Esperé y esperé, leyendo en silencio, oyendo pequeños ruidos que me resultaban familiares o que recuperé en seguida: la nevera con sus humores cambiantes, lejanas pisadas en el piso de arriba de vez en cuando y un sonido como de cajones que se abren y cierran, esos vecinos no se habían mudado y mantenían sus costumbres nocturnas; también me llegaron las débiles notas del violonchelo que antes de acostarse siempre practicaba el niño que vivía con su madre viuda al otro lado del descansillo, era muy posible que ya fuera casi un adolescente, había mejorado bastante en su dominio del instrumento, se atrancaba o se interrumpía menos, por lo que me parecía escuchar, que no era mucho, el muchacho procuraba no tocar muy alto, era educado, solía dar las buenas tardes desde muy pequeño con amabilidad pero sin empalago, intenté dilucidar si interpretaba algo de Purcell o de Dowland, no hubo forma, los acordes muy tenues y mi memoria musical desentrenada, en Londres oía discos en casa y rara vez iba a conciertos, pero no estaba tan a menudo en casa, allí no había el aturdimiento que me sostenía a diario y que me libraba de la maldición de hacer planes. Lo único que supe es que no era Bach, seguro.
La canguro polaca sacó su teléfono móvil e hizo una llamada, se retiró a la cocina para hablar con su novio y que yo no la oyera, quizá por pudor, quizá para no imponerme una conversación melosa o tal vez obscena (nunca se sabe, por católica que fuera). Pensé que de no haber estado yo presente habría llamado desde el de Luisa, desde el fijo, para charlar más despreocupadamente al ahorrarse todo el gasto, aunque sólo fuera por eso debía de reventarle que no me hubiera largado cuando me tocaba. Había cogido Enrique V de las estanterías, ya que Wheeler lo había citado en su casa junto al río Cherwell y a él se había referido, desde entonces lo tenía a mano y lo leía a trozos o lo hojeaba de vez en cuando, pese a haber dado ya hacía tiempo con los fragmentos por él evocados. O había cogido más bien King Henry V, al tratarse de la versión inglesa, un ejemplar de la vieja edición Arden de Shakespeare, comprado en 1977 en Madrid según una anotación de mi mano en la primera página, y en alguna ocasión lo había marcado, imposible recordar cuándo había sido eso —ni siquiera conocería a Luisa—, y mi cabeza no estaba para prestarle atención al texto ni para hacer mucha memoria, me limitaba tan sólo a pasar la vista y a fijarme en lo señalado por aquel lector joven que yo había sido, un día remoto e inexistente, de puro olvidado. Mi cabeza estaba pendiente solamente de un ruido y de ahí que me alcanzaran los otros, por el oído aguzado a la espera del que me importaba, el del ascensor subiendo, seguido del de una llave. El primero me llegó varias veces, pero se detuvo en otros pisos y nada más una en el nuestro, y esa vez no lo acompañó el segundo, no era Luisa quien regresaba.
Mercedes volvió al salón, con expresión más contenta o suavizada. Era una chica agraciada, pero rubia y pálida y fría hasta el desleimiento, luego como si no lo fuera. Me preguntó si me importaba que encendiera la televisión, le dije que no aunque era mentira, porque su sonido barrería el resto; pero yo era allí una mera visita inesperada, si es que no efectivamente un intruso: me iba convirtiendo cada vez más en uno, cada minuto que me demoraba. La joven recorrió canales con el mando a distancia y decidió quedarse en una película de animales de verdad que interpretaban papeles, Babe, el cerdito valiente, la deduje al instante, me sonaba haber llevado a Guillermo a verla al cine hacía ya unos cuantos años, era incomprensible que la pusieran a aquellas horas los programadores tarados, cuando la mayoría de los niños están dormidos. La miré con agrado un rato, me exigía menos que Shakespeare y el cerdito era un gran actor, se me ocurrió que quizá lo habían nominado al Oscar aquel año, pero no creía que lo hubiera ganado; se la buscaría en DVD a Marina, acaso no la habría visto, al haber nacido más tarde. Estaba pensando en el triste sino de los actores —su trabajo puede hacerlo cualquiera, niños y perros, elefantes, monos y cerdos, mientras que aún no se sabe de animal alguno que haya compuesto música o haya escrito un libro; bueno, según lo estricto que se sea con la noción de animal, bien mirado— cuando vi a Mercedes ponerse en pie de un brinco, recoger sus cosas en un segundo y, tras murmurarme un ‘Adiós’ escueto, llegarse rápidamente a la entrada. Sólo cuando ya estaba allí oí la llave y oí la puerta, era como si su oído fuera finísimo y hubiera sabido en qué instante se bajaba Luisa de un coche o de un taxi, delante del portal de casa. Debía de tener mucha prisa por marcharse, la canguro, no querría entretenerse más que lo justo para que le abonaran el estipendio y el transporte prometido, el caro, ya eran cerca de las doce, Luisa se había ausentado algo más de cuatro horas. O tal vez no era sólo eso, sino que quería advertirle en seguida que no iba a estar allí sola, en contra de lo que creería: que yo me había empeñado en aguardarla, contraviniendo sus deseos, o acaso desobedeciendo unas órdenes que Mercedes habría recibido y debería haber hecho cumplirse.
Las oí cuchichear unos momentos, me alcé del sofá, no me atreví a agregarme; luego oí el golpe de la puerta, la polaca se había ido. A continuación los pasos de Luisa por el pasillo —tacones altos, los reconocí sobre la madera, para salir se los ponía siempre—, en dirección a su cuarto de baño y su alcoba, ni siquiera asomó la cabeza, tendría urgencia, supuse, como tantas veces le sobreviene a uno en el instante de llegar a casa; me pareció normal dentro de todo, si había estado con gente y no había querido levantarse —por ejemplo— durante una cena, de la mesa de alguien o de la de un restaurante. O tal vez querría recomponer su imagen antes de aparecérseme, si había estado con mi sustituto efímero y volvía como vuelven las mujeres a veces de esa clase de prolongados encuentros, con la falda arrugada o no muy recta, el pelo desarreglado, el lápiz de labios borrado a besos, una carrera en la media y aún pintados en los ojos los restos de la vehemencia. O tal vez su enfado era tan grande que había decidido acostarse sin saludarme, dejarme en el salón hasta que me cansara, o hasta que comprendiera que si ella había dicho que no iba a verme aquella noche, aquella noche no me vería. A lo mejor pensaba encerrarse en el dormitorio y no salir más, desvestirse y apagar la luz y meterse en la cama, haciendo como que yo no estaba, como que seguía en Londres y en Madrid no existía, o en verdad era un fantasma. Era capaz de eso y aun de más —la conocía— cuando trataba de imponérsele algo y ella no lo aceptaba. Pero tendría que abandonar la alcoba antes de cerrar los ojos, una vez al menos, y podría interceptarla entonces en el peor de los casos: estaba más allá de sus fuerzas no entrar a ver a los niños y comprobar que dormían tranquilos y a salvo.
Esperé más, no deseaba precipitarme, menos aún ir a aporrear su puerta, rogarle que se dejara ver, hacerle preguntas torpes a través de una barrera, pedirle unas explicaciones que no tenía derecho a pedirle. Mal comienzo habría sido, tras una separación tan larga, más valía rehuir todo viso de confrontación o reproche innecesarios y absurdos, sobre todo por mí indeseados. A partir de aquel momento la iniciativa debía ser suya, yo ya la había tomado comprometida al rehusar marcharme, una vez acabado el pretexto de disfrutar de mis hijos despiertos. Al oír la llave de la entrada le había quitado el sonido a la televisión, pero aún tenía ante mi vista las andanzas de aquel émulo de De Niro o John Wayne en cerdo —un cerdito educadísimo— y de sus compañeros de reparto: unos perros, unas ovejas, un caballo, un malhumorado pato, todos actores soberbios.
Al cabo de unos minutos oí la puerta de su alcoba abrirse y unos pocos pasos, aún llevaba los tacones luego no se había cambiado, pero caminó más quedamente, procurando no hacer ruido: se asomó a la habitación de la niña y después a la del niño, no llegó a entrar en ninguna o apenas un metro para acercarse, estaría todo en orden. Aún no quise salir a su encuentro, preferí que viniera ella al salón, si venía, y cuando por fin lo hizo —sus pisadas ya más firmes, normales, le bastaba con haber respirado su sueño profundo para despreocuparse de despertar a los críos—, creí comprender, pese a sus esfuerzos de enmascaramiento recién llevados a cabo en su cuarto de baño que también había sido el mío, por qué había intentado evitarme, y que no había sido por no verme, sino por que yo no la viera a ella.
Tenía muy buen aspecto al primer golpe de vista, bien vestida, bien calzada, no demasiado bien peinada aunque la hacía atractiva su melena recogida en una cola, le daba un aire juvenil e ingenuo, casi como de muchacha pillada in fraganti al volver muy tarde a casa, quién era yo para regañarla, ni siquiera para extrañarme. Antes de reparar yo en lo anómalo le dio tiempo a decirme una o dos frases, con una expresión en su rostro que era mezcla de contento al verme y de enojo por encontrarme, también de temor a que la cazara o acaso era de vergüenza en pugna con el desafío, como si la hubiera cazado ya en algo que no podía gustarme o me iba a parecer reprobable, y no supiera si arriar bandera para reconocerlo o izarla para encastillarse en ello, es extraño cómo las antiguas parejas, tiempo después de dejar de serlo, aún se sienten responsables mutuamente y como si se debieran lealtades, aunque sólo sea contarse cómo les va sin el otro y lo que les sucede, sobre todo si les ocurre algo raro o es malo lo que les está pasando. A mí me estaban ocurriendo cosas que había callado en la distancia: había perdido pie sin duda, o asideros, juicio, me dedicaba a una tarea cuyas consecuencias ignoraba o incluso si las había, a cambio de un salario sospechoso por alto; se me habían introducido venenos desconocidos hasta entonces, y en efecto llevaba una existencia más fantasmal cada día, inmerso en el estado onírico del que vive en país ajeno y empieza a no pensar siempre en su lengua, muy solo allí en Londres aunque rodeado de personas a diario, eran todas del trabajo y no cuajaban como amistades puras, ni siquiera Pérez Nuix se me había hecho muy distinta —ni mi amante, no lo era, al no haber habido repetición ni risas— tras la noche compartida carnalmente con ella, lo habíamos disimulado y silenciado en exceso, ante los demás y ante nosotros mismos, y lo que se finge que no ha ocurrido y siempre es tácito acaba por no haber sucedido, aunque sepamos lo contrario: ambas cosas son ciertas, lo que escribió Jorge Manrique en las Coplas por la muerte de su padre, hace unos quinientos treinta años y a tan sólo dos de su propia muerte temprana antes de cumplir los cuarenta, herido por un arcabuzazo cuando asaltaba un castillo (aún peor, más deshonroso, que Ricardo Yea and Nay, al que alcanzó un ballestazo) —‘Si juzgamos sabiamente, daremos lo no venido por pasado’—, y exactamente lo opuesto, y entonces podremos dar lo pasado por no venido, por no venido cuanto nos ha pasado y nuestra vida entera por no habida. Y así qué importa cuanto en ella hagamos, o por qué será que nos importa tanto...
—Tenías que quedarte, ¿eh, Jaime? —le dio tiempo a decirme a Luisa—. Tenías que aguantar hasta verme.
Pero ahora ya sí, tras el primer golpe de vista, reparé en lo anómalo en seguida, era imposible no hacerlo, para mí al menos. Había intentado maquillárselo, ocultarlo, taparlo, quizá de la misma manera que Flavia habría procurado sin éxito, con la ayuda inverosímil de Tupra en el lavabo de señoras, hacer invisible su señal en la cara, su erosión de la soga, su arañazo del látigo, la marca producida por los estúpidos zurriagazos de De la Garza durante su poseso baile sobre la pista rápida. Lo que llevaba Luisa en el rostro no era eso, ni uno sfregio, un chirlo, un corte ni una raspadura, sino lo que se ha conocido siempre como un ojo morado en mi lengua y en inglés como un ojo negro, aunque al no ser reciente el impacto o causa la piel ya amarilleaba, son colores mezclados los que van apareciendo tras esos golpes, nunca hay uno solo sino que en cada fase conviven varios y además son cambiantes, quizá de ahí el desacuerdo entre los dos idiomas (si bien el mío se aproxima al otro al referirse también a ello como ‘un ojo a la funerala’), tardan mucho en irse todos, mala suerte para nosotros que no hubiera pasado el suficiente tiempo. Al ver aquello ya no tuve que contestar a sus frases, ni que disculparme. Lo malo fue que tampoco pude saludarla ni darle un beso ni abrazarla, había esperado infinitamente aquel encuentro y ni siquiera me salió una sonrisa ni un ‘Hola, niña’, así la llamaba a menudo cuando estábamos juntos y en buenos términos. Me acerqué al instante y lo primero que dije fue:
—¿Qué tienes aquí? Déjame ver. ¿Qué te han hecho? ¿Quién ha sido?
Le cogí la cara entre las manos con cuidado de no tocarle la zona afectada, indudablemente se acababa de untar potingues en el cuarto de baño, un exceso, y aun así no le había servido. El párpado ya no estaba hinchado o muy poco, pero era seguro que lo había estado. Calculé que el daño sería de hacía una semana, tal vez diez días, y era efecto de un golpe, no me cupo duda, dado con el puño fuerte o con un objeto contundente como un bate o una porra de cuero, había visto ojos y pómulos y mentones parecidos hacía mucho tiempo, cuando en la época franquista salían de comisaría, de la Dirección General de Seguridad en Sol o de Carabanchel, la cárcel, estudiantes detenidos y más o menos vapuleados, compañeros míos de la Facultad con peor fortuna de la que yo tuve siempre en los llamados ‘saltos’ y en las manifestaciones prohibidas y sofocadas a palos, había unas porras más largas, flexibles, cuyos trallazos dolían sobremanera, la vara se doblaba sobre la carne y las utilizaban los policías o ‘grises’ que cargaban a caballo, a veces me parece increíble que en plenos años setenta corriéramos ante sus cascos al salir de clase, cada pocos días o semanas. Aunque todo puede volver, hay que saberlo.
Ella apartó la cara, me esquivó, dio dos pasos atrás para restablecer nuestro alejamiento, sonrió como si mis preguntas le hicieran gracia, pero yo vi que no se la hacían.
—Qué dices, nadie me ha hecho nada. Me di contra la puerta del garaje hace una semana o por ahí. El maldito móvil. Me llamaron, me distraje, calculé mal la distancia cuando la puerta ya estaba bajando. Me dio de lleno, yo qué sé, es pesadísima, debe de ser hierro forjado. Ya lo tengo casi bien, fue más aparatoso que grave. No me duele.
—¿El móvil? ¿Ahora tienes móvil? ¿Cómo no me lo habías dicho? ¿Cómo no me has dado el número? —Y a la vez que le preguntaba todo esto, sorprendido, pensé, me acordé: ‘Algo así me hizo decirle Reresby a De la Garza, tuve que traducírselo cuando estaba inmóvil y caído en el suelo y también magullado o vapuleado: “Dile que si ha de ir a un hospital, que cuente lo que tantos borrachos y tantos deudores, que la puerta del garaje se le abatió encima de golpe”. Luisa no se habrá convertido en ninguna de esas dos cosas, en borracha ni en deudora, no creo. Pero qué bien sabía Tupra que las puertas de los garajes son casi siempre un invento’. Y gracias a él me quedé aún más convencido de que ella me estaba mintiendo. No tenía la imaginación que desarrolla el hábito, y había incurrido en el lugar común, como cualquier embustero bisoño que aún rehúye lo inverosímil, esto es, lo que cuenta con más posibilidades de ser creído en su tiempo.
—Es por los niños —respondió—. Me he dado cuenta de que no tiene sentido, por mucho que nos desagrade el chisme, que una canguro o mi hermana, por ejemplo, o en el colegio, no me puedan localizar inmediatamente si les ocurre algo. —La polaca podía haberla llamado a su móvil desde la cocina, entonces, y haberle advertido que yo seguía inamovible en el piso, y haber averiguado con bastante precisión cuándo ella llegaría—. Sobre todo no estando tú aquí. Lo compré por tranquilidad. Ahora soy la única a la que pueden recurrir en una emergencia, estoy sola con ellos. Y el número, para qué te hace a ti falta, en Londres. Si todavía habláramos a diario... —Por desgracia no percibí reproche en estos últimos comentarios, ya me habría gustado. No podía dejar de mirarle el ojo morado, amarillento, azulado, negro, el blanco aún un poco enrojecido, lo habría tenido atravesado de venillas los primeros días después del puñetazo. Aparentaba no tener ya conciencia de ello, pero me veía mirárselo insistentemente y eso la ponía algo nerviosa, lo noté sobre todo cuando volvió la cara hacia la televisión y se me colocó de perfil, para escapar a mi escrutinio. E intentó cambiar de tema—: ¿Qué estabas viendo, una película de cerdos? ¿Y eso? ¿A qué se debe la novedad? —añadió con su ironía amable que me era tan simpática y conocida. Debió de verme la fugaz sonrisa—. Les gustaría a los niños, ¿cómo los has encontrado? ¿Muy crecidos? ¿Muy cambiados?
Tenía ganas de hablar de ellos con ella, de decirle qué impresión me habían causado al cabo de tanto tiempo. Pero no me iba a dejar desviar tan fácilmente. No sólo yo era como era, sino que además tenía ahora cerca los ejemplos de Tupra y de Wheeler, que nunca abandonaban la presa cuando había algo que sacarle, tras las digresiones y los rodeos y las evasivas.
—No me vengas con cuentos, Luisa, que tú y yo no habremos cambiado tanto. Lo del garaje está muy gastado, se rebelan las puertas y golpean a todo el mundo —le dije, y una vez más caí en la cuenta de que sólo la llamaba por su nombre cuando discutíamos o estaba enfadado, más o menos como me llamaba ella Deza en ocasiones parecidas, y también en otras muy distintas—. Dime quién te ha hecho eso. Espero que no sea el tipo con el que estés saliendo, o tendríamos muy crudo el panorama.
—¿Tendríamos? En el supuesto de que esté viendo a alguien, ya me dirás qué tienes que ver tú con eso —me atajó en seguida, no con acritud, pero sí con firmeza; y aún tuvo ánimo para recuperar la ironía y suavizarme de inmediato el corte—: Si vas a continuar por este camino, más vale que sigas viendo a tus animalillos mientras yo recojo, y en cuanto acabe te marchas, los críos madrugan y ya es muy tarde. Hablaremos otro día que estemos más frescos, pero no de esto. Ya te he dicho lo que me pasó, no te empeñes en ver fantasmas. Y si es una manera de preguntarme si salgo con alguien, tampoco eso te concierne, Deza. Anda, mira un rato al cerdo y vete a dormir, estarás cansado del viaje y de los niños. Agotan, y estás desacostumbrado a ellos.
No podía evitar que me hiciera gracia y me cayera en gracia siempre. Tenía debilidad por ella, no se me había pasado en el tiempo de Londres. No es que no lo supiera —seguramente no se me pasaría nunca—, pero tenerla de nuevo delante me lo confirmaba o me lo hacía patente, debía llevar cuidado de no quedarme embobado sin querer, en cualquier instante, mientras ella trajinaba y no me hacía caso. Aparte de nuestra conyugalidad, o del amor no olvidado, Luisa era para mí de esas personas cuya compañía se procura y se agradece y casi por sí sola compensa de los sinsabores, y se anticipa durante todo el día —es lo que nos lo salva— cuando uno sabe que va a encontrarla a la noche como un premio por poco esfuerzo; con las que se siente a gusto incluso en los malos momentos y se tiene la sensación de que allí donde estén, allí está la fiesta; por eso cuesta tanto renunciar a ellas o ser expulsado de su cercanía, porque uno cree estarse perdiendo algo incesantemente, o —cómo decir— vivir en los márgenes. Pensar que pudieran morir esas personas se nos hace insoportable: aunque estemos lejos de ellas y no las veamos ya nunca, sabemos que no se han terminado y que su mundo existe, el que crean con su sola emanación o aliento; que la tierra las alberga y que por tanto se conservan su espacio y su sentido del tiempo, con los que puede fantasearse a distancia: ‘Ahí está esa casa’, pensamos, ‘ahí está esa atmósfera con sus pasos, ese ritmo del día, la música de las voces, el olor de las plantas que ella cuida y esa pausa de su noche; yo ya no participo, pero ahí están las risas, ahí las gracias y los donaires y los regocijados amigos de los que se despidió Cervantes cuando se iba muriendo, “deseando veros presto contentos en la otra vida”. Y saber que ahí está todo ayuda, saber que es recuerdo para nosotros pero que no lo es para todo el mundo, que para mí es ya pasado pero que aún no lo es de veras o en sentido absoluto —es tan sólo un accidente, o mala suerte, o mi falta, que yo lo perciba como pretérito a diario—, que otros entran y salen y lo disfrutan sin hacerle demasiado caso, como no se lo hacíamos nosotros cuando formábamos parte de esa atmósfera y de ese ritmo, de las gracias y los donaires, de la música de esa casa y aun de la pausa de su noche quieta. Que no fue un agradable sueño ni cosa de otra vida imaginada’. Allí estaba yo ahora comprobando su permanencia, sin querer marcharme. Ante mis ojos tenía a la persona que representaba la fiesta, con su humor y su firmeza y su sonrisa frecuente, y hasta con sus tacones altos. Hasta cierto punto eso bastaba, saber que no había cesado, que aún pisaba la tierra y aún cruzaba el mundo, que no estaba ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido, o ya del lado del tiempo en el que conversan los muertos.
Y sin embargo había ahora una amenaza, o aún peor, había ya un daño visible que le había hecho alguien y que acaso se repetiría agravado, quién sabía (quién sabe cuándo para nada una vez que algo ha empezado). Lo que yo sí sabía era que insistir no iba a servirme: si ella decidía no contar o no hablar de algo, no había forma de torcerle el brazo, tendría que tratar de averiguar por otros medios, cuáles, en el primer momento no se me ocurrió ninguno a excepción de los niños y prefería no utilizarlos, y entonces me sorprendí pensando: ‘Siempre podría pedirle ayuda a Tupra’. Si se había enterado, como yo suponía, de la noche de Pérez Nuix en mi casa y de nuestro acuerdo a sus espaldas; si por tanto había resultado inútil mi favor a ella e Incompara no había obtenido de él nada, y el padre de la joven había recibido la consiguiente paliza por sus reincidentes deudas y además Reresby me había hecho verla (tacos de billar; seguramente para informarme de mi fracaso, y para que aprendiera), no le sería difícil conseguirme el nombre del individuo con el que saliera Luisa, aunque fuera en otro país y la moza, por fortuna, aún no estuviera muerta. Esa había sido una de mis aprensiones durante mi tiempo en Londres, desde mi marcha, cuando pensaba en quién habría de sustituirme tarde o temprano, y entre las figuras posibles me había aterrado siempre la del hombre despótico y posesivo que sojuzga y aísla y desliza poco a poco sus exigencias y sus prohibiciones, disfrazadas de enamoramiento y flaqueza y celos y de lisonja y ruegos, la del sujeto torcido que declina las invitaciones primeras a compartir almohada para no parecer intruso y que no le asome el menor rasgo invasor o expansivo, y que al principio se muestra siempre deferente, respetuoso y aun precavido; hasta que un día al cabo del tiempo —o acaso una noche de lluvia y encierro—, cuando ya se ha adueñado del territorio entero y no deja respirar a Luisa a sol ni a sombra, cierra sus manos grandes sobre su cuello mientras los niños —mis niños— miran desde una esquina aplastándose contra la pared como si quisieran que cediera ésta y desapareciera, y con ella la mala visión, y el impedido llanto que ansía brotar pero no alcanza, el mal sueño, y el ruido prolongado y raro que su madre hace al morirse. Ante esa pesadilla siempre había pensado, para despejarla: ‘Pero no, esto no ha de ocurrir, esto no ocurre, no tendré esa suerte y no tendré esa desgracia (suerte en el imaginario y en la realidad desgracia)...’ Ahora me encontraba con un trazo real de esa figuración horrible, en forma de ojo morado o de colores cambiantes, y con que en ese terreno de la realidad no había una gota de suerte sino un gigantesco mar de desgracia que lo anegaba todo y ahuyentaba lo imaginario hasta suprimirlo, esa esfera ya no existía, o es que nunca convive con el peligro cierto: demasiados cobardes envenenados hay en España que cada año matan a sus mujeres o a quienes lo fueron o a quienes ellos quisieran que lo hubieran sido, y a veces también se llevan por delante a sus hijos para hacerles aún más daño, es una plaga contra la que no sirven persuasiones ni amenazas ni leyes ni condenas más severas, porque ellos hacen caso omiso de lo exterior y se les va la mano hasta el fondo sólo porque las quieren tanto o las odian tan crucialmente que no pueden vivir sin ellas sabiendo lo mismo que yo sé de Luisa y que me alegra en mi tristeza, en cambio (es decir que me consuela): que ellas siguen en el mundo y quieren ser o son pasado solamente para nosotros o ellos, pero no para el resto. ‘En un país como este no puedo arriesgarme’, pensé. ‘Con un ojo morado por un puñetazo ya no puedo arriesgarme y dejarlo sólo en sus manos y a su voluntad quizá menguada y no meterme, me basta para saber que ella se ha puesto en peligro y que por lo tanto también habrá puesto a los niños, sólo sea porque pueden perderla, y ya han sufrido una semipérdida desde que me fui de casa.’
Así que me alejé dos pasos y decidí no preguntarle más, ya preguntaría en alguna otra parte, disponía de dos semanas, debían serme suficiente para indagar o para convencerla, y quizá otro día ella recibiera otro golpe, durante mi estancia, y entonces ya no quisiera callar y cerrarse (‘Calla, calla y no digas nada, ni siquiera para salvarte. Guarda la lengua, escóndela, trágala aunque te ahogue, como si te la hubiera comido el gato. Calla, y entonces sálvate.’ Pero quizá no sea así siempre, por mucho que en los momentos más graves se nos aconseje y se nos inste a ello).
—Está bien, me voy ya —le dije—. No te entretengo más, es verdad que es tarde, ya hablaremos, te llamo mañana o pasado y quedamos cuando te convenga. El cerdito, no es por nada, lo estaba mirando tu canguro polaca. Todo sea dicho, actúa de maravilla, a la altura de los más grandes. —Y ya en la puerta hasta la que me acompañó más sonriente y luminosa, como si ya empezara a aliviarla el inminente cese de mi mirada, añadí—: Pero ti conosco, mascherina. —Era una expresión aprendida hacía mucho, de mi remota novia italiana que me había enseñado su lengua más o menos; y esa expresión carnavalesca, que también Luisa conocía, era como decirle: ‘Pero no me engañas’.