Ha llegado el momento, me dice el Director del Corredor de la Muerte. Nos tenemos que ir, anuncia, mientras asoma sus ojos por la mirilla. Pronuncia las mismas palabras que siempre ha utilizado para llevar a los condenados a la Sala de Ejecución. Saco mis manos por la abertura más grande para que me pongan las esposas. Luego abren la celda y el Director me pone la mano en el hombro. ¿Cómo te sientes?, me pregunta ese hombre que a pesar de haber visto a tantas condenadas recibir la inyección letal, todavía no entiende qué significa saber que vas a morir, que en pocos minutos vas a morir delante de los ojos de quien más quieres, delante de los ojos de Adriana que me verá desesperarme y expirar. Esa será la última imagen que tendrá de mí.
¿Cómo me siento?, repito. Sé que quiere que le diga que me voy tranquila. Muchas lo hacen, muchas sienten que morir es lo mejor que puede pasarles. Pero yo lo único que siento es una tristeza incesante que me impide estar de pie o dar los primeros pasos hacia la Sala de Ejecución. No quiero morir, le respondo, pero el Director del Corredor de la Muerte solo me aprieta el hombro y me da un suave empujón para que me ponga en marcha. Y yo no me muevo porque sé que si doy ese primer paso, ya no podré dejar de caminar mecánicamente hacia la camilla. Porque en cuanto me tienda en esa camilla no habrá más que resignación y sometimiento a las amarraras, a las agujas y a las sustancias químicas que acabarán con la imagen de Adriana que tengo en la cabeza y la sensación de que está a mi lado a pesar de que no será más que un par de ojos a través del vidrio del Cuarto de los Testigos. Entonces el Director del Corredor de la Muerte me da otro empujón y yo repito que no quiero morir, pero él responde que ya es hora, que no hay nada más que hacer y que tenemos que comenzar. Acepta que todo ha acabado, dice. No acepto, no quiero, pienso, pero doy el primer paso de los treinta que separan la celda de la Sala de Ejecución, doy el primer paso mirando hacia el suelo, contando cada movimiento de mis pies hasta llegar a un cuarto verde, todo verde, paredes verdes, camilla verde, dos hombres vestidos de verde, y los oficiales que van a atarme a la camilla, esos oficiales que me esperan inexpresivos y que saben que deben sujetarme con las amarras en menos de treinta segundos para evitar cualquier intento de escape que entorpezca la ejecución. Cuento el paso número treinta y entonces me quiebro y resisto, comienzo a sacudirme, intento tirarme al suelo y dar vueltas.
Colabore, escucho que alguien dice. Y grito con todas mis fuerzas, grito porque me desespero, porque no pueden pedirme que colabore con mi propia muerte, porque no quiero morir. Grito hasta que siento una mano que me tapa la boca con fuerza. Colabore, repiten, pero yo no colaboro y tenso los músculos, luego intento mover los brazos para golpearlos. Pero los oficiales me levantan en peso, levantan mis cincuenta kilos con facilidad, levantan ese cuerpo que se retuerce y lo depositan en la camilla. Y los otros oficiales lo atan sin perder tiempo, cruzan las amarras sobre las piernas, el abdomen y la cabeza y cuando no puedo moverme, cuando me sacudo y ellos comprueban que mis agitación es inútil, me quitan la esposas, separan mis manos y las atan una a cada lado. Dejan mis brazos estirados para exponer las venas donde los técnicos clavarán las agujas, dos vías para asegurarse que la ejecución se realice sin contratiempos si el primer intento falla. Entonces reparo en la luz verde que me ilumina desde el techo, una luz que me ciega y me obliga a cerrar los ojos para no ver a los técnicos que ya se acercan con las agujas preparadas para su inserción. Cierro los ojos y siento los dedos palpando mis antebrazos e intentando encontrar la vena más adecuada, vena gruesa y azulada en la que siento un pinchazo, dos pinchazos y de pronto las agujas están dentro. Abro los ojos y las veo. Entro en pánico. Cierro los ojos otra vez.
Todo está en orden, dice uno de los técnicos. Ya se puede empezar, asegura el otro. Sé que han verificado que el catéter no esté obstruido, que las sustancias son las apropiadas y que la cantidad que aplicarán sea la adecuada para matarme lo más rápido posible. Pero en ese momento recuerdo que hay muchas posibilidades de que la ejecución sea dolorosa y el miedo se incrementa. Si no duele no es castigo, repiten los defensores del sistema, entonces recuerdo que dolerá y que no me quedaré dormida aunque declaren que estoy inconsciente, que sentiré cuando la segunda sustancia comience a quemar mi cuerpo, que será un dolor insoportable acompañado de la sensación de asfixia. Que me asfixiaré delante de todos, que intentaré levantarme de la camilla desesperada para tomar bocanadas de aire, bocanadas inútiles porque mi diafragma estará paralizado. No podré respirar, me faltará el aire como le faltó a Lucía, y se reproducirán en mí los sonidos que escuché cuando tenía mis manos alrededor de su cuello. Tengo miedo porque seguro la muerte será lenta, porque iré perdiendo poco a poco cada uno de mis reflejos y estaré consciente, muy consciente de que me estoy muriendo hasta que la tercera sustancia detenga mi corazón después de varios minutos de terror. Entonces me salen lágrimas de los ojos, lágrimas que se incrementan cuando escucho que todo está en orden y los técnicos abandonan la Sala de Ejecución. Me dejan con el Capellán y con el Director del Corredor de la Muerte: el primero pone su mano sobre mi pierna, el segundo verifica que el micrófono que está colocado sobre mi cabeza esté prendido para que todos puedan escuchar mis palabras finales. Todo está en orden, repite y se acerca al vidrio del Cuarto de los Testigos para abrir las cortinas negras y exponer mi cuerpo atado a la camilla, mi cuerpo sometido con la cara empapada en lágrimas, con los brazos amoratados y con las piernas temblando sin control.
Entonces el Director del Corredor de la Muerte abre una carpeta y lee la sentencia. Es usted Sofía, me pregunta cuando finaliza. Sí, respondo. Entiende usted la sentencia a la que acabo de dar lectura, continúa. Sí, respondo. Entiende usted que tiene derecho a dar sus últimas palabras, ¿hará uso de ese derecho? Sí, respondo. Entonces el Director del Corredor de la Muerte me acerca el micrófono y yo intento levantar la cabeza, quiero levantar la cabeza para ver a Adriana, para saber si ha venido a verme aunque yo no pueda oírla. Pero no puedo levantar la cabeza porque está atada a la camilla, no puedo aunque intento hacerlo, no puedo y me angustio y le pregunto al Director si mi abogada ha venido, y él da una respuesta afirmativa. Pero yo no le creo. Necesito levantar la cabeza unos segundos para verificarlo. Y entonces me desespero porque no puedo moverme y también porque el Director me apura para que comience a hablar. Tienes que hablar ahora, dice, está todo listo, pero yo quiero ver a Adriana y no puedo levantar la cabeza, no puedo moverme, pero decido hacer uso de mi voz que es lo único que todavía poseo, uso mi voz y mis últimas palabras para encontrarla.
¿Adriana, estás ahí?, pregunto. ¿Estás ahí?, repito. Pero no obtengo respuesta, nadie se acerca al vidrio, nadie pone sus dedos en el cristal para que yo los vea ni estira su mano para demostrar su presencia. Nadie se despide y yo siento miedo. No quiero sufrir, pero lo hago porque ella no responde, porque no puedo ver su cara, porque no sé si está triste, tampoco si vino a verme morir o prefirió no comprobar su fracaso. Porque renunció a acercarse a mi cadáver y a hacerse responsable de él. Porque finalmente nunca fue nada más que una abogada que pretendió hacer despegar su carrera utilizándome y perdió su gran oportunidad. Perdió como yo pierdo ahora mis últimas palabras, las desperdicio, y en lugar de pedirle perdón a Lucía, pregunto estúpidamente si Adriana está ahí- Lo repito varias veces hasta que el Director del Corredor de la Muerte me interrumpe y pregunta si tengo algo más que decir. Pero yo no le hago caso y sigo preguntando ¿Adriana, estás ahí? sin parar, perdiendo la poca cordura que me queda y sintiendo miedo, miedo a la muerte, miedo a lo que vendrá, miedo a Lucía y al Monstruo que estarán esperándome, miedo a sus caras que se me presentan sin poder ahuyentarlas, sin poder levantar la cabeza y mirar a Adriana y olvidarme de esos dos que me esperan para humillarme, que me esperan con ansias para repetir el ciclo una y otra vez. Por eso cuando escucho que el Capellán le pide a su Dios que reciba mi alma y me permita gozar de la vida eterna, yo intento sacudirme para rechazar esa mano que pretende consolarme y trato de decirle que se calle porque que no quiero la vida eterna, no quiero ver a Lucía, ni al Monstruo, ni a mis padres ni a nadie. Solo quiero ver a Adriana por última vez. Y sigo preguntando por ella, no me detengo a pesar de que se ha acabado mi tiempo, y el Director del Corredor de la Muerte decide dar la orden de ejecución para dormirme y apagar esa voz que perturba a los testigos y al Capellán que esperan una muerte pacífica y sin contratiempos, una muerte silenciosa que no los haga sentir culpables. Y entonces escucho que da la orden y unos segundos después me siento adormecida. Y mis ojos se cierran sin ver a Adriana. Mis ojos se cierran y mi voz se apaga.