Tenía razón. A Wheeler se le escapaban pocas cosas aunque su cabeza pudiera no ser la de siempre y atendiera menos al exterior y estuviera desarrollando una especie de locuaz ensimismamiento (suponía que cuando estaba solo un ensimismamiento a secas). Sí, a algo había ido yo a Oxford, a algo había ido yo aquel domingo desterrado del infinito hasta su casa junto al río Cherwell, cuyo rumor sosegado o lánguido se oía muy débil desde donde estábamos, pero se oía, recordaba lo que le había atribuido mi pensamiento cuando se adormeció por fin, ya muy tarde, la noche en que había conocido allí a Tupra en el transcurso de una cena fría: ‘Yo soy el río, soy el río y por tanto un hilo de continuidad entre vivos y muertos al igual que los cuentos que nos hablan de noche, me asemejo a los tiempos y también a los hechos, soy el río. Pero el río es el río. Y nada más’. Había ido a contarle a Wheeler lo que me había pasado o más bien lo que había hecho —en realidad no me había pasado nada: eran otros quienes de verdad habían salido perdiendo—, y a preguntarle si él podía haber previsto algo así cuando me introdujo en el grupo al que había pertenecido. Es decir, hasta qué punto sabía dónde me estaba metiendo con sus oficios de intermediario y a qué riesgos me sometía. Él debía de estar al tanto de las consecuencias que podían tener los informes y del uso que se les daba a veces, un uso inmediato y práctico, en mi caso criminal y despiadado. Si en tiempos de relativa paz el resultado de uno de ellos era un homicidio y una detención de escándalo, la muerte de una persona inocente y la ruina de otra inducida a ser culpable, probablemente durante la Guerra, cuando el grupo se había creado y no habría mucho margen para comprobaciones y habría que tomar decisiones raudas, la interpretación de personas o la traducción de vidas o la anticipación de historias habría provocado la eliminación de gente y desastres y calamidades. Aunque además hubiera contribuido a evitarlas, de eso no me cabía duda. Tal vez Wheeler se hubiera visto entonces en alguna situación parecida a la mía de ahora, y él no era un desaprensivo, así hubiera esparcido en su día brotes de cólera, y de malaria, y peste, ese no era el que yo conocía. Tal vez no hubiera muerto uno solo, sino muchos, por causa de sus palabras, y acaso quienes no debían. Pero, de haberle sucedido eso, siempre habría tenido el consuelo, la justificación, el pretexto de estar en guerra. Yo no los tenía.

—Sí, he venido hoy por algo, Peter —le reconocí. Y lo puse en antecedentes y le expliqué lo ocurrido, como había hecho con Pérez Nuix la noche antes.

Wheeler me oyó en silencio, sin interrumpirme en ningún instante, ahora con el bastón en posición vertical, apoyado en el suelo, y una palma en la mejilla en ademán de escucha. Le conté de la primera cena con Dearlove y le conté de Edimburgo, así además descansaba su lengua cansada. Le hablé de mis sospechas —no, eran certezas— respecto al crimen sobre el que tanto especulaba la prensa aquellos días, lo imaginaba enterado.

—Sí, lo he leído en los periódicos. —Y rozó los que tenía a mano con la punta de los dedos, como si temiera mancharse—. Los despreciables dominicales vienen hoy llenos de eso, y Mrs Berry, que ve la televisión más que yo, también me lo ha comentado horrorizada y escandalizada. Y muy decepcionada: a ella le gusta la música de ese Dearlove, por lo visto. Tiene aficiones que desconozco. —Hizo una pausa y añadió, como si emitiera un dictamen—: Nunca se me habría ocurrido que vosotros tuvierais que ver en ello. Sorprendente que ese grupo aún me sorprenda. Aunque las cosas habrán cambiado más de lo que yo puedo figurarme, claro. —Pensó un poco más, luego dijo—: No sé, Jacobo. No sé en qué anda Tupra, me llama poco y me cuenta menos. Cuanto más viejo se hace uno más os vais alejando todos, no os lo reprocho. —Pero sí había reproche, también hacia mí, en esa frase—. Desde luego es el estilo de Tupra cuando no actúa por impulso y se toma su tiempo; en la medida en que lo conozco, no demasiado: Toby lo conocía más a fondo. O bueno, al que fue su discípulo, al que era antes. Se me hace difícil imaginar qué peligro podía representar ese cantante, para tenderle una trampa y quitarlo así de en medio. Pero nada es descartable, poco a poco se aprende a no descartar la peligrosidad de nadie. La encierra todo el mundo en principio, así hemos de verlo quienes nos dedicamos a esto. Y esto es proteger a los demás, no lo olvides, se trata de eso. Y de protegernos, porque si no nos resguardamos no protegeremos a nadie. Parece que tú no te equivocaste, en todo caso, si se han cumplido tan al pie de la letra tus vaticinios. Ese individuo era un peligro real, un desaforado, es evidente. Un homicida. No deberías atormentarte demasiado por eso.

—Sigue sin importarle que fume, ¿verdad? —Negó con la cabeza, le ofrecí de mi paquete, volvió a negar, me encendí un Karelias—. Me temo que se hayan cumplido tan sólo porque yo los hice, Peter —dije—. No es tan fácil. La cosa no ha pasado sin más, naturalmente, espontáneamente. Ha habido cálculo y artificio por medio, ha habido una maquinación, un montaje, una mano enterada a la que yo le había hecho la sugerencia, como si fuera un Iago. Sin mis pronósticos nada habría sucedido, seguramente, y Dearlove no sería un homicida. Y ha muerto un chico que no tendría arte ni parte. Tal vez ni siquiera llegara a cobrar el encargo. Dudo que Tupra le adelantara el pago. Yo no sé cómo voy a vivir con eso. —Wheeler guardó silencio. Se me quedó mirando con la mano en la barbilla, con atención y cavilación, un poco como si yo le resultara nuevo, o como si se planteara qué hacer conmigo ante una situación sin arreglo, más que imprevista. Ni siquiera dijo ‘Hmm’, permaneció callado mirándome—. Cuando me metió en esto —le pregunté entonces—, ¿usted sabía que algo así podía ocurrir? ¿Que lo que usted llamó mi don o mi capacidad pudiera servir para esto, para que una persona muriera y otra fuese a parar a la cárcel? ¿Para que se tomaran medidas tan drásticas, para cambiar tanto las vidas, hasta para acabar con una? Yo no creo que pueda seguir en este trabajo. Prefiero que lo sepa antes que nadie, antes que Tupra. Al fin y al cabo, fue usted quien me llevó hasta él, y quien me habló del grupo.

Entonces me di cuenta de que había vuelto a atrancarse, de que no le salía la voz, o eran las palabras, de que lo había asaltado de nuevo su momentánea afasia, según él no fisiológica, sino como si la voluntad se le retirase: era la tercera vez que yo asistía a eso, luego no podía ser tan infrecuente como me había dicho. Al igual que en las dos ocasiones anteriores, no le había sucedido a mitad de una frase que yo pudiera ayudarle a concluir con conjeturas, como se hace con los tartamudos, sino desde un arranque. Pero además ahora no señalaba nada que me sirviera para orientarme (un cojín en la primera, el cartoon original de Eric Fraser en la segunda, volado por el helicóptero). Con una mano se limitó a hacerme un gesto de que tuviera paciencia, de que esperase, como si él supiera que iba a pasársele pronto y que lo mejor era que lo dejara tranquilo, que no añadiera más preguntas a las que le había hecho, que no lo apremiase. Tenía los labios otra vez apretados, como si se le hubieran pegado y le costara abrirlos. El semblante no le había cambiado, sin embargo, seguía siendo de atención y cavilación, como si se preparara para decirme lo que fuera a decirme en cuanto pudiese, cuando recuperase el habla o liberase el vocablo que se le había atorado. Eso sucedió por fin al cabo de unos dos minutos. No hizo ninguna referencia a su dificultad, me contestó como si ese lapso mudo no hubiera existido:

—El problema no es el grupo, Jacobo —dijo—. Tú verás, pero no por dejarlo estarás más a salvo de que vuelva a ocurrirte lo que sientes que te ha ocurrido. En realidad no te ha ocurrido. Simplemente ha ocurrido, y esa clase de cosas pueden darse en cualquier parte. Nadie puede controlar la utilización que se hace de sus ideas y de sus palabras, ni prever enteramente sus consecuencias últimas. En general en la vida. En ningún caso. No tiene sentido que me preguntes si yo sabía o no sabía: nadie sabe nunca lo que desata, en ninguna circunstancia, y todo puede servir para cualquier cosa, para esta y para su contraria. No había aquí más peligro de que desencadenaras desgracias del que habría habido si no te hubieras movido de tu casa, de Madrid, del lado de Luisa. —Me acordé de Custardoy un instante, de mi mano con pistola y de su mano deshecha. Wheeler, con su voz ya recobrada, seguía mirándome fijamente, como si me analizara. No pude evitar sentirme observado o más aún: espiado, descifrado, desentrañado. A continuación añadió, como si tras el examen se atreviera con un diagnóstico—: Sí podrás vivir con eso, descuida. A diferencia de Valerie, tú sí podrás vivir con lo tuyo, te lo aseguro, o con lo que has hecho tuyo. Por extraño que resulte, en algunos aspectos te conozco a ti mejor que a ella. A ti te hemos estudiado, a ella no llegamos a tiempo.

No supe por qué preguntarle antes, si por mi estudio o por Valerie, su mujer a la que ya había mencionado otra vez, aquel domingo le rondaba la lengua. Pensé que si mostraba demasiada curiosidad por su suerte, él podría retraerse y contestarme de nuevo: ‘Eso... Déjame que te lo cuente otro día, si te parece. Si no tienes inconveniente’. Era posible que ya no hubiera otro día. Más valía que aquel relato llegara solo, si llegaba.

—A mí me han estudiado —repetí—. He visto un informe sobre mí en un viejo fichero de la oficina. ¿Quién lo escribió? ¿Fue usted mismo?

—Oh no, no fui yo, yo no he escrito nunca informes, los he dado de viva voz solamente, ya sabes, limitándome a lo esencial, por encima; lo otro, qué burocrático, qué aburrimiento. No, debió de ser Toby, durante la época en que enseñaste en Oxford. Él fue quien te descubrió, si me permites la expresión. El primero que habló de ti, a mí y me imagino que a otros. El que descubrió tus buenas dotes, creo que ya te lo dije, hace ¿qué, quince años? ¿Veinte? No, no serán tantos.

No me pareció muy verosímil. Podía ser, pero en ese caso, ¿quiénes eran el ‘tú’ y el ‘ella’ a que aquel informe aludía? ‘... Casi da miedo imaginar lo que sabe, cuánto ve y cuánto sabe’, decía. ‘De mí, de ti, de ella. Sabe más de nosotros que nosotros mismos. Quiero decir de nuestros caracteres. O todavía más, de nuestros moldes. Con un saber que nos es ajeno...’ Tal vez ‘tú’ era Cromer-Blake, mi otro amigo oxoniense de aquella etapa y que también lo era mucho de Rylands; y entonces ‘ella’ tenía que ser Clare Bayes, mi antigua amante de juventud a la que no había vuelto a ver nunca. Pero eso significaría que Cromer-Blake había pertenecido también al grupo, y no le pegaba nada; aunque quién sabía, en Oxford disimula tanto todo el mundo... En aquello no creí a Wheeler. Supuse que no quería decírmelo, quién había hablado de mí por escrito, y era fácil atribuírselo a un muerto. O confesarme que había sido él, seguramente. El pudor lo acechaba siempre, hasta cuando lo perdía un poco, como aquel domingo.

—¿Qué pasó con su mujer, qué pasó con Valerie? —Y de nuevo tuve una sensación de abuso en los labios, de profanación al pronunciar su nombre.

Ahora se llevó la mano a la frente, la que había tenido en la mejilla y en el mentón previamente, con la otra sostenía el bastón, lo empuñaba más bien con fuerza. Entornó los ojos como hacemos los miopes para ver mejor a distancia, y ya no los dirigió hacia mí, sino más allá, hacia algún punto del jardín o del río, por los ventanales.

—No calculamos bien, o ni siquiera se me ocurrió hacer el cálculo. De haberse creado el grupo antes, de haber tenido la idea quien quiera que la tuviera unos meses antes (Vivian, Menzies, Cowgill o Crossman, o puede que fuera el propio Delmer, o hasta el mismísimo Churchill), quizá no se le habría permitido ir tan lejos. Yo no la habría dejado al menos, supongo. Ellos sí: no se paraban en barras. —Y esto lo dijo en español, pararse en barras—. Pero yo no estuve aquí mucho durante la Guerra, con mis ‘encargos especiales’; venía sólo de vez en cuando y brevemente, así que a lo mejor no habría podido impedirlo de todas formas. —Se detuvo. Debió de pensar que ya había empezado. Que aun así podía pararse. Creo que decidió no plantearse el dilema, y sencillamente siguió adelante—. Valerie, como casi todo el mundo entonces, quería colaborar, ayudar en lo que fuera. Hablaba muy bien el alemán, como te he dicho, porque había pasado muchos veranos de su infancia y adolescencia con una familia austriaca que tenía vieja amistad con sus padres, y la hija pequeña de aquel matrimonio era de su edad más o menos; luego había otras tres mayores, la primogénita le llevaba unos diez años. Ella iba a Melk en verano, a orillas del Danubio, en la Baja Austria, donde está la famosa abadía benedictina, ya sabes, el monasterio barroco... —Vio que yo no reaccionaba, así que agregó, como en un paréntesis—: (da lo mismo, no lo conoces)... y la chica de su edad pasaba la Navidad con ella en Inglaterra. Al estallar la Guerra, Valerie pensó en ofrecerse como infiltrada, en ser destinada a Alemania. Pero sabía que no era muy valerosa, que habría flaqueado fácilmente y habría sido descubierta en seguida. Tenía muy buena voluntad y era inteligente, pero le faltaba carácter para una actividad así. Le faltaban aplomo y capacidad de fingimiento, sin duda capacidad de engaño. Nunca habría sido una buena espía. En contra de lo que se cree a veces, la mayoría de la gente no sabe, no puede hacer eso. Además era muy joven, diecinueve años cuando empezó la Guerra, yo le llevaba siete y ahora ya le llevo tantos, no debería seguir aumentándolos. —Se miró la mano con resignación como si lo constatara en ella, venosa, arrugada, con manchas—. Se dedicó a labores de traducción e interpretación para el Foreign Office, hasta que en agosto de 1941 toda la propaganda, la blanca y la negra, pasó a ser competencia del PWE y éste reclutó todo el personal que pudo con conocimientos altos de alemán. El Political Warfare Executive —me explicó por fin, y yo traduje al instante para mis adentros, aproximativamente: ‘El Ejecutivo de la Guerra Política’, pensé; ‘o el Ejecutivo Político de la Guerra; o quizá sería más adecuado “del Guerrear”’—. Me pareció bien para ella. Lo bastante seguro. Yo no quería que corriera riesgos, quiero decir excesivos, que estuviera muy expuesta, porque obviamente todo el mundo los corría, en el frente como en la retaguardia, tú sabes eso. El PWE fue un departamento secreto y temporal, duró sólo lo que duró la Guerra y empezó a desmantelarse nada más firmarse la rendición incondicional alemana, el 7 de mayo del 45. Ni siquiera su nombre o sus siglas fueron del dominio público hasta mucho después. Mucha de la gente que trabajaba en él ignoraba, de hecho, que trabajaba en él, y creía prestar servicio en el PID del Foreign Office, el Political Intelligence Department, en principio una pequeña sección no secreta del Ministerio. Los que se ocupaban de la propaganda blanca (las emisiones de la BBC para Alemania y la Europa ocupada, por ejemplo, o los panfletos que arrojaba la RAF en sus incursiones, con pie de imprenta del Gobierno de Su Majestad y todo) solían desconocer absolutamente que también existía la propaganda negra, incluso la gris, y que la llevaban a cabo compañeros suyos, en divisiones aparte y en el mayor secreto. La enorme ventaja de la negra era que nunca se admitía su origen británico, y por supuesto se negaba nuestra autoría cuando hacía falta. Y que como consecuencia de ello, claro está, se operaba con las manos libres, sin apenas límites. Ten en cuenta que oficialmente nosotros no hacíamos ciertas cosas, aunque las hiciéramos bajo cuerda. Nunca las reconocimos, entre otros motivos porque muy pocos sabían que en realidad sí se hacían. Cuando Richard Crossman habló del PWE en los años setenta, en un artículo de prensa relacionado con el caso Watergate que entonces trajo cola (recuerdo que intervinieron Lord Ritchie-Calder y otros), admitió que aquí hubo durante la Guerra lo que él llamó ‘un Gobierno interno’, con unas normas y códigos completamente distintos de los del Gobierno público y visible, y añadió que eso era un aparato necesario en la guerra total. Crossman fue uno de los hombres importantes del PWE, aunque no tanto como Sefton Delmer, que era un genio y quien creó un nuevo concepto de la guerra psicológica meramente destructiva. Crossman había llegado a ser Ministro del Gabinete con Harold Wilson, en los años sesenta, así que su voz era respetada y no se lo podía contradecir así como así...

Wheeler se paró. Pensé que se habría cansado de nuevo o que tendría la boca seca de tanto hablar. Era increíble lo fluida que conservaba la palabra cuando no se atascaba, aunque fuera con aquella locuacidad ensimismada en la que posiblemente había vuelto a caer. Me pregunté cuándo regresaríamos a la joven Valerie, ya siempre joven y cada día más pequeña que él. Le pregunté si le apetecía beber, me dijo que agua y que me sirviera yo lo que quisiera, que se lo pidiera todo a la señora Berry, se disculpó por no haberme ofrecido nada hasta entonces. Le contesté que iría a la cocina yo mismo, prefería no molestarla. Le traje su agua y, tras abrir una cerveza fría para mí, aproveché para satisfacer una curiosidad menor:

—¿A la propaganda negra se la llamó también ‘el juego negro’? ¿Son lo mismo? Antes utilizó usted esa expresión.

—Sí —respondió—. Bueno, no sólo a la propaganda. A todas las operaciones negras. No sé si fue también Crossman o Delmer quien la inventó, esa expresión. Según ellos, los americanos, que nos copiaron en parte la subversión y desde entonces les ha encantado aplicarla (con cierta patosidad, eso sí), no aprendieron nunca a ejercerla como nosotros, como un juego dentro de la gravedad. Ni, lo que es peor, a renunciar a ella en tiempos de paz. Hubo un libro de hace veinte o veinticinco años que se titulaba así, The Black Game. Yo lo leí, de un tal Howe.

—¿Sabe si se la llamó también ‘el juego húmedo’? —‘The wet game’, fue lo que dije, ahora estaba casi seguro de que era ‘wet gamblers’ lo que había salido de los labios de Pérez Nuix la noche de su visita sin avisar.

—Lo he oído menos, pero puede que sí. Tal vez porque las operaciones negras a menudo traían derramamiento de sangre. Las blancas, en cambio, rara vez; eran secas. ¿Pero dónde estábamos? —añadió con un poco de irritación—. ¿Por qué te estoy contando esto? Ay Dios, se me ha vuelto a olvidar. —En inglés dijo ‘Oh dear me’, que no tiene equivalente exacto en español, pero en realidad a Dios no lo mencionó. Quizá su memoria ya no abarcaba tanto, desde el principio de una historia hasta su final. Quizá sólo en eso se le notaba su decadencia reciente. Perdía de vista el hilo inicial, aunque también lo recuperaba con un leve empujón.

—Me hablaba usted de su mujer —se lo di, lo ayudé—. De lo que hizo durante la Guerra.

—Ah sí, iba a contarte la muerte de Valerie, ya que la quieres saber, no es la primera vez que me preguntas —contestó—. Pero es importante que sepas lo que era el PWE y cómo funcionaba. Dónde se metió ella, y a lo que se acostumbró. En un sentido, Sefton Delmer fue lo más parecido que hubo a ‘Bomber’ Harris, aunque él no tenía aviones ni tropas a su mando, sólo expertos en el engaño y la falsificación. —Y al ver que el nombre de Harris me sonaba nada más, añadió—: Arthur Harris, el Mariscal del Aire, fue el que ordenó cocer a cincuenta mil hamburgueses y a ciento cincuenta mil dresdeneses hacia el final de la Guerra bajo la cínica pretensión de estar atacando objetivos militares, y también arrasó Colonia y Francfort, Düsseldorf y Mannheim, era un hombre implacable con demasiado poder, casi un psicópata al que le valía todo para aplastar al enemigo y ganar. —Entonces me acordé de que me lo había nombrado otra vez: ‘Leí hace unos meses en un libro de Knightley’, me había dicho, ‘que el Jefe de Bombarderos, Sir Arthur Harris, tildaba de aficionados, ignorantes, irresponsables y mendaces a los miembros del SOE’, los encargados del asesinato de Heydrich con balas untadas de toxina botulínica y de tantas otras operaciones de sabotaje, destrucción y terror—. Según Crossman, a ambos, a Harris y a Delmer, y posiblemente fueron los únicos, se les permitió, en sus respectivos campos, librar la guerra total: la guerra total con la que habían amenazado Göring y Goebbels pero que de hecho nunca llevaron a cabo. A Delmer, en concreto, se lo dejó superar a los propios nazis (es decir, caer más bajo) en mentiras, calumnias, manipulación e invención de noticias y engaño de la población enemiga. La propaganda negra, como los bombardeos estratégicos, era nihilista en sus fines y únicamente destructiva en sus efectos, como también reconoció el propio Crossman. Eso sí, resultó un arma enormemente eficaz y por eso la utiliza ahora todo el mundo, hoy en día sin la menor aprensión. Sefton Delmer era un genio, nadie discute eso. Había nacido en Berlín de padre australiano —‘Otro inglés postizo más’, pensé, ‘cuántos hay’—, había estudiado allí y luego aquí en Oxford; antes de la Guerra, como corresponsal de The Daily Express en Berlín, había conocido a Ernst Röhm, y a través de él a Hitler, a Göring, a Goebbels, a Himmler. Entendía perfectamente el carácter y la psicología alemanes, hasta el punto de que todos esos antecedentes lo hicieron sospechoso a ojos británicos al estallar la Guerra, y no se le permitió ocupar ningún puesto de responsabilidad hasta que los servicios de seguridad lo hubieron observado y hubieron dado su visto bueno, imagínate. A las personas que trabajaban con él les exigía absolutos secreto, disciplina y determinación, o, en otras palabras, absoluta falta de escrúpulos. Poco a poco fue incorporando a su equipo a alemanes: antiguos brigadistas internacionales, emigrados, refugiados, luego algunos prisioneros de guerra dispuestos a colaborar, un desertor de importancia escapado a Londres tras el atentado fallido contra Hitler en julio de 1944, y hasta un ex-miembro de las SS. A todos les decía en cuanto llegaban a Woburn, donde estaba el departamento: ‘Libramos contra Hitler una especie de guerra de ingenios total. Todo vale, siempre que sirva para acelerar el fin de la Guerra y la derrota completa del Reich. Si tenéis el más mínimo escrúpulo respecto a lo que aquí se os puede exigir que hagáis contra vuestros compatriotas, debéis decirlo ahora. Yo lo entenderé. En ese caso, sin embargo, no nos serviréis y sin duda se os encontrará otra tarea. Pero si queréis uniros a mí, debo advertiros que en mi unidad estamos dispuestos a todas las jugadas sucias que podamos concebir. No hay ningún conducto obstruido de antemano. Cuanto más sucias mejor. Mentiras, escuchas, desfalcos, traición, falsificaciones, difamación, encizañamiento, falsos testimonios y acusaciones, tergiversación, cualquier cosa. Hasta el puro asesinato, no lo olvidéis’. —‘Sheer murder’, fue la expresión que empleó—. Valerie se lo oyó más de una vez. Llegó a estar cerca de él.

Wheeler se quedó pensativo, quizá recordando a Valerie cerca de Sefton Delmer. Ahora se llevó la mano a los labios y se los acarició suavemente. Luego volvió a pasarse el pulgar por la cicatriz del mentón, era raro que nunca le hubiera visto ese gesto hasta aquel día. Me pregunté si me estaría invitando a inquirirle también por ella. Pero mientras él no la mencionara yo me abstendría.

—¿Y cuáles eran esas jugadas sucias? ¿En qué consistía exactamente el juego negro? —le pregunté.

—Bueno, la mayoría de sus actividades las conocimos mucho después de terminar la Guerra. Desde luego falsificaban de todo. Ese servicio fue extraordinario, una de las cosas en las que sobresalimos: emisoras de radio, documentos de cualquier clase, incluidas órdenes de gerifaltes del Reich como el General Von Falkenhorst que estaba al mando de las tropas en Noruega; permisos de soldados, pases para acceder a instalaciones y lugares vitales, circulares, pasquines, sellos, timbres, sobres y papel de carta, hasta paquetes de cigarrillos, recuerdo haber visto unos que se llamaban Efka-‘Pyramiden’, se trataba siempre de que todo pasara por genuinamente alemán, o al menos, cuando eso no era posible, por fabricado en Alemania o en Austria, eso les creaba la desazón de que teníamos allí más infiltrados de los que de verdad teníamos, de que contábamos con mucha gente escondida en su territorio, provista de infraestructura y medios y con gran capacidad operativa, lo cual no sólo los inquietaba, sino que los hacía dedicar esfuerzos a perseguir y cazar fantasmas. Con la radio llegábamos a todas partes, hasta a los submarinos, cuyas tripulaciones tenían la desmoralizadora sensación de estar vigiladas por nosotros y de no poder ocultar sus posiciones. Pero lo principal era enemistar a los alemanes entre sí y causarles perjuicio, tanto a nivel colectivo como individual, crear desconfianza entre ellos y hacerlos temerse unos a otros. Y por supuesto, cuando era factible, eliminar o hacer caer en desgracia a altos cargos civiles o militares. La sección negra del PWE imprimió carteles de ‘Se busca’ contra oficiales de las SS a los que se acusaba de ser traidores, desertores, farsantes o criminales perseguidos por las autoridades: se incitaba a que se les disparara nada más avistarlos y se ofrecían recompensas de diez mil marcos o más, y en ellos se aseguraba que hasta las Cruces de Hierro de primera clase que podían exhibir eran meras falsificaciones. Todo estaba muy calculado. Hubo unos, apoyados por una campaña radiofónica, contra el Reichkommissar Ley, un peso pesado del Partido Nazi de vida algo disoluta, en los que se lo acusaba de acaparar cupones de racionamiento, y el Doctor Ley se vio obligado a desmentirlo con indignación: ‘¡Yo soy un consumidor normal!’, bramó por la radio. —Y Wheeler no pudo evitar reírse un poco, al rememorar aquello que tal vez le había contado la propia Valerie entre risas, infringiendo así la Official Secrets Act a la que estaría sujeta—. Se emitieron unos sellos con la imagen del ambicioso Himmler en lugar de la habitual de Hitler, con la intención de enfrentarlos, de que éste diera más crédito a los insistentes rumores de que aquél se proponía suplantarlo como Führer, y poner así al Ministro en la picota. Pero hubo cosas aún más serias, y más húmedas. Una práctica frecuente de Delmer era la de hacer enviar cartas falsas a los familiares de los soldados alemanes que morían de sus heridas en los hospitales militares de Italia. Se interceptaban los cablegramas no cifrados que los directores de éstos mandaban a las autoridades del Partido en Alemania, con todos los datos del caído y las señas de sus parientes. Las cartas forjadas por el equipo de Delmer, en perfecto alemán y con membrete de cada hospital, estaban supuestamente escritas por un camarada o una enfermera conmovidos que habrían permanecido junto al difunto hasta el último instante, y lo que solían contar, horrorizados, era que el soldado había sido en realidad asesinado mediante inyección letal por orden de sus superiores, cuando a éstos se les informaba de que ya no volvería a ser útil para el combate. Los médicos nazis necesitaban su cama para recuperar a los que sí podrían regresar pronto al frente, y así se quitaban a los malheridos de en medio sin compasión ni agradecimiento, cruel y expeditivamente, como a desechos. No es que a Delmer y a su unidad se les escapara que la verdadera crueldad era la suya, extrema, al hacer creer semejante falacia (verosímil, por otra parte) a una desolada viuda, a unos padres ancianos o a unos hijos huérfanos. Pero si eso servía para crear descontento y rencor entre la población, rebajar la moral de los combatientes, desunir a la tropa y propiciar deserciones, estaba por encima de cualquier otra consideración. No olvides, Jacobo, que aquella se vivió como una guerra de supervivencia. Y lo fue, lo era. Y que en ellas los límites de lo que puede hacerse se van ampliando constantemente, casi sin darse uno cuenta. Los tiempos de paz juzgan luego severamente los tiempos de guerra, y yo no sé hasta qué punto pueden. Son dos tiempos que se excluyen, cada uno es inconcebible en el otro, y eso tiende a no tenerse en cuenta. Pero aun así hay cosas que sí parecen condenables incluso mientras suceden o se están haciendo en el tiempo más permisivo, y ya ves, en realidad todas estas... vilezas, sí, supongo... se ocultaban también en su día, cuando se libraba la Guerra sin conocerse su desenlace. La unidad de Sefton Delmer no existía oficialmente, y la consigna de todos sus integrantes era negarla (negarse a sí mismos por tanto) ante todo el mundo, incluidas otras organizaciones casi igual de secretas (pero no tanto), como el SOE, o como nosotros más tarde, silenciosos y silenciados por motivos de otra índole, por sigilo y discreción más que nada. Y fíjate en que al terminar la Guerra no sólo se disolvió el PWE en seguida, sino que las instrucciones a sus miembros negros fueron de este tenor, más o menos: ‘Durante años nos hemos abstenido de hablar de nuestro trabajo con toda persona ajena a nuestra unidad, así que poco se sabe de nosotros y de nuestras técnicas. La gente puede tener sus sospechas, pero no sabe a ciencia cierta. Queremos que sigáis igual, que así se mantenga. Que nada ni nadie os lleve a jactaros de las tareas que hemos llevado a cabo, de los trucos y trampas que hemos tendido al enemigo. Si empezamos a presumir de nuestras ingeniosidades, quién sabe en qué pararía eso. Así que punto en boca’. —‘So mum’s the word’, fue lo que dijo aquí Wheeler, y me sonó haber visto la expresión en alguno de los carteles de la careless talk—. ‘La propaganda ha de ser algo de lo que justamente no se hable.’ Era por prudencia sin duda —continuó Wheeler—, pero también, yo creo, porque la labor no era para que se sintieran del todo orgullosos, y en el tramo final de la Guerra menos que en ningún otro. Valerie no se lo sintió, a fe mía... —Y esto lo dijo en su español libresco, ‘a fe mía’—. Cuando los civiles alemanes estaban más desesperados y confundidos, se les añadió confusión y desesperación a través de nuestras emisoras impostoras de radio. Advertimos, por ejemplo, de que por todo el país circulaba una ingente cantidad de marcos falsos, lo cual hizo que ya no se fiaran ni de su propia moneda ni del prójimo que se la daba. Pero lo peor fue tras los brutales bombardeos de Harris y los americanos, y también cuando las tropas ya invadían Alemania, las nuestras por el oeste y las rusas por el este. Durante las incursiones aéreas, las emisoras alemanas dejaban de transmitir para no servir de faro a los aviones de la RAF y la USAF. Pero en cuestión de segundos, no me preguntes cómo, Delmer y los suyos lograban ocupar sus frecuencias, aparentaban reanudar las transmisiones normales en su alemán sin mácula, y lanzaban mensajes desconcertantes, desorientadores, contraproducentes o contradictorios, para causar el mayor estrago posible y sembrar el caos. Inicialmente se había aconsejado a los supervivientes de las ciudades arrasadas (Hamburgo, Bremen, Colonia, Dresde, Leipzig y tantas otras) que no se movieran, que no abandonaran sus respectivos lugares y que aguardaran en ellos la llegada de auxilio. Delmer, parece que a instancias del propio Churchill, les ordenó lo contrario, haciendo pasar su comunicado por uno oficial del Reich, obviamente. Su equipo le dijo a la gente que en el centro y en el sur de Alemania se habían establecido siete zonas ‘libres de bombas’, a las que los refugiados podían dirigirse y en las que estarían a salvo de más ataques aéreos enemigos. Se les aseguró que representantes neutrales de la Cruz Roja en Berlín habían informado a las autoridades del Reich de que el mismísimo Eisenhower iba a declarar seguras estas siete áreas, y que los bancos ya estaban trasladando allí sus valores. Por supuesto todo era falso, pero surtió un tremendo efecto. Las carreteras se vieron inundadas de familias enteras que huían hacia aquellas zonas imaginarias, con sus niños andrajosos, sus heridos y sus pocos enseres metidos en carretas, en autobuses desvencijados que se quedaban sin gasolina, incluso en coches fúnebres, en lo que encontraron para salir de sus infiernos. El caos fue total. Tal cantidad de gente apiñada en las carreteras bloqueó no pocas, y dificultó toda la labor defensiva del Ejército de Tierra, que no sabía cómo evitarla, dónde meterla ni cómo apartarla. Qué hacer con ella. Y es de suponer que muchos de aquellos desplazados despavoridos que se lanzaron en masa a la búsqueda de las fantasmales zonas seguras, y que acaso habrían sobrevivido de haberse quedado quietos entre las ruinas de sus ciudades, cayeron bajo nuevas bombas, porque no había zonas seguras en ningún lugar de Alemania, o sólo en los ya destruidos.