Dios Santo, aquello era lo que menos necesitaba después de un día difícil. Estaba haciendo una chimenea complicada en la nueva mansión de un multimillonario que solo iba a pasar allí cinco días al año. Era el trabajo que menos le gustaba del mundo. En primer lugar, tenía que trabajar dentro de una casa y, en segundo lugar, aquel tipo de clientes se quejaba muy a menudo para que uno nunca se olvidara de quién mandaba.
En realidad, el proyecto iba bien. Su trabajo era muy bueno. Sin embargo, después de pasar ocho horas en la obra, estaba agotado. La noche anterior casi no había pegado ojo, porque no había podido dejar de dar vueltas por la cama preocupándose por Merry Kade.
Merry había sido una tentación imposible de resistir, con el escote de su camiseta y su risa. Cuando la había besado, había hecho unos ruiditos deliciosos. Se había derretido con suavidad contra él, y él se había excitado hasta lo indecible. Y, de repente, ella le había dicho que no y se había marchado sin más.
Y, ahora, aquello. El gran todoterreno blanco que entraba en el aparcamiento justo cuando él salía del bufete de su abogado. Era su abuela.
Shane salió por la puerta de cristal y se encaminó hacia su coche. Casi consiguió llegar.
–¡Shane! –le gritó ella.
Él oyó que cerraba de un portazo.
–Shane, ¿qué es lo que te propones?
Él se detuvo y bajó la cabeza, pidiéndole paciencia al cielo. Jeanine Bishop era su abuelastra, en realidad, algo que había dejado bien claro desde que él la conocía. No había tenido hijos, y no había sabido qué hacer con los que había heredado. Su abuelo tampoco era un ejemplo en ese sentido. Era impaciente con los niños y malhumorado con todo el mundo. Las visitas al rancho de los Bishop siempre habían sido insoportables, tensas y silenciosas.
Jeanine Bishop se detuvo justo detrás de él. Shane se quitó el sombrero y se giró hacia ella.
–Abuela –dijo, mientras se preguntaba cómo era su verdadera abuela. Había muerto joven. O, demonios, tal vez eso fuera mentira. Tal vez los había abandonado a todos, como la mitad de su familia.
–¿Estás cometiendo actos de vandalismo para amedrentar a los patronos?
–¿Eh? –preguntó él, con asombro. Aunque no debería sorprenderse de nada, a aquellas alturas. Aquella gente estaba loca.
–¿Estás haciéndolo?
–No sé de qué hablas.
–El buzón de correos de la casa está destrozado.
–¿Y por qué iba a hacer yo eso?
–¡Ni idea! –le espetó ella–. ¿Por qué has presentado una demanda por el dinero de tu abuelo, después de todo lo que hizo por ti? Te dejó todas las tierras, ¿sabes?
–Sí, sí lo sé. Yo nunca pedí eso. No le pedí nada.
–Tu abuelo te honró al…
–Sí, eso ya me lo has dicho. Pero tú y yo sabemos que Gideon Bishop me dejó las tierras porque no soportaba tener que venderlas y no estaba dispuesto a dejárselas al estado. Así que me las dejó a mí.
Ella alzó la barbilla.
–Y no es suficiente para ti.
–Si me hubiera cambiado el apellido, como él quería, el dinero también habría sido para mí. A él no le importaba un bledo el pueblo fantasma. El abuelo le dejó el dinero a la fundación para darme una lección. Era un rencoroso.
–¡No digas eso de él! ¡Deberías estar orgulloso de su apellido! Lo de cambiártelo por el de tu madre no fue más que una rabieta. La familia de tu madre nunca contribuyó para nada en esta comunidad.
Shane se empujó el sombrero hacia atrás y frunció el labio con desprecio.
–Puede que no, pero sí ayudaron a criarme, que es mucho más de lo que puedo decir de cualquiera de la familia Bishop.
–Tu abuelo no tiene la culpa de los defectos de tu padre.
–Es cierto, pero si hubiera tenido el más mínimo gesto hacia mi hermano y hacia mí, habría significado mucho. Podía haber ayudado a mi madre con un poco de dinero. O con algo de apoyo o afecto. Con alguna palabra cariñosa. Lo único que le decía tu marido a mi madre era cómo tenía que haber tratado a su hombre para que no se fuera.
–Pues a lo mejor eran buenos consejos.
–¿Ah, sí? ¿Te dio los mismos consejos a ti cuando te echó a patadas y se puso a vivir con su nueva mujer?
Ella soltó un jadeo y se puso la mano en el pecho.
–¡Shane Bishop! ¿Cómo te atreves?
–Me apellido Harcourt –murmuró él. Estaba enfadado consigo mismo por discutir con una anciana. Abrió la puerta del coche y se sentó al volante–. Sé que habéis contratado a una comisaria para Providence, y sé por qué lo habéis hecho. Un gesto muy bonito, pero una pérdida de dinero.
–¡Era lo que quería tu abuelo! –gritó ella, sin molestarse en mantener una mínima cortesía.
–Lo que quería era cabrearme. Así que supongo que ha vuelto a ganar.
Shane cerró la puerta de golpe y se alejó. Jeanine Bishop se quedó allí, lanzándole miradas fulminantes. Dios, algunas veces se preguntaba si había hecho bien al empezar todo aquello. Él nunca había querido nada de la familia Bishop y, cuando le habían dado la noticia de la herencia, su primera respuesta había sido «no».
No, no necesitaba nada de su abuelo. Y no quería nada. Le había dicho al abogado que comenzara el proceso de venta de las tierras. Sin embargo, durante los siguientes días, había empezado a pensar. ¿Por qué no iba a quedarse con las tierras? ¿No se merecía algo que pudiera compensarle del dolor de ser hijo de su padre? Y, si alguna vez su hermano volvía a aparecer, Alex también se merecía algo. Su abuelo lo había designado a él como único heredero, pero ¿tenía derecho a quedarse con todo sin hablar con su hermano?
En aquel momento, había comprendido el insulto. Su abuelo le había dejado las tierras, pero no el dinero. El patrimonio de los Bishop, pero no el bienestar.
Y, entonces, él se había enfadado de verdad.
Si su único recurso hubiera sido vender las tierras, lo habría hecho, pero su abogado le había planteado la posibilidad de impugnar el testamento, y él había aceptado. Cabía la posibilidad de que él no se mereciera el dinero, pero estaba seguro de que un puñado de edificios en ruinas no se lo merecían más que él.
Y no importaba lo que pensara Merry Kade.
Demonios, no tenía que haberla tocado. Merry ya se iba a poner bastante furiosa cuando se enterara de quién era él y, con aquel asunto entre ellos dos… Gracias a Dios que ella lo había parado todo antes de que pudiera llegar más lejos.
Tenía que hablar con Merry aquella misma noche. Esa mañana había estado demasiado ocupado como para ir a Providence o… tal vez había sido demasiado cobarde. Todavía no estaba seguro de lo que había ocurrido la noche anterior. ¿La había presionado demasiado? ¿Había malinterpretado sus señales?
Cuando llegó a La granja de sementales, soltó un gruñido. El coche de Cole estaba aparcado allí también, así que no le sorprendió que su mejor amigo se asomara por la puerta del edificio y lo saludara con la mano.
–Hola –dijo Shane, mientras salía del coche–. Hace un par de semanas que no nos vemos. ¿Cómo va todo?
Parecía que Cole había dejado de cojear por completo, y Shane asintió al ver a su amigo caminar por la acera.
–Muy bien –dijo él–. He vendido casi todos los potros y he llevado el resto del rebaño a los pastos altos, así que tengo libres un par de horas. ¿Y tú?
–Estoy en temporada alta, pero no pasa nada. Oye, ¿está Merry en casa? Tengo que hablar con ella.
Aquellas palabras le borraron la sonrisa de los labios a Cole. Apretó la mandíbula y miró a Shane con dureza.
–Por Dios, tío.
–¿Qué pasa?
–Creía que Grace estaba paranoica. Demonios, Shane, ¿le estás tirando los tejos a Merry?
–¡No! –exclamó él–. Además, ¿qué significa eso de «demonios, Shane»?
–Vamos, tú no eres exactamente el hombre que nosotros elegiríamos para Merry.
–¿Nosotros?
–Sí, nosotros. Ahora, Merry es como una hermana pequeña para mí.
–¿Y qué demonios soy yo?
Cole se cruzó de brazos y lo miró de un modo fulminante.
–Tú eres mi amigo, pero no tienes un gran historial en lo que a relaciones se refiere.
–No tengo historial de ningún tipo, así que, ¿qué significa eso?
–Exactamente lo que acabas de decir.
Shane no podía creer lo que estaba oyendo. Sabía que a Grace no le caía completamente bien, pero Cole era su mejor amigo. Cole lo conocía como… Bueno, vaya. Cole le conocía lo suficiente como para saber las mismas cosas que él sabía sobre Cole.
Se le pasó la indignación de golpe. Exhaló un suspiro y notó que se le hundían los hombros. Sí, sabía que nadie querría que saliera con una amiga o una hermana. No era un canalla, simplemente, no prometía más de lo que podía dar. Para él, solo era cuestión de sexo, no de amor. De compañía momentánea, no de compromiso. Lo sabía. Y Cole, también.
–No importa –dijo, alzando las manos con un gesto de rendición–. Porque no es nada de lo que piensas. Merry solo es una vecina. Hemos comido pizza.
–¿Seguro?
–Sí, seguro. Solo es una colega.
Al oír aquello, Cole sonrió, y el momento tenso pasó.
–Pues me alegro, porque así no tengo que darte una patada en el trasero, ni meterte a una ambulancia después de que Grace te haya puesto las manos encima.
–Entendido. No te preocupes, ya te he dicho que solo somos colegas.
Cole le dio una palmada en el hombro.
Perfecto. Easy nos ha invitado el domingo por la noche a cenar, y me ha preguntado si quieres venir. Será mucho más relajante si no tengo que protegerte de ese cuchillo de castrar que Grace mira con tanto interés.
–Sí, iré –dijo Shane.
Easy era el jefe del rancho en el que trabajaba Cole, y el que manejaba los hilos de todo. No se lo perdería por nada del mundo. Y, sí, todo sería más relajante si él podía pedirle disculpas a Merry.
–Bueno, ¿está en casa?
–Sí.
Shane se despidió de Cole y se preparó para los siguientes minutos. Llamó a la puerta del apartamento y ella le abrió de par en par, con una sonrisa.
–¡Hola!
Shane se preocupó al instante, porque parecía que Merry estaba muy entusiasmada de verlo. Sin embargo, ella acabó con esa preocupación al instante.
–Siento lo de anoche –dijo, con apresuramiento–. No debería haberme puesto tan nerviosa. Sé que no significaba nada.
–Ah. Claro. Sí, yo también lo siento –dijo él, tratando de encontrar las mejores palabras–. Fue la cerveza y el… um…
–Sí, ya lo sé. Allí había una cama, así que… ¿por qué no? Fue eso.
–Eh… sí. Claro. Por supuesto. Y anoche estabas diferente. Me animé demasiado…
–¡Yo contribuí!
Shane pestañeó.
–¿Eh?
–Llevaba ese collar brillante e iba con un buen escote, y estoy completamente a favor de lo de los amigos con derecho a roce. Es guay.
–Ah –murmuró él. ¿Qué estaba diciendo Merry? Él tenía la impresión de que aquella conversación era como unas arenas movedizas bajo sus pies–. ¿Amigos con derecho a roce? ¿Pensaste eso?
–¡No! –exclamó ella, y se echó a reír–. ¡Ni hablar! Oh, Dios, lo siento. No es lo que yo querría. Tú eres guapísimo, y muy sexy. Y yo estaría dispuesta, de verdad. Pero todo sería demasiado raro.
–Raro –repitió él, aunque, en realidad, estaba pensando en «guapísimo, y muy sexy».
–¡No raro por tu culpa! No. Tú no eres raro. Yo soy la rara. Bueno, no. O, bueno, sí que lo soy. Pero sería raro porque hace mucho tiempo que no me acuesto con nadie.
–Ah –dijo Shane. Tuvo la sensación de que le explotaba el cerebro y los pedazos salían despedidos en diferentes direcciones–. Entiendo. Creo.
Merry se tapó los ojos.
–Oh, Dios. No quiero decir que haya pasado una década, ni nada de eso. Ni siquiera tenía relaciones sexuales hace una década. Solo han pasado dos años. Pero eso es mucho tiempo, ¿no?
–¿Dos años?
Ella lo miró entre los dedos.
–¿Qué?
–No, nada –respondió él, cabeceando.
–¿Es tan horrible?
–¡No! Claro que no. Pero, bueno, yo solo quería saber que no estabas enfadada. Si hice que te sintieras incómoda, o me pasé de la raya, lo siento mucho.
–¡Ni hablar! No te preocupes. Volveremos a hacerlo otro día. Lo de la pizza y la serie. No… ya sabes, lo del derecho a roce. Lo que sería estupendo, y todo eso, pero… ¡Adiós!
Le cerró la puerta en las narices, y Shane se quedó allí, mirado la madera. ¿Dos años? Intentó no pensar en el orgasmo tan intenso que podía tener Merry, en lo tensa que debía de estar, en lo mucho que debía de necesitarlo.
Pero no lo consiguió.