Sí, eso tendríamos casi seguro en común, Tupra y yo, o Ure o Reresby o Dundas, o quién sabía cuántos más nombres que habría empleado en otros países y que quizá ya nunca usaba en esta época suya más sedentaria, bastante asentado en Londres, era posible que se aburriese allí un poco, aunque viajase de vez en cuando en desplazamientos breves, o tal vez no y estaba ya muy cansado de sus correrías antiguas, y de sus brotes de cólera esparcidos, y de malaria, y peste, y de sus incendios en tierras lejanas. Su casa no era la de un hombre provisional ni apresurado, la de quien sale y entra y echa un vistazo y se va y vuelve y fuma un pitillo y nunca dura en ningún sitio. Posiblemente era un común muy escaso, sin embargo, el que tendríamos: yo me había acostado con Pérez Nuix de aquella manera demasiado tácita y clandestina, no sólo respecto a los demás, sino a nosotros mismos. Él, en cambio (nada más era sospecha, pero muy fuerte), la habría frecuentado íntimamente durante un periodo tal vez dilatado o por lo menos no desdeñable, acaso cuando ella le fue novedad y quien más lo estimulaba y lo divertía y le suponía un elemento de pequeña fiesta cotidiana, o grande. En todo caso se habrían visto las caras mientras se acostaban, habrían hablado después, se habrían contado algo de sus vidas y de sus opiniones (aunque Tupra contase sólo a su fragmentario modo, es decir, poco), y al encontrarse en un cuarto habrían tenido la certeza de que sucedía lo que sucedía, a diferencia de mí, que no la tuve siquiera —o la tuve aún menos, puesto que se iniciaba justo entonces el pasado de lo sucedido— cuando me retiré del pasaje que jamás se atraviesa y salí con el mismo cuidado y tiento de mis tanteos y de mi entrada; cuando me aparté unos centímetros y me volví hacia mi lado y por primera vez le di a la joven la espalda que ella me había ofrecido casi todo el rato —excepto cuando me miró y me cogió la cara—, y puse un brazo bajo la almohada ya no para pensar ni para maldecir, sino para llamar al sueño.
Quizá lo único que tendríamos en común Tupra y yo era un vago y pálido parentesco que suelen ignorar los hombres y que las lenguas no recogen, pero sí el sentimiento y en ocasiones los celos y en ocasiones la camaradería; excepto la lengua anglosajona según leí una vez en un libro, no de un inglés sino de un compatriota mío, y no un ensayo ni una obra lingüística sino una ficción, una novela, cuyo narrador recordaba la existencia de una palabra en ese idioma pretérito que designaba el parentesco o la relación adquiridos por dos o más hombres que se hubieran acostado o hubieran yacido con la misma mujer, aunque fuera en diferentes épocas y con los diferentes rostros de esa mujer en su vida, su rostro de ayer u hoy o mañana. Se me quedó en la memoria esa noción curiosa, aunque aquel narrador no estaba seguro de si se trataba de un verbo, cuyo inexistente equivalente moderno sería ‘conyacer’ (o ‘cofollar’, en grosero y contemporáneo), o de un sustantivo, que consecuentemente denominaría a los ‘conyacentes’ (o ‘cofolladores’), o la acción en sí misma (la ‘cofornicación’, digamos). Uno de los posibles vocablos, no sé cuál, era ‘g˙e-bry¯d-guma’, lo había retenido sin procurarlo ni hacer esfuerzo, y a veces me acudía a la punta de la lengua, o del pensamiento: ‘Santo cielo, ahora soy, ahora se me ha convertido en “guebrídguma” de ese, qué degradación, qué horror, qué abaratamiento, qué espanto’, si veía o me enteraba de que una antigua amante o novia mía se emparejaba o tonteaba de más con alguien despreciable u odioso, con un imbécil o con un infrahombre, ocurre con gran frecuencia o así nos parece, y además siempre estamos expuestos y no podemos oponernos. (Había decidido que la pronunciación sería esa, ‘guebrídguma’, aunque no tuviera ni idea, naturalmente.)
Al principio de conocer a Tupra había pensado o había temido adquirir con él ese parentesco a través de Luisa, de alguna manera irreal y rocambolesca —o más bien me había alegrado de que ella estuviera en Madrid y de que nunca fueran a encontrarse y eso así no pudiera darse—, cuando había visto con claridad que casi ninguna mujer se le resistiría y que yo llevaría las de perder si competía con él en ese campo algún día, llegara en primer lugar o a la vez o en segundo. Y ahora resultaba que probablemente lo había adquirido por otro conducto inesperado y más ligero, y que me hacía ser el que viene luego y no el que estaba ya antes o había estado: aquél tiene cierta posición de ventaja, porque puede oír y averiguar cosas de éste, pero también es el que se arriesga al contagio, de haber alguna enfermedad por medio, y en realidad es eso, la enfermedad si la hubiera, la única manifestación tangible de ese extraño y débil vínculo con el que nadie cuenta conscientemente hoy en día, aunque de hecho exista sin ser nombrado y sobrevuele desatendido las relaciones entre los hombres y entre las mujeres, y entre los hombres y las mujeres. Esa lengua medieval ya no hay quien la hable ni apenas quien la conozca. Y bien mirado, hay algo más que en algunos casos se transmite por la persona interpuesta, desde el que estuvo antes con ella hasta el que estuvo luego, pero que no es tangible ni visible: la influencia. A lo largo de la conversación de aquella noche con la joven Pérez Nuix había tenido a ratos la impresión de oírla hablar por boca de Tupra, pero eso podía deberse también a sus varios años de trabajo en común y de continuo contacto, no por fuerza a su condición de ex-amantes. Lo cierto es que nunca sabemos de quién proceden en origen las ideas y las convicciones que nos van conformando, las que calan en nosotros y adoptamos como una guía, las que retenemos sin proponérnoslo y hacemos nuestras. ¿De un bisabuelo, un abuelo, un padre, no necesariamente los nuestros? ¿De un maestro lejano al que nunca escuchamos y que educó al que sí tuvimos? ¿De una madre, de un aya que la cuidó a ella de niña? ¿Del ex-marido de nuestro amor, de un ‘guebrídguma’ al que jamás hemos visto? ¿De unos libros que no hemos leído y de una época que no vivimos? Sí, es increíble lo que la gente habla, lo que dice y cuenta y deja escrito, este es un fatigoso mundo de transmisión incesante, y así nacemos con la obra bien avanzada pero condenados a que nunca nada se acabe del todo, y llevamos acumuladas —retumban en nuestras cabezas, indistintas— las voces agotadoras de los incontables siglos, creyéndonos ilusamente que algunos pensamientos e historias son nuevos, jamás oídos ni leídos, cómo podría ser, si la gente no ha parado de contar irremediablemente desde que tuvo el habla y todo lo suelta más pronto o más tarde, lo interesante y lo fútil, lo privado y lo público, lo íntimo y lo superfluo, lo que debería permanecer oculto y lo que ha de ser difundido, la pena y las alegrías y el resentimiento, las certezas y las conjeturas, lo imaginario y lo acontecido, las persuasiones y las sospechas, los agravios y la adoración y los planes para la venganza, las proezas y las humillaciones, lo que nos enorgullece y lo que nos avergüenza, lo que parecía un secreto y lo que pedía serlo, lo consabido y lo inconfesable y lo horroroso y lo manifiesto, lo sustancial —el enamoramiento— y lo insignificante —el enamoramiento—. Sin pensárselo dos veces, va y lo cuenta.
—Tampoco a mí se me habría ocurrido, no te jode, de haber tenido elección —le contesté a Tupra cuando dejamos de reír juntos desinteresadamente, a pesar mío, respecto a los ‘bulwarks’ o baluartes contra los que él me había arrojado—. Pero tú me has obligado, como a todo lo demás de esta noche, incluido estar aquí todavía a las mil y gallo. —Bueno, ‘at an unearthly hour’ fue lo que dije, con mi inglés a veces libresco; ‘a una hora no terrenal’, literalmente—. No sé si te das cuenta, pero hace como un día entero que tan sólo me das órdenes, la mayoría fuera de horarios. Va siendo hora de que me marche. Quiero dormir, estoy cansado. —Así pasé de nuevo de la risa traicionera y breve a la seriedad más duradera, si es que no al enfado. E hice un ademán de ir pensando en levantarme, no más que ir pensando, porque aún no me lo permitiría: quería hablarme de Constantinopla y de Tánger en pasados siglos, siempre más voces agotadoras e historias que no conocemos. Pero no lo hacía y seguramente no iba a hacerlo, son esas cosas que se anuncian para no volver luego a ellas, se siembran para abandonarlas, como señuelos verbales; y pretendía mostrarme sus cintas privadas, o serían discos. Tampoco llegaba eso—. Si no me cuentas muy rápido lo de Tánger y Constantinopla, yo me largo, Bertram. Estoy harto, estoy que me caigo. Y no tengo humor para seguir charlando.
Tupra soltó una especie de rugido leve, algo indeciso entre la carcajada seca y la ahogada expresión de un desprecio. Se puso en pie y me dijo:
—No te impacientes, Jack, que aquí no cabe la prisa. Voy a enseñarte esos vídeos que te he dicho, aprenderás con ellos y te vendrá bien verlos. No en el momento, no son agradables y es muy posible que se te vaya el sueño, que te lo quiten para las próximas horas, ya te he dado permiso para no ir a trabajar mañana, o más bien hoy, no perdamos tiempo. —Miró el reloj muy velozmente, yo también: para Londres no era terrenal la hora, para Madrid sí lo era. Los niños ya estarían dormidos, pero quién sabía qué haría Luisa, aún podía estar despierta, con quién o con nadie—. Pero te vendrá bien más tarde, haberlos visto. Dentro de unos pocos días, y te servirán para siempre. Quizá ya no des importancia a lo que no la tiene, es lo primero que debería enseñarse a todo el mundo y en cambio nadie se ocupa de eso, al contrario: se educa para que cualquier idiota haga un drama de cualquier tontería. Se educa para sufrir sin verdadero motivo, y con sufrir por todo no se gana nada, o con atormentarse. Eso paraliza, eso abruma, eso impide moverse. Pero ya ves, la gente se da hoy golpes en el pecho hasta porque se dañe a una planta, no digamos si es a un animal, oh qué crimen, qué escándalo. Se vive en un mundo irreal, delicado, de mentira, blando. —‘Cursi’, pensé, ‘al inglés le falta esa palabra tan útil, y tan amplia’—. El espíritu entre algodones, permanentemente. —Y volvió a rugir un poco, sonó esta vez como una tosecilla sarcástica—. Eso es en nuestros países. Y cuando en ellos irrumpe lo que es normal en otros sitios, lo que es su moneda diaria, nos encontramos desprotegidos y sin reflejos, bocados tiernos, y sólo al cabo de un tiempo reaccionamos, y entonces lo hacemos desmesurada y ciegamente, errando el blanco. Con excesivo miedo retrospectivo, como ha sucedido con los atentados, los de aquí, y los de tu ciudad, y de los de Nueva York y Washington ni hablemos.
—En Madrid nada ha cambiado mucho —le dije—. Es ya como si no hubieran ocurrido.
Pero él no me prestó atención, estaba a lo suyo. Su voz grave se había tornado aflictiva. Solía resultarlo casi siempre un poco, con su tonalidad de cuerda, como si surgiera del paso del arco sobre el violonchelo. Pero a veces esa cualidad se le acentuaba y producía en quien la oía un sentimiento suave, casi grato, debilitador de aflicción; en mí al menos lo producía.
—No es que no haya que tener miedo, entiéndeme. Es que debíamos haberlo tenido ya antes, haber contado con él como con el aire, y también haberlo infundido. Infundirlo y tenerlo, todo el tiempo, ese es el estilo invariable del mundo, que se nos ha olvidado. Es algo natural en otras partes, más alertadas. Pero aquí nadie se entera y nos adormecemos sin mantener un ojo abierto, nos pilla todo de improviso y entonces no damos crédito. El miedo retrospectivo no sirve de nada, todavía menos que el anticipado. No es que ese sirva de mucho, pero por lo menos pone a la espera, más que en guardia. Siempre es mejor infundirlo. Ven, vamos, te enseñaré esas escenas, no son largas.Algunas te las pasaré aceleradas.
Me sirvió de su oporto de garrafa sin consultarme —quizá pensó que lo necesitaría para enfrentarme con lo instructivo no agradable—, cogió su copa y yo la mía a instancias suyas —me hizo un doble gesto con la cabeza y un dedo—, y me condujo a una habitación más pequeña que abrió con una llave de su llavero. Me pregunté quién más viviría en la casa, para no querer Tupra que entrara allí sin su permiso o su acompañamiento, tal vez sólo fuera el servicio. Encendió un par de lámparas. Era una especie de estudio que al instante me recordó a su despacho en el edificio sin nombre, estaba lleno de libros tan costosos como los del salón o más —quizá sus joyas de bibliófilo—; no había en cambio ningún cuadro, sólo el dibujo enmarcado de un busto de militar con bigote levemente curvado, tal vez algún ídolo suyo del MI6 o como se llamara antiguamente, al primer golpe de vista me pareció de la Primera Guerra Mundial, o como tarde de los años veinte; no creía que fuera un antepasado, un Tupra, vestía uniforme británico de oficial, no supe distinguir el rango. Había una mesa y sobre ella un ordenador; una butaca con ruedecitas detrás de la mesa, allí se encerraría a trabajar Reresby en casa; dos poufs. Con un pie los colocó delante de un armarito de baja altura cuyas portezuelas de madera abrió para que apareciera una televisión dentro, estaba absurdamente camuflada, como las minineveras en algunos hoteles finos que se avergüenzan de tenerlas. Me indicó que me sentara en uno de los poufs y así lo hice. Fue hasta la mesa, la rodeó y sacó de un cajón, que también abrió con llave, un DVD, tras rebuscar durante unos segundos, luego guardaría allí unos cuantos, o más de uno y más de dos. Encendió la televisión, el reproductor de DVD que estaba debajo, e introdujo en éste el disco. Tomó asiento en el otro pouf, a mi izquierda, casi a mi altura pero un poco más atrás, ligeramente a mi espalda, los dos muy cerca de la pantalla aún azul, yo más encima, cogió el mando, yo había de mirar de reojo para poder verlo, y para captar su expresión torcer el cuello. Cada uno sostenía su copa en la mano, él lo hizo todo con una sola, o con el pie, como he dicho.
—¿Qué, qué vamos a ver, qué vas a ponerme? —le pregunté con una mezcla de impaciencia y desenfado—. No será una película, ¿verdad? No son horas.
Aún no sentía temor, me lo impedían la irritación y el cansancio, me parecía improbable que nada pudiera quitarme el sueño. Además, ya había visto bastantes cosas desagradables y difícilmente instructivas aquella noche, y no en un vídeo sino en la realidad palpable y respirable, a mi lado, todavía llevaba en el cuerpo, aunque ya amortiguado, el espanto de la espada cernida sobre el cuello del mameluco, y en mi cerebro aún resonaban los pensamientos inútiles que me habían asaltado: ‘Lo va a matar, no, no puede ser, no va a hacerlo, sí, va a decapitarlo aquí mismo, a separarle la cabeza del tronco, este hombre de ira lleno, y yo ya no puedo evitarlo porque la hoja va a bajar y es de dos filos, es como un rayo sin trueno que despedaza callando, y va a segar en todo caso’. No creía que pudiera verlas peores, y cuanto pusiera Tupra ante mis ojos sería además ya pasado, algo ya sucedido, irremediable, filmado, en lo que mi intervención no contaría. No tendría vuelta de hoja, a cada visión se repetiría idéntico. Pero debí haberlo sentido, el temor, la aprensión, el encogimiento, el sobrecogimiento, desde el momento en que la voz de Tupra se había hecho más aflictiva que de costumbre y me había producido un amago de congoja sin motivo ni significado, como la de la música cuando es doliente y no hay razón objetiva —sí, violonchelo o violín o viola de gamba, son sólo notas, o un piano a veces—, como si él ya se hubiera adentrado en desastres retrospectivos que sin embargo pueden reproducirse y volver a hacerse presentes infinitas veces, al estar grabados o registrados, de los que yo no tenía conocimiento ni siquiera la menor sospecha.
—Esto que vas a ver es secreto. Nunca hables de ello ni lo menciones, ni siquiera conmigo más allá de esta noche, porque mañana ya no te lo habré enseñado. Son filmaciones que guardamos por si un día hacen falta. —‘Por si acaso’, pensé, ‘ese es el lema de nuestro trabajo, así parece’—. En ellas hay hechos vergonzosos o embarazosos, también delitos que no han sido denunciados ni perseguidos, cometidos por individuos de cierto fuste contra los que no se han tomado medidas ni iniciado acciones porque no convenía o no conviene o porque aún no es el momento o porque se ganaría poco con eso. Trae mucha más cuenta tenerlas, guardarlas, previéndoles una utilidad futura, con algunas se podría obtener mucho a cambio. A cambio de que sigan aquí sepultadas y nunca vistas por nadie, se entiende, además de por nosotros. Con otras ya se ha obtenido, les hemos sacado ya buen provecho, y además nunca se agota su beneficio posible, porque el material jamás lo destruimos ni lo entregamos, solamente se lo mostramos en ocasiones a quienes en él aparecen, a los interesados, si es que no se fían o no se creen que existan grabaciones semejantes y quieren cerciorarse y verlas. No tienen que venir aquí, descuida (aquí han venido contadas personas), ahora se hacen copias fácilmente y se les enseñan hasta en el móvil, o se les mandan. Así que estos discos son un tesoro: pueden persuadir, disuadir, conseguir importantes sumas, hacer retirarse a un candidato insalubre, callar bocas, lograr concesiones y acuerdos, abortar maniobras y conspiraciones, aplazar o mitigar conflictos, provocar incendios, salvar vidas. No va a gustarte su contenido, pero no los desprecies ni los condenes. Ten presente lo que valen y para lo que valen. Y el servicio que rinden, el bien que hacen al país a veces. —Había utilizado esa misma expresión nada más conocernos, en la cena fría de Wheeler en Oxford, cuando yo le había preguntado por sus actividades y él había sido huidizo en su respuesta: ‘Negociar ha sido siempre mi habilidad mejor, en diferentes campos y circunstancias. Incluso rindiendo a mi país servicio, uno debe procurar eso si puede, ¿no?, aunque sea lateral el servicio y se vaya antes que nada tras el beneficio propio’. Ahora había vuelto a decir eso, ‘el país’, la palabra ‘country’ que también podía significar ‘patria’ en mi lengua, y en ella, dados nuestra historia y nuestros precedentes, se ha hecho un vocablo desagradable y peligroso que revela mucho, negativo todo, sobre quienes lo emplean; su equivalente inglés carece al menos de su emotividad y su pompa, un equivalente imperfecto. ‘El país’, el país, era curioso. A Tupra se le había olvidado de nuevo que el suyo y el mío no eran el mismo, que yo no era británico sino español, probablemente un español de mierda. Esa fue la vez que más cerca estuve de creer que me había ganado su confianza sin que se hubiera él percatado, es decir, sin que hubiera mediado su decisión de otorgármela: cuando perdió de vista, bien entrada aquella noche, en su casa a la que casi nadie iba, ante la pantalla aún en blanco, a punto de enseñarme sus imágenes reservadas, que yo le servía a él mientras le servía, y por un sueldo, pero no a su country. Ni tampoco al mío, desde luego. En cuanto a él, era imposible adivinar hasta qué punto le rendía servicios laterales o frontales al suyo o si iba siempre tras el beneficio propio. Quizá ya eran cosas indistinguibles, en su cabeza. Añadió—: Prepárate, vamos allá. Ni una palabra a nadie, ¿queda claro?
Y apretó en el mando el botón de avance.
Lo que vi a continuación no debería contarse, y yo debo hacerlo tan sólo a ráfagas. En parte porque algunas escenas me las pasó aceleradas, como me había anunciado, y por suerte me enteré de ellas a medias, pero siempre lo suficiente y más de lo que yo habría querido; en parte porque en algunos instantes —uno, dos, tres, cuatro; y cinco— volví la cara o cerré los párpados, y en una o dos ocasiones me puse la mano a modo de visera sobre los ojos, a la altura de las cejas, con los dedos prestos, para poder ver o no ver lo que ya estaba viendo. Pero vi o entreví lo bastante de cada filmación o episodio, porque además Reresby me instaba a mantener la vista al frente (‘No, no te vuelvas, aguanta, mira, no te pongo esto para que te apartes, no te escondas’, me ordenaba cuando yo rehuía la visión de un modo u otro, ‘y dime ahora si a lo que has asistido antes es tan terrible, dime si he exagerado, dime si tiene la menor importancia’; y por ‘antes’ se refería a lo que había ocurrido o él había hecho ocurrir en el lavabo de los tullidos, en mi presencia y ante mi impotencia, o ante mi pasividad y mi miedo, o mi cobardía simple). En parte, por último, porque no me atrevo a contarlo o no soy capaz de hacerlo, no cabalmente.
A medida que miraba y entreveía y veía, un veneno me fue entrando, y si utilizo esta palabra, veneno, no es del todo a la ligera ni sólo metafóricamente, sino porque se introdujo en mi conocimiento algo que nunca había estado allí antes y me provocó una sensación instantánea de estar enfermando gradualmente, algo ajeno a mi cuerpo y a mi vista y a mi conciencia, en verdad una inoculación, y este último vocablo es preciso etimológicamente, pues contiene el término latino ‘oculus’, del que de hecho procede, y por ahí penetraba mi inesperada y nueva dolencia, por los ojos que absorbían imágenes y las registraban y las retenían, y ya no podrían borrarlas como se borra la sangre del suelo, menos aún no haberlas visto. (Quizá sólo, cuando se hubieran curado, podría yo dudar de ellas: cuando hubiera pasado el tiempo que nivela y difumina y mezcla.) Así que entró en mí, como a través de una aguja lenta, lo que me era bien externo y desconocía completamente, lo que no había previsto ni concebido ni tan siquiera soñado, y tan de fuera venía todo que no me servía de nada haber leído en la prensa sobre casos parecidos, que allí siempre resultan remotos y exagerados, ni en las novelas, ni haberlos visto en el cine, del que jamás lo creemos todo porque en el fondo sabemos que es fingido, por mucho que nos desvivamos por los personajes o nos identifiquemos con ellos. Sin embargo las primeras escenas que me mostró Tupra en la pantalla tuvieron un engañoso elemento de comicidad relativa, por lo que aún no me costó bromear ni preguntarle al respecto (de haber empezado por las que siguieron, habría enmudecido desde el principio, seguramente):
—¿Qué es esto? ¿Porno?
Y eso fue como darle a Reresby la venia para ilustrarme hasta donde él quería —siempre poco, concisamente— acerca de aquella grabación inicial y también de las otras o de la mayoría, pues sobre dos o tres guardó un extraño y total silencio —o acaso era significativo—, como si no cupiera decir nada de ellas.
—No en la intención. Ni en los resultados —me respondió muy frío, mi comentario no le había hecho gracia—. Esa mujer es una alto cargo del Partido Conservador, de su ala más rancia, a día de hoy con expectativas altas de ascenso, como contrapeso tranquilizador para los votantes más rígidos; y como suele lanzar soflamas contra la degradación de la moral y las costumbres, y el sexo desenfrenado y todo eso, es interesante ver lo que hace en esta cinta, y algún día podría ser útil pasársela. Ahí no está su marido.
La escena era sin prolegómenos, quiero decir que probablemente se había montado a partir de lo fundamental tan sólo, o del grano, lo cual lamenté bastante, pues me habría gustado saber de dónde habían salido, o qué le habían propuesto, o cómo habían llegado a eso, los dos maromos que —in medias res el episodio, insisto— ya le estaban practicando un sandwich, los tres enrevesados sobre una moqueta verde un poco descolorida o quizá era problema de la filmación, de regular calidad aunque lo bastante nítida para que yo reconociera a la alto cargo, esto es, me sonara de haberla visto con anterioridad en la televisión, en el Parlamento o en las noticias. Hasta recordaba su voz de viento o más bien como de secador eléctrico, una de esas personas que, aunque lo quieran, no pueden o no saben hablar quedamente ni hacer la más mínima pausa, para sus allegados un tormento. Por suerte esa grabación carecía de sonido, o de otro modo, a la vista de sus gestos de gran embeleso doble ante las embestidas simultáneas de los maromos posterior y anterior —o eran intermitentes, una sincronización defectuosa, y a ratos un mal encaje, se soltaban—, sus aullidos nos habrían parecido un vendaval o un serrucho. Aquellos dos sujetos tenían pinta de funcionarios en la medida en que su escasa ropa permitía hacer apuestas, y ninguno era muy joven ni muy esbelto, y uno de ellos —con el pantalón sólo abierto, un rasgo de pereza más que de urgencia— llevaba unos tirantes muy tirantes sobre la desnudez de su torso, que le conferían un aire incongruente, como si fuera una mezcla imposible de oficinista y carnicero. En cuanto a la mujer, rondaría los cuarenta años y conservaba a su vez la falda, convertida en un mero cinturón arrugado, y no era muy atractiva pese a su notable busto a la vista, sin operar ningún pecho. Podían estar en una habitación de hotel o en un despacho, el estrecho campo visual no ayudaba a aclararlo, la cámara centrada sólo en los personajes fornicantes, aquellos dos mendas sí que eran ‘guebrídgumas’ plenos, lo estaban siendo en el acto. Desde luego parecía una película porno, de presupuesto bajo o casera y con intérpretes suplentes. Quién y cómo habría rodado la escena era por supuesto una incógnita, pero hoy cualquiera es capaz de hacerlo, hasta con un teléfono móvil e incluso sin estar presente, a distancia, y así nadie está libre de ser captado en las situaciones más íntimas, o en las más desaforadas.
Tupra aceleró al cabo de un minuto o menos y se lo agradecí, no valía la pena contemplar tanto esfuerzo para un final sin sorpresas. Llegué a distinguir una expresión, en la alto cargo, de complacido desconcierto a la conclusión de su emparedado, como si se estuviera diciendo: ‘Qué bárbara, cómo he sido capaz de tanto. Tendré que volver a probarlo, a ver si me ha parecido lo que creo’. Quizá era su primera duplicidad, una osadía. Mi jefe recuperó la velocidad normal entonces, para pasar en seguida al segundo episodio, este sí con sonido, que mostraba a dos conocidos actores y a un tercer individuo, para mí anónimo, soltando sandeces entre descompuestas risas y esnifando cocaína en un salón, en un sofá, las rayas listas sobre la mesa baja, gruesas si es que no bestias, las hacían disminuir como quien da sorbos a un vaso.
—No sé quién es ese —dije señalando al de la derecha y dándole a entender a Tupra que había reconocido a los dos juveniles astros.
—Un miembro de la familia real. Muy lejano en la línea de sucesión, muy secundario. Nos habría venido de maravilla que hubiese sido uno más prominente, más próximo. —Y aceleró la imagen de nuevo, era monótona, consistía todo en las carcajadas lelas y en el festín de polvo.
Aquel comentario me dio que pensar fugazmente, me pregunté por qué les habría venido de perlas (tomaba aquel ‘nos’ más por el MI6, o por el conjunto de los Servicios Secretos, que por nuestro grupo) que le diera a la droga nadie, o que fuera adúltero, o corrupto, o que delinquiera. Deberían haberse alegrado de que los principales parientes de la Reina no se pusieran ciegos de coca, como aquel trío.
—No entiendo —expresé mi incomprensión—. ¿Por qué os habría convenido eso? —Y así tuve a bien no incluirme.
Tupra congeló la imagen para contestarme.
—Qué pregunta más ingenua, Jack, eres decepcionante a veces. A nosotros nos conviene eso siempre, con cualquiera que tenga importancia, peso, capacidad de decisión, nombre, influencia. Mejor para nosotros, cuantas más manchas y más altas. Como le conviene a todo el mundo, por otra parte, con los que tiene cerca. A ti te interesa que tu vecino esté en deuda contigo, o haberlo pillado en alguna falta y poderle hacer la faena de contarlo o el favor de callártelo. Si la gente no infringiera las leyes, si no burlara los códigos ni jamás cometiera bajezas ni errores, nosotros no conseguiríamos nada, nos sería muy difícil disponer de una moneda de cambio y casi imposible torcerle la voluntad, obligarla. Tendríamos que recurrir a la fuerza y a la amenaza física, y ese estilo está en desuso, se procura abandonarlo desde hace ya tiempo, nunca sabe uno si saldrá bien parado de eso o si te acabarán llevando a juicio y desgraciándote. Los individuos en verdad poderosos pueden hacerlo, complicarte la vida y lograr que te destituyan, tocar teclas y que te acaben sacrificando. Con la gente insignificante sí, como tu amigo Garza. Con esos el estilo sigue en uso y no hay otro más eficaz, te lo garantizo. Los que ni siquiera rechistarían. Pero con otros es siempre un riesgo. Con ellos tampoco vale el dinero, cuando ya poseen mucho. Pero en cambio casi todos son capaces de medir y hacer cálculos, de avenirse a razones, de verlo que les compensa. Tú sabes hasta qué punto se ocultan cosas, nunca he conocido a nadie que no estuviera dispuesto a ceder, poco o mucho, por que se silenciara algo, por que no trascendiera, o al menos no llegara a conocimiento de alguien determinado. Cómo no va a convenirnos que la gente sea débil o vil o codiciosa o cobarde, que caiga en las tentaciones y meta la pata hasta el fondo, incluso que participe en crímenes o los cometa. Es la base de nuestro trabajo, es la sustancia. Aún es más: es el fundamento del Estado. El Estado necesita la traición, la venalidad, el engaño, el delito, las ilegalidades, la conspiración, los golpes bajos (las heroicidades, en cambio, solamente con cuentagotas y de tarde en tarde, por el contraste). Si no los hubiera, o no bastantes, tendría que propiciarlos, ya lo hace. ¿Por qué crees que se crean cada vez más delitos nuevos? Lo que no lo era pasa a serlo, para que nadie esté nunca limpio. ¿Por qué crees que intervenimos en todo y lo regulamos todo, hasta lo ocioso y lo que no nos atañe? Nos hace falta la violación, el quebranto. De qué nos servirían las leyes si no las incumpliera nadie. Sin eso no iríamos a ninguna parte. No podríamos ni organizarnos. El Estado precisa de las infracciones, lo saben hasta los niños, aunque sin saber que lo saben. Son los primeros en prestarse a ellas. Se nos educa para entrar en el juego y colaborar desde el principio, y en él seguimos hasta el último día, y aun después de muertos. Las cuentas jamás se saldan.
Yo torcía un poco el cuello para mirarlo de reojo de vez en cuando, pero lo cierto es que Tupra, retrasado respecto a mi posición en su pouf, me hablaba sobre todo a la espalda. Su voz me llegaba muy cercana y muy suave, era casi un bisbiseo grave, no tenía por qué alzarla, no había alrededor más que silencio. Aquel ‘nos’ penúltimo (‘nos atañe’) había sido aún más amplio que el anterior, se sentía parte del Estado, representante suyo, quizá guardián, quizá servidor de la patria, pese a su tendencia a ir antes que nada tras el beneficio propio. Supuse que sería capaz de la traición él mismo, aunque sólo fuera por abastecer al país, por satisfacer sus necesidades.
—¿El Estado necesita la traición? —le pregunté algo extrañado (lo justo tan sólo, empezaba a vislumbrar su sentido).
—Claro, Jack. Sobre todo en tiempo de asedio, de invasión o de guerra. Es lo que más se conmemora, lo que más une, lo que las naciones más recuerdan así pasen los siglos. Qué sería de nosotros sin ella.