Se suponía que no tenía que haber sido de ese modo… Nada de aquella situación había ido como debía: ni la carretera de montaña llena de curvas y mojada ni el conductor del carril de su izquierda, empeñado en conducir en zigzag, que la había obligado a dar un volantazo para evitar el choque, ni las contracciones de parto.
No era el mejor lugar ni el mejor momento, pues aún le quedaban seis semanas para salir de cuentas. Sintió el intenso dolor de otra contracción y Maya Rainbow clavó las uñas en la manta a la que se agarraba como a un salvavidas, temerosa de que aquel miedo se convirtiera en un pánico descontrolado.
—¿Estás bien? Maya, ¿estás ahí?
La contracción remitió y ella consiguió tomar aliento y fuerzas para responder al móvil. Había llamado al servicio de emergencias y la operadora la mantenía en línea.
—Sigo aquí.
Lo cierto era que no tenía opción. No tenía por dónde salir del coche, a no ser la ventanilla, pero en aquel momento no se sentía suficientemente ágil para eso. Su viejo Jeep Cherokee se había deslizado y se había salido de la carretera, chocando con un pino a su paso. Cuando se reanimó, herida y temblorosa, y consiguió liberarse del cinturón de seguridad, descubrió que su puerta estaba atascada y la del pasajero no podía abrirse porque estaba contra el árbol.
Cuando iba a llamar al número de emergencias, se dio cuenta de que su bebé estaba en camino.
—La ambulancia va hacia allí; llegarán en unos minutos, pero mientras, recuerda la respiración —le decía la persona al otro lado de la línea—. Dímelo cuando te venga la próxima contracción.
—Ahora —masculló ella. Iban quince en diez minutos.
Si no hubiera estado a punto de dar a luz en su coche, Maya hubiera reído ante la situación. Llevaba siete años enseñando a la gente a afrontar el dolor sin medicación, liberar el estrés y alcanzar la paz interior, y llevaba meses practicando aquellas técnicas de cara a aquel momento.
Pero tal y como estaban las cosas, lo que deseaba era gritar.
¿Y si no podían encontrarla? Su coche estaba muy hundido en una zanja. Tampoco sabía qué le había ocurrido al otro conductor… En medio de la oscuridad y con la lluvia golpeando con fuerza los cristales, Maya se sintió sola como en ningún otro momento de su vida.
—Aguanta —animaba la telefonista—. Seguro que llegan enseguida.
Maya no pudo aguantar el llanto por más tiempo. Lágrimas de miedo y dolor le corrían por las mejillas mientras se preguntaba por qué había decidido volver a casa de sus padres esa noche; si hubiera esperado a que el niño naciera, nada de aquello habría ocurrido.
Pero le había parecido la solución perfecta, como escape al estrés que le había supuesto la campaña de Evan para echarla del apartamento que compartían. Sólo se tardaban dos horas en coche desde Taos hasta Luna Hermosa. El tiempo era bueno cuando salió, no había tenido ningún problema en el embarazo y aún le quedaba mes y medio para dar a luz. Nada tenía por qué ir mal, pero al final, todo se había torcido.
Sawyer Morente echó un vistazo a su teléfono móvil que sonaba incansablemente, deseando tener alguna urgencia que atender. Era su hermano, y en aquel momento hubiera preferido ir a atender a la señora García, que llamaba al servicio de emergencias asegurando sufrir fuertes dolores en el pecho siempre que Sawyer estaba de guardia, sólo porque le gustaba cómo le tomaba el pulso. En ese caso hubiera tenido una razón para no hablar con Cort. Aquella estaba siendo una noche muy tranquila para ser viernes. No habían tenido llamadas importantes de la central de Luna Hermosa y parecía que los conductores se habían quedado en casa para evitar los chaparrones primaverales que bañaban las montañas de Sangre de Cristo, en Nuevo México.
Su compañero, Rico Esteban, ojeaba el periódico con los pies encima de la mesa.
—¿Vas a contestar de una vez? Me está poniendo nervioso.
—Ya, dímelo a mí —murmuró Sawyer. Era la cuarta vez que Cort lo llamaba esa semana y Sawyer se había cansado de explicarle a su hermano que no tenía ganas de hablar de la dichosa carta. En cuanto había acabado de leerla, la había tirado a la papelera.
Lo que deseaba responderle al remitente era: «vete al diablo. Después de veintiséis años sin un padre, ahora ya no lo necesito».
A la quinta señal, Sawyer descolgó el teléfono:
—Déjame en paz, Cort.
—A mí también me gusta oír tu voz, colega —respondió su hermano con ironía.
—No me extraña que el sheriff esté tan contento contigo. Eres más persistente que un sabueso. ¿No tienes a nadie más a quien molestar?
—No puedes seguir ignorándolo —dijo Cort—. Tarde o temprano vamos a tener que enfrentarnos a esto.
—Yo ya lo estoy haciendo —espetó Sawyer—. Estoy haciendo lo mismo que él ha estado haciendo con nosotros estos años desde que nos dio la patada: pretender que no existíamos.
—Sólo vive a unas millas de aquí y viene a veces por negocios —repuso Cort, frustrado—. Fuimos a clase con su hijo, y si las cosas hubieran ido como debían, Rafe no se habría convertido en un Garrett…
—No vayas por ese camino —interrumpió Sawyer—. Nosotros no tenemos nada que ver con eso.
—Lo que quiero decir es que no nos lo vamos a quitar de encima fácilmente.
—Eso lo debes haber heredado de él.
Sawyer sabía que discutir con su hermano era inútil. Su padre nunca los había querido. Era un hombre grande y rudo, con un temperamento muy desagradable que su romance con el whisky no había conseguido sino empeorar. Cuando Sawyer y Cort tenían siete y cinco años respectivamente, los había expulsado del rancho y de su vida sin una explicación ni remordimientos.
Siempre que Sawyer le preguntaba a su madre por su padre, ella se negaba a decir nada de él excepto que Jed Garrett amaba su rancho por encima de todas las cosas y que ellos dos no necesitaban un padre que no los quería. Para hacer la ruptura completa y legal, su madre les cambió el apellido Garrett por el orgulloso nombre de su familia: Morente.
Él habría creído las palabras de su madre si no hubiera sabido porque su padre había adoptado a Rafe, se había vuelto a casar y había tenido otro hijo, pero el saberlo había hecho que durante años se preguntara por qué su padre los había despreciado tanto como para ignorar su existencia.
Ahora que su madre estaba muerta, su padre deseaba ver a sus dos hijos mayores.
Sawyer no sabía qué había impulsado a Jed Garrett a mostrar interés paternal, y tampoco deseaba saberlo.
—Si es importante para ti, entonces contéstale —dijo Sawyer por fin—. Pero recuerda que estás solo en esto, hermano. No quiero tener nada que ver con ello.
La estridencia de la sirena de alarma interrumpió su conversación y ahogó la respuesta de Cort.
—Accidente con dos vehículos implicados. Mujer de parto. Kilómetro 223, autopista 137 en el Paso del Coyote.
—Tengo que dejarte —se despidió Sawyer, y colgó dejando a Cort jurar a gusto.
Al oír las sirenas, Maya dio un bote en el asiento y susurró una oración de agradecimiento.
La cara de un hombre apareció en la ventana, borrosa por la lluvia, inspeccionando el interior. Al verla, intentó abrir la puerta, le sonrió y dijo:
—Enseguida estoy contigo.
Maya cerró los ojos al sentir otra contracción y cuando se calmó, oyó ruido de cristales rotos, la puerta trasera que se abría y el jeep que crujía. Alguien estaba subiendo al asiento trasero.
—¿Qué tal estás? —preguntó él, abriéndose paso entre las cajas y las maletas que estaban allí.
Helada de frío, Maya se agarró con más fuerza aún a su manta al sentir que le caían encima algunas gotas de lluvia de su pelo cuando él se inclinó sobre ella.
A la escasa luz de la sirena de la ambulancia, Maya lo veía oscuro, pero su presencia llenaba el escaso espacio entre ellos, y su enorme sonrisa le resultó el mejor remedio contra el terror que había conocido.
Antes de poder responderle, él encendió una linterna y comprobó cómo estaba ella.
—Vaya una pregunta estúpida que acabo de hacerte.
—Esto no tenía que haber pasado —dijo Maya, que empezaba a sentir otra contracción.
—Desde luego —él le dio la mano—. Agárrate a mi mano. Aprieta todo lo fuerte que quieras.
Ella dudó un segundo: no quería parecer tan débil como para aceptar ayuda de un extraño, pero deseaba que alguien la reconfortara, aunque sólo fueran unos minutos.
Cómo si le leyera el pensamiento, él insistió:
—Vas a dejarme muy mal si haces esto tú sola. Eso es…
Se sentía mejor agarrada a él que a la manta, pero deseaba que siguiera hablando. Esa voz, junto con la calidez de su mano, hacía que se sintiera menos asustada.
Casi estaba convencida de que podía relajarse cuando el rugido de un motor y un chirrido metálico junto a ella le provocaron un sobresaltó. Él la tranquilizó poniéndole la mano sobre el hombro.
—Van a abrir la puerta —dijo, señalando a los bomberos que trabajaban en el exterior—. Después os sacaremos a los dos de aquí y os llevaremos al hospital.
Sawyer no quiso añadir que dudaba que llegaran al hospital antes de que el niño naciera, pero ella ya estaba bastante asustada. Su mano, pequeña y fría, temblaba en la suya, y aún le corrían lágrimas por las mejillas, pero él admiró el valor con que ella luchaba contra el miedo a pesar de estar atrapada y a punto de dar a luz. Podía sentir su fuerza en cómo le sujetaba la mano.
Se preguntó por qué estaría sola. ¿Qué hombre dejaba conducir a su mujer embarazada en una noche como aquella?
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Maya… Maya Rainbow.
—Tranquila —dijo Sawyer—. Nada os va a pasar al bebé o a ti. ¿Es niño o niña?
—Es un chico. Joey. Me temo que va a ser muy impaciente… viene muy pronto, y en medio de una tormenta, en la carretera… ¡Oh!
El dolor la sacudió en el mismo momento en que se abrió la puerta del conductor. Todo sucedió tan rápido que Maya no habría podido explicar cómo llegó del asiento a la camilla y de esta a la ambulancia. Se sentía desorientada entre tanta gente, ruido y luces de ambulancia, hasta que oyó su nombre y vio una cara familiar. A duras penas entendió que él le decía que tenía que comprobar cómo estaba el niño.
—Ni siquiera sé cómo te llamas —dijo Maya, irritada, aunque después pensó lo estúpido de su respuesta—. Olvídalo.
—Sawyer Morente. Sólo será un segundo.
Ese nombre la distrajo de lo que estaba haciendo. De todo el personal de los equipos de rescate, tenía que venir él. No había pensado en él en años, y ni siquiera sabía que había vuelto a Luna hermosa.
Sawyer la miró.
—Joey no va a esperar a que lleguemos al hospital, y mi compañero está ocupado con el hombre que te sacó de la carretera, así que estamos solos tú y yo.
—¿Cómo? ¿Aquí? Oh, no… Yo… No puedes… No puedes hacerlo tú solo.
—Claro que puedo —le dijo con firmeza—. No te preocupes, he hecho esto antes —ella lo miró con el ceño fruncido y él le puso la mano en el brazo para reconfortarla—. Haremos esto juntos, Maya.
—No puedo —giró la cabeza contra la almohada con el cuerpo tenso—. No, aquí no…
—Tendrá que ser aquí. ¿Han avisado ya a tu marido?
Por un momento, Sawyer pensó que no iba a responder, pero por fin, con voz decidida dijo:
—Joey no tiene… padre —sus ojos brillaron desafiantes y doloridos—. Sólo me tiene a mí.
Sawyer se vio pillado por sorpresa, asediado por los recuerdos. Deseó pasar diez minutos a solas con el desgraciado que había decidido que aquella mujer y su hijo podían ser abandonados como un juguete roto. Deseó reconfortar a Maya diciéndole que ella y el niño estarían mejor sin un hombre que no los quería, que no importaba… pero él sabía mejor que nadie que sí importaba.
—De acuerdo, Maya —dijo, volviendo a centrarse en ella—. Prepárate, y cuando yo te diga, empuja. Ahora…
Con todos los sentidos puestos en el parto, le pareció que sólo habían pasado unos segundos entre el momento en que le pidió que empujara y cuando tuvo al bebé en las manos. Sawyer trabajó con dulzura, y poco después el niño emitió algo parecido a un maullido y empezó a llorar.
—Mi niño… ¿Está…?
Sawyer levantó la vista del bebé y sonrió a la madre para tranquilizarla.
—Es pequeño, pero parece estar bien.
Maya no se quedó tranquila con sus palabras, y se incorporó cuanto pudo para intentar ver al niño, hasta que él se lo puso en los brazos. Entonces lágrimas serenas le brotaron de los ojos mientras observaba su pelo rojizo y sus diminutas manitas, que buscaban algo a lo que agarrarse.
—Bienvenido al mundo, Joey —dijo Sawyer en voz baja.
Maya no sabía qué decir para expresar cómo se sentía. Cuando levantó la vista hacia Sawyer, él parecía comprenderla y sintió que todo estaba bien.
—No podía imaginar… —susurró Maya—. No podía imaginar que fuera tan increíble. ¿Cómo puede alguien no querer…? —se interrumpió, decidida como estaba a no pensar en Evan.
Maya buscó la mano de Sawyer con la que tenía libre y se la apretó, uniendo a los tres. Intentó darle las gracias, pero no le salía la voz. Cuando lo miró a los ojos, supo que no tenía importancia, que él lo sabía.
El tacto de su mano y el amor que irradiaba por su hijo removió las emociones que Sawyer había sentido al saber que el padre del niño los había abandonado. Estuvo a punto de decir una tontería, de admitir que tras haberla ayudado con el parto se sentía unido de algún modo a ella y al niño. Después recuperó el sentido común, sonrió y apartó suavemente la mano para acabar su trabajo, que era de lo que se trataba aquello. Si se había imaginado cualquier otra cosa, debía ser producto de una semana de turnos dobles, escasez de sueño y además la carta que ojalá nunca hubiera abierto.
Maya miraba al techo de su cubículo de urgencias mientras consideraba seriamente levantarse para buscar a Joey y asegurarse de que estaba bien. Nadie le decía nada, y estaba tan agotada y dolorida que no sabía si podría sentarse, cuando menos ponerse en pie de guerra.
Se habían llevado al niño poco después de conducirla a su cubículo. Desde entonces nadie le había sabido o querido decir nada sobre su hijo ni sobre cuándo podría verlo. En su lugar, le habían hecho miles de preguntas, la habían curado y cuidado. Ella había rechazado los analgésicos y tendría que quedarse allí hasta que hubiera una cama libre en la maternidad del hospital.
En ese momento oyó un ruido de voces cerca de su cortina y sacó los pies de la cama, decidida a levantarse y buscar a alguien que le diera algo de información.
—Sólo unos minutos —dijo una voz femenina, y entonces se apartó la cortina y apareció la cara de Sawyer.
—Hola. Quería ver cómo… —la sonrisa que ella recordaba tan bien se desvaneció y en dos pasos estuvo junto a ella con el ceño fruncido—. ¿Qué estás haciendo? No puedes levantarte.
—Si me dijeran cómo está mi niño, no me tendría que levantar. ¿Qué estás haciendo aquí todavía? —preguntó, y enseguida se arrepintió de ser tan brusca con él.
—No pasa nada —dijo él, levantando la mano para interrumpir las palabras de disculpa que ella iba a decir. La tomó del brazo y la ayudó a tumbarse de nuevo—. Joey está bien.
—¿Lo has visto?
—Sí, antes de venir aquí. Está con la pediatra, Lia Kerrigan. No te preocupes, está en buenas manos.
Maya cerró los ojos y suspiró.
—Gracias —dijo—. Me estaba volviendo loca. Nadie me decía nada y… —se detuvo y lo miró—. Has hecho mucho por nosotros. Yo…
—Necesitas que alguien te cuide.
—Puedo cuidar de mí misma. Y de Joey —dijo, con una mirada que lo desafiaba a contradecirla.
Sawyer se contuvo y no le dijo que no podía ni levantarse sola. Excepto por la mejilla raspada y enrojecida y la melena larga y rojiza, parecían que le hubieran robado el color y las fuerzas. Estaba claro que alguien tenía que ocuparse de ella.
—¿No tienes a nadie a quien puedas llamar?
Ella levantó las cejas, sorprendida por la brusquedad de la pregunta.
—Iba de camino a casa de mis padres, pero parece que han salido o que han olvidado que iba a ir porque no respondían al teléfono —a pesar de haber llamado a sus padres dos días antes para recordarles por tercera vez que iba a ir, su ausencia no la había sorprendido. Habría sido muy normal en sus padres marcharse a una fiesta o algún extraño festival en medio del desierto y esperar que ella se las apañara hasta su vuelta.
—Tus padres… —Sawyer la miró un momento—. Claro, ahora te recuerdo. Eres la niña hippie.
—Eso lo son mis padres —dijo Maya con un suspiro.
—Lo siento —dijo él—. Creo recordar que los niños te llamaban así en el colegio. Tus padres siguen viviendo en la vieja comuna de las afueras, ¿verdad?
—Eso cuando no viven en su furgoneta. Cada pocos meses desaparecen en busca de inspiración espiritual.
Lo que Maya no le dijo era que ella lo había recordado sin problemas desde el momento en que le había dicho su nombre, aunque era cuatro años mayor y nunca había cruzado con él más de dos palabras seguidas en su niñez. Ella había sido una niña descalza con vaqueros gastados cuyos padres no estaban casados y vivían en una casa desvencijada llena de gatos y gallinas, además de un montón de gente que iba y venía cuando quería.
Él, por su parte, había crecido en la mansión de la familia Morente, había destacado en todo y había sido objeto de las fantasías de casi todas las chicas.
—Me sorprende que me recuerdes —dijo ella, apartando la mirada de él rápidamente—. Te marchaste del pueblo años antes de que yo acabara el instituto.
—¿Cómo voy a olvidar la única vez que he rescatado un gato de un árbol? —le dedicó una de sus sonrisas—. Y además acabé rescatando a la chica.
—Eso era justo lo que no deseaba que recordaras —ella tenía doce años y había seguido a su gatito preferido a las ramas de un árbol para acabar siendo incapaz de bajar sola. Sawyer y varios amigos que pasaron en coche por allí la vieron y él subió al árbol para ayudarla a bajar con el gato—. Parece que tienes la mala costumbre de rescatarme siempre que me meto en líos.
Sawyer la observó con tanta intensidad que Maya enrojeció.
—Yo no diría tanto —dijo él en voz baja. Después se encogió de hombros y volvió a recuperar su actitud profesional—. Sólo estaba haciendo mi trabajo.
—Pues vaya suerte la mía. Ya eres mi héroe por partida doble —le dijo ella, sonriendo.
Él sonrió de tal modo, que ella parpadeó deslumbrada.
—Entonces —dijo él, cambiando de tema—. ¿Te vas a quedar sola en esa casa?
—Estoy segura de que mis padres están cerca en algún sitio. Hablé con ellos hace unos días, y no les importará que me quede en su casa unos días —Maya sabía que no había respondido a su pregunta del todo, pero en aquel momento sus preocupaciones no iban más allá de que Joey estuviera bien.
Sawyer vio el agotamiento en su mirada y no quiso presionarla, aunque sabía que la casa de los Rainbow no era lugar adecuado para ella y su bebé.
Pero aquello no era problema suyo. Apenas la conocía; sólo la recordaba como a una niña que todo el mundo consideraba extraña, con trenzas pelirrojas y unos enormes ojos verdes. Él había hecho su trabajo y la había llevado sana y salva hasta el hospital, pero ya no tenía motivos para preocuparse por qué era de ella después.
Pero el caso era que estaba preocupado.
En ese momento, Rico asomó la cabeza por la cortina.
—Nos vamos. Un accidente en la autopista.
Sawyer miró a Maya.
—Te veré luego.
Ella se obligó a sonreír.
—Claro, y gracias de nuevo.
Él se marchó y Maya se sintió una sensación de pérdida. Era una tontería sentirse así: él sólo había hecho su trabajo, y ahora que había acabado, ella dudaba, a pesar de sus palabras, que volvieran a verse si no era por casualidad.
Ella y Joey eran una familia, ellos dos y nadie más. Cuanto antes lo aceptara, mejor estarían.