A primeras horas de aquella tarde, el corazón de Callie empezó a latir con más fuerza cuando oyó entrar a Tagg por la puerta. Dejó en el mostrador de la cocina las muestras de pintura y de tejidos que había estado mirando y fue a recibirle.
–¿Qué tal el viaje?
Tagg se echó el sombrero de fieltro hacia atrás y sonrió.
–Bien. Pero me alegro de haber vuelto a casa.
–¿Sí?
–Sí –Tagg se inclinó hacia delante y le dio un beso en la mejilla. El típico beso de «cariño, ya estoy en casa», que ella recibió con inmensa alegría.
–Me alegro de que estés en casa. ¿Tienes hambre?
–No, pero me gustaría beber algo.
–Con o sin alcohol.
–Con.
–Yo te lo prepararé.
Tagg la siguió a la cocina y dejó el sombrero encima de una silla mientras ella iba un momento al salón a por la bebida. Cuando ella volvió, Tagg estaba examinando las muestras.
–¿Qué es esto? –preguntó Tagg mientras ella le preparaba la bebida.
–Espero que no te parezca una tontería –Callie le dio el vaso–. He estado pensando en cómo decorar el cuarto del bebé. Al volver hoy del pueblo, he recogido estas muestras.
–Me parece una buena idea.
–Ya sé que es pronto, pero me hace ilusión.
Tagg le miró el vientre y arqueó las cejas. Notó el pequeño bulto más abajo del ombligo de Callie.
–No tan pronto.
Tagg se colocó a sus espaldas, la rodeó con los brazos y le puso las manos en el vientre. Ella cerró los ojos.
–¿Sientes algo ya? –preguntó Tagg.
–Sólo que los vaqueros me quedan pequeños.
–Sólo he pasado fuera una noche –dijo él acariciándola–, pero puedo notar la diferencia.
–Es extraño, ¿verdad?
–No es extraño, Callie. Es natural. Es como tiene que ser.
Callie puso una mano en la de él y se quedaron así, disfrutando el momento.
–Te he echado de menos, Tagg –confesó ella con voz suave.
Tagg le besó el cuello y la estrechó contra sí, pegándose la espalda de Callie al pecho.
–Me ha gustado volver a casa y encontrarte esperándome, Callie.
A ella le temblaron los labios. No había imaginado que oír aquello. No era una declaración de amor, pero era algo maravilloso.
–¿Qué hacías en el pueblo? –preguntó él al tiempo que se separaba de ella para beber.
Callie se echó hacia un lado del mostrador y clavó los ojos en las muestras de pintura y tejidos. «Miente», le dijo una voz interior. «Miente y no menciones a tu padre». Pero al mirar a Tagg a los ojos, se dio cuenta de que no podía hacerlo. Su relación no debía basarse en mentiras, sino en la verdad.
–He ido a almorzar con mi padre.
Tagg bebió otro trago y digirió la información. Asintió y dejó el tema.
–Bueno, ¿qué color es el que más te gusta? –preguntó indicando las muestras.
–Ah… no lo sé. Creo que el verde está bien para un niño, pero si es niña… me encanta el rosa.
Tagg agarró la muestra de pintura rosa.
–Sería la primera vez que se pinta de este color una habitación en la casa de un Worth.
–¿Tan horrible te parece?
–No, sólo diferente. Me crié en una casa llena de hombres. El rosa no nos gustaba a ninguno.
Callie se echó a reír, aliviada de que Tagg no pareciera enfadado por lo del almuerzo con su padre.
–Supongo que antes de decorar tendría que saber si va a ser niño o niña.
–¿Cuándo lo sabrás?
Callie se encogió de hombros.
–Supongo que dentro de uno o dos meses.
–En ese caso, creo que deberíamos concentrarnos en Penny’s Song. Voy a preparar un pequeño rodeo para cuando lleguen los niños. Voy a enseñarles un poco a cabalgar y a utilizar el lazo.
A Callie le gustó la idea.
–A mi se me daban bastante bien las carreras a caballo con barriles como obstáculos. Aunque nun
ca competí en un rodeo, creo que podría hacerlo.
Tagg sacudió la cabeza.
–No, Callie, preferiría que no lo hicieras. Es demasiado peligroso.
–Tagg, no lo haría en competición, sólo evitaría los obstáculos. Eso no tiene ningún peligro. Colocaría los barriles y enseñaría a los niños cómo se hace.
–Está bien –respondió Tagg, rascándose la cabeza mientras la miraba a los ojos.
A Callie le pareció que, por fin y poco a poco, se estaba ganando la confianza de él.
Terribles recuerdos le asaltaron. El corazón le palpitaba con fuerza, el cuerpo le temblaba mientras daba vueltas en la cama. Durante el día, estaba tan ocupado que no tenía tiempo para pensar en la muerte de Heather. Pero, por la noche, era diferente. Aquella era una de esas noches en la que no podía dejar de pensar en ello:
«Había entrado por la puerta principal, con enormes ganas de ver a Heather. Necesitaba abrazarla, acariciar sus dorados cabellos, ver el amor que sentía por él reflejado en sus ojos.
Ella era su refugio. Su paz. Su vida.
Nunca había amado tanto. Cuando la conoció, nada más ver a la reina del rodeo, supo que iba a ser suya.
La encontró en el cuarto de estar, sentada al lado de un hombre, las cabezas casi juntas y los cuerpos muy cerca.
Él dejó de sonreír y apretó los labios. Era la primera vez que veía a ese hombre, pero era evidente que éste conocía a Heather muy bien.
No entró, sino que se apoyó en el marco de la puerta.
–Heather…
Ella cerró los ojos brevemente y, cuando por fin los abrió, en su rostro apareció una expresión de culpa.
El desconocido se puso en pie, atravesó la estancia y le ofreció la mano.
–Soy Pierce Donnelly.
Con aprensión, Tagg se la estrechó.
–Taggart Worth.
–Ya me iba.
Él le agarró por el brazo.
–¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?
Heather se levantó del sofá.
–Suéltale, Tagg. Te lo explicaré todo.
Él lo soltó y le vio salir por la puerta; entonces, se volvió hacia su esposa. Heather le confesó que Pierce era su primer marido, un chico con el que se había casado nada más acabar los estudios, al salir del instituto. Anularon su matrimonio después de dos meses viviendo juntos. Con los ojos llenos de lágrimas, Heather le explicó que había mantenido correspondencia con él, que le había estado enviando dinero y que no quería que nadie se enterase de que había estado casada con anterioridad.
Él se quedó atónito, sin comprender por qué Heather no le había contado nada de aquello. Le acusó de engañarle intencionadamente, aunque Heather, llorando, lo negó. Furioso con ella, se negó a creerla. No le importaba que conociera a Pierce de la infancia, no le importaba que él tuviera problemas con la bebida y que necesitara tratamiento médico. No le importaba que Heather no quisiera abandonar a Pierce a su suerte ni que Pierce necesitara su ayuda y su amistad. Lo único que él pensaba era que su perfecta esposa le había engañado.
–Iba a decírtelo…
Él le volvió la espalda, negándose a mirarla, negándose a aceptar sus innumerables disculpas.
–Deberías haberlo hecho, Heather. Deberías haber confiado en mí.
–Lo sé, Tagg, lo sé. ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo arreglarlo?
Él se volvió a su esposa y sacudió la cabeza.
–No lo sé –estaba más enfadado que nunca. Y dolido–. Ahora no puedo pensar. Tengo que marcharme, necesito unos días para tranquilizarme. Me iré a cualquier sitio. No sé… quizá a casa de Jackson en Phoenix.
Heather le puso una mano en el brazo, sus ojos llenos de sinceras lágrimas.
–No, Tagg. No eres tú quien debe marcharse, sino yo. Tenía que hacerle una visita a mi madre, así que me marcharé esta misma noche a Denver. Hablaremos cuando vuelva. Te prometo que haré todo lo que esté en mi mano por solucionar esto –las lágrimas resbalaron por las mejillas de Heather y la emoción le enronqueció la voz–. Te quiero tanto…
Él asintió, incapaz de dedicarle siquiera una sonrisa. No pronunció las palabras que Heather quería oír. No le pidió que se quedara. Dejó que el orgullo se interpusiera entre ellos.
Más tarde aquella noche, llamaron a la puerta de su casa. La noticia casi le destruyó:
–Siento tener que decirle esto, señor Worth, pero su esposa ha fallecido en un accidente de avión».
Tagg se sentó en la cama bañado en sudor y temblando. Casi no podía respirar. Apretó los párpados, tratando de librarse de las imágenes que aún le mortificaban y de olvidar las equivocaciones que había cometido con Heather.
Sin hacer ruido, se levantó, salió de la casa y se fue al corral.
Princess alzó la cabeza cuando él aproximó. Era la más animada de las yeguas, la que siempre estaba en guardia. Trick, Russet y Starlight estaban tumbados en el suelo, durmiendo a la luz de las estrellas; en verano, las yeguas preferían dormir al aire libre que en los establos.
Princess no se le acercó y él no quiso molestarla. Miró a su alrededor, contento de tener un rancho y una tierra que llevaba generaciones y generaciones en manos de su familia.
Él había construido su casa en el mismo sitio en el que había vivido Elizabeth y Chance Worth más de cien años atrás.
–Tagg… –la voz de Callie le sacó de su ensimismamiento.
Tagg se volvió y la vio acercarse. Estaba con el camisón y sus espesos cabellos oscuros le enmarcaban el rostro, que brillaba bajo la luz de la luna.
Quizá fuera por el momento o debido a su estado de ánimo, pero la presencia de Callie llenó el va
cío que sentía.
–¿Te pasa algo?
Tagg le retiró un rizo del rostro, le puso la mano en la barbilla, le levantó la cara y se quedó contemplando esos preciosos ojos color caramelo.
–No, nada.
–¿No podías dormir otra vez? –preguntó ella–. ¿Has venido buscando consuelo en las yeguas?
Tagg sonrió.
–Más o menos. Siento haberte despertado.
–Estaba preocupada.
Tagg le tomó la mano.
–Te lo agradezco, Callie.
–Quiero ayudarte. ¿Cómo puedo hacerlo?
Tagg se inclinó sobre ella y le acarició los labios con los suyos.
–Así.
–Me alegro.
Se quedaron allí, en silencio, mirando al cielo. Cuando una ráfaga de viento hizo temblar a Callie, él le puso un brazo sobre los hombros y la llevó a casa.
–Venga, volvamos a la cama.
Se acostaron y él abrazó a Callie hasta que ésta se quedó dormida. Se sentía aliviado y, por fin, cerró los ojos, libre de esos oscuros pensamientos.
Aquella noche, Tagg olvidó quién era el padre de Callie.
Aquella noche, Tagg se sintió algo enamorado de su esposa.
Sorprendentemente, la idea no le asustó tanto como le había asustado hasta entonces.
***
Dos días después, Tagg cerró un cajón en su escritorio dando tal golpe que el tablero tembló y el café de una taza se derramó y manchó unos papeles. No le produjo ninguna satisfacción haber estado a punto de romper el cajón.
–¡Desgraciado! –soltó unos cuantos insultos más, pero no logró sentirse mejor.
Se quedó contemplando el monitor del ordenador con expresión de incredulidad y sacudió la cabeza mientras volvía a leer el mensaje electrónico que había recibido aquella mañana de PricePoint Foods, de Tucson.
–No lo entiendo –dijo para sí mismo.
No había albergado dudas de que el trato, prácticamente, era cosa hecha. Además, no habían tenido el valor de llamarle para decírselo abiertamente, sino que le habían enviado un mensaje:
PricePoint siente no poder llegar a un acuerdo con Worth Entreprises en estos momentos. Aunque la empresa no está obligada a ello, como cortesía, uno de nuestros empleados se pondrá en contacto con usted en breve.
Sullivan tenía que estar detrás de aquello. El rancho Big Hawk era la única otra empresa en Arizona lo suficientemente grande para poder cumplir semejante y lucrativo contrato. Sus ranchos eran prácticamente iguales de tamaño.
–¡Maldito seas, Sullivan!
Alguien llamó a la puerta y, antes de que él pudiera contestar, Clay entró, se quitó el sombrero y se sentó.
–Buenos días, hermano. ¿Qué te pasa? ¿Tienes cara de pocos amigos?
–Big Hawk nos ha quitado otro contrato –respondió Tagg lanzando una mirada al ordenador.
–¿Sí?
Tagg se frotó la frente y lanzó un suspiro.
–Sí. Lo que no entiendo es cómo, les he ofrecido el mejor precio posible del mercado. De bajar el precio, perderíamos dinero. Llevo semanas trabajando en esto, pedí al departamento jurídico de la empresa que examinara el contrato y el otro día fui a Tucson con intención de sellar el trato.
–¿Estás seguro de que ha sido Sullivan?
Tagg asintió.
–Se supone que los contratos son confidenciales, pero los ejecutivos de PricePoint sueltan pequeñas indirectas. A ellos les conviene una guerra de precios. Sí, estoy seguro de que ha sido Sullivan.
–No podemos hacer gran cosa, ¿verdad?
Tagg hizo una mueca. Sullivan le había quitado dos contratos y a él no le gustaba perder cuando competía con el padre de Callie. Por supuesto, el negocio no iba a sufrir por ello, tenían clientes fieles al apellido Worth y a su reputación. En este caso, era una cuestión de orgullo.
–Por lo demás, ¿cómo te va? –Clay se recostó en el respaldo del asiento y cruzó las piernas, colocando un tobillo sobre la otra rodilla.
–Bien. Callie y yo estamos preparando un programa de fiestas para cuando lleguen los niños. Yo les voy a enseñar cómo se maneja el lazo y Callie les va a hacer una demostración de una carrera con barriles.
Clay arqueó las cejas.
–Así que… ¿tú y ella os lleváis bien?
–No nos queda otro remedio. Estamos casados.
–No todos los matrimonios salen bien –Clay utilizó un tono de no darle importancia, pero se había referido a su fracasado matrimonio con Trish Fontaine, aunque era tabú hablar de Trish.
–Vamos a tener un hijo. A Callie ya se le nota.
–¿Qué es lo que se me nota? –Callie entró en la estancia con una bandeja llena de galletas recién hechas y dos vasos de limonada.
–Vaya, huele que alimenta. Hola, Callie –Clay enderezó la espalda.
–Buenos días, Clay.
–¿Sabe hacer dulces? –Clay miró a Tagg.
–Sí –respondió ella–. Antes no cocinaba mucho, pero ahora cada vez me gusta más. Y ahora, comed lo que queráis. Lo que dejéis es para los que trabajan en Penny’s Song.
Clay agarró dos galletas y la limonada. Tagg tomó una galleta y los dos hermanos le dieron las gracias.
Callie se apoyó en el borde del escritorio y preguntó:
–¿Qué es lo que se me nota?
–Tagg me estaba diciendo que ya se te nota un poco que estás embarazada –contestó Clay.
Callie sonrió.
–Sí, aunque muy poco. Y, por suerte, ya se me han pasado las náuseas.
–Vaya, no sabes cuánto me alegro –Clay se acabó la última galleta y bebió un sorbo de limonada–. Porque voy a dar una pequeña fiesta el fin de semana en honor a todos los voluntarios que han trabajado en Penny’s Song y, sobre todo, en honor a mi familia. Va a ser, más o menos, la fiesta de la apertura oficial de Penny’s Song. Por eso había venido, para invitaros personalmente.
–Es una idea maravillosa –dijo Callie–. Necesitas ayuda para preparar la fiesta.
–Es posible. ¿Te parece que te llame cuando lo necesite?
–Claro, Clay. Cuenta conmigo.
Tagg pasó unos días preparando otra propuesta para una multinacional de carne de vacuno. Hizo planes para ir a una subasta de ganado en Flagstaff que iba a tener lugar en tres semanas y llamó a varios de sus clientes.
Acababa de hacer la tercera y última llamada aquella mañana cuando, en la distancia, oyó la voz de Callie. Se acercó a la ventana y vio a Callie al lado de un remolque para caballos. Callie alzaba la voz por encima de los relinchos de un palomino.
Tagg se colocó el sombrero, salió y se acercó al remolque con cautela. Sabía que, cuando un caballo estaba nervioso, lo mejor era apartarse. Callie, por el contrario, estaba en medio de todo.
–¿Necesitas ayuda?
Callie le lanzó una mirada de soslayo y sacudió la cabeza.
–No. A Freedom no le gustan los remolques, eso es todo. Está un poco nerviosa –el animal retrocedió mientras Callie le hablaba con suavidad–. Vamos, chica. Ésta es tu nueva casa. Sí, eso es, bien. Te he echado de menos…
Por fin, Callie sacó al palomino del remolque y se puso a acariciar al animal, sujetándolo de una cuerda.
–Ya está, Free. Vamos, cálmate. Se ha acabado.
–¿Sabe tu padre que la has traído? –preguntó Tagg, acercándose a ella.
Callie sonrió maliciosamente.
–Todavía no. He ido a por ella cuando él no estaba en casa. Le llamaré luego para decírselo.
–Es una preciosidad.
–Gracias –respondió Callie sonriente.
–Se me había olvidado que la traías hoy.
–Te lo dije anoche.
Tagg lo recordaba vagamente. Se acercó a la yegua y comenzó a acariciarla con cuidado.
–¿Cómo iba a acordarme, después de lo de anoche? Apenas me acordaba de cómo me llamaba.
Callie lanzó una rápida mirada al conductor del remolque, que se había alejado para echar un vistazo al motor del vehículo. Entonces, bajando la voz, preguntó:
–¿Alguna queja?
El sexo con Callie cada día era mejor.
–Claro que no, no soy idiota.
A Tagg le dieron ganas de llevarla al dormitorio y…
–Voy a dar un paseo con Free hoy –anunció ella de repente, desviando sus pensamientos–. Quiero que se familiarice con el entorno, que se acostumbre al olor de los otros caballos.
–Buena idea.
–No le va a gustar estar en el cercado con tus otras yeguas. Tiene mucha energía.
–Sí, se le nota.
–Pero, en el fondo, es un encanto.
–¿Cuándo vas a ir a dar esa vuelta?
–Después del almuerzo.
–¿Quieres que te acompañe?
Callie se lo quedó mirando.
–¿Quieres que cabalguemos juntos? –dijo ella con ilusión.
–Claro, ¿por qué no? –contestó él asintiendo.
–Porque nunca me lo habías pedido. ¿Por qué ahora?
Tagg le miró el vientre y sintió orgullo, pero también reconoció un tremendo instinto de protección. Callie era una jinete experta, pero la yegua estaba nerviosa. No quería que cabalgara sola con aquella yegua. Le preocupaba el bebé, pero le sorprendió enormemente la preocupación que sentía por su esposa.
–Me parece buena idea acompañarte, sólo por eso –respondió él encogiéndose de hombros.
–De acuerdo, vaquero.
Y la sonrisa que ella le dedicó procuró calor a su frío corazón.