astuto para dejarse atrapar en su trampa. Ni afirmaba ni negaba que fuera él quien estuvo a punto de arrancarle al antifaz. Y mientras, la temperatura en la habitación seguía subiendo y subiendo, creando una corriente que unía sus cuerpos por encima de la mesa que los separaba. Beatriz casi imaginó que la jarra de limonada empezaba a hervir, tanto era el calor que despedían.

Y entonces se escucharon pasos que se acercaban, y la puerta a su espalda se abrió. Beatriz recuperó su postura, rígida, en su butaca, con las manos cruzadas sobre el regazo.

Jaime se dejó caer sobre el respaldo, dirigiéndole una sonrisa burlona. Supo lo que pensaba como si lo llevara escrito en la frente. De nuevo se ponía la máscara, la dama inabordable, fría, manteniendo la distancia correcta de su invitado.

—Me han dicho que tenemos visita —dijo don Luis entrando en la estancia.

Tiempo después, ya acostada, Beatriz no recordaba mucho más de lo ocurrido desde la llegada de su padre a la biblioteca. Solo que Jaime se despidió en cuanto tuvo oportunidad, rechazando con elegancia su invitación a cenar.

Acosada por el calor que apenas disminuía al anochecer, Beatriz se deshizo de la manta y se quedó sobre la cama, solo cubierta con su camisón más fino, invocando para refrescarse recuerdos de su infancia y de baños en un río de aguas heladas.

Pero su imaginación no era suficiente para aplacar el calor que nacía dentro de su cuerpo, en sus partes más íntimas y sensibles, cada vez que recordaba el atezado rostro de Jaime Galván, su sonrisa seductora, su boca hermosa enmarcada por la barba muy corta. Frustrada, se retorcía y gemía, enredando las sábanas y el camisón entre sus piernas.

Si pudiera confiar en él… Si creyera por un solo momento que sería el amante discreto y caballeroso que buscaba…

Si sus sospechas eran fundadas, si Jaime Galván era también el sultán de Bankara, ese era un secreto muy importante que poca gente debía conocer. Quizá podía hacerle una proposición audaz. Un secreto por otro. Ella nunca contaría lo que había descubierto y a cambio él nunca descubriría su pequeña aventura.

De que deseaba seducirla no le quedaban dudas. No sabía bien por qué, quizá simplemente por la novedad, o por el reto, o por sentirse poderoso al ver el ansia que creaba en aquella pobre solterona.

Y ella estaba más que dispuesta a dejarse seducir. Había decidido que Bankara era su última oportunidad para vivir aquella aventura. No quería arrepentirse cuando fuera una anciana, dueña de una virginidad que solo le provocaba anhelos frustrados. Pero ni siquiera en sus sueños más ardientes había imaginado encontrar un hombre más apuesto y sensual para hacer realidad sus deseos.

Y no lo iba a dejar escapar.

 

 

El cielo apenas rosado anunciaba el amanecer cuando el sonido de cascos de caballo inundó el patio de las caballerizas de palacio. Los guardias se enderezaron en señal de respeto y abrieron las grandes puertas para dejar pasar al sultán.

Olvidando toda precaución, cabalgó por calles vacías y bosques desiertos, hasta encontrar el sendero empinado que bajaba a la playa, una pequeña cala en forma de media luna protegida por un alto acantilado.

Una larga noche de insomnio le había irritado hasta el extremo. No encontraba descanso ni paz en sus aposentos. Había mandado llamar a Sara, la primera de sus concubinas, que ni mucho menos era tan complaciente como Jacinta, tan dulce como Melike, o tan pasiva como Nar. Sara era su amazona, y daba tanto como recibía, y cuanto más fuerte y más intenso fuera el sexo, más parecía gozarlo. Pero ni siquiera aquella pequeña escaramuza logró atraer el sueño, y abandonando el lecho y a la mujer que dormía agotada, decidió buscar algo de paz en el único sitio que nunca le fallaba.

Bajó del caballo y sujetó las riendas bajo una piedra. Se deshizo de las botas y sus pies descalzos se hundieron en la arena fría. En la línea del horizonte, la bruma se convertía en toda una paleta de colores, rojos y anaranjados, rivalizando con el azul nocturno.

Sus ropas cayeron al suelo, una prenda tras otra, sobre las botas. Completamente desnudo, extendió sus brazos hacia lo alto, como si tratara de atrapar el cielo. Flexionó la espalda dolorida, gruñendo ante cada músculo agarrotado por la tensión. El primer rayo de sol acarició su rostro como la mano de una amante; se deslizó por su pecho, delineando sus pectorales, la cintura estrecha y, más abajo, sus fuertes piernas y el falo que se erguía entre ellas, semierecto, siempre dispuesto a una nueva batalla.

Había disfrutado muchos años de concubinas bien dispuestas, bailarinas, camareras, y las mejores meretrices de Bankara, ya fuese Adnan o Jaime Galván, no había mujer hermosa en el sultanato que se le hubiera resistido. Quizá ese era su castigo por los placeres pasados. Esa insatisfacción continua que le consumía hasta el punto de no dejarle dormir.

Cruzó la arena con decisión y largas zancadas, internándose en las frías aguas del Mar Negro. La marea, en retroceso, se le enredó en las piernas, atrayéndolo hacia su interior como una mujer ansiosa. Cuando el agua le llegó a las caderas, se zambulló de cabeza, permaneciendo bajo la superficie hasta que sintió los pulmones a punto de estallar. Emergió para respirar y dejó que las olas le acunaran, flotando de espaldas, con los ojos cerrados. Luego volvió a sumergirse y nadó con fuertes brazadas, hasta perder la noción del tiempo.

Cuando quiso volver a la arena, tuvo que luchar con la resaca del mar y su propio cansancio para lograrlo. Sus largas y fuertes piernas se clavaban en el fondo, haciéndole avanzar centímetro a centímetro hacia su destino. Por fin en la orilla, casi sin aliento, respiraba con la boca abierta mientras se sacudía el agua del cuerpo y de la corta melena suelta. El sol brillaba a sus espaldas, pero no calentaba apenas, sin embargo, eso no tenía que ver con el largo escalofrío que le recorrió la espalda.

En cuclillas, al lado de su caballo, un hombre vestido de negro y embozado le esperaba.

Dio dos pasos más en su dirección y el desconocido se puso en pie. En su mano una larga daga de punta curvada.

Extendió los brazos, con las manos en alto.

—No tengo nada que robar —afirmó mientras daba dos pasos más.

—No soy un ladrón —siseó el desconocido, con el fuerte acento extranjero de las tierras más allá de la frontera sur de Bankara.

El sultán se llevó una mano al pecho, tocando la vieja cicatriz donde el gran visir de su tío Mehmet le había clavado un puñal. Le gustaba esa herida, era un recordatorio para estar siempre alerta. Y, sin embargo, aquella mañana la había olvidado por completo. Ni siquiera tenía un arma en la montura del caballo.

—Si quieres mi sangre, ven a buscarla. —Separó la mano para que el otro viera la cicatriz—. Otros antes que tú lo han intentado.

El hombre dio unos pasos adelante y sus pies se hundieron en la arena. En sus manos llevaba una prenda oscura.

—Un hombre no debería morir desnudo —le dijo arrojándole sus pantalones.

—Un asesino cortés. —El sultán se vistió la prenda, sin dejar de mirar a los ojos a su contrincante—. Se lo agradeceré a la persona que te envía, cuando le lleve tu cabeza. ¿Me dirás su nombre?

—No estoy aquí para hablar.

Aquel breve intercambio le sirvió para medir la estatura, casi igual a la suya, y la fuerza de su enemigo. Era difícil adivinar lo que se escondía bajo sus fúnebres vestiduras, pero sin duda no era un anciano, y puesto que ejercía de sicario, tenía que suponer que poseía fuerza y agilidad suficientes para ponérselo difícil

Y además tenía aquel puñal.

—Tratemos entonces el tema que te ha traído aquí hoy —le ofreció, como si estuvieran en una reunión de negocios en palacio—. Sabes que puedo ofrecerte diez veces más oro del que te hayan prometido por matarme.

—Todos saben que Yusuf siempre cumple sus encargos.

—Este será el último, amigo Yusuf. ¿No quieres reconsiderarlo?

El sol subía en el horizonte, calentándole el pecho desnudo, sin embargo, en su interior, Adnan sentía un frío que le permitía no alterarse ante el peligro que le acechaba.

Dio unos pasos a su derecha, con los brazos extendidos y la espalda y rodillas flexionadas, como un luchador griego de cuerpo a cuerpo. Yusuf hizo lo mismo, pero con la daga en la mano, amenazante.

Harto de esperar el ataque, Adnan se lanzó hacia delante y recibió un largo corte en el antebrazo izquierdo. Retrocedió conteniendo una maldición, y de nuevo se situaron, sin dejar de mirarse a los ojos. Cuando Yusuf se decidió a intentar el ataque, ya le estaba esperando.

La daga traspasó el aire delante de su pecho, mientras el sultán cruzaba el pie derecho por detrás del izquierdo, girando el torso. Logró atrapar la mano del asesino por la muñeca, al tiempo que le pateaba la espinilla sin compasión, poniéndolo de rodillas. Aquello le recordaba demasiado al ataque del viejo visir años atrás. Pero Yusuf ni era viejo ni débil. Soltó la daga ante la presión brutal que ejercía sobre su muñeca, pero empleó bien las décimas de segundo que el sultán tardó en recogerla para deshacerse de su presa y gatear por la arena, alejándose de él.

Ahora las tornas habían cambiado. Adnan le mostró el puñal, mientras Yusuf se ponía en pie, preparándose para el ataque.

Con una sonrisa que era más amenazadora que el filo de la daga, Adnan guardó el arma en la cintura de su pantalón y levantó los brazos con gesto conciliador. Un fino reguero de sangre goteó desde su codo izquierdo hasta la arena.

—¿No quieres reconsiderar ahora mi propuesta?

—Derramar la sangre del sultán se paga con la vida.

—Abolí la pena de muerte en Bankara hace años.

El asesino frunció el ceño, sorprendido por aquella noticia, receloso de creerla.

—Pasar los años que me queden en una cárcel sería una muerte en vida.

—Tú eliges.

Pero Yusuf ya había decidido hacía tiempo. Con pulso firme se deshizo del turbante que cubría su cabeza y parte de su cara, y también de la amplia camisa negra, hasta quedar como el sultán, solo con los pantalones. Sus brazos eran fuertes, de músculos y tendones marcados, y en su pecho había más de una cicatriz, prueba de su arriesgado oficio.

—Lucharé hasta el fin —afirmó, y se lanzó hacia delante, con la cabeza baja, como un toro.

Adnan lo atrapó por el cuello, intentando tumbarlo, mientras el sicario le castigaba el abdomen con sus puños. Yusuf se revolvió como una serpiente, logrando una vez más liberarse de su presa, y volvió al ataque con renovadas fuerzas.

Hubo un largo intercambio de puñetazos, que poco a poco se fue inclinando a favor del sultán. El sicario empezaba a perder empuje y la desesperación le hacía cometer errores de inexperto. Un certero golpe en la mandíbula lo tumbó sobre la arena, y al momento Adnan estaba sobre él, sujetándole los brazos contra el suelo con sus rodillas, con la daga en la mano, apuntando a su cuello.

—¡Mátame!

—No antes de que me digas quién te envía.

—Mis labios están sellados.

Adnan apoyó el filo del cuchillo en el cuello del sicario, apretando hasta hacer brotar un hilo de sangre.

—Te ataré a mi caballo y te arrastraré hasta palacio, y allí te entregaré a mi guardia. Te aseguro que ellos te harán hablar.

Yusuf pareció rendirse, su cuerpo estaba laso bajo el del sultán y entrecerraba los ojos, como dispuesto a recapitular.

Adnan lo miró, considerando sus opciones. Al fin se puso en pie, sin dejar de amenazarle con el cuchillo.

—¡Vamos! ¡Levántate!

Más rápido que un parpadeo, el sicario se levantó de un salto, lanzándose hacia delante, dispuesto de nuevo a la lucha. La daga se interpuso en su camino, clavándose en su pecho.

Cayó de rodillas, bajó la mirada contrariada del sultán, que soltó el cuchillo. El sicario logró arrancárselo del pecho, mirando fascinado el chorro de sangre que brotaba entre sus costillas. Estaba muerto ya, pero sonreía satisfecho.

—Es un honor, mi sultán…

Se desplomó sobre la arena, jadeando, y en pocos segundos más todo hubo terminado.

Adnan tiró el cuchillo al mar, lanzándolo sobre su cabeza con toda su fuerza. Rabioso, maldijo su suerte mientras se acercaba a la orilla, donde se arrodilló para lavar la sangre del sicario.

Era espantoso arrebatar una vida así, con sus propias manos, pero más lo era sabiendo que la muerte de Yusuf no serviría para nada. El hombre tenía su propio código del honor, y prefirió morir antes que revelar el nombre de la persona que le había pagado para matarle.

En un momento de desesperación, Adnan se preguntó cuántos más tendrían que morir antes de que lograse descubrir quién le odiaba tanto, quién envenenaba los dulces de sus hijos, quién vigilaba sus entradas y salidas para tener aquella oportunidad de enviarle un asesino pagado.

Por fin logró recuperar su cordura y volvió a caminar hasta su caballo, dispuesto a regresar a palacio con el cadáver de Yusuf, el sicario. Quizá alguien pudiera reconocerle y eso le daría alguna información de importancia. En todo caso, serviría de advertencia para que su enemigo recapacitase.

Tal vez la próxima vez no le mandaría un hombre solo.