Hace cuatro días que la paso acurrucada bajo una manta que huele a moho y está cubierta de las células muertas de otros presos. Me aferro a los barrotes de la celda sintiendo retortijones en el estómago. He dejado de contar los moretones y heridas que me han marcado la piel. Cuatro días revolcándome en la asquerosidad de mi historia familiar. ¿Qué más necesitan saber si igual mi vida acabará después de que introduzcan las sustancias químicas en mi antebrazo? Sedada, luego paralizada por dosis mortales de medicamentos que me intoxicarán y me harán perder el aire, todo ante sus ojos. Ya va a expirar, ya falta poco, dirá el técnico encargado mientras un oficial prepara la camilla de metal para llevarme al encuentro con mi hermana, mi padre, mi madre y el Monstruo, para lanzarme en la fosa rodeada de cuerpos inertes, cabezas exhibiendo su lengua ennegrecida, extremidades infestadas de larvas de mosca. Larvas como yo, cuerpos amoratados como el mío que solo produjeron maldad. Lo que duele más es escarbar en la memoria y solo encontrar carroña que los deleita, ¿verdad? El psiquiatra dice que es para ayudarme. El abogado sonríe porque cree que tiene elementos de sobra para corroborar mi demencia. El detective mira a los oficiales de la porra para que estén atentos a cualquier movimiento brusco. Sé que este último confía en que se hará justicia para mi hermana ciega. Pero ella ya hizo justicia, lo saben. Ramírez la ha vengado, Ramírez me dejó sin nada, me confinó a esta nueva cloaca después de haber pasado por el Asilo, nuestra casa, la Casa de Reposo. Ahora viene la cárcel, la Sala de Ejecución, la muerte. Quizá encuentre el escape a través de la dulzura de las medicinas, del sueño inducido y la falta de aire que acabará conmigo.
Escucho que el detective dice que me presionen para que hable de Ramírez, el vigilante nocturno de la Casa de Reposo, ahora fugado y acusado de robo y proxenetismo. Tiene una foto de él: la cara llena de huecos, el sudor acumulado en sus axilas, el cuerpo desproporcionado. Que hable de Ramírez, en quien yo confié porque era un desecho igual que yo. Estuve observándolo varios días antes de acercarme. Intentaba descubrir la forma de convencerlo del negocio que tenía en mente porque su ayuda era indispensable. Lo encontré varias noches viendo programas donde salían mujeres desnudas frotándose los pechos o abriéndose las nalgas. Ramírez se masturbaba frenéticamente mientras tocaba la pantalla recorriendo el cuerpo de las mujeres con sus dedos. Luego iba al sanitario a limpiarse y a veces volvía a masturbarse frente a espejo con los ojos llenos de lágrimas. Ramírez lloraba porque se sabía muy poca cosa para que alguien quisiera tocarlo. Porque Ramírez, además de su cara lastimada por el acné, de su penetrante olor a sudor y de su cuerpo amorfo y sucio, tenía el pene minúsculo. Y entendí que su llanto no podía ser otro que el de la humillación. Y ese era nuestro vínculo. Las historias degradantes que le contaba noche a noche lo animaron a contarme las suyas. Me dijo que lo más odiaba era el gesto que recibía de cualquier persona al ver por primera vez su pene, ese mismo que ustedes han hecho cuando mencioné su tamaño: una mezcla entre risa y compasión. El gesto que él percibió de adolescente cuando se desvistió en los camerinos de su colegio y sus amigos se quedaron observándolo como nunca antes había pasado. Y luego, algo peor, porque sus amigos callaron, pero sus otros compañeros que antes se habían burlado de su cuerpo y de su olor, ahora señalaban su pene riendo a carcajadas. Por eso Ramírez tuvo miedo cuando conoció a Carla, su primera enamorada, miedo que confirmó cuando se desvistió y ella lo miró con esos ojos sin pasión, lastimeros, decepcionados, y abrió las piernas sin mayor expectativa, y no sintió nada, y dijo «no te preocupes, igual te quiero», dándole unas palmaditas de compasión en la espalda. Entonces Ramírez, con el «no te preocupes, igual te quiero» resonando en su cabeza, la levantó en pesó, la lanzó al suelo, la pateó repetidamente y salió de la habitación con los ojos húmedos mientras ella lo insultaba haciendo alusión a su poca hombría no solo por haberla machacado a golpes, sino por el tamaño insignificante de su miembro.
Ramírez también odiaba su trabajo. Por dos razones, me dijo, no me alcanza para las putas y porque no puedo dormir por las noches. Por eso nunca estoy tranquilo. Yo le respondí que me pasaba lo mismo, que si no era por los viejos, era por mi hermana. La Ciega con la que tendrás que cargar toda la vida como yo con este trabajo, dijo, seré un vigilante de mierda el resto de mi vida porque no tengo ningún talento, soy feo y repugnante. «Repugnante», esa fue la palabra que usó para describirse a sí mismo y luego, para describirme a mí también. Somos repugnantes, y se me acercó lanzando su aliento pesado sobre mi cara, somos asquerosos, y sus manos sudorosas me agarraron la cintura. Chúpamela, me dijo mientras comenzaba a desabrocharse el cinturón. Ramírez me miró con asco y rabia porque yo le recordaba su insignificancia y porque sabía que no podía aspirar a una mujer mejor. Pero también, percibí la pulsión animal, la intención de penetrarme para satisfacer esa necesidad que le quemaba en los testículos. Chúpamela, siguió pidiéndolo con tristeza, después con desesperación y furia. Y ante mis negativas, me agarró la cabeza y la empujó hacia sus genitales. Yo comencé a mover las manos para arañarlo y conseguí alcanzar su mejilla. Entonces clavé las uñas y rasgué con fuerza. Arranqué piel, me manché la mano con sangre. Ramírez me soltó y se cubrió la herida con la mano. Eres un asco, dijo. Por eso su abuelo te odiaba, por eso tu hermana te desprecia, finalizó y fue al tópico para curarse la herida.
Confieso que aproveché esta situación para proponerle el negocio. Me iba a aprovechar de su sentimiento de inferioridad y desesperación, de su pobreza y su necesidad sexual. Al día siguiente lo busqué y le dije que ya me había olvidado de su ataque y que siguiéramos siendo amigos. Él asintió sin mucho entusiasmo. Ramírez, has visto a mi hermana, le pregunté. Me respondió que sí, que nadie podía ignorarla. Comencé a preguntarle si le parecía bonita, si le gustaba su cuerpo, si la había imaginado sin ropa, si se había masturbado pensando en ella. Confesó que sí y que a veces le provocaba violarla. «Violarla», esa fue la palabra que usó, porque sabía que Lucía nunca estaría con un tipo como él aunque fuese ciega. Porque puede olerme y tocarme y darse cuenta de que no tengo nada para satisfacerla. Entonces le dije que podríamos hacer un intercambio. Mi hermana, la Ciega, por colaborar con el negocio, el cual le expliqué en términos generales. Además le ofrecí el veinte por ciento del dinero con la condición de que me trajera clientes. Ramírez se quedó sorprendido. Pensaba que mi hermana nunca aceptaría estar con él. Le propuse que fuera a nuestro cuarto la noche siguiente. Corredor D, Habitación 23, primer piso, indiqué, mi hermana estará dispuesta para ti. Dispuesta para ti, fue la frase que usé para que Ramírez se sintiera importante. Y además, confieso, porque Lucía también estaría dispuesta a cederme su cuerpo que ahora me pertenecía. Yo era su dueña.
Y yo aproveché esa situación. Robar pastillas para dormir nunca fue un problema porque estaban en un gabinete sin llave dentro del tópico. También se podían conseguir en las habitaciones de algunos ancianos. Durante unas semanas estuve probando distintas dosis para saber cuántas pastillas necesitaba para que Lucía permaneciera inconsciente mientras estaba con algún cliente. Se las daba junto a sus píldoras para el dolor porque, le dije, el médico lo ha indicado. Ella las aceptó de buena gana porque el sueño prolongado atenuaba las punzadas en su cabeza y el dolor permanente en las cicatrices de sus ojos. En los días de prueba, siempre tenía miedo de sobrepasarme en la dosis o terminar envenenando a mi hermana. Algunas mañanas no podía mover los brazos ni las piernas, o permanecía medio dormida o con la cabeza nublada. También le daban náuseas o amanecía muy pálida. Adelgazó algunos kilos, por lo que tuve que aumentar su ración de comida. Ella atribuía estos síntomas a la falta de costumbre, ya que nunca había tomado somníferos. Yo le respondía que pronto todo pasaría. Y así fue, cuando conseguí la dosis exacta, pude confiar en que el negocio marcharía bien. Entonces, la noche en que Ramírez llegó a nuestro cuarto, Lucía estaba dormida, arreglada, desnuda y con las piernas abiertas exhibiendo su sexo recién depilado. En cuanto la vio, Ramírez comenzó a jadear como un animal y respirar con dificultad. Le di un frasco de vaselina para que untara con ella la vagina de mi hermana y le dije que hiciera lo que quisiera. No se va a despertar, comenté, así es como va a funcionar el negocio. Entonces Ramírez se bajó el pantalón, se montó sobre ella y le mordió los pechos, luego metió varios dedos en su sexo apretado. La lamió, la manoseó, la besó en la boca, esa boca que después abrió para introducir con dificultad el minúsculo pene. Comenzó a moverle la cabeza y Lucía seguía inconsciente. Solo apretaba un poco los párpados y trataba de levantar las manos en un vano gesto de defensa. Ramírez consiguió una erección de la cual no pude más que burlarme. Confieso que lo hice a propósito porque sabía que después arremetería contra mi hermana con toda esa rabia acumulada por las burlas de las mujeres, por las risas de los hombres señalándolo en los camerinos, por el llanto desconsolado frente al televisor mientras se masturbaba viendo a esas mujeres a las que nunca podría acceder. Y así lo hizo, embistió a mi hermana con furia, introdujo el pene minúsculo y empujó con esfuerzo con la intención de hacer chocar su hueso de la cadera con el de Lucía. Golpeaba con lágrimas y aullidos, golpeaba sin ritmo hasta que después de unos segundos, eyaculó y su miembro volvió a reducirse hasta casi desaparecer. Al final se llevó las manos a la cabeza y se limpió los ojos húmedos. Estoy segura que estaba avergonzado de su poca resistencia y de su insignificancia.
Entonces me dijo que aceptaba el negocio y el veinte por ciento de la tarifa. También exigió acostarse una vez por semana con mi hermana. Bien, le dije, y lo eché de la habitación. Luego limpié a Lucía y la bañé para que no quedara en ella ningún olor ni secreción. Al día siguiente se despertó y me pidió el desayuno. Luego me dijo que creía que le había venido el periodo porque sentía algo viscoso pegado en las sábanas. Cuando revisé la cama, encontré semen, despojos de Ramírez que no había limpiado la noche anterior. Cambié la ropa de cama y le dije que eran restos de comida. Le pregunté si se sentía bien, me respondió que tenía el dolor de siempre: el de sus cicatrices y el de su desgracia.