La carta de desalojo llegó pocas semanas después. Sin que lo supiéramos, el Monstruo había hipotecado la casa para pagar las cuentas del hospital. Primero para curar a mi hermana, después para reconstruirla. Y luego no había cumplido con pagar la deuda. La carta decía que en cualquier momento vendrían a desalojarnos. Que estuviéramos listas, sí, listas. Se lo dije a Lucía. Nos echan, nos dejan sin casa, hay que estar listas. ¿No puedes pagar con la plata de tu trabajo?, respondió Lucía. Lucía ciega, Lucía que tocaba mi sobre de paga y sentía el grueso fajo de dinero no podía ver que los billetes eran de baja denominación. De diez, de veinte, dinero que alcanzaba solo para comer y aliviar su dolor. No, Lucía, nos echan, hay que estar listas. ¿Dónde íbamos a ir? Dónde, si yo era una inútil y mi hermana no era más que una carga. La carta mentía. No podían dejar en la calle a una ciega y a su hermana que la cuidaba, pero también la degradaba para recordarle su incapacidad, confieso. Como cuando llegó la carta y le reclamé por su cuerpo inservible y porque ya no se le podía vender. Ella quiso pegarme, dio manotazos en el aire, me agarró una pierna y clavo sus uñas en mi pantorrilla. Para, Lucía, solo me tienes a mí, ¿cómo vas a sobrevivir tú sola?, le dije. Entonces se calmó y dijo «hay que estar juntas». Y tenía razón: solo nos teníamos la una a la otra. Éramos parásitos, yo de su dolor y ella de mi odio. Parásitos, sí, éramos parásitos y no hubiéramos podido vivir la una sin la otra. Ahora yo no puedo vivir sin ella, ustedes lo saben y por eso me van a condenar a muerte. ¿Qué voy a hacer ahora si yo solo me he dedicado a servirla? ¿A quién voy a torturar para buscar venganza por haberme condenado a vivir esta vida? ¿A quién voy a odiar? Hay que estar listas y juntas, volvió a repetir mi hermana, y apretó mi mano con fuerza. ¿Cómo podían quitarnos la casa, ese espacio construido con nuestra perversión, con el deseo trastornado del Monstruo, con la violencia constante? Nos echan, le repetí a Lucía. Nos echan, Larva, y ¿ahora qué vamos a hacer? No supe qué contestarle.
Busqué entre los papeles del Monstruo algo que pudiera salvarnos. Algún título de propiedad, alguna herencia, algún sobre con dinero acumulado del trabajo de Lucía antes del accidente. ¿Dónde están los miles de billetes que el Monstruo nos había prometido? No encontré nada en los cajones que vacié ni en los estantes detrás de los libros. Tampoco en el baúl, ni en su máquina de escribir, que destrocé con la esperanza de hallar un escondite entre las teclas, las mismas que antes habían redactado los contratos por los miles que ahora no encontraba. Entonces, debajo de la máquina de escribir había un cajón cerrado con una llave que él siempre llevaba colgada en el pecho. Seguro ahí estaban los miles de billetes. Ya los veía, ya podía tocarlos. Sentí que mis manos se convertían en garras capaces de destrozar fácilmente la cerradura que me impedía llegar a ese fajo de dinero que nos salvaría. Pero fue inútil. Y yo, desesperada, recordé que la llave se la había llevado el cadáver y estaría perdida entre huesos podridos dentro de la fosa común que se había tragado al Monstruo. Por primera vez, confieso, sentí que ese dinero tenía que ser mío porque me serviría para devolver a mi hermana al Asilo y dejar que se pudra como nuestros padres. Y yo irme, comenzar de nuevo, sin ella. Lo deseé con tanta vehemencia, confieso, aunque sabía que no podría separarme de Lucía. Yo también la necesitaba. Lo único que sabía hacer era quedarme a su lado.
Busqué un cuchillo de hoja delgada que se partió al primer intento de palanqueo. Luego utilicé un desarmador, pero no entraba en la delgada ranura entre el cajón y la madera del mueble. Entonces, frenética y enajenada, agarré un martillo y golpeé el cajón para destrozarlo. La madera roída por los ratones e infestada de termitas se hizo pedazos. Y se reveló la atrocidad porque lo que había en el cajón no era el dinero que salvaría nuestra casa. Que confiese el Monstruo qué había ahí, que confiese mi hermana, cómplice corrompida e inmunda. Inmundos todos, eso éramos, inmundos y asquerosos. Porque lo que había eran fotos de mi hermana desnuda, fotos de antes del accidente mostrando los pechos y los pezones endurecidos, la vagina abierta y húmeda, el culo ofreciéndose a la mirada del Monstruo, a su lente que captaba cada pliegue, cada vello púbico, cada fluido. Lo imagino: las manos temblorosas y sintiéndose culpable por no poder contener la débil erección de su miembro ni el deseo de tocarte. Porque no te tocó, ¿verdad hermana? Pero lo que sí hizo fue acercarse a ti, tocarte los muslos, abrazarte sobresaltado y susurrarte que quería unas fotos desnuda para tu portafolio, unas fotos con las que pudiera venderte mejor, para que vean la curva de tu cadera, la línea de tu espalda, la redondez de tus nalgas. Quizá si haces desnudos pagan más, repetía tratando de convencerte. Y entonces apretaba la mandíbula porque el deseo lo incineraba, porque su dedos vibraban queriendo introducirse en tu sexo húmedo hasta adentro, hasta lo más hondo, hasta poseerte. Y tú lo sabías y por eso accediste, confiesa, porque así podías controlarlo y te sentías poderosa. Tú siempre le seguiste el juego: te sentabas en sus rodillas para perturbarlo, lo besabas en la boca para que sintiera tu aliento abrasador, lamías las heridas de sus dedos cuando se hacía daño tecleando en la máquina de escribir, te metías a su cama para dejarte frotar el culo cuando ese pene envejecido lograba endurecerse. Tú eras perversa, Lucía, ¡confiesa! Tú jugabas con su deseo para que él te deseara más, para que nunca dejara de quererte. Para que me odiara más a mí porque yo impedía que algo más sucediera. Fotos y más fotos con las que el Monstruo seguro se había masturbado y llorado sintiendo culpa y miedo a perder el control. Vi las fotos y sentí arcadas. Y apareciste, Lucía. Qué haces, preguntaste. Estoy rompiendo fotos que no sirven, fotos de muertos. No serán mis fotos, no rompas mis fotos, por favor, respondió, es lo único que queda de mí. Le respondí que estuviera tranquila, que solo rompía fotos que no valía la pena conservar porque estaban enmohecidas o demasiado sucias, perversas, inmundas. Mentí, sí, confieso que mentí porque nuestra degeneración debía encubrirse. Después Lucía me preguntó si había encontrado algo que nos salvara del desalojo. No, nada puede salvarnos, le respondí, nada.