En verdad daba lo mismo que me viera la cara, al fin y al cabo iba a hablarle de Luisa y en cuanto lo hiciera sabría quién era yo sin asomo de duda, y además era probable que ella le hubiera contado de mi aparición repentina en la ciudad, después de tantísimos meses, lo más seguro era que a estas alturas ya se imaginara que era el maldito marido imbécil el que lo encañonaba, qué plasta de tío y qué cretino y qué loco, por qué no se había quedado en su sitio. ‘A menos que sea a mí a quien no le convenga verle a él la cara y los ojos de frente, la mirada’, pensé, ‘ni cruzar palabra con él más allá de las ya pronunciadas en el portal, esas han sido indiferentes y no entre individuos, sino meras órdenes impersonales. Siempre se dice que los sicarios evitan mirar a sus víctimas a los ojos, que hacerlo es lo único que puede crearles dudas e impedirles el degüello o el disparo o retardárselos al menos y dar tiempo al otro para decir algo o intentar defenderse, lo único que puede malograr su misión y conducirlos a errar el blanco, tal vez lo mejor sea terminar ahora mismo según la consigna de Tupra, sin esperar ni entretenerme, sin dar explicaciones y sin curiosidad alguna, como no se las dio ni la tuvo Reresby por De la Garza, sin que ni siquiera llegue a volverse, un tiro en la nuca y se acabó, adiós Custardoy, fuera del cuadro, asegurado, sin vuelta de hoja como todo acto cometido y todo hecho hecho, si hablo con él y le miro el rostro se me hará más difícil y empezaré a conocerlo y también para mí será alguien como ya lo es para Luisa, para ella es alguien importante a quien tiene miedo y devoción a la vez seguramente, quizá debo verlo y oírlo para imaginármelo, es a lo más que puedo aspirar, porque cómo lo mira ella a él, eso yo nunca lo voy a saber, y esa es mi condena eterna...’
Pero en realidad ignoraba lo que me tocaba hacer, para asegurarme, to just deal with him y make sure he was out of the picture, como me había indicado desdeñoso Tupra con su risa paternalista, ojalá hubiera sido más explícito o yo hubiera sido bilingüe y le hubiera entendido con exactitud absoluta, o acaso hay en todas las lenguas ambigüedades irresolubles. ‘Si de verdad no sabes cómo, Jack, entonces es que no puedes hacerlo’, me había dicho. No sabía cómo, en efecto, pero ya estaba metido en faena. No podía pegarle así como así a Custardoy un tiro y dejarlo seco por la espalda, no sin adentrarme en mi humor más airado y sin tener más certeza, Luisa había negado que él le hubiera hecho daño, a mí y a su hermana, yo no había visto la acción sino sólo los resultados, algo que en un juicio no me habría valido para probar nada en su contra. ‘Sin embargo no estoy en un juicio’, pensé, ‘no se trata de eso, los hombres como Tupra y como Incompara, como Manoia y como tantos otros y como los que vi en los vídeos, como la mujer que apareció en uno de ellos con las faldas remangadas y un martillo en la mano con el que machacaba un cráneo, quién sabe si como Pérez Nuix y como Wheeler y Rylands, todos esos no celebran juicios ni reúnen pruebas sino que resuelven problemas o los cortan de raíz o abortan su posibilidad o se los quitan de encima, les basta con saber lo que saben porque lo han visto con su don o su maldición desde muy pronto, han tenido el valor de mirar a fondo y de traducir y de seguir pensando más allá de lo necesario (“Y qué más. No has hecho más que empezar. Sigue. Vamos, corre, date prisa, sigue pensando”, nos decía mi padre a mis hermanos y a mí de niños, de jóvenes), y de adivinar lo que sucederá si no intervienen; ellos no detestan el conocimiento como la mayoría de las personas tan pusilánimes de nuestro tiempo, sino que lo afrontan y lo anticipan y lo incorporan y son de los que no avisan por tanto, o no a veces, de los que toman resoluciones en la distancia y sin que sus motivos sean apenas identificables para el que padece las consecuencias o para el ocasional testigo, o sin que los actos establezcan con esos motivos un vínculo de causa a efecto, y todavía menos las pruebas de la comisión de tales actos. Esos hombres y esas mujeres no las necesitan, en esas arbitrarias o fundamentadas veces en que no mandan la menor advertencia ni aviso antes de soltar el sablazo, ni siquiera necesitan en ellas las acciones cumplidas, los acontecimientos, los hechos. Tal vez les basta con lo que saben que se daría si en el mundo no hubiera coacciones ni impedimentos, con lo que ellos ven como capacidades seguras de las personas, que si no llegan a desplegarse con toda su fuerza y su daño es sólo porque alguien —yo, por ejemplo— las disuade o se lo impide, pero no por falta de cuajo ni de ganas en ellas, se lo dan por descontado, todo eso. Quizá les basta convencerse de lo que en cada caso habría si no lo frenaran ellos u otros centinelas —la autoridad o las leyes, el instinto, el crimen, la luna, el miedo, los invisibles vigías—, para adoptar medidas escarmentadoras si esas son las recomendables, las que tocan según su criterio. Son los que conocen y asumen y hacen suya —una segunda piel— esa actitud irreflexiva, resuelta (o es de una reflexión tan sólo, la primera), que también forma parte del estilo del mundo, ese estilo inmutable a través de los tiempos y de cualquier espacio, y así no hay por qué cuestionarla, como tampoco hay que hacerlo con la vigilia y el sueño, o el oído y la vista, o la respiración y el habla, o con cuanto se sabe que “así es y así será siempre”.’
Se suponía que yo era como ellos o uno de ellos, que poseía la misma capacidad de penetración e interpretación de la gente, de ver los rostros mañana y de describir lo aún no ocurrido, y con Custardoy estaba al cabo de la calle si no más allá todavía, no tenía certidumbre alguna pero sabía que no me engañaba: era un tipo peligroso y seductor y envolvente y violento, capaz de crear dependencia hasta de sus horrores y su falta de escrúpulos, de su despotismo y su desprecio, y yo no debía dejarle salida, no debía darle la oportunidad de explicarse, de negar ni de rebatir ni de argumentar ni de convencerme, ni tan siquiera de hablarme. Tupra llevaba razón a la postre: ‘Pero yo creo que sí sabes cómo’, me había dicho antes de colgarme. ‘Lo sabemos todos siempre, aunque no estemos acostumbrados. Otra cosa es que no nos veamos en ello. Es cuestión de verse.’ Quizá era sólo cuestión de verme como Sir Death por vez primera, al fin y al cabo ya tenía la pistola en la mano y ese era mi reloj de agua o arena, y tenía también los guantes puestos, sólo hacía falta amartillar el arma, pasar el índice del guardamonte al gatillo y a continuación apretarlo, todo estaba a un paso y había tan poca diferencia física entre una cosa y la otra, entre hacerlo y no hacerlo, tan poca distancia en el espacio... Y no, no necesitaba certezas ni pruebas si me convencía de ser enteramente, al menos durante aquel día, de la escuela de Tupra que era el estilo de tantos y quizá del mundo, porque su actitud no era preventiva, no exacta o exclusivamente, sino más bien punitiva o recompensadora según los casos y los sujetos, que él ya veía y juzgaba en seco y sin necesidad de ponerse en mojado, por utilizar las expresiones de Don Quijote al anunciarle a Sancho las locuras que haría por causa de Dulcinea sin que ella le diera quebrantos ni celos, luego cuántas más si se los daba. O bien los entendía, los casos, con la página sin aún escribirse, y quizá por eso para siempre en blanco. ‘Pero no, si yo disparo la mía ya no estará en blanco’, pensé, ‘y si no lo hago tampoco lo estará totalmente, después de todo esto y de haberlo considerado y de haberle apuntado. Nunca nos libramos de contar algo, ni creyendo dejar nuestra página en blanco. Y ocurre entonces que las cosas, aunque no se cuenten ni tan siquiera pasen, jamás logran estarse quietas. Es horrible’, me dije. ‘No hay manera. Aunque ni siquiera se cuenten. Y aunque ni siquiera pasen.’ Miré con atención la pistola al final de mi brazo, una vieja Llama, como miraba su reloj la Muerte en el cuadro de Baldung Grien, lo único por lo que se guiaba y no por los vivos que tenía a su lado, para qué, si ya estaba contemplando sus rostros mañana. ‘Y entonces qué más da que pasen. “Tú y yo seremos de los que no imprimen huella”, eso me dijo una vez Tupra, “dará lo mismo lo que hayamos hecho, nadie se ocupará de contarlo, ni siquiera de averiguarlo.” Y además’, me seguí diciendo, ‘llegará un día en que todo esté nivelado y la vida sí que no será contable, y en que a nadie le importará nada nada.’ Pero ese día aún no había llegado y tuve curiosidad y tuve miedo —‘And in short, I was afraid’—, y sobre todo tuve tiempo para preguntarme, como en aquellos versos que conocía y que aseguraban que lo habría sin duda: ‘And indeed there will be time to wonder, “Do I dare?” and, “Do I dare?” Time to turn back and descend the stair...’ Tiempo para preguntarme si me atrevería y me atrevería, sabiendo que también lo habría para volverme atrás y descender la escalera, y hasta para hacerme la pregunta completa que en el poema viene un poco más tarde —‘Do I dare disturb the universe?’— y que nadie se hace antes de obrar ni antes de hablar porque todo el mundo se atreve a ello, a turbar el universo y a molestarlo, con sus rápidas y pequeñas lenguas y con sus mezquinos pasos, ‘So how should I presume?’ Y eso fue lo que aún retuvo mi dedo sobre el guardamonte y mi mano sin amartillar el arma, eso fue lo que me pasó, y además sabía que siempre quedaría tiempo para apoyarlo en el gatillo y disparar, tras montarla con un solo gesto, me lo había enseñado Miquelín.
—Date la vuelta y siéntate ahí —le dije a Custardoy, y le señalé con mi mano libre el sofá, seguro que se habría sentado en él con Luisa más de una vez, quizá hasta se habrían echado—. Las manos encima de la mesa, que las vea yo. —Delante había una mesita baja, como en casi todos los salones del mundo—. Apoya bien las palmas y no las muevas para nada.
Custardoy se dio la vuelta como le había ordenado y por fin le vi la cara de frente y sin trabas, lo mismo que él a mí. Sonreía un poco y eso me provocó irritación, con unos dientes largos que le iluminaban el agudo rostro y le conferían cordialidad o casi. Parecía tranquilo e incluso semidivertido, a pesar del golpe en el costado, eso le había tenido que doler y asustar. Pero probablemente sabía quién era yo para entonces, aunque sólo fuera por intuición y descarte, y tal vez contaba con su propia capacidad interpretativa, lo bastante buena para estar seguro de que el marido de Luisa no iba a pegarle un tiro o no todavía, esto es, no sin hablar antes con él. (Tampoco casi nadie piensa totalmente en serio que se lo van a pegar, ni siquiera cuando tiene delante un cañón.) Sus ojos enormes y separados y negros y sin apenas pestañas eran en verdad desagradables y en seguida noté su asimiento, cómo me repasaban con gran rapidez y —cómo decirlo— con una especie de afán de intimidación, extraño e impropio de las circunstancias. Su media sonrisa era en cambio afable, como si pudiera desdoblarse en dos personas a la vez. No entendía cómo a Luisa podía gustarle, si bien había en él algo chulesco y vulgar —obsceno y bronco y frío— que atrae a muchas mujeres, eso lo he visto y lo sé. Antes de sentarse se acarició el bigote, se centró la coleta con un ademán inevitablemente femenino, arrojó el sombrero sobre el sofá y me preguntó:
—¿Puedo encenderme un pitillo? Fumando también me verás las manos, ¿no? —Y a continuación se sentó cuidando de no arrugarse los faldones de la gabardina. Había pasado a tutearme, y eso me reafirmó en mi sospecha de que me había identificado.
—Yo te doy uno —le contesté, no quería que se llevara una mano al bolsillo. Le ofrecí un Karelias y saqué otro para mí. Los encendí sin cambiar de llama y los dos aspiramos el humo al mismo tiempo, durante un instante parecimos amigos, dando la primera calada en silencio. Los dos nos habíamos llevado un susto, el tabaco nos venía bien. Pero el susto no había terminado, y el suyo había de ser por fuerza mucho mayor que el mío, al fin y al cabo yo me lo daba tan sólo a mí mismo, al verme haciendo lo que estaba haciendo, y eso supone siempre un susto controlado y menor y al que puede uno poner fin. La conversación que siguió fue muy veloz.
—Bueno, qué coño te pasa —dijo Custardoy—. Tú eres Jaime, ¿verdad? —La utilización del taco denotaba aplomo y cierta falta de respeto, a menos que hablara normalmente así (tampoco tenía por qué guardármelo, le sobraban motivos para estar cabreado conmigo); fingidos o auténticos, pensé en todo caso que aún no le había metido suficiente miedo, cómo podía hacer. Me senté de lado en el brazo de un sillón, así quedaba no sólo de frente, sino a mayor altura que él.
—Quién te ha dicho que hables. Aún no te he dicho que hables. Sólo que fumes. Así que fuma y calla, joder. —Solté mi taco para no ser menos y balanceé un poco la Llama. Esperaba que él no estuviera familiarizado con el manejo de las armas de fuego, o notaría que el que no lo estaba era yo. No resulta fácil dar miedo si uno no está acostumbrado a darlo. Yo sabía que podía lograrlo (lo había hecho alguna vez), de la misma manera que me sabía o me suponía capaz de matar, o por lo menos no incapaz; pero para ambas cosas debía estar —quizá— fuera de mis casillas, en verdad soliviantado o furioso o poseído por una sostenida sed de venganza, y en aquel momento no me sentía así o no lo bastante, tal vez me había relajado al haber cumplido sin apenas contratiempos la primera fase de mi poco planeado plan, la de interceptar a Custardoy, subir hasta su piso y encerrarme allí con él. Me faltaba odio. Me faltaba conocimiento. Me sobraba tibieza. Me faltaba calor. Y, a diferencia de Tupra, también carecía de la suficiente frialdad.
—Bueno. Pues habla tú, ¿no? No dispongo de todo el puto día para memeces de trastornado. Qué me quieres con esa pistola. Dónde vas tú con eso, chaval. —Y amagó de nuevo una sonrisa con su dentadura luminosa y larga, que lo hacía casi simpático y restaba agresividad a su perfil. Seguía recordándome a alguien, ahora no tenía tiempo de recordar a quién.
Custardoy era valeroso o demasiado confiado. O trataba de no amilanarse pese al arma del trastornado apuntándole al pecho, o estaba convencido de que no haría uso de ella. Aquellas frases habían sido despreciativas, como si quisiera disminuirnos con ellas, a mí y al arma. Se había atrevido a llamarme ‘chaval’ (odio a la gente que dice ‘chaval’), intentaba aniñarme, que me sintiera un crío ridículo con mi anticuada pistola en la mano. Si se trataba de lo segundo, de un exceso de confianza, me pregunté qué fallaba para que se mostrara aún tan altivo: le había dado ya un golpe, ya le había hecho algo de daño, él tenía que haber registrado que si era capaz de eso lo sería de más. Llevaba camino de enfurecerme —o de tocarme los cojones, en aquel contexto—, si continuaba así. Me convenía que continuara así. O tal vez no, tal vez consiguiera que me viera finalmente grotesco y pueril, en aquella situación.
—Escúchame bien —le dije—. Vas a dejar de ver a Luisa Juárez, desde hoy mismo. Se acabó. No más golpes ni cortes ni ojos morados. Tú ya no la vuelves a tocar.
Pensé que negaría esto último y que me contestaría ‘No sé de qué me hablas’ o algo así. Pero no fue eso lo que me respondió, no fue a lo que dio más importancia:
—¿Ah sí? ¿Porque lo dices tú? Tiene hostias, oye. Tiene hostias la pretensión. —Fue irritante su manera de decir esto, como si no se dirigiera a mí, sino a un tercero invisible, a un imaginario testigo con el que se permitiera hacer burla—. Eso lo tendríamos que decidir ella y yo, ¿no te parece?
Sí, claro que me parecía. No tenía derecho a inmiscuirme y todo eso, ella era libre, ella era adulta, a lo mejor hasta estaba muy contenta con él, no me había pedido opinión ni protección, ni siquiera se había dignado informarme de su vida actual, de su vida que no me atañía; claro que estaba de acuerdo. Pero todo eso ya sobraba, había resuelto inmiscuirme y emplear la fuerza y el miedo, y entonces uno debe dejar de lado los argumentos y los principios, el respeto y las reservas morales y los escrúpulos, porque uno ha decidido hacer lo que quiere hacer e imponerlo, conseguir sus propósitos sin más ni más, y ahí, como en cualquier guerra iniciada, ya no debe intervenir ni contar la razón. Una vez cruzada la raya, da lo mismo tenerla o no, se trata tan sólo de salirse uno con la suya, de vencer y someter y prevalecer. Él le pegaba y debía cesar, eso era todo. ‘Just make sure he’s out of the picture’, me repetí. Yo tenía que salir de aquella casa con Custardoy suprimido, borrado como una mancha de sangre, eso era todo. Y me creció la determinación.
—Sí —le reconocí—, tendríais que decidirlo ella y tú. Pero no va a ser así. Lo vas a decidir tú. Tú la vas a abandonar hoy mismo. O a ella o el mundo, listo, tienes para elegir, tú sabrás lo que prefieres abandonar. Pero ya te darás cuenta de que a ella la abandonas de todas formas.
Por primera vez lo vi dudar, quizá hasta le vi temor. ‘Meterle un tiro’, pensé, ‘se ha dado cuenta de que no es difícil, de que basta con no ser lo que uno es durante dos segundos, o con sí ser lo que uno no es —uno no es un asesino y de repente ya lo ha sido y lo es para la eternidad—, de que a cualquiera con un arma en la mano le puede dar la ventolera de pronto, le puede dar por ahí si durante un solo instante deja de percibir la magnitud del gesto, de un solo gesto sencillo o más bien de dos, amartillar el arma y apretar el disparador, pueden ser casi simultáneos como en las películas del Oeste levantar el percutor y darle al gatillo, esto aquí y esto allá, lo uno y lo otro, arriba y atrás y ya está, a cualquiera se le va la mano y luego el dedo, la mano que mete una bala en el cañón o recámara con un movimiento y a continuación el índice hacia atrás, esta arma pesa y cuesta sostenerla, pero la mano y el dedo se van ellos solos como si en verdad no los moviera nadie, ninguna conciencia ni voluntad, acarician y se deslizan y resbalan casi, ni siquiera hay que hacer el esfuerzo que siempre exige una espada, hay que alzarla primero y después abatirla y ambos movimientos requieren toda la fuerza del brazo o incluso de los dos, y así no pueden manejarla los niños ni muchas mujeres ni los hombres enclenques, y en cambio la pistola está al alcance del ser más débil y del más temeroso y del más idiota y del de menos mérito —mucho más todavía que la deshonrosa ballesta, la pistola democratiza el matar—, y cualquiera puede causar un daño irreparable con ella, no hace falta más que dejarse ir. Y si ahora yo monto el arma, Custardoy se aterrará.’
Y nada más pensarlo la monté, pese a la advertencia de Miquelín. Pero fue sólo una prueba y un instante, fue para ver cómo sus ojos negros y raros despedían una chispa de pánico, nada más que una chispa, pero yo se la vi. Y acto seguido puse el pulgar ante el percutor y bajé éste, y saqué el proyectil que ya había pasado al cañón o recámara o como se diga y me lo guardé, desmonté la Llama. Pero él ya se había dado cuenta de cuán rápido se la montaba y de que entonces las balas ya podían salir —un gesto más, y otro, y otro— hacia su cabeza o su pecho, hacia un brazo o una pierna, hacia su coquilla que quedaría hecha hilazas como la de la Muerte del cuadro o hacia donde se me antojase apuntar. ‘Oh sí, qué extraña sensación’, pensé, ‘tener a un hombre a tu merced. Decidir que viva o muera, o ni siquiera es cuestión de decisión.’
Pero Custardoy aguantaba el tipo, o acaso es que quería tener razón, o, ya que no lo amparaba un arma, trataba de disuadirme o de amedrentarme o de hundirme, o de cavar mi tumba aún más hondo, con sus feas palabras y con su voz. Su voz no surgía nítida, sino que raspaba un poco, como si en su garganta hubiera unos diminutos pinchos semejantes a los del rodillo metálico de una caja de música, que son de hecho los que se enganchan con las varillas y determinan o marcan la melodía repetitiva y única. Lo que dijo salió arrastrándose, como si aquellas púas se lo hicieran lento de proferir. En todo caso mantenía las manos sobre la mesa. Se había acabado el cigarrillo pero no se olvidaba de obedecer mi orden anterior, eso era buena señal.
—Mira, Jaime. —Y me molestó indeciblemente que me llamara por mi nombre de pila, esto es, en la forma que empleaba Luisa y que sin duda le habría oído a ella (qué vergüenza me daba esa idea) al hablarle ella de mí—. Todo esto es una gran gilipollez, y de aquí a un rato, cuando hayas salido de aquí, tú serás el primero en verlo así. ¿Qué es lo que te molesta tanto? No será que me la tire de vez en cuando, a buenas horas. Tú harás lo mismo en Londres con quien te dé la gana, y a eso te tienes que acostumbrar, no me creo que no estés ya hecho a la idea, qué cojones, entre vosotros hubo lo que hubo y ya no lo hay. Pasa todos los días. Es que esto no me lo creo. —Se detuvo y se rió un poco, aún no veía del todo el peligro, mi peligro, con su risa que lo hacía casi agradable y más atractivo—. Es que de verdad, tiene gracia, es que esta escena es lo último que me podía esperar, la verdad. ¡Una escena de ópera, joder! —Esto volvió a decirlo como si le hablara a un tercero, a un fantasma presente en la habitación y no a mí, y eso me ponía negro. A lo mejor estaba ya relamiéndose al pensar en contárselo más tarde a un amigo (‘¿Sabes lo que me ha pasado hoy? Tiene cojones, no te lo vas a creer’), o quién sabía si a la propia Luisa (‘¿A que no sabes quién me ha visitado hoy, y además pistola en mano? Con vaya elemento te fuiste a casar, joder, no lo conoces, nada que ver con lo que me habías contado de él, está grillado de verdad’). Pero a Luisa no iba a volverla a ver, él no lo sabía, yo sí. Dudaba que fuera tan malhablado con ella; sin ella desde luego lo era, los tacos le salían naturales, a buen seguro mucho más que a mí, que no debía forzarlos cuando tocaban pero sí instalarme en su registro, para mí bien conocido como para casi todo el mundo, pero que no solía frecuentar.
—Tú sabes lo que me molesta. Tú sabes lo que no te consiento, cabrón. A partir de hoy, ya te lo he dicho, tú no la vuelves a tocar.
Todavía tuvo arrestos. Jugaba fuerte. Se arriesgaba a encender mi tibieza, me la debía de notar, y a que se me fueran la mano y el dedo. Quizá le valía la pena: quizá intentaba no sólo tener razón sino privarme a mí de ella, abrirme bien los ojos, quitarse de encima el estúpido e inesperado problema y seguir con su vida, hacerme así desistir.
—Ya. Qué. Los golpes —dijo, y cada palabra se arrastraba como la música en la caja de música, le salían todas lentamente y como enganchadas, raspadas, había algo de chulería madrileña antigua, quizá, también, en aquella manera suya de hablar. Luego añadió una trivialidad, que sin embargo me dolió cuando entendí lo que me estaba diciendo, tardé unos segundos porque me costó entenderlo o no quise, o lo tuve que encajar—. Mira, chaval —otra vez la palabra odiosa que me disminuía—, cada sexualidad es cada sexualidad, con unas personas sale entera y con otras no. ¿Contigo no pasó? Vale, qué quieres que te diga, chaval, no lo sabía. Conmigo ha podido pasar y a cada uno hay que darle lo que le gusta. ¿O no? Yo no le he hecho nada que ella no haya querido, ojo. ¿Nos entendemos? Vamos a ver si no me culpas de lo que no tengo culpa, vamos a ver si nos entendemos, joder.
Sí, tardé unos segundos. ‘Qué me está contando este tío’, pensé. ‘Me está contando que a Luisa le va que le casquen, me lo está contando a mí. No puede ser. Es mentira’, pensé, ‘la he conocido íntimamente durante años aunque ahora haga algún tiempo que no, y nunca le he visto el menor rasgo de eso, lo habría percibido aunque fuera mínimamente, algún indicio, un interrogante, un atisbo, este tío intenta escaquearse, intenta justificarse, librarse, ha comprendido por qué estoy aquí y que ese motivo sí es grave y lleva ya un rato preparando su explicación falaz, él sabe que lo que no voy a hacer es ir a preguntarle a Luisa y aprovecha para decirme que él sólo hace daño a quien se lo pide, algo así, pero Cristina me habló del espanto de las mujeres que se acostaban con él, de algunas, también de su silencio posterior o su ocultación de las prácticas, por qué callarán, si fuera una mala bestia lo contarían, se pondrían sobre aviso unas a otras, se prevendrían, por ejemplo esas putas con las que va, a veces hasta de dos en dos. Pero no, esto no puede ser y no es’, me lo sacudí. Qué malo es que le cuenten a uno, de todas formas, qué malo es que nos metan ideas en la cabeza, aunque sean insólitas y descabelladas y aunque no se sostengan y resulten inverosímiles (pero todo tiene su tiempo para ser creído), cualquier dato que registra la mente se queda en ella hasta que lo alcanza el olvido y el olvido siempre es tuerto, cualquier relato o información y también hasta la posibilidad más remota se graba, y por mucho que uno limpie y restriegue y borre, ese cerco es de los que no salen jamás; cómo se entiende que la gente deteste el conocimiento y niegue lo que está ante sus ojos y no quiera enterarse de nada y repudie saber, que evite la inoculación y el veneno y lo aparte nada más vislumbrarlo o sentir su proximidad, lo mejor es no exponerse, qué comprensible es que casi todos hagamos caso omiso de lo que vemos y adivinamos y anticipamos y olemos, y que arrojemos a la bolsa de las figuraciones lo que se nos aparece claro durante un instante, antes de que se nos pueda asentar en el ánimo y nos lo deje turbado para siempre jamás, y así nada tiene de particular que no estemos dispuestos a conocer ningún rostro, ni hoy ni mañana ni ayer. ‘Cuál es el mío ahora’, me pregunté. ‘Cuál es el de Luisa, que yo creía tener descifrado a todos los efectos y de arriba abajo, del pasado al futuro y del mañana al ayer, y viene este hijo de puta a hablarme de su sexualidad y a decirme que a él le pide caña en la cama, es de chiste, no debo creerle ni preguntarme siquiera al respecto, pero las personas cambian y sobre todo descubren cosas, los malditos descubrimientos que nos las quitan y se las llevan lejos, con la joven Pérez Nuix yo descubrí el placer de fingir que no se hace lo que se hace o de simular que no ocurre lo que está ocurriendo, no es lo mismo, creo yo, aquello fue algo político, un juego tácito, pero eso es lo que me diría este cabrón, que es todo un juego, un juego erótico, maldita sea la puta que lo parió, todo es posible pero no puede ser. El ojo morado de Luisa no era un juego, y una mierda era un juego, y sin embargo Custardoy ha dicho “Ya. Qué. Los golpes”, por qué ha utilizado el plural si yo sólo he podido ver uno, quién sabe si bajo su vestido tendrá más, en su cuerpo, en este viaje yo no he visto a Luisa desnuda ni la voy a ver, seguramente no la veré nunca más y este hijo de puta sí, a menos que yo se lo impida y lo saque del cuadro ahora mismo y para siempre, sin vuelta de hoja y sin más espera, don’t ever linger or delay, volver a montar el arma y apretar el disparador, es correr la mano sobre el cerrojo y mover un dedo, esto y esto, adelante y atrás y una bala en la frente y se acabó, llevo mis guantes, para siempre fuera del cuadro y se acabaron los golpes, se acabó la cama y las gracias y los donaires, está todo en mi mano y ni siquiera tengo por qué oírle ni hablarle más.’
Y sí, amartillé, monté el arma, y por primera vez pasé el índice del guardamonte al gatillo, acordándome de que era esa la advertencia de Miquelín y creyendo que cumplía el precepto, ‘Nunca el dedo sobre el gatillo hasta que estés bien seguro de que vas a disparar’. Y lo estuve, lo estuve, lo estuve durante unos segundos —uno, dos, tres, cuatro, cinco; y seis—, y después ya no. No sé lo que lo salvó aquella vez, no fue callar, o es que fueron varias las cosas —pensamientos, recuerdos, y un reconocimiento—, agolpadas todas en seis segundos o tal vez fueron siete, o acaso algunas me vinieron más tarde y así tuvieron más tiempo para ser pensadas o recordadas, ya de vuelta en el hotel. ‘Cuál es mi rostro ahora’, volví a pensar. ‘Se une al de tantos hombres y no tantas mujeres que han tenido la vida de otro en sus manos, y en seguida puede unirse al de los que se la quitaron. No al de Reresby, que al final no se la arrebató a De la Garza, y si ha acabado con otras no fue en mi presencia, lo mismo que Wheeler con sus brotes de cólera y de malaria y peste. Pero sí al del malagueño atravesado de Ronda que toreó y entró a matar a Marés, y al de la madrileña que se jactó en un tranvía de haber estampado a un niño contra una pared, y al de los milicianos que se cargaron en una cuneta a mi tío Alfonso cuando era muy joven, e incluso a los de Orlov y Bielov y Carlos Contreras, que torturaron y tal vez desollaron vivo a Andreu Nin en Alcalá; al del Vizconde de La Barthe, que mandó fusilar en las playas a Torrijos y a otros diecisiete según el cuadro, nada más desembarcar, pero en la realidad o en la historia le cupieron muchos más; al de los resistentes o estudiantes checos que cometieron el atentado contra el Protector nazi Heydrich con envenenadas balas de bottox, y al del jefe Spooner que lo planeó todo desde el Special Operations Executive inglés, el SOE; al de los ocupantes alemanes que arrasaron el pueblo de Lidice con su odio al lugar y mataron rápido o lento a ciento noventa y nueve varones y ciento ochenta y cuatro mujeres en represalia, el 10 de junio de 1942; al de los sicarios que ametrallaron a cuatro desgraciados en otra playa escondida, esta de Calabria, no lejos de Crotone, en el Golfo de Taranto, tres hombres y una mujer, y además esto lo he visto yo; y al del individuo que le chilló a otro en un garaje, tan cerca que le salpicaría saliva, y a continuación le disparó bajo el lóbulo de la oreja a quemarropa, como puedo hacer yo en este instante con Custardoy sin que nadie me grite “Don’t!” como le grité yo a Reresby y a lo mejor sirvió, le puedo poner el cañón ahí mismo y ya está, saltaron sangre y pequeños huesos; al de la mujer de verde con tacones y la falda subida y un jersey y un collar de perlas, que le machacó el cráneo a un hombre con un martillo y se le montó encima a horcajadas, sin medias, para golpearlo en la frente una y otra y otra vez; al del oficial o mercenario europeo que dirigió la matanza de veinte africanos que cayeron a cámara rápida como fichas de dominó; al de Manoia, también a ese, que le sacó los ojos a su prisionero como si fueran huesos de melocotón y después me dijo Tupra que lo degolló; y al de Ingram Frizer, el apuñalador del poeta Marlowe en una taberna de Deptford, aunque ese rostro suyo no se conozca ni tan siquiera con certeza su nombre, de tantos siglos atrás; y al del Rey Ricardo, claro está, que mandó asfixiar a los niños, a sus sobrinos en la Torre, y matar a tantos otros en su humor airado o no, incluido el pobre Clarence, ahogado por dos esbirros en una tinaja de nauseabundo vino mientras agitaba las piernas que se le quedaron fuera, en el aire que no volvió a respirar... Puede unirse y asimilarse mi rostro al de tantos hombres y no tantas mujeres que han sido dueños del tiempo y han sostenido en su mano el reloj —en forma de arma, en forma de orden—, y que decidieron pararlo de pronto sin esperar ni entretenerse, obligando así a otros a no desear más los deseos y a desprenderse aun del propio nombre. No me gusta esa unión. Pero también he de evitarle a Luisa todo peligro y todo sufrimiento y tormento, para que su fantasma no deba decirle un día a este sujeto lo que el espectro de la Reina Ana le reprochó a su marido la víspera de la batalla, ni deba lanzarle luego la maldición que yo no cumplo cuando estoy en disposición de cumplirla: “Tu mujer, esa desdichada Luisa, tu mujer, Esteban, que nunca durmió una hora tranquila contigo... Caiga yo ahora como plomo sobre tu alma, y siente la punzada del alfiler en tu pecho: desespera y muere”. Sí, más me vale matarlo cuando aún estoy a tiempo’, pensé, ‘quizá no tenga otra oportunidad en el futuro, quizá no haya otro modo de borrarlo para siempre del cuadro y este sea el único de asegurarnos.’ El plural me sorprendió a mí mismo. Y me dio fuerza o aliento descubrir que aún pensaba en nosotros como en ‘nosotros’.