Era tarde para subir por una pista de tierra, pero Shane necesitaba hacerlo. Se había pasado una hora en el bufete de su abogado y después había vuelto a casa para darse una ducha caliente. Y después había llamado a la puerta del apartamento de Merry, pero no había nadie.
Llamó a Cole, pero respondió su buzón de voz. No le sorprendió. No sabía si su mejor amigo iba a volver a dirigirle la palabra. Ya casi no sabía si se merecía tener un mejor amigo. Cole entendía que la vida estaba hecha de una sucesión de decisiones difíciles. Él, por otro lado…
–Mierda.
Tenía que salir. Tenía que pensar. O, mejor todavía, no pensar en nada. Y sabía dónde podía perderse.
Una hora después, el sol había bajado y estaba sobre las montañas, pero él ya estaba a caballo de camino hacia la pista que había más allá de Providence. Se sintió mejor al llegar a los árboles, y respiró profundamente. Dejó que la yegua siguiera el camino, pero en vez de subir hacia la cabaña siguió por el cañón. Allí, entre las sombras, todo estaba silencioso; solo se oía el ruido del agua danzando sobre las rocas. Ni siquiera se oía a los pájaros, y no hacía viento. Siguió respirando a bocanadas.
Aquella tierra era suya. Sus tierras. Y, sin embargo, nunca había permitido que eso le conmoviera. Y significaba algo importante, demonios. Era importante tener sus propias tierras, y no solo porque fueran suyas, sino porque habían pertenecido al padre de su padre, y a toda la gente que había vivido antes que ellos.
Merry tenía razón. Aquella gente no se había rendido ni había huido. Habían vivido allí, habían muerto allí. Se habían casado, habían tenido hijos y habían perdido a seres queridos. Y aquellas tierras seguían en su familia, generación tras generación.
Ellos no se habían rendido, y él tampoco tenía por qué rendirse.
Siguió avanzando por el cañón y dejó atrás el almacén de hielo y los recuerdos de Merry, cuando todavía era feliz con él.
No. No iba a dejar atrás aquellos recuerdos. A ella no iba a renunciar. No se iba a rendir.
Ella le gustaba como amiga y como amante y, tal vez, como algo más. No iba a rendirse, no. Sin embargo, le debía algo, algo grande e importante, más grande que Providence, aunque eso tampoco se lo iba a quitar, porque no tenía derecho.
El cañón empezó a estrecharse y los álamos fueron disminuyendo sobre su cabeza, dejando paso a los pinos, que oscurecían aún más el camino. Estaba seguro de que había llegado a la parte en la que la carretera de arriba se había deslizado y derrumbado y, más importante aún, del lugar en el que había vislumbrado algo de color claro entre los árboles de abajo.
Fuera lo que fuera, si estaba allí, era antiguo, y a Merry le gustaría. Y, cuando le gustaba, era muy divertida y perfecta. A él le dolió el pecho al pensar en Merry. ¿Cómo era posible que lo hubiera echado todo a perder, tan rápidamente, con la única chica de la que se había enamorado?
Hizo que la yegua ascendiera un poco por la ladera del cañón. Ella relinchó, y asustó a una bandada de mirlos que había en un árbol. Shane miró hacia arriba para verlos volar y, cuando volvió a bajar la mirada, vio algo blanco.
Detuvo a la yegua y se fijó en la mancha clara que se filtraba a través de las ramas de un pino bajo. ¿Qué podía haber allí, de color blanco, aparte de hielo o nieve? ¿Era un edificio de piedra?
Siguió caminando y se agachó para pasar por debajo de una rama baja, y soltó una maldición cuando su yegua se resbaló al pasar por una piedra plana. Cuando el animal volvió a poner los cascos sobre la tierra cubierta de agujas de pino, Shane miró hacia delante y, por fin, se dio cuenta de lo que estaba viendo.
No era piedra, sino vinilo. Desmontó y ató la yegua antes de avanzar, lentamente, con la respiración contenida y alarmado por lo extraño de aquella visión.
Aquella cosa no tenía que estar allí, fuera lo que fuera. No era capaz de procesar lo que veían sus ojos. Hasta que, por fin, vio las luces traseras. La puerta, abierta y descolgada de una de las bisagras. Era una caravana que había sufrido un accidente hacía mucho tiempo, porque en el hueco de una ventana había crecido un álamo de más de tres metros.
Entonces, vio el coche.
Estaba retorcido alrededor de un pino, a pocos metros de la caravana. La pintura azul de la carrocería se había descolorido y agrietado bajo el sol. La hierba había crecido alrededor del parachoques y tapaba la matrícula que él había memorizado al fotocopiar miles de carteles de búsqueda para su madre. Sin embargo, no era necesario ver aquella matrícula. Él ya lo sabía.
Todos aquellos años de búsqueda y de dolor y de sentimiento de abandono… y su padre estaba allí todo el tiempo. A Shane se le puso todo el vello del cuerpo de punta, pero se obligó a sí mismo a seguir adelante, a pesar de que tenía la necesidad de retroceder.
La cabina estaba elevada por un lado, y el volante quedaba al nivel de sus ojos. Se preparó, como si fuera a ver allí la cara corrompida de su padre, como si aquello fuera una película de terror. Sin embargo, habían pasado demasiados años como para eso. No vio nada, salvo un salpicadero hundido y cristales rotos del parabrisas.
Cerró los ojos, respiró profundamente y vio las sombras de las ramas de los pinos a través de los párpados. Muy pronto se habría puesto el sol y no habría luz; debía darse prisa.
Abrió los ojos, exhaló todo el aire de los pulmones y rodeó el coche para asomarse por el otro lado. No vio nada; ningún cadáver, ningún espanto. Solo un coche roto y erosionado por los elementos.
Tal vez aquello no fuera más que otro callejón sin salida. Cabía la posibilidad de que su padre hubiera dejado caer el coche por aquel cañón y se hubiera marchado. Se agachó y movió la hierba alta que había bajo el coche. Nada. Volvió a intentarlo y, la tercera vez, vio algo blanco, opaco, que no era de vinilo.
–Oh, no –susurró, y cayó de rodillas al distinguir un hueso largo y pálido sobre la tierra marrón–. Maldita sea. No.
En aquel momento, se dio cuenta de que todavía tenía la esperanza de que su padre estuviera vivo. A pesar de todo lo que le había dicho a su madre, deseaba que su padre estuviera vivo, lo deseaba más que nada. Quería mirar hacia arriba y ver a su padre junto a la puerta, avejentado y arrepentido de lo que había hecho.
Pero eso ya no iba a suceder. Su padre había muerto.
Se le llenaron los ojos de lágrimas, y parpadeó. Ya había llorado lo suficiente por su padre. Con la garganta atenazada por las lágrimas, se incorporó y volvió hacia la yegua. Su teléfono móvil no tenía cobertura, pero lo sostuvo mientras montaba. En cuanto apareciera la primera barra, llamaría al sheriff, aunque, ¿qué iba a decirle?
¿Avisaría del accidente? No era precisamente urgente. Podía esperar hasta la madrugada. El sheriff no iba a poner a sus hombres en peligro para buscar de noche unos cadáveres de hacía dos décadas. Y él no quería que lo hiciera. Sin embargo, tenía que informar aquella noche a la policía.
Mientras salía del cañón, notó que le picaba la piel de las mejillas y se las tocó con los dedos. Las yemas se le humedecieron.
–Mierda –murmuró. Se secó las mejillas y continuó.
Cuando, por fin, llegó a la boca del cañón, respiró profundamente. Sentía pánico, y no entendía por qué. Al fin y al cabo, su padre llevaba muchos años muerto.
Vio Providence justo cuando los últimos rayos de sol se ocultaban por detrás de los tejados de las casas. Marcó el número de la policía y se puso el teléfono al oído.
–Soy Shane Harcourt. Mi padre despareció hace veinticinco años, y acabo de encontrar su coche. Creo que hay… restos. Ahora estoy a las afueras de Providence, el pueblo fantasma, a unos tres kilómetros de la carretera. ¿Qué debería hacer?
¿Qué debería hacer? Aquella era una pregunta demasiado difícil de responder, incluso para los policías. Pero escuchó con paciencia y asintió antes de colgar.
Entró en el pueblo y se sentó en el porche de la taberna. Quince minutos después, salió la luna por encima de la iglesia, y él seguía perdido y solo. Después, aparecieron las primeras luces de los coches.
Había comenzado algo allí, y aquel era el lugar donde iba a terminarlo de una vez por todas.