Confieso que la conversación con el viejo Emilio cambió todo. Hábleme del viejo Emilio, dice el psiquiatra y saca su ficha de la Casa de Reposo. El viejo Emilio es descrito en su expediente con las siguientes frases: «personalidad sospechosa, no confiar, propenso al maltrato y abuso, capaz de cometer bajezas, mantenerse lo más alejado posible, peligro de agresión». El viejo Emilio era un anciano en huesos, con la cabeza casi pelada, las manos llenas de callos y las uñas muy largas. Yo lo había visto pocas veces porque eran las compañeras mayores las que se encargaban de él. El viejo Emilio no dejaba que nadie se le acercara y siempre estaba listo para arañar con sus uñas negras y filudas. Estaba sucio, vestido casi en harapos. El olor de la habitación tampoco era tolerable. Nadie podía limpiarla, nadie se atrevía a decirle que se mueva de la cama para cambiar las sábanas. Le dejaban la comida en la entrada de la habitación y él se acercaba lentamente, con pasos cortos y apoyándose en las paredes para no caer. Comía poco y lo demás se lo lanzaba a la primera enfermera o trabajadora que pasara por su puerta. Luego se sentaba encorvado frente al televisor, pero no parecía estar prestando atención. Seguro pensaba en su hijo a quien llamaba «basura» por encerrarlo en la Casa de Reposo y no visitarlo nunca. Me estoy muriendo, le decía las pocas veces que hablaba con él. El viejo Emilio estaba lleno de rabia porque su hijo lo despreciaba. Se le escuchaba llamándolo a gritos. Luego se desquitaba con mis compañeras y ya no solo les tiraba comida, sino también objetos o el contenido de su bacinica. El viejo Emilio quería hacerse notar porque era invisible para su hijo y porque no podía soportar la soledad a la que otros internos ya se habían acostumbrado.
Un día, por falta de personal, me mandaron a limpiar los restos de comida que el viejo Emilio había lanzado fuera de su habitación. Mientras pasaba el trapo humedecido con lejía, escuché que el viejo Emilio se movía por la habitación. Lentamente se acercó y dijo mi nombre.
¿Sofía, Larva? Yo te conozco, eres hermana de Lucía, nieta de Alberto, dijo. Confieso que quise desparecer porque me sentía avergonzada. El viejo Emilio probablemente sabía nuestra historia. El viejo Emilio seguro había visto las fotos de mi hermana y conocía la aberración del Monstruo. Sabía de mi humillación, sabía que me decían Larva. Me levanté con violencia para irme, pero el anciano me agarró del antebrazo y me clavó las uñas. No tenía intención de soltarme. Entonces me dijo que había sido amigo del Monstruo, que también había conocido a mi abuela y a mi madre y su infortunio. Infortunio, así describió su situación. Sabía de la obsesión del Monstruo por el talento de Lucía, de su empeño por convertirla en una gran artista y ganar dinero gracias a ella. Lo perdió todo por tu madre, dijo, la pobre y su infortunio. También sabía de mí, todos sabían de mí, todos sabían mi sobrenombre, los abusos del Monstruo, las humillaciones de Lucía. Lucía, tan bonita, inteligente y perversa, dijo. Me dabas pena, Larva, mucha pena. Supongo que tú también fuiste desafortunada, continuó. Confieso que quise callarlo. No necesitaba su pena, sino que dejara de remover el pasado, que se le borrara la memoria como a los otros ancianos de la Casa de Reposo. Pero el viejo Emilio quería seguir hablando. Pobre Larva, ¿qué haces aquí humillándote entre viejos inmundos? Pobre Larva, te he reconocido porque estabas en cuatro patas como cuando tu hermana te convertía en su mascota y te jalaba del cuello exhibiéndote como un animal, recordó, luego se montaba en tu espalda y todos celebraban sus gracias, todos aplaudían. Yo también aplaudía y me reía de sus ocurrencias, pero no me culpes porque nadie podía resistirse, dijo.
Entonces pasó sus uñas por mi mejilla, luego comenzó a acariciarme la cabeza. Qué haces aquí doblada en el suelo, reclamó, no has cambiado nada, Larva. En ese momento comenzó a desvestirse y me pidió que lo aseara. También me dijo que me arrodillara al lado de la tina. Me negué porque normalmente hacía ese trabajo parada o sentada en una silla, pero el viejo Emilio me tiró un manotazo y me hizo recordar que me pagaban para hacer lo que él me pidiera. Después me preguntó por qué trabajaba ahí. Le respondí que el Monstruo había muerto después de una dolorosa enfermedad, que mi hermana se había quedado ciega por un accidente, que nos habían desalojado de la casa. No tenemos dónde ir, añadí. El viejo Emilio pareció alegrarse. Esos dos no merecían menos, dijo. Tú sigues dándoles gusto al trabajar de sirvienta, Larva, para eso te crió tu abuelo. Deberías irte. Confieso que yo también había pensado en marcharme y dejar a Lucía en la Casa de Reposo. No la iban a echar, estaría bien cuidada. Sin embargo, me di cuenta de lo absurdo de esa posibilidad. No tenía dinero, no tenía dónde dormir ni qué comer, no sabía hacer nada más. El viejo Emilio me miró sonriendo. Claro que sabes hacer algo más, dijo, claro que sabes, Larva, sabes ser cruel como tu abuelo, perversa como tu hermana, envenenada como tu madre. La herencia familia no puede destruirse. Mi hijo es vil porque yo soy vil, mi hijo es cruel porque yo siempre lo traté mal, es indiferente porque yo nunca me acerqué a él. Me molestaba su poca lucidez y me odiaba a mismo por haber engendrado un tipo tan mediocre. Había cometido un crimen contra mí y contra el mundo. Por eso mi desprecio, por eso el suyo. Él es mi versión mejorada, lo he educado para que me aniquile. Como tú, Larva, tú podrías ser la versión mejorada de Alberto, tú podrías aniquilarlos y vengarte. Véngate, sugirió. Confieso que me sentí entusiasmada y quise seguir escuchándolo. ¿Qué hago?, pregunté. ¿Qué quería hacer Alberto con tu hermana?, preguntó. Que fuera una artista, que ganara dinero, respondí. Quería venderla, me dijo dándome otro manotazo. Yo le dije que Lucía no podía hacer nada, que estaba ciega, que el Monstruo ya había intentado reconstruir su carrera sin éxito. Entonces, el viejo Emilio me preguntó si Lucía seguía siendo atractiva. Yo le respondí que tenía que arreglarla o reconstruirla. Reconstruirla, esa era la palabra. Entonces el viejo Emilio metió su mano en mi entrepierna y la apretó con fuerza. Tu hermana todavía puede venderse, entiendes, tu hermana es atractiva y muchos pagarían por ella, dijo mientras comenzaba a frotar sus dedos por mi abertura. Lo detuve con la mano y le torcí la muñeca. El viejo Emilio comenzó a gritar de dolor mientras yo abandonaba su habitación. Se levantó y logró lanzarme su bacinica, pero no alcanzó a golpearme.
Confieso, sin embargo, que reconocí que el viejo Emilio me había dado una idea brillante. Confieso también que vi los billetes, esos que el Monstruo tanto había anhelado. Entonces recordé las fotos de mi hermana desnuda, su perversidad, su poca vergüenza, su forma descarada de hacerse deseable ante la mirada del Monstruo. Confieso que sonreí y no dormí pensando cómo podía hacer lo que el viejo Emilio me había sugerido. Confieso también que en ese momento sentí que el cuerpo de mi hermana me pertenecía. Y sentí celos por quienes iban a poseerla, pero más fuerte era mi deseo de escapar. Si me voy estaré tranquila, pensé, ya no sentiré odio ni dolor. Humillar para estar tranquila, vengarme para estar tranquila. Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa. Prostituirla, dijo el psiquiatra. Venderla, respondí, hacer lo que Monstruo siempre había querido hacer. Tenía que imitarlo en todos los sentidos, en su maldad, ambición y perversidad. Tenía que venderla para escapar y por fin vivir tranquila. Al día siguiente subí al cuarto del viejo Emilio y le di las gracias. Él sonrió y se despidió con su mano enyesada.