La Tercera, 24/agosto/2016
El colapso del puente ferroviario sobre el río Toltén, acontecido el pasado jueves, me hizo recordar al ingeniero belga Gustave Verniory, que participó de su construcción en 1898, hace ya más de cien años. Su historia, créanme, resulta fascinante.
Verniory era un joven ingeniero egresado de la Escuela Politécnica de Bruselas que en 1887 emprende viaje a Chile en busca de trabajo y, sobre todo, de aventuras. Contratado por el Gobierno de Balmaceda, arribó a Wallmapu en momentos en que se consolidaba la ocupación militar del territorio y tras sus huellas avanzaban el ferrocarril, los colonos y el latifundio.
Tras vivir en Angol, Victoria y Temuco, el belga aprende a conocer un territorio que nada tiene que envidiar al Far West norteamericano; la zona es un hervidero de colonos extranjeros, soldados del Ejército, curas a lomo de mula, prostitutas, salteadores de caminos y policías rurales tan o más peligrosos que los propios malhechores que debían perseguir.
Verniory pasó diez años en la zona y tuvo a su cargo la extensión de la línea férrea entre Victoria y Toltén. También la construcción de numerosos puentes; uno de ellos, el ferroviario de Pitrufquén, donde en plena faena casi pierde la vida. “Será una de las obras de arte más grandiosas de Chile”, apunta en su diario de viajes. Sucede que el ingeniero belga escribía. Y muy bien.
Hoy sus memorias son tal vez el más fascinante retrato de la Frontera de aquellos años; geografía, cultura, idiosincrasia, conflictos, nada escapó a su curiosidad de “gringo cuatro ojos”. Aprendió a montar, disparar y usar el lazo. También a beber. Y se mezcló con todos sus habitantes sin distinción.
Fue así como conoció a célebres personajes, como José Bunster, el magnate del trigo que financió en parte la ocupación, y Hernán Trizano, el tenebroso jefe de aquella banda de forajidos llamada “Policía Rural”. Y así a muchos otros actores de la conflictiva trama que ya comenzaba a urdirse en estas tierras.
Compartió también con lonkos mapuche a quienes aprende a conocer y respetar. Asiste a sus ceremonias, es invitado a matrimonios y juegos de palín. Hasta contrató un joven profesor mapuche para aprender su lengua. Llegó incluso a colaborar con el filólogo alemán Rodolfo Lenz, el padre de la lingüística chilena, en el estudio del mapuzugun, la rica lengua de nuestro pueblo.
Cuando termina su cometido y aborda en Temuco el ferrocarril rumbo a Santiago para regresar a Europa, lo hace con nostalgia por el Wallmapu exuberante y siempre verde que conoció a su llegada al país.
“¡Qué cambios ha habido en diez años entre Temuco y Victoria! Lloro interiormente al atravesar a sesenta kilómetros por hora la ex selva virgen del Saco donde sufrí tanto pero cuyo esplendor pasado me maravilla todavía. Los grandes árboles que han resistido el incendio están muertos y semicalcinados, pero permanecen en pie. Es una devastación funesta que hará pronto que la Araucanía, antes tan exuberante, tome el aspecto desnudo y desolado de Chile central”, escribe en sus memorias.
No sería su única y lúcida reflexión sobre nuestra región y su destino. “Los chilenos desprecian profundamente a los indios y los tratarían brutalmente con todo gusto”, consigna en otra parte de su libro. Ya les decía antes: Verniory era un gran observador de la sociedad regional y sus fracturas.
Sus diez años en la Araucanía los retrató en un libro que debiera ser de lectura obligatoria en los colegios. Y también en La Moneda y el Congreso Nacional. Ayudaría a muchos a entender el conflicto actual.