Han apagado las luces de la celda. El oficial me apunta constantemente con la linterna a través de la mirilla. No quiere que utilice las sábanas para colgarme. ¿No es peor colgarse que morir por inyección letal?, le pregunté a Adriana en la época en que todavía esperaba mi muerte con ansiedad. Se cuelgan porque no pueden soportar las últimas veinticuatro horas, respondió. Se desesperan. Y lloran. Y sacan las sábanas. Y amarran un extremo a los barrotes de la ventana. Y el otro extremo a su cuello. Y se cuelgan, continuó. Yo no voy a colgarme. Estoy echada en la cama con los ojos muy abiertos. No puedo moverme aunque la posición es incómoda. Me tiemblan las manos sin poder controlarlas. Pero yo quiero dormir y olvidar todo lo que me llevó al crimen y la condena. Olvidar que en pocas horas este cuerpo dejará de sentir incomodidad. Y dejará de pensar en Adriana.
¿Es incómoda la camilla de ejecución?, le pregunté cuando me dijo que habían rechazado el pedido de clemencia. Tiene una almohada, contestó, pusieron una almohada hace poco. Ahora de mis ojos salen lágrimas. Me fallaste, Adriana, me fallaste también al rechazar las últimas dos visitas que te correspondían como mi abogada. Una por la mañana. Otra antes de que me lleven a la Sala de Ejecución. ¿No quieres verme antes de morir? Después de su primera visita, yo no pude dejar de pensar en ella. ¿Dónde está? ¿Por qué no viene? ¿Por qué me hace esperarla? Siempre tuve que esperarla. Esperar que le dieran el permiso de entrada, esperar que tuviera tiempo para solicitar una entrevista conmigo, esperar la cadena perpetua para poder abrazarla al principio y al final de cada visita. Y tocarle la cara, las mejillas sonrojadas, los labios resecos. Tocarla con las manos y con la lengua. Adriana me hizo esperarla desde ese primer día, siempre me haría esperarla y yo desde la mirilla de mi celda miraba el pasadizo, miraba de derecha a izquierda para ver si el oficial venía y me comunicaba que tenía una visita. Y cuando eso ocurría daba saltos, me mordía las uñas, daba palmazos contra la puerta. Pero casi siempre el oficial pasaba frente a mí y no se detenía, y yo acercaba la boca a la mirilla y preguntaba a gritos «¿ha venido Adriana? ¿Es Adriana? ¿Voy a salir a ver a Adriana?», pero el oficial se reía enseñándome sus dientes amarillos. A ti nadie te viene a ver, Larva, esa abogada viene a ver a todas menos a ti, y soltaba una carcajada. ¿No te das cuenta de que tu caso le da plata? Tiene una ONG, quiere robarles plata a esas instituciones de derechos humanos que quieren salvar a escorias como tú, y tiraba un golpe a mi puerta con la porra y yo retrocedía asustada, retrocedía y tropezaba con la cama. Y en la cama me agarraba las rodillas, temblaba y, exaltada, comenzaba a hablar en voz alta, comenzaba a hablar con palabras que se atropellaban. ¿Por qué me haces esto, Adriana?, ¿Por qué no vienes? Y gritaba más fuerte para que mi compañera de la celda vecina me escuchara y me consolara. ¿Por qué me haces esperarte? Pero nadie me consolaba, nadie quería consolarme porque como yo, todas esperan a alguien mientras llega el momento de la ejecución. Entonces escuchaba a mi compañera dando puñetazos en la pared para hacerme callar. Con lo suyo tenían suficiente, no debía molestar a las otras con mi espera, con mi dolor, ese dolor tan grande de tener que esperar para verla, de saber que estaba con otras compañeras a las que también les ofrecía la mano. Sentía celos y rabia, me sentía utilizada porque el oficial tenía razón. Pero no importaba, nada importaba porque los momentos con ella me hacían feliz. Como cuando llegaba con fotos de paisajes y me los enseñaba entusiasmada a través del vidrio. A las cinco en punto voy a imaginar que estamos juntas en este lugar, hazlo tú también y así estaremos juntas, susurraba en el auricular. O, cuando en mi cumpleaños, me cantaba y bailaba para hacerme reír, también llevaba serpentinas que se enredaban en su cuerpo mientras daba vueltas. O cuando soltaba su aliento sobre el vidrio y yo pegaba mi mejilla al cristal empañado para sentir esa especie de beso fugaz que era la única forma en que podíamos sentirnos. Cinco años esperándola, cinco años apelando, cinco años recibiendo negativas. No al habeas corpus, no a la conmutación, no a la clemencia. Pero volvíamos a la corte y aplazaban la ejecución, tres o cuatro veces cambiaron la fecha, tres o cuatro veces que me daban más tiempo para seguir esperando a Adriana. Pero esta es la definitiva. Intenta dormir, me dice el oficial, pero si cierro los ojos la veo abrazando a otra compañera, a esa que sí pudo salvar y a quien ahora visita, toca y besa. Con la que habla horas mientras yo la espero.
Adriana se enteró de mi caso porque la prensa hizo una amplia cobertura del asesinato de Lucía. Era un crimen atractivo: mujer mata a su hermana ciega después de prostituirla en una Casa de Reposo. Nos hicimos famosas. Lucía seguro lo disfrutaba más que yo. Hablaban de su potencial artístico antes del accidente, transmitían comerciales en los que participó o fragmentos de obras que había protagonizado. Hablaban del Monstruo, de sus maltratos, de su preferencia por mi hermana. Nunca hablaron de su perversión, pero sí de su maldad. Trataban de buscar explicaciones a mi comportamiento. Psicólogos, psiquiatras, terapeutas desfilaban por los programas dominicales para dar su opinión. Algunos creían que definitivamente estaba trastornada, otros insistían en mi lucidez porque reconocía la diferencia entre el bien y el mal y era consciente de que había cometido un crimen. Averiguaron sobre nuestros padres, fueron al Asilo a entrevistar a las enfermeras más antiguas sobre nuestro nacimiento, otras contaban con orgullo cómo trataron de protegernos alejándonos de nuestros padres, dos enfermos que murieron revolcándose en su propio vómito o saltando por la ventana. Entrevistaron al viejo Emilio, quien les confesó a los periodistas que siempre me habían llamado Larva. «El caso Larva», comenzaron a llamarlo. Mi nombre aparecía debajo de mi fotografía, pero siempre me llamaban Larva. Otra vez me humillaban, exponían mi sufrimiento, hablaban de mi complejo de inferioridad, de mi comportamiento antisocial, de mis años de furia acumulada, de mi familia disfuncional, de mi niñez traumática, de mi desorden de personalidad, de mi envidia hacia Lucía, la exitosa Lucía que pudo convertirse en una estrella de no haber quedado ciega. Sacaron lo del accidente, muchos me acusaron de haber sido la causante a pesar del informe de los bomberos. Hablaron de Ramírez, a quien nunca pudieron encontrar. Criticaban la complicidad de la Casa de Reposo porque no podían entender cómo pude montar el negocio sin que nadie se dieran cuenta. Exigían que se publicara la lista de mis clientes, que me obligaran a delatar a esos depravados que también merecían estar en la cárcel.
Seguía las noticias desde el televisor pequeño que tenía en mi celda. Veía a los grupos que apoyaban la pena de muerte ejerciendo presión para que me pusieran a dormir. Portaban imágenes de Lucía, exigían justicia para mi hermana ciega, declaraban que yo no daba señales de arrepentimiento. Pero le he pedido perdón a mi hermana varias veces durante estos cinco años, ¿no Lucía? Pero Lucía me insulta y luego llora. Lucía me dice que no puede estar sin mí y que solo después de mi muerte me perdonará. La prensa celebró cuando me dieron la pena capital. Se pusieron eufóricos cuando declaré que no iba a apelar y cuando afirmé que quería y merecía morir. Pero al lado estaban los grupos en contra de la pena de muerte portando pancartas con frases que decían ESTADO ASESINO o PAREN LA MATANZA o LA EJECUCIÓN NO ES LA SOLUCIÓN. Y la que yo consideraba más perturbadora: ¿POR QUÉ MATAR PARA ENSEÑAR A NO MATAR? Entrevistaban a activistas que declaraban que las condiciones de vida en el Corredor de la Muerte eran deplorables, que los presos sufrían de depresión y angustia. Es verdad. Yo quería morir, pero cada vez que llegaba una carta del juzgado me ponía a temblar, me negaba a abrirla porque creía que tendría que leer la hora y fecha de mi muerte. Cuando finalmente la abría y no encontraba el día de mi ejecución, regresaban la incertidumbre y las preguntas que todos los condenados se hacen en esta situación: ¿Cuánto tiempo de vida me queda? ¿Cuantas veces más veré a la gente que quiero? ¿Cuándo acabará la tortura de abrir cartas esperando la fecha de ejecución? ¿Será mejor rechazar las apelaciones para terminar con la angustia? ¿Sonará el teléfono informando un nuevo aplazamiento cuando esté amarrada a la camilla de ejecución? ¿Qué harán con mi cuerpo?
Entre las personas en contra de la pena de muerte seguro estaba Adriana, pero no recuerdo haberla visto. Solo sé que llegó una carta del juzgado diciendo que había una persona que quería representarme. Me preguntaban si quería aceptar una entrevista con ella. Decía que Adriana pertenecía a una ONG, que era abogada y que trabajaría sin cobrar. Porque creía, decía la carta, que el abogado anterior era un incompetente que no había sabido cómo defenderme. Creía también, continuaba la carta, que la pena de muerte era una práctica criminal. Y que yo tenía derecho a vivir con dignidad, finalizaba, por eso quería conversar conmigo. Ahora recuerdo que firmé la carta sin mucho entusiasmo. Recuerdo también que el Director del Corredor de la Muerte me dijo que no confiara en ella. Adriana siempre viene porque quiere ganar un caso para conseguir plata y prestigio, aseguró, no porque le importe lo que pase contigo. Y yo la imaginaba dando entrevistas en televisión declarando sobre la precariedad de mi estado y las fallas de mi defensa. Lamiéndose los dedos porque representaba a la asesina más famosa de los últimos meses. Adriana tenía una locuacidad que producía temor y respeto con lo que ejercía presión para que los fiscales me dieran cadena perpetua. Así ella quedaría como mi salvadora. Claramente estaba perturbada y necesitaba ayuda. Tenía que ser castigada, pero no ejecutada, frase que se convertiría en una muletilla. Ya la veía y la odiaba porque yo no quería apelar, yo quería morirme. Pero accedí porque no había hablado con nadie durante semanas, no había visto a nadie más que al oficial cuando asomaba los ojos por la mirilla para saber si no me había suicidado o decirme que le devuelva la bandeja de comida. Entonces fue la primera vez que la esperé.
Ahora sé que no vendrá porque ha rechazado sus visitas de abogada, pero igual espero verla en el Cuarto de los Testigos como prometió. Sabes que hay cinco testigos, que puedes pedir cinco testigos para que vean tu ejecución, me dijo, también hay cinco de la víctima y cinco reporteros. No tengo a nadie, le contesté, no tengo familia. Yo soy tu familia, yo voy a estar contigo, dijo, y puso la mano en el cristal mientras sus ojos se humedecían. Voltea la cara cuando estés en la camilla porque yo estaré ahí, dijo. Te lo prometo, no voy a dejarte sola, y comenzamos a llorar juntas. Con los ojos muy abiertos en la oscuridad de esta celda, espero volver a verla, levantar la cabeza y verla una vez más. Espero entrar a la Sala de Ejecución solo para mirarla por última vez. La espero, como siempre la he esperado.