La desdicha empezó en mi casa con la desaparición de mi hermanita Magdalena. No sé por qué digo desdicha. Es difícil escoger las palabras que definen las vidas y las situaciones, sobre todo cuando la complejidad de los hechos y de los personajes escapa a la imaginación de una mente provinciana y medianamente dotada como es la mía. Quiero decir que no estábamos preparados para la catástrofe que se abatió sobre nosotros. Mi hermanita era lo que se llama “la alegría de la casa” y también “la niña de los ojos de mi padre”. Fue en la noche de un domingo lluvioso. Se habían ido a Cuernavaca y nosotros nos habíamos quedado en la casa con Marta y con Loreto, las dos muchachas que se criaron en la casa de mi madre, allá en Chihuahua, pues nosotros no éramos de la capital. Éramos norteños.
Desde ese domingo lluvioso los árboles se hicieron menos verdes, el agua menos fresca y el cielo menos azul y más bajo, casi sin nubes. ¡Así sucede cuando nos toca la desdicha!
—¿Por qué nos vinimos a México? Si nos hubiéramos quedado en Chihuahua no habría sucedido esto —decían mis padres.
Hacía casi tres años que vivíamos en la capital y el resultado fue la desaparición de mi hermanita Magdalena. Era la menor de nosotras tres, aunque el menor de la familia, “el benjamín”, como decimos en el Norte, era mi hermano Alvarito.
Conocíamos mal la ciudad. No nos permitían alejarnos del radio de la casa, de las escuelas y de las casas de mis tías.
Mis tías Leticia, Remedios, Hortensia y Antonia eran las hermanas de mi madre. Todas ellas ordenadas, escrupulosas, limpias y morales. Sólo mi tía Leticia rompía las reglas. “¡Esta Leticia siempre tan independiente!”, se quejaban sus hermanas cuando mi tía hablaba del divorcio y del desnudo en la pintura. ¡La pintura clásica, por supuesto!
Mis tías nos visitaban para comentar las películas que habíamos visto juntas, ya que a todas partes íbamos en grupo. “¿Qué estarán haciendo ahora?”, preguntaba mi tía Remedios con voz soñadora, pensando en lo que les sucedería a los héroes de las películas después de la palabra fin. Sonámbulas, abandonábamos la sala oscura buscando parecidos entre las estrellas de cine y nosotras.
—¿Vendremos al próximo estreno de Doris Day? —le preguntábamos a mi tía Antonia, ya que era ella la que ordenaba las vidas de toda la familia, las idas al cine, las salidas al campo, las fiestas y los estudios de todos los primos.
—Recuerden que la novia del estudiante nunca es la esposa del profesor —nos dijo mi tía cuando Rosa, Magdalena y yo entramos al Bachillerato de Humanidades.
—Nosotras nunca nos vamos a casar —le contestó Magdalena que ya había decidido nuestras vidas.
Magdalena iba a ser artista de cine en Hollywood. Mi hermana Rosa modelo de sombreros y yo modista de alta costura y experta en belleza.
Vivíamos en la avenida Durango. Las mañanas eran claras y los árboles de la avenida muy verdes. Todavía no se inventaba la polución. De manera que teníamos buen aire, mañanas despejadas y tardes altas y gloriosas. La palabra Durango nos producía la nostalgia del Norte. Nos gustaba pasear por la avenida, llegar a la calle de Sonora, dar vuelta en la calle de Guadalajara y desembocar en el Parque España. Allí estaba la iglesia de la Coronación. Cuando había boda, de su puerta colgaban guirnaldas de flores blancas y el altar se cubría de ramos de flores perfumadas, salpicados de “nube”, una florecilla menuda como un encaje fino. En esas ocasiones mi tía miraba a sus hijas y luego nos contemplaba preocupada. Mis hermanas y yo teníamos un grave impedimento para lograr una boda: mi padre carecía de una buena fortuna.
—¡Qué lástima! No se casarán nunca —pronosticó mi tía en la iglesia de la Coronación.
—¿Qué dices? Mis hijas no están todavía en edad de casarse, son muy jovencitas —le contestó mi madre enfadada.
Mi tía Antonia no la escuchó. Se volvió a la hija mayor de mi tía Hortensia para decirle:
—Y tú, Hortensita, a lo más que puedes aspirar es a un empleado modesto —Hortensita se puso a llorar con desconsuelo.
—¡No quiero casarme con un empleaducho…!
—¿Por qué no? Debes ser práctica, hay empleaditos muy decentes —le explicó mi tía para tranquilizarla.
Hortensita no se tranquilizó: “Yo tengo aspiraciones”, dijo en medio de su llanto que todas las primas contemplamos en silencio. Mi tía Hortensia sentenció en voz baja: “¡Qué impertinente es Antonia!”.
En la familia estaba prohibido levantar la voz, gesticular y adoptar actitudes descocadas. Las “actitudes” eran muchas: reírse en público, cruzar las piernas, detenerse en la calle para hablar con los conocidos, gesticular, exagerar y usar zapatos de tacones altos.
Puedo afirmar que mi familia era una familia feliz, moderada, discreta, cortés y espartana. “Las buenas costumbres son espartanas”, afirmaban mis tías. ¿Cómo explicar la gran catástrofe de la desaparición de Magdalena? No había explicación y decidimos callar mientras encontrábamos a mi hermanita.
—Hay que ser prácticos, si les decimos a mis hermanas lo que ha sucedido pondrán el grito en el cielo y como de costumbre acusarán a su padre de indulgente, de manera que es mejor callar —ordenó mi madre.
En el idioma familiar la palabra práctico cubría todos los terrenos: amoroso, escolar, literario, moral, afectivo, político, artístico, familiar y público. Mis tías aplicaban el término sin discriminación. Dar limosna no era práctico y cerraban el vidrio de sus automóviles si algún mendigo les tendía la mano diciendo: “¡Por el amor de Dios!”. La limosna fomentaba el vicio y la avaricia, los mendigos tenían los colchones repletos de oro. Debíamos estudiar la historia como si nunca hubiera sucedido, era una manera de saber lo que se debía hacer y lo que había que evitar hacer. Por ejemplo, no podíamos ser como Nerón, que incendió Roma para satisfacer su vanidad. “La modestia es la flor más preciada.” A mis tías les preocupaban las lecturas: “La literatura es una distracción. Si se imaginan que la vida es una novela, acabarán mal”.
En la casa de mi tía Antonia había una hermosa biblioteca italiana con los anaqueles de madera labrada repletos de libros que sólo eran fachadas de cartón forrado en cuero rojo y letras de oro anunciando los títulos de los clásicos. Era una biblioteca práctica cuya misión era la de adornar la casa. Mis tías nos seleccionaban las lecturas. Nos regalaron Las cuatro hermanitas de Louisa May Alcott. El libro era un ejemplo para las chicas casaderas, el destino ideal de la mujer era el matrimonio, pero si no lo lograban porque los medios económicos no lo permitían, debían tener una educación práctica, capaz de asegurarles una vida modesta, como la de Jo.
—Tú, Magdalena, no debes ir a la universidad. Debes de ser profesora de gimnasia. Tienes el tipo perfecto: alta, fuerte y limpia. Te inscribiré en una escuela de cultura física —anunció pensativa mi tía Antonia.
Luego se volvió a mi hermana Rosa:
—Y tú, Rosa, tampoco debes ir a la universidad. Tienes gustos artísticos, que van bien con la repostería. Podrías organizar banquetes, meriendas, bautizos, desayunos de primera comunión. Esto te dará mucho dinero. Tu físico te ayudará a conseguir encargos.
Yo esperé mi turno.
—Y tú, Estefanía, ¿puedes decirme para qué te inscribiste en la universidad? Debes estudiar taquimecanografía. Tienes dedos de pianista, se te facilitará mucho.
Así, mi tía Antonia arregló nuestras vidas de chicas de clase media.
Nos proponía oficios prácticos. Mi padre no compartió su opinión y continuamos en la universidad. Ahora me pregunto: ¿qué hubiera ocurrido si estuviéramos haciendo gimnasia, desayunos y taquimecanografía? No lo sé. Magdalena no hubiese desaparecido y nosotras no hubiéramos leído a Dostoievski. Y, de haberlo leído, hubiéramos dicho: “Eso sólo pasa en las novelas”.
En el idioma familiar estaban excluidas las interjecciones. Decir: ¡hombre!, ¡caray!, ¡caramba! era blasfemar. Sólo mi tía Leticia se atrevía a decir: ¡carambola! Los dichos populares debían ser escogidos con esmero y repetir sólo los morales o ejemplares: “Cría cuervos y te sacarán los ojos”, “Quien da pan a perro ajeno pierde pan y pierde perro”, “El pan ajeno hace al hijo bueno”, “El que siembra vientos recoge tempestades”, “El que al cielo escupe a la cara le cae”, aunque el verbo escupir era preferible olvidarlo. En general los dichos eran vulgares.
En cierta ocasión mi hermanita se golpeó un codo y exclamó:
—¡Dolor de viuda mucho duele y poco dura!
Mis tías se volvieron a verla:
—¿Qué dices? ¿Dónde aprendes tantas vulgaridades?
Magdalena no pudo recordarlo. Esto no indica que mis tías tuvieran algo contra la viudez. Al contrario, eran partidarias encarnizadas de ella.
—La viudez es el estado perfecto para una malcasada. Si se divorcia la acusarán de casquivana. En cambio, si Dios se acuerda de ella y la deja viuda, todos la compadecerán y tratarán de ayudarla.
—Ustedes deben contar con la infinita bondad de Dios para que las deje viudas en caso de necesidad —aseguró mi tía Remedios.
—En caso de duda, recuerden que más vale vestir santos que desvestir borrachos —terminó mi tía Leticia, provocando el escándalo de sus hermanas.
—¡Qué cosas se te ocurren! ¿Por qué dices eso delante de las muchachas? —protestaron a coro las hermanas.
Debíamos excluir del lenguaje las palabras: pasión, éxtasis, martirio, misticismo, furia, arrebato, todo lo que significara exaltación o exageración. Las palabras higiene, progreso y evolución eran favoritas y ejemplares. No debíamos admirar a héroes que despertaran en nosotros la manía de grandeza, tales como Luis XIV; en general ningún Luis o Napoleón. El héroe favorito de mis tías era Thomas Alva Edison y su fotografía figuraba al lado de las fotos enmarcadas de Ruiz Cortines y de Miguel Alemán, colocadas sobre sus chimeneas de piedra, sin tiro y labradas estilo colonial.
En fin, nuestras vidas debían ser ascéticas, de costumbres sanas, modales comedidos, utilizar un idioma claro, recto y sin exclamaciones ni ditirambos. Un idioma decente, del que procuro no separarme jamás, excepto cuando me parece que no me escuchan y digo: ¡carajo!
Nosotros teníamos una tara congénita e irrevocable: mi familia paterna era francesa. Francia era “el corazón del vicio” y era obligatorio vigilarnos de muy cerca. Mi abuela paterna, que en paz descanse y en santa Gloria esté, ya había fallecido en el momento de la desaparición de Magdalena. El detalle francés nos obligaba a ocultar lo sucedido a mi hermanita.
Mi abuelo francés consideraba a la familia de mi madre más protestante que católica. Mi madre guardaba silencio, no quería decirle que ella y sus hermanas consideraban a Francia “la cuna de todos los vicios”.
—Robespierre hacía estatuas de carne humana —nos repetía mi tía Antonia con voz acusadora, como si en nosotros existiera el germen de tan desagradable costumbre.
Era una desdicha que Robespierre hubiera construido esas estatuas y también era una desdicha que le hubieran roto la mandíbula antes de matarlo. Magdalena lloraba al leer ese episodio de Robespierre sosteniéndose la mandíbula rumbo al patíbulo. Pero su pena era secreta. Nunca se la dijimos a mis tías.
El domingo lluvioso en que desapareció Magdalena, hacía pocos días que mi abuelo se había vuelto al Norte con sus otros hijos. Ya dije que mis padres estaban en Cuernavaca. Nos gustaba esa ciudad verde, llena de pájaros y de frondosos laureles de la India. Los amigos y la familia tenían allí casas con piscina y los fines de semana los pasábamos nadando. En ese fin de semana hubo una conjunción desdichada que propició la desaparición de mi hermanita Magdalena.
Recuerdo que ese domingo Magdalena estaba muy preocupada. Se mordía los labios y atisbaba los ruidos como si tuviera miedo. Llovía y los rayos y los relámpagos la hacían saltar en la cama. Rosa y yo nos reíamos. Mi hermanita ya había cumplido diecisiete años y algunas de las primas grandes habíamos cumplido los dieciocho. Pero ninguna tenía novio. Mi tía Antonia organizaba fiestas rumbosas en su casa para invitar a jóvenes formales con la esperanza de que se fijaran en nosotras. En dos años había organizado fiestas de gala, de disfraces, de tarde, campestres, sin lograr ningún resultado.
—No me gusta ir. Me parece que me ponen en un escaparate —protestaba Magdalena.
Las fiestas de mi tía eran brillantes, iluminaba los jardines de su casa, alquilaba una orquesta, abría los salones y se vestía de gala como todas sus hermanas. Sentadas en un estrado entre la biblioteca italiana y el salón Imperio, mi madre y sus hermanas acompañadas de otras señoras nos veían bailar. Magdalena era la más solicitada, bailaba muy bien y una vez en la fiesta olvidaba estar “en un escaparate” y reía con sus múltiples parejas.
—¡Es una coqueta! Debes llamarle la atención —le reprochaban a mi madre.
—Déjala tranquila. Le gusta reír y bailar —intervenía mi tía Leticia.
—Cambia tanto de pareja que no se casará nunca —opinó mi tía Antonia.
—Antonia, acuérdate que matrimonio y mortaja del cielo baja —dijo mi tía Remedios.
“Matrimonio y mortaja del cielo baja”, repetimos en la casa. Era siniestro que compararan el traje de las novias con el sudario de los muertos. Magdalena al escuchar el parentesco entre el matrimonio y la muerte preguntó:
—Entonces, ¿por qué se empeñan en que nos casemos?
Mi hermanita, ayudada por mi tía Leticia, continuaba haciendo planes para su futuro en Hollywood. Mi tía había vivido en Chicago, en Nueva York, en Los Ángeles y en El Paso, Texas. Cuando hablaba de su pasado envolvía de neblina sus palabras, que llegaban hasta nosotras nostálgicas y delicadas.
—Sí, fui muy feliz y quiero que tú lo seas, Magdalena. Este México no es para una chica como tú…
Mis tías se enteraron de los planes de Leticia y Magdalena, y llegaron airadas a la casa.
—¿Cómo permites que Leticia les llene de humo la cabeza a tus hijas? Esta Leticia siempre fue tremenda…
¿Quién iba a decirle a Magdalena que unos domingos después del dicho: “Matrimonio y mortaja del cielo bajan” se iba a producir su inexistente boda y su total desaparición? El asunto fue completamente inesperado. A Enrique, su marido, apenas si lo conocíamos. Era muy viejo. Tendría más de treinta años. Mi padre lo vio una sola vez y nos prohibió su amistad. Magdalena protestó: “¿Qué puedo hacer si me sale de todas las esquinas?”.
—Pasaré las vacaciones en Chihuahua. Así no me encontrará —decidió.
Mi hermanita tenía la costumbre de irse a Chihuahua en vacaciones, a la casa de mi tía Olimpia. Se divertía mucho con los primos Roberto y Paco. No previó lo que le iba a suceder. No lo previó nadie. Y nos quedamos quietos. El terror avanza a pequeñas dosis y con un ritmo cada vez más acelerado hasta inmovilizarnos.
En unos instantes de ese domingo lluvioso el tiempo se imantó de terror y ya nunca volvimos a ser los mismos. El terror vibra, produce ecos sonoros que surgen del fondo de la catástrofe que nos aguarda, abrir una puerta puede significar encontrarse con la cara del verdugo.
Debo volver a aquel domingo lluvioso. Domingo extraño cuya presencia es permanente en nuestra familia. Un domingo que en apariencia era igual a todos los domingos y que nos fulminó. En él está el secreto de mi hermanita Magdalena, secreto que se apoderó de nosotros para mantenernos en el umbral de lo terrible que va a suceder y que continuamos esperando, mientras el polvo se ha acumulado en nuestra memoria y sobre nuestros muy amados libros.
Cuando desapareció mi hermanita, la veíamos en todos los rincones, recordábamos cada una de sus risas, de sus pleitos. Sí, a Magdalena le gustaba imponer su voluntad y si no lo lograba la emprendía a puñetazos con su adversario. Si en vez de desaparecer se hubiera ido a Chihuahua con Paco y con Roberto, ahora nadie se enfadaría al verlos volver en una fecha muy anticipada a la del regreso previsto. Vendrían como el año pasado, con los rostros alterados por la ira y por los golpes que se habían propinado durante el viaje.
—¡Tía!, Magdalena nos puso en ridículo. Se cree igual a nosotros y nos pegó a los dos. No quería salirse del boliche y quería ir al billar —había dicho Roberto el año pasado.
—¡Por Dios, Magdalena, eres terrible! —exclamó mi madre en la estación.
—Y ¿ellos? ¡Ellos también me pegaron! ¡Que no se quejen! ¡Mira! —y mostró moretones en los brazos.
—¡Tía! Mira lo que me hizo —gritó Paco quitándose las gafas oscuras para mostrar las huellas violáceas de un golpe en un ojo.
—¡Calma!, la gente nos está mirando. Me tienen aburrida, éstas serán las últimas vacaciones que pasen juntos —sentenció mi madre, sin saber que decía una triste verdad.
—¡Eso no es justo! ¡No es justo! —protestaron los tres a un tiempo.
No, pobre Magdalena, ahora nadie se hubiera enfadado con ella, pero era imposible que llegara de Chihuahua porque había desaparecido. Era inútil esperar la vuelta del “general Magdalena” como la llamaba mi padre. Tenía razón, mi hermanita tenía voz de mando, le gustaban los libros de táctica militar, atacaba de frente. Su héroe era Napoleón. ¿Cuántas lágrimas derramó por él? Magdalena estudiaba sus batallas y ayudada por mi hermano Alvarito formaba los ejércitos sobre la alfombra de la sala.
—¡Grouchy era un imbécil, igual a Paco y a Roberto! Por su culpa los ingleses derrotaron a Napoleón. ¡Ah!, pero a Wellington lo llegaron a odiar sus compatriotas —afirmaba vengativa.
—Yo prefiero a María Antonieta —la contradecía Rosa.
—¿María Antonieta?… era una débil. Cuando ella y Luis XVI se hallaban presos en las Tullerías, rodeados de una turba de descalzonados, tenían a la Guardia suiza y cuatro cañones. Napoleón, que entonces era sólo un oficial, estaba oculto en los jardines y dijo: “A esta canalla la barrería con cuatro cañones y un grupo de hombres a mi mando. ¡Sería tan fácil!”. ¿Por qué no lo hizo Luis XVI? Porque no quería derramar la sangre de su pueblo y ya ven, los descalzonados degollaron a los guardias suizos y luego al rey le cortaron la cabeza. ¡Qué pueblo tan agradecido! ¡Bah! Hay que matar cuando es necesario o te degüellan.
Magdalena tenía razón. La historia se decide en un instante, con un gesto, una presencia. Si Napoleón hubiera dispuesto de los cañones y de los guardias suizos, la historia hubiera sido diferente y si mi hermanita no se hubiera casado con Enrique, nuestra historia familiar hubiera sido muy distinta. ¿Por qué mi hermanita no fue capaz de impedir lo sucedido con el descalzonado Enrique? Ese domingo lluvioso estábamos platicando, llamaron a la puerta y abrí. Apareció el rostro lívido de Enrique casi desconocido para nosotros.
—¡Magdalena! —gritó con tal violencia que tembló la casa.
Nos quedamos boquiabiertas y Magdalena se quedó petrificada.
—¡De mí no te burlas! —rugió Enrique.
Y mi hermanita salió de la casa para siempre. Las muchachas Marta y Loreto trataron de detenerlo:
—¡Sus padres no están en México! ¡No se la lleve! —gritaron.
Les dio un empellón, las miró y dijo con voz temible:
—¡Me casé con ella hace tres días! —al decir esto, se le amorató la cara como una berenjena.
—¡Era una broma! ¡Era una broma! —gritó Magdalena.
Llevaba un traje azul de dos piezas, una blusa blanca y zapatos blancos sin tacón. Iba vestida como si fuera a jugar golf, sólo que era de noche y llovía, Magdalena se fue llorando. Su marido la sacó a empellones y nadie pudo impedírselo. No volvimos a verla. El lunes temprano llegaron mis padres. Marta y Loreto con los ojos hinchados por el llanto explicaron lo sucedido. Ellos callaron y Rosa dejó de cantar.
Esperamos en vano una llamada de Magdalena. No llamó nadie. Ignorábamos la dirección de Enrique. El martes, mi madre recordó que un amigo de Chihuahua ocupaba un alto puesto en Hacienda. Mi padre fue a pedirle audiencia, le explicó el caso y solicitó su ayuda. “Magdalena es menor de edad”, le dijo.
—¿Y qué quiere usted hacer? Se casó, se fue con su marido y no lo ha llamado. Estarán en su luna de miel. Nadie tiene culpa. ¡No se puede hacer absolutamente nada! —y el alto empleado miró a mi padre con sorpresa.
—¿Acaso se imagina usted que puede acusar al marido de su hija? ¿Acusarlo de qué? —le preguntó disgustado.
Mi padre volvió a la casa cabizbajo. No tenía otro amarre político.
—¡Me lo temía! Para llegar tan alto tenía que ser otro sinvergüenza —comentó mi madre.
¿Cómo decirles a mis tías lo que había ocurrido? Esas cosas no ocurren en las familias decentes. Era necesario actuar como si el matrimonio de mi hermanita fuera normal. De otra manera se armaría un escándalo, criticarían a mis padres y ellos ¿qué culpa tenían del salvajismo de aquel desconocido y de la locura de mi hermanita? ¡Parecía tan cristiana, tan cuerda! En las casas de mis tías no ocurrían escándalos semejantes. Todas tenían sus secretos. Nosotros éramos los únicos que nunca habíamos tenido secretos y ahora había que guardar éste celosamente.
—¡Figúrense que Magdalena se casó el viernes pasado! En una ceremonia íntima. Enrique no quiso fiesta… —dijo mi madre enrojeciendo, pues ni siquiera conocía a Enrique.
—¡Qué lástima! Nos lo deberías haber dicho para traerle su regalo —dijeron mis tías, mirándose entre ellas con sorpresa.
Un velo espeso de vergüenza cayó sobre nuestra casa. Mis tías preguntaban: “¿Cómo está Magdalena? ¿Por qué no se deja ver?”, “¡Qué chica tan malcriada, no nos ha llamado ni una sola vez!”. Y nos miraban con reproche. No podíamos decirles que tampoco nos había llamado a nosotros.
—La creíamos tan alegre, tan risueña, tan bien dispuesta, tan aguerrida… —suspiró mi tía Remedios.
Guardamos silencio. En esos días la buscamos por toda la ciudad y algunas veces pensamos que Enrique la había matado. Las palabras de mi tía nos llenaron de tristeza. Sí, mi hermanita había sido alegre, resuelta y alocada. También era inconsciente y su inconsciencia produjo la ruina de mi casa. Hay muchas maneras de arruinarse y Magdalena nos arruinó casi sin darse cuenta, con su extraño silencio y su aún más extraño desapego.
Desde ese domingo lluvioso la decadencia se amparó de nosotros. La falta de interés invadió nuestra casa, el terror se produjo al abrir la puerta y cerrarla detrás de Magdalena. Un terror que nunca nos ha abandonado. Vivíamos en la espera. ¿Qué importaba Hollywood o la quijada rota de Robespierre? ¿Qué importaban los árboles de la avenida Durango o las fiestas en las casas de mis tías? Pasaba el tiempo y el hueco dejado por mi hermanita crecía para tragarnos a todos. Espiábamos el teléfono y el paso del cartero. Habíamos caído en un terreno pantanoso, en cuyo centro vivía una fuerza maligna que nos arrastraba a sus profundidades. El matrimonio era tenebroso: detrás del velo y del traje blanco se escondía un demonio, a pesar de que mi hermanita no llevó azahares, ni traje blanco, ni pisó la iglesia, ni tuvo fiesta, su matrimonio fue secreto y quedó en el misterio, atrapada por la malignidad del matrimonio.
—El matrimonio es una puerta negra que se abre y se traga a las novias —dijo Rosa.
—¿Qué hace esa chica? Tengo la impresión de que se ha vuelto loca. Algo muy raro le sucede —dijo mi madre durante la cena.
¿Loca?… nos miramos en silencio. Recordamos a Marta, una de nuestras dos sirvientas que se volvió loca y quiso estrangular a su hermana Loreto en la cocina. Escuchamos los alaridos y el horrible espectáculo no lo olvidamos en mucho tiempo. Mi padre fue incapaz de dominar a Marta y tuvimos que pedir auxilio. Llegaron los vecinos: don Alberto y don Luis y apenas entre los tres hombres pudieron liberar a Loreto. Después vinieron los loqueros para llevarse a Marta al manicomio. Esa noche todos lloramos. Mis padres iban a visitarla al hospital. Cuando la dieron de alta regresó a la casa. Ella temía volver a caer en “las garras del demonio”, como nos decía.
Loreto trajo de la iglesia varios frasquitos de agua bendita que colocó en las habitaciones para tener a mano el agua y rociar con ella a su hermana en el caso de que “el Maligno se asomara a sus ojos”. Marta llevaba un frasquito colgado al cuello con un cordón de seda morada. Las dos se vinieron con nosotras de Chihuahua y lo primero que hicimos al llegar a la capital fue ir a rogar por Marta a la Santísima Virgen de Guadalupe. Entramos de rodillas a la Basílica. La Virgen nos escuchó, ya que Marta al día siguiente se puso a cantar como lo hacía antes de la visita del demonio.
Fue Loreto la que propuso que fuéramos todos a pedirle a la Virgen la reaparición de mi hermanita Magdalena.
—¿Cómo no se nos había ocurrido antes? —gritó Rosa. En la Basílica le pedimos a la Virgen con toda humildad que reapareciera Magdalena. Salimos contritos y apaciguados. En el camino Marta dijo:
—La Santísima Virgen me dijo que busquemos el nombre de ese mal hombre en el directorio de teléfonos…
¡Era increíble que no hubiéramos pensado en algo tan simple! En el directorio había centenares de personas con ese apellido.
—¿Dónde vive? —gritó mi madre exasperada.
—Creo que en Coyoacán o en la colonia San Rafael… —contestó Alvarito. Mi madre tomó las direcciones que le parecieron probables y decidió:
—¡Mañana iré a buscar esas casas que aparecen bajo el apellido! La encontraré. ¡Magdalena me va a oír! No podemos seguir en esta zozobra. ¡Mocosa majadera! ¡Tú vendrás conmigo! —le ordenó a mi hermano Alvarito que en esos días contaba once años de edad.
Por la mañana, mi hermano no fue a la escuela para acompañar a mi madre en la excursión. Loreto y Marta salieron a la calle a bendecirlos. Iban decididos a encontrar la casa de Enrique. Mi padre les deseó suerte y desayunó con Rosa y conmigo. Tampoco nosotras fuimos al colegio. Pusimos en orden los libros y los cuadernos de Magdalena, abandonados en desorden por ella desde aquel domingo lluvioso. Loreto se puso a cantar:
Tiene los ojos tan zarcos la
norteña de mis amores que
me miro dentro de ellos como si fueran destellos
de las aguas de colores…
Hicimos el cuarto de Magdalena. Esponjamos las cortinas de muselina blanca y revisamos su ropa olvidada en el clóset. Tenía pocos vestidos y sólo dos pares de zapatos: unos tenis y otros de fiesta. Todos teníamos zapatos tenis para ir a jugar a la pelota a la casa de mi tía Antonia, que poseía un frontón y dos canchas de tenis. Magdalena olvidó también su abrigo de corte militar color azul de Prusia que le compró mi padre en uno de sus últimos viajes a El Paso, Texas. Contemplar su ropa inútil nos hundió en una tristeza desconocida hasta entonces: la certeza de una ausencia irreparable, el final de una vida dichosa y el temor al porvenir nos hizo sentarnos en el borde de la cama, para saber por vez primera que la vida no era ese espejo límpido en el cual nos deslizábamos iguales reflejos apacibles, sino un laberinto oscuro poblado de asechanza que no podíamos prevenir. Recuerdo con temor esa tristeza súbita y desconocida. La ausencia de mi madre producía una inquietud amenazadora, sentimos la presencia grisácea del miedo mirándonos desde las cuatro esquinas de la habitación de mi hermanita y corrimos despavoridas a refugiarnos en la cocina cerca de Loreto.
—¿Tienen miedo? Yo también. Marta soñó anoche a la niña Magdalena en tierras muy lejanas, la veía caminar detrás del agua y me dijo: “Magdalena ya se perdió en el mundo”…
La escuchamos religiosamente, pues Marta soñaba siempre la verdad.
—Loreto, no se lo digas a mi mamá.
La mañana nos pareció peligrosa. En los rayos de sol que entraban a la cocina no giraban los puntitos azules, verdes y naranjas. Estaban vacíos y fijos. Quisimos pensar en la escuela. ¿Qué les diríamos a los profesores? Las clases y los compañeros nos parecieron muy remotos. Un muro invisible nos separaba de ellos. Recordamos las palabras de Magdalena: “Al enemigo en derrota hay que perseguirlo hasta exterminarlo. De lo contrario reagrupa fuerzas, vuelve al ataque con más brío y te aniquila”. Esas frases se las repetía a Alvarito durante los combates de soldados sobre la alfombra. Las había sacado de un libro de táctica militar. ¿Quién era el enemigo de Magdalena? Rosa opinó que era Enrique y se había ido con él para aniquilarlo. A ella no podía derrotarla aquel hombre viejo y con tan pocas dotes militares.
Mi padre llegó a la hora de la comida y mi madre todavía andaba fuera. Decidimos esperarla. Los tres mirábamos un pequeño elefante de marfil con la trompa levantada, talismán de buena suerte, colocado sobre un librero. Tuve la impresión de que había bajado la trompa y que sus orejas estaban gachas. Unas sombras ajenas a la tarde invadieron las habitaciones y nos inmovilizaron.
A las siete de la noche llegaron mi madre y Alvarito. Venían rendidos, abatidos y vencidos.
—Ya muy tarde encontramos la casa. Una criada nos gritó desde una terraza que Magdalena se fue de México con Enrique desde hace ya mucho tiempo —explicó mi madre.
—¿Por qué no pidieron hablar con algún familiar de Enrique? Con la madre por ejemplo —preguntó mi padre visiblemente turbado.
—Parece que no tiene hermanos. La señora no estaba… y si hubieras visto a esa criada insolente…
—¡No hay que hablar más del asunto! —decidió mi padre con violencia.
A la madre de Enrique la habíamos visto una vez en una pastelería. Iba acompañada de su hijo, pero la olvidamos. Ni siquiera recordábamos el color de sus cabellos. Después de la desaparición de Magdalena ella no hizo ningún gesto para acercarse a nosotros. Nunca llamó por teléfono ni dio señales de vida. Esa tarde su criada le gritó a mi madre con grosería, la situación no era agradable, mi padre tenía razón: no había que ocuparse más del asunto. Nos fuimos a la cama llenos de pesar. Al día siguiente volvimos a la rutina de la escuela. No nos interesaban los estudios. Evitábamos hablar de la Guerra de los Treinta Años, de Carlos V, de la Reforma, de la Contrarreforma, de Lutero, al que antes odiábamos tanto: “¡Mira qué jeta de cerdo tiene!”, decía Magdalena. La familia ignoraba que usábamos la palabra jeta. ¿Pero acaso había alguna más adecuada para Lutero? Eran más verdaderos los cuentos de hadas en los que aparecen dragones y desaparecen princesas. Fueron días tristes. Nos consoló saber que Andersen aprendió a leer a los dieciocho años, si perdíamos el año escolar todavía teníamos tiempo de recuperar los estudios.
En la universidad se hablaba mucho de Elvis Presley, pero nosotros ya no escuchábamos sus discos ni mi madre nos llevaba al cine los miércoles. A mis tías las veíamos como si estuvieran colocadas detrás de una cortina de vidrio. ¿Qué podíamos decirles?
Fue en uno de esos días cuando se presentó en la casa la madre de Enrique. Dijo llamarse doña Justa. Estábamos comiendo y Loreto la pasó al comedor. La vimos entrar enorme y enlutada, como una maquinaria implacable que se acerca lenta pero segura para dejar a su paso sólo calcomanías. Ocupó un lugar en la mesa y anunció que ya había comido.
—Perdone, señora, que me presente a esta hora tan inoportuna. Sólo quiero saber si ha tenido usted noticias de ellos —dijo dando un gran suspiro.
—¿Yo?… yo no sé nada desde aquel domingo en que mi hija se fue con Enrique.
—¡Qué ingratos son los hijos! ¡Qué ingratos! A mí, señora, me tienen con el Jesús en la boca. No sé nada de ellos —afirmó secándose una lágrima con un pañuelo de encaje.
La escuchamos con incredulidad. Tal vez porque no decía la verdad. Su voz era melosa, pero había en ella algo que mentía, una especie de burla grosera. Parecía recitar una lección. La observamos con temor, vestía un traje negro muy ajustado.
—Soy viuda… —explicó con voz temblorosa.
¡Viuda! ¡Qué mala suerte! Debíamos darle trato de favor. ¡Qué lástima que no fuera una simple divorciada! Llevaba pendientes de diamantes, zapatos de tacón muy alto, que parecían incapaces de sostener su enorme corpachón. Un perfume espeso se desprendía de su persona, sus labios estaban cargados de carmín y sus párpados untados de carbón azul. Doña Justa era muy voluminosa. He pensado que quizás no era ni tan alta ni tan gorda, pero daba la impresión de llenar la casa. Se diría una planta carnívora devoradora de sus interlocutores y del aire que respiraban. Cerca de ella nos sentimos minúsculos y estúpidos. Nada de lo que nos ocurría valía la pena de ser mencionado. Con ella todo se reducía a su terrible viudez, que la había dejado en el más total desamparo. Era una mujer especial y nosotros le debíamos reverencia a causa de su desdicha.
—Está hecha con “sobras” —me dijo Rosa al oído.
Era verdad, Dios había cogido las sobras de su almacén donde fabricaba a los seres humanos para hacerla a ella. La extrañeza de doña Justa provenía de ese hecho. Doña justa no era fea ni guapa, tenía ojos negros de hipnotizadora, dientes preciosos y manos pequeñísimas para su enorme estatura. Su cabellera negra y ensortijada la llevaba suelta y la movía como María Félix.
—¿Por qué no me avisó usted que pensaba ir a visitarme? —le preguntó a mi madre mirándola con fijeza.
—No conocía su dirección. Me costó mucho trabajo encontrar su casa. Tuve el impulso de ver a mi hija y fui a buscarla…
—Señora, no me diga eso. Magdalena me dijo mil veces que había venido a visitarlos y que ustedes se negaban a conocerme. Además le avisó cuando se fue de México. ¡A mí me consta! —afirmó doña Justa con una tranquilidad pasmosa.
—¿Cómo que a usted le consta? ¡Nunca volví a ver a mi hija! Jamás supe su dirección —protestó mi madre enrojeciendo de ira.
—Bueno, vamos a dejar así las cosas —murmuró molesta doña Justa.
—Perdone que intervenga, señora, pero ignorábamos su dirección y la de Magdalena —intervino mi padre.
La violencia se instaló en la mesa. Doña Justa mentía con descaro. ¿Qué se proponía? Su mentira nos dejó mudos, mis padres guardaron un silencio grave. Ella se sintió victoriosa, encendió un cigarrillo egipcio y lo fumó con deleite. Tal vez fue un error ir a su casa provocando así que ella viniera a la nuestra. No podíamos decirle que no volviera nunca. ¿Qué pasaría con mi hermanita Magdalena? Doña Justa era la única pista que teníamos para seguir sus huellas.
La suegra de mi hermanita se dio cuenta de su poder y decidió ejercerlo. A partir de esa fecha se presentó todos los días a la misma hora. Ella no probaba bocado, se limitaba a observarnos comer y a fumar cigarrillos egipcios. Arrojaba el humo entrecerrando los ojos y haciendo volutas azules con la lengua enrollada como una flauta. Nos quitaba el apetito. Hablaba en tono confidencial.
—Yo digo que Magdalena tuvo mucha suerte casándose con Quique. No es porque sea mi hijo, pero es muy trabajador y muy honrado. Algo muy difícil de encontrar en estos días. Además una mujer siempre necesita unos pantaloncitos a su lado. ¿No lo cree usted, señora?
—Yo hubiera preferido que Magdalena no se casara tan joven.
—¡No es tan joven! A su edad yo ya era madre —afirmó con dramatismo.
Por la noche mi padre comentó:
—Si esta mujer tuvo a su hijo a los dieciséis años, el Enrique ése debe de tener no menos de cuarenta y seis años. Ella ya pasó de los sesenta.
Si doña Justa llegaba unos minutos antes de que nos sentáramos a la mesa corría a la cocina, inspeccionaba los guisos, los probaba, si la sorprendíamos levantando las tapaderas de las ollas ponía los ojos en blanco.
—¡Hum!, qué ricos chiles en nogada —y volvía al comedor con todo su atuendo ruidoso de viuda a ocupar su lugar en la mesa.
Su diaria presencia resultaba insoportable. Ella lo sabía y prolongaba la sobremesa hasta las seis de la tarde. Desesperados mirábamos el mantel lleno de bolas renegridas de migajón, manipuladas por los dedos enjoyados de doña Justa. Nunca dijo una palabra acerca del paradero de mi hermanita Magdalena.
—Señora, no me gusta esta intrusa. Marta se agita mucho cuando entra en la cocina. La mira fijo, con ojos malos y ella lo siente —se quejó Loreto.
—¿Y qué quieres que haga? No le puedo decir que ya no venga. Dile a Marta que voy a impedir que entre en la cocina —prometió mi madre.
Recibimos la consigna de no dejar sola a doña Justa para evitar sus carreras a la cocina. Su presencia diaria se convirtió en una tortura, no podíamos hablar de nada, tampoco podíamos comer, nos sentábamos a la mesa sólo para escucharla y ser observados por ella con malevolencia.
—En su última carta, Enrique me habla de sus asuntos, pero no la nombra a ella ni pregunta por mi salud.
Nunca le dijimos que Magdalena no nos había escrito jamás. Teníamos la certeza de que a doña Justa era lo único que le interesaba saber.
Es difícil explicar la violencia que despedía doña Justa. “Mañana le diré que nos deje comer tranquilos”, prometía mi madre. Pero al día siguiente volvía a callar en su presencia. Doña Justa era un personaje inesperado en nuestras vidas, un elemento paralizante, un cuerpo extraño, una presencia hostil, que provocaba pleitos en la mesa entre nosotros, los hermanos, y ella simulaba querer poner la paz, mientras mis padres permanecían mudos de ira. Muchas veces la sorprendimos lanzándonos miradas de odio, entonces la ira se apagaba en sus ojos y en sus labios aparecía una sonrisa forzada. Con ella descubrimos que el odio paraliza al ser odiado.
—Doña Justa, la invito al cine —le dijo alguna vez Rosa.
—¡Bah! No me gusta el cine. ¿Para qué voy a ir a perder mi tiempo?
No le gustaba el cine, el teatro, la música, el campo. No le gustaba nada, salvo venir a mi casa a impedirnos comer. Si pensaba que nos había ofendido con la grosería de sus respuestas, recurría a las lágrimas.
—He sufrido tanto, que ya no me queda gusto por nada —explicaba llorando.
Mi padre aborrecía las escenas y trataba de tranquilizarla. Ella juntaba las manos en señal de súplica:
—¡Le juro, señor, que yo nunca le he hecho un daño a nadie!… ¡Y cómo me han pagado todos!…
—¡Cálmese, señora, se ha ganado usted el cielo!
—¿El cielo? ¡Bah!, el cielo y el infierno están aquí abajo. No creo en el otro mundo. Todo está aquí y depende del dinerito que se tenga.
“¡El dinerito!” La palabra en diminutivo resultó repugnante. Cuando la acompañamos a la puerta murmuró entre dientes:
—¡Hipócritas!
La histeria se posesionó de la casa. “Vieja maldita”, repetíamos Rosa y yo. No hacíamos las tareas y las calificaciones bajaban en la escuela. Mi madre encontró a Marta llorando en la cocina.
—¿Qué sucede? —preguntó alarmada.
—Ya no quiero estar aquí. Cada vez que salgo a la calle a hacer un mandado un hombre me amenaza con llevarme a la cárcel —explicó Marta.
—¿Un hombre? No es posible…
—Sí, señora. Hoy nos correteó cuando fuimos por la leche y casi nos alcanza —declaró Loreto avergonzada.
Las muchachas no mentían. Se habían criado en la casa de mis abuelos y conocían a mi madre desde niña. El miedo de Marta nos intranquilizó. Era nerviosa y cualquier susto la podía hacer volver al manicomio. La queríamos más que a Loreto, era ella la que nos contaba las apariciones de los muertos en la Sierra, cuando caía la nieve y ellos envueltos en sudarios bajaban a las calles de Chihuahua a pedir “una candelita para alumbrarse el camino”. Muchos de ellos le habían contado su triste historia, siempre distinta y siempre escalofriante. También nos contaba los secretos de la familia, si queríamos preguntarles algo a mis tías o a mi madre, sus ojos adquirían una expresión seria para advertirnos: “¡No pregunten, pues nada les será contestado!”.
Al enterarnos de que Marta lloraba en la cocina, dejamos de maldecir a doña Justa y corrimos a verla. Estaba hecha un ovillo, sollozando y ninguna palabra alivió su llanto. Marta presentía la desdicha. A mi padre le preocupó lo que les sucedía a las muchachas.
—¡Eso nos faltaba! ¿Quién puede ser ese hombre? En verdad no sé para qué vinimos a México. Todo ha sido un fracaso. Habrá que dar parte a la policía aunque pienso que será inútil.
Mi madre acompañó a Loreto y a Marta a la comisaría mugrosa para presentar una queja. La escucharon con aire aburrido. El comisario era un viejo malhumorado. Miró a las tres con ironía y se dirigió a mi madre:
—¿Qué pretende usted, señora? ¿Que les ponga una guardia a sus criadas como la que lleva el señor presidente? Me parece que ya están mayorcitas para cuidarse solas. Debe ser algún borracho y yo no puedo arrestar a todos los borrachos que pasen por delante de su casa.
No había nada que hacer y mi madre y las muchachas volvieron a la casa muy enfadadas.
—Aquí hay que dejarse insultar, matar y encima dar las gracias. No sé para qué les pagan a esos sinvergüenzas —dijo mi madre a la hora de la comida. Doña Justa llegó a tiempo para sorprender la conversación desde la puerta del comedor.
—¡Ay!, señora, ¿para qué fueron? Van a decir que usted es una enredadora. Ya se señaló usted, doña Caridad. Debe de haber sido un albañil borracho —opinó la suegra de Magdalena.
¿Un albañil que amenazaba a Marta con meterla a la cárcel? ¡No, un albañil no tenía poder para eso!
Unos días después, doña Justa anunció al oscurecer que se le habían terminado los cigarrillos y le pidió a Loreto que le fuera a comprar una cajetilla. La muchacha tardó mucho en volver a la casa. Empezábamos a inquietarnos cuando alguien llamó a la puerta para avisar que nuestra sirvienta estaba tirada en la calle. Salimos en tropel a buscarla. En efecto, Loreto con la cara bañada en sangre estaba recostada sobre el tronco de un árbol de la avenida Durango. Dimos de gritos y levantamos a Loreto para llevarla a la casa.
—Fue ese hombre… me agarró a golpes —explicó Loreto.
—¿Usted lo conoce? —le preguntó doña Justa muy afligida.
—De vista, es el mismo que nos amenaza… dijo que me golpeaba para quitarme lo chivata.
A partir de ese día, en el camino a la escuela nos volvíamos para ver si “el hombre” no iba siguiéndonos. Sin proponérnoslo, lo asociábamos a la desaparición de mi hermanita Magdalena.
—¿Te has fijado que doña Justa nunca nos ha invitado a su casa? —me preguntó Rosa en la clase de matemáticas.
—¡Claro que me he fijado! ¿Cómo vivirá? Además no sabemos quién es. A veces me digo que ni siquiera es la mamá de Enrique.
—Te propongo ir a espiar su casa. Debe de estar llena de misterios —me susurró Rosa.
Esa misma tarde en cuanto doña Justa salió de mi casa, nosotras nos fuimos a tomar un autobús que nos llevara a Coyoacán. Nos apeamos en la plaza de la Catedral y buscamos la dirección que nos dio Alvarito. Dimos varias vueltas a una plazoleta sembrada de árboles frondosos antes de atrevernos a tomar la calle de la casa de doña Justa. Pasamos frente al número indicado por mi hermano. La casa era muy grande, estaba defendida por unas rejas verdes muy altas, tras de las cuales se extendía un jardín atravesado por un camino hecho con losas blancas que conducía a las gradas de piedra que subían a una terraza. En ella había macetones con naranjos enanos y un tresillo de mimbre muy antiguo. Un muro encristalado separaba la casa de la terraza. Una gran puerta de cristales daba acceso al interior de la casa.
No vimos a nadie. El lugar parecía abandonado. ¿Quién regaría los naranjos enanos? La casa tenía un aire sombrío, los macizos de flores parecían coronas fúnebres, las sombras violetas de la tarde la envolvían en un aire amenazador. Sabíamos que Magdalena no se encontraba dentro y su ausencia nos produjo miedo. Recordamos a Loreto con el rostro bañado en sangre, deshecho a puñetazos, recargada sobre un árbol. Nos miramos asustadas. Aquella casa parecía deshabitada, a pesar de que los caminillos de alcatraces estaban rigurosamente cuidados. Del jardín venían perfumes mezclados: heliotropos, geranios, violetas, tierra húmeda, que se confundían en el aire de la tarde con el vapor que se levantaba de las profundidades del jardín. Nos alejamos para volver a pasar desde la acera de enfrente. La calle era estrecha y las aceras angostas. No pasaban coches. De regreso a nuestra casa no mencionamos la excursión.
Unos días después volvimos a rondar la casa de doña Justa que parecía no haberse dado cuenta de nuestro espionaje. Al atardecer pasamos por la acera de enfrente y descubrimos a doña Justa sentada en un diván de mimbre, fumando. A su lado se hallaba un viejo cuya calvicie brillaba entre los naranjos enanos. Nos detuvimos unos instantes a observar a la pareja y nos alejamos deprisa a la plazoleta sembrada de fresnos. Una vez con mis padres, el recuerdo de mi hermanita Magdalena se volvió insoportable. Rosa puso su disco favorito: Love Letters in the Sand de Pat Boone.
Debíamos acostumbrarnos a la pérdida de mi hermanita. También en la cocina Marta y Loreto escucharon la música con pena. Unos días más tarde, las dos desaparecieron de la casa. Su ausencia repentina nos dejó anonadados. Alguien maligno nos acechaba. Mi padre fue a la policía a dar parte de su desaparición.
Los policías otra vez no pudieron hacer nada. Un silencio sepulcral cayó sobre la casa. Nadie tenía apetito y por las noches no dormíamos. Las camas se llenaron de arena hirviente y las almohadas de piedras.
—Tengo miedo. No podemos vivir sin Marta y sin Loreto… —nos decíamos en la noche.
La cocina permanecía callada, nadie deseaba frecuentarla. Al volver de la escuela y no encontrarlas sentíamos vértigo, era como enfrentarse al vacío.
—¿Y sus criadas, señor? —preguntó doña Justa.
—Están de vacaciones. Vuelven dentro de unos días.
Mi madre no quería comentar el hecho, como no comentaba la desaparición de Magdalena.
—Yo creía que se habían ido por miedo al hombre que las amenazaba —contestó doña Justa.
La señora sabía todo, adivinaba nuestros pensamientos, nos observaba con sus ojos enormes después y no podíamos tragar bocado.
Dos semanas después recibimos carta de Marta y Loreto desde El Paso, Texas. Las dos habían huido “al otro lado” por miedo al hombre que las amenazaba y que las había emplazado a abandonar la capital en secreto. Estaban preocupadas y prometían dejar a sus sobrinos que eran dueños de una tienda de licores en cuanto “el aire se aclarara en la ciudad”.
—¡Nos abandonaron!… ¡Qué increíble! —exclamó mi madre.
La sensación de que la gente se apartaba de nosotros para dejarnos solos era angustiosa. Sólo doña Justa llegaba con la puntualidad de un castigo inmerecido. A mis tías les pareció “rarísimo” lo que hicieron las muchachas, pero continuaron felices buscando “jóvenes formales” para casarlos con sus hijas y con nosotras. No entendían que nosotros habíamos cruzado una barrera que nos separaba de la gente dichosa, no entendían que sobre nosotros había caído una maldición. Tal vez porque no les dijimos nunca nada. Pasaron las posadas, las navidades y el Año Nuevo y nosotros seguíamos esperando a Magdalena, a Marta y a Loreto.
Doña Justa llegó acompañada de una desconocida alta y gorda que dijo necesitar mucho el trabajo.
—Señora, la casa es muy ingrata, mientras vuelven sus muchachas tome a esta mujer para que la ayude —insistió doña Justa.
La desconocida se llamaba Hermelinda. Permaneció de pie viéndonos comer. Su presencia inmóvil era insoportable. Evitábamos mirar su traje viejo de percal, sus zapatos rotos y sus manos usadas. Pero también era insoportable que aquella intrusa ocupara el lugar de Marta y Loreto.
—Hermelinda trabajó durante muchos años en la casa de Cuca, una amiga mía. Cuca se fue de México y esta pobre se quedó sin trabajo —insistió doña Justa.
Comimos y Hermelinda se precipitó a ir a la cocina a lavar los platos. A las seis de la tarde, cuando doña Justa se fue dejó instalada a Hermelinda. Nos sentíamos incómodos delante de aquella testigo a la que nada nos unía.
Hermelinda era servicial: se precipitaba a contestar el teléfono, apuntaba los recados y corría a recibir al cartero. Pero no fue ella la que me entregó la carta sin firma que me hizo enmudecer de sorpresa. “Señorita, si quiere usted saber con quién está Magdalena, pase al oscurecer por la calle de Santo Domingo número 14. No diga a nadie lo que le confío. Una amiga.”
¿Quién me había escrito esa carta extraña? Le confié el secreto a Rosa.
—¡Esto es un anónimo! —exclamó alarmada.
Decidió ir a esa calle y guardar el secreto. Conocíamos mal la ciudad, casi nunca íbamos al centro. Un autobús nos dejó en el Zócalo y a pie buscamos la calle de Santo Domingo. Era una calle estrecha, llena de tiendas pequeñas, en cuyas vitrinas se acumulaban ropas baratas, joyas falsas y libros usados. Los números se escondían entre los anuncios. El ruido de los automóviles, los camiones y los transeúntes era atronador. Me detuve incrédula frente a una vitrina minúscula que exhibía un traje de hombre de color mostaza. No fue el traje ni su color lo que me obligó a detenerme, fue doña Justa acodada al mostrador de esa sastrería estrecha como un zaguán. Doña Justa fumaba del cigarrillo de un viejo de cabellos negros y espesos. Seguí de frente.
—¿Viste? —le pregunté a Rosa.
—No, no vi nada…
—El hombre que estaba en la terraza era calvo, pues está ahí dentro con un viejo de pelo negro.
—No es posible. Vamos a regresar.
Rehicimos el camino. Frente a la sastrería Rosa reculó asustada.
—¡Es doña Justa!… se están besando —dijo casi en secreto.
Nos alejamos deprisa. La gente nos daba empellones porque queríamos avanzar sin detenernos.
—La carta dice que allí está Magdalena. Vamos a regresar —decidió Rosa.
Hicimos marcha atrás, husmeamos a través del escaparate y nos retiramos. ¿Qué podíamos hacer? La tienda vecina a la sastrería era una joyería muy estrecha en la que apenas cabía su propietario. Entramos. Fingimos interés en sus collares de cuentas de vidrio, en sus brazaletes cargados de animalitos, hechos en metal dorado. El viejo dueño nos seguía con sus ojos saltones muy alertas.
—¿Van a comprar algo o sólo están molestando? —preguntó de mala gana.
—Volveremos, ahora no tenemos dinero —dijo Rosa con la mejor de sus sonrisas.
Nuestra operación no sirvió de nada. En un puesto de libros viejos vimos el título adecuado para nuestra situación: Crimen y castigo por F. Dostoievski. Rosa lo compró. Llegamos a la casa con la decisión de volver a la joyería. En la cama hojeamos el libro y empezamos la lectura.
—¡Apaguen esa luz! Son las tres de la mañana. ¿Qué hacen? —gritó mi madre desde su cuarto.
—Estamos estudiando. Doña Justa nos quita la tarde entera.
Crimen y castigo era alucinante. Nunca imaginamos un libro parecido. Era tan verdadero que no era novela.
—¡Vieja repugnante! —repetía Rosa que identificó a la heroína con doña Justa.
—Pobre Raskolnikov… ¿No crees, Rosa, que alguna vez nos puede suceder lo mismo? —le pregunté a mi hermana a las cinco de la mañana.
—Es muy probable…
Por primera vez el homicidio nos pareció normal. Suprimir a un ser malvado era legítimo y la verdadera víctima resultaba el asesino. Nuestra óptica sobre el pecado cambió y nos sentimos dispuestas a ejercer el derecho a matar para salvar a Magdalena. No fuimos a la escuela. Nos instalamos en el Parque España para continuar con la lectura de Crimen y castigo. El riesgo de que nos viera alguna de mis tías era muy grande, pero llevábamos de repuesto los libros de la escuela.
A la hora de la comida mirábamos a doña Justa con intención homicida. Ella sintió algo.
—¿Por qué me ven así?
—Es verdad. Parece que tienen fiebre, ¿no se sienten bien? —preguntó mi madre.
—Todo va muy bien. Son los primeros síntomas —afirmé enigmática, recordando la fiebre de Raskolnikov.
—¿Qué dicen? —preguntó doña Justa.
Guardamos silencio. No queríamos que nos encontraran parecido con Raskolnikov.
—Están muy temblorosas y muy pálidas —insistió mi madre.
Al oscurecer nos encontramos nuevamente en la joyería. El viejo se alegró al vernos. Supimos que se llamaba don Isaac y que había llegado a México después de la guerra europea.
—¿Como los de la sastrería de aquí junto? —preguntó Rosa.
—No. La dueña doña Justa ya estaba aquí cuando llegué…
Rosa compró un brazalete cargado de animalitos.
—¡Justa!… Qué nombre tan chistoso —y se echó a reír.
—¿Por qué te ríes? Es un nombre como cualquier otro. Es una mujer que vale oro. Es viuda, su hijo único se casó con una mujer de malos instintos, que lo ha separado de su madre. Todo lo que gana Justa es para ella y su familia. ¿Comprendes? —explicó don Isaac.
Rosa se sonrojó, balbuceó algo, al ver su desconcierto intervine sin saber lo que iba a decir.
—¿Es viuda? Creíamos que su marido era ese señor que está fumando con ella.
—¡Ah! Eres curiosa. Quieres saber quién es su amigo Rosalitos —exclamó don Isaac mirándome con malicia.
—Nos gusta platicar con usted, don Isaac. ¡Platica usted tan sabroso! ¿Quién es Rosalitos?… —le pregunté, mientras pensaba, “viejo malvado, también tú eres matable. ¿Cómo te atreves a hablar así de Magdalena y de nosotros?”.
—¿Rosalitos? Un hombre muy bueno. Trabaja en Gobernación y es amigo de todos nosotros. Justita está bien relacionada. Es una mujer que vale mucho. ¡Mucho! Ella defiende a todos los débiles, por ejemplo a su hermano Timo, al que el fisco le ponía ¡cada mordida!… Y ya ven, el sinvergüenza quiso robarla y ahora se está hundiendo.
Don Isaac se aburría en su tienda. Lo visitamos varias tardes, pero no quiso contestar a nuestras preguntas.
—Son demasiado jóvenes para engañarme —y se echó a reír.
—¿Engañar?…
—Sí, sí, lo saben muy bien. ¡Engañar! —y volvió a reír.
Salimos de su tienda en apariencia muy amigos, pero con la intención de no regresar. Era un viejo zarco. Decía que lo engañábamos, se había denunciado, el que nos engañaba era él.
—¡Idiota! Hay que volver. Algo sabe —dijo Rosa abrazándose a Crimen y castigo.
Llevábamos el libro a todas partes por temor de que cayera en manos de Hermelinda. Lo habíamos forrado en papel cartoncillo azul cielo, y Rosa con sus mejores letras de molde le había puesto un título escrito con tinta china: “Historia de las civilizaciones comparadas” por W. J. Hohenstein. Así, nadie se interesaría en abrirlo.
Cuando recibí la carta de la desconocida diciéndome: “No vuelva a la tienda de Isaac, mejor vaya a ver la piquera de Timo. Una amiga”. Nos repetimos que el viejo era peligroso. “La amiga” me daba la dirección de Timo. Hicimos una escapada. La taberna se hallaba en una calle atrás de la iglesia de Santo Domingo. Pasamos varias veces para captar el ambiente del antro. El piso era de lodo apisonado, un mostrador seboso rezumaba alcohol barato. Acodados a él, grupos de borrachos en harapos llevaban cuerdas y correas atadas a la cintura; eran los cargadores del mercado. ¿Sería hermano de Justa aquel hombre de mandilón sucio y cabello rubio alborotado en rizos? No se le parecía. Timo era prognata y se agitaba frente a los cargadores hasta ponerse rojo de ira. ¿Y allí guardaban a mi hermanita? Los clientes guardaban silencio. Una mujer bajita, gorda, de piel muy oscura, labios gruesos y ojos redondos y saltones, llegaba a ayudarlo. Se vestía como todas las criadas y reñía a gritos con los clientes.
Una noche decidimos seguir a la mujer. Nos fuimos tras ella. La mujer caminaba despacio, tenía las piernas cortas y muy gruesas. Se detuvo a esperar un autobús. Nos colocamos en la fila y durante el trayecto procuramos no verla, pero notamos que ella nos miraba mucho con sus ojos redondos de córnea amarillenta. Nos dio miedo. Rosa disimuló asomándose por la ventanilla. Para tener más libertad le cedimos nuestro lugar a una pareja de ancianos. La mujer pareció olvidarnos. En la avenida Insurgentes vimos que se aprestaba a bajar y nosotros nos preparamos también. Nos apeamos antes que ella, para no despertar sospechas. Nos encontramos en la esquina de Londres y de Insurgentes. No sabíamos hacia dónde iba a dirigir sus pasos. Rosa me ordenó: “¡Camina!”, y echamos a andar al azar. La mujer cruzó la avenida sin hacer caso a los autos que nos insultaban con el claxon. Un poco más allá de la esquina, la mujer se detuvo frente a una casa medio en ruinas, sacó una llave y abrió un portón desvencijado.
—¡Aquí vive! —gritamos triunfantes.
El problema era entrar para saber si allí estaba mi hermanita. Raskolnikov se había citado con la vieja y llevaba un arma. Ahora la mujer estaba sola, Timo cuidaba la piquera, miramos la casa con atención, era siniestra, con sus viejos ladrillos y sus ventanas cerradas y sucias.
—¿Nos abrirá la vieja?
—No estamos armadas…
Desde aquel domingo lluvioso nuestra vida no era feliz. Nos rondaba algo indefinible, todo lo que hacíamos resultaba mal, era como si una presencia invisible desbaratara nuestros planes y revolviera la casa durante nuestra ausencia. Los libros, los papeles, las sábanas, los cubiertos, todo desaparecía. “¿Qué sucede en esta casa?”, preguntaba mi madre exasperada.
—Cuando Magdalena estaba aquí no había pleitos ni desapariciones —se quejó.
—No la nombres. Terminará mal. Hubiera sido mejor verla salir muerta de esta casa.
La gravedad de las palabras de mi padre nos paralizó. Y nosotras que estábamos haciendo las investigaciones para encontrarla, ¿deberíamos continuar o quedarnos quietas? “¡Continuar!”, nos dijimos.
Nuestro trabajo se multiplicó: debíamos vigilar la sastrería, la casa de doña Justa, la taberna, la casa de la mujer que vivía en la calle de Londres y a don Isaac. Varios días vimos salir de la casa de Londres a la mujer acompañada de una joven igual a ella, sólo que en rubio. Eran como la fotografía y el negativo. La joven se vestía de terciopelo y el cabello rizado lo llevaba peinado en multitud de tirabuzones. Nos preguntamos si sería su hija. La lista de los secuestradores de mi hermanita se alargaba. Raskolnikov había tenido más suerte que nosotras. Una nueva carta me llegó: “Cuidado, Olegaria y su hija saben que las siguen. Una amiga”.
—Olegaria debe ser la morena —dijo Rosa.
Decidimos quedarnos quietas y volver a la escuela. Después tendríamos tiempo para hacerle justicia a mi hermanita a la que ya casi dábamos por muerta. Procurábamos no mirar a doña Justa en la mesa.
—¡Qué raras están las muchachas! Las veo muy pálidas, muy nerviosas.
¿Nerviosas? Nerviosas nos pusimos la noche que volvimos del cine con mi madre y con Alvarito para encontrar la puerta de la casa abierta, las cortinas arrancadas y los clósets abiertos. Hermelinda salió medio dormida del fondo de la casa. No había escuchado nada y el espectáculo la dejó atontada. Nos quedamos perplejos. ¿Para qué ir a la policía? Decidimos no decirle lo ocurrido a doña Justa. Y también renovar nuestras investigaciones.
El domingo por la tarde nos encaminamos a Coyoacán. La avenida de los Insurgentes llena de automóviles con gentes felices nos produjo la sensación de estar “fuera de la fiesta”, como si un destino adverso, cuyo rostro era el de doña Justa, nos hubiera marcado para siempre. Nunca volveríamos a ser como los demás. ¿Por qué debíamos ir a Coyoacán a espiar a aquella mujer que se presentaba todos los días en mi casa y que jamás nos había invitado a la suya? No quisimos decirnos que temíamos que hubiera matado a mi hermanita.
Al bajar del autobús caminamos cabizbajas. Íbamos tristes, como si de pronto hubieran abolido el cielo. Llegamos a la casa de doña Justa cuando la tarde empezaba a cambiar de luz. El aire tenía ráfagas moradas y los fresnos de la plaza reflejaban las primeras sombras. Desde la acera de enfrente contemplamos el jardín y la terraza con los naranjos enanos. Una luz discreta venía del interior de la casa. Distinguimos en el sofá de mimbre a doña Justa y al hombre calvo, que fumaban y bebían, soltando risotadas. Él pellizcaba las piernas de Justa, que se convulsionaba de risa. La sorpresa nos dejó plantadas junto al arbolillo de la acera de enfrente.
—¡Miren a la vieja puta! —exclamó una voz femenina a nuestra espalda.
Nos volvimos para encontrarnos frente a una mujer alta, delgada, de rostro maquillado con la cabeza cubierta con una chalina negra. Temblaba de ira y sus ojos negros se clavaron en los nuestros.
—Ustedes son las hermanas de Magdalena. ¿Verdad?
Tomadas por sorpresa, hicimos un gesto afirmativo, ella nos miró, reflexionó y nos tomó por un brazo. Echamos a andar. Iba silenciosa. En la plazoleta nos colocó junto a un fresno para examinarnos. Observó nuestros trajes blancos de algodón, las zapatillas blancas sin tacón y pareció aprobar nuestras crinolinas. La gente pasaba junto a nosotros comiendo cacahuates. La desconocida no los veía, tenía algo desamparado, que evitaba que le tuviéramos miedo. Un aire pobre y desgraciado la envolvía. El barniz rojo de sus uñas estaba roto y su chalina se resbalaba una y otra vez sobre sus cabellos negros y lisos, que brillaban en el atardecer como pedazos de espejo roto.
—Soy la esposa legítima de Luis María…
Un silencio acogió sus palabras, no sabíamos quién era Luis María.
—Luis María es el que está chacoteando con la vieja puta.
Entendimos que su marido era el viejo calvo. ¿Qué podíamos decirle? La miramos con asombro. Queríamos saber por qué nos había dicho que éramos las hermanas de Magdalena. La vimos enjugarse dos lágrimas pequeñas. Era triste ver llorar a alguien que parecía no tener lugar en el mundo.
—La vieja quiere casarse con él…
—¡Pero si las viejas no se casan!… —interrumpió Rosa.
—¿Ves? ¡Hasta tú, niña, que eres la inocencia, sabes que las viejas no se casan y menos con los maridos de las otras! Y yo, ¿qué voy a hacer? —se detuvo para arreglarse la chalina que continuaba resbalando sobre sus cabellos.
—Yo le di los papeles mexicanos cuando me casé con él. ¡Tanto que trabajé para ayudarlo! Y ahora, ¿qué? Me quiere tirar a la basura por el dinero de esa puta… ¡Qué taruga fui! En ese tiempo lo debía yo haber denunciado con Gobernación y lo hubieran echado de México. Ahora no sé qué voy a hacer…
No dijimos nada. Las dos veíamos las tapas azules de Historia comparada de las civilizaciones. Podíamos prestárselo para que viera que hay casos en que las viejas merecen la muerte. Pero Rosa apretó el volumen contra su pecho y vi que no iba a dárselo.
—Me llamo Raquel. Ustedes son Rosa y Estefanía, ¿no es así? Ustedes nunca han oído hablar de mí, en cambio yo sé todo lo de su hermanita. Ya no anden siguiendo a Olegaria, les va a hacer un mal.
—¿Quién es Olegaria?
—¿Ole? Es la mujer de Timo. Los dos fabrican alcohol malo y lo venden en su piquera. ¡Caray, con un poquitito de justicia que hubiera los dos estarían en la cárcel! Si lo sabré yo.
Raquel nos llevó a una banca vacía, nos compró cacahuates y platicó con nosotras largo rato. Ella sabía que se habían llevado a Magdalena, pero ignoraba adónde.
—En qué nidada cayó su hermanita. No podía ser peor. El Enrique se está haciendo muy rico, es socio de su madre.
—¿Y usted cómo sabe tanto?
—No se crean que sé tanto. Pesco algo de lo que traman cuando Luis María habla con la vieja por teléfono. Yo escucho escondida. ¿Comprenden?
—Yo quisiera saber dónde está Magdalena —le dije.
—Lo voy a investigar. Yo sé cómo hacerlo, Luis María es un cobarde. Vengan a visitarme.
Nos apuntó su dirección en el papel que contenía los cacahuates. De su chalina se desprendía un perfume barato. Parecía muy pobre, en cambio Luis María andaba lujosamente vestido. Raquel comió los cacahuates mirando al suelo. “Estoy fregada”, repitió varias veces. “En Sinaloa bien que lloró para que me casara con él. ¡Tanto que lo ayudaron mis hermanos!…”, dijo con voz ronca. En verdad era un desecho humano, escondida entre las sombras de los árboles mientras que su marido pellizcaba las piernas de doña Justa.
—Nos tenemos que ir. No podemos llegar tarde. Mañana iremos a verla.
—Mañana no. Denme unos días.
Nos acompañó al autobús y se lamentó de la mala suerte de mi hermanita.
—Más le valiera haberse muerto —suspiró.
Era siniestro que mi padre y Raquel pensaran lo mismo de mi hermanita Magdalena.
No pudimos dormir: el recuerdo de doña Justa en la terraza, el de Raquel, el de Luis María riendo a carcajadas y el de Timo y Ole fabricando alcohol malo, nos convencieron de que Magdalena estaba en un peligro inminente. ¿Cómo conjurarlo? A mis padres no les habíamos confiado nada sobre nuestras investigaciones, el secreto nos pesaba, pero tenía que ser así, los dos hubieran puesto el grito en el cielo y nos hubieran impedido continuar con nuestra tarea.
Delante de doña Justa apenas levantábamos la vista. Nos parecía que “la vieja” conocía nuestro secreto, pues nos miraba con fijeza. Pensamos que don Isaac nos había traicionado. Ahora, después de haber hablado con Raquel, teníamos la certeza de que estaba al corriente de nuestros pasos.
—Tal vez nos está preparando una trampa.
Debíamos actuar con precaución. Raquel vivía en una calle vieja de la colonia Roma. El número de su casa correspondía al de una tienda de comestibles muy pobre, con las alacenas casi vacías, el piso sucio, el mostrador grasiento, detrás del cual se hallaba Luis María en mangas de camisa, el chaleco desabrochado y los dedos cubiertos de anillos. Su presencia inesperada nos alarmó, la ventaja era que el hombre no nos conocía.
—¿La señora Raquel no está? —preguntamos.
—¿Qué quieren? Para ustedes no está. ¡A mí no me van a hacer pendejo, ustedes son las hermanas de Magdalena! —gritó.
No contestamos a su ataque intempestivo. En ese momento la cortina de cretona desteñida que separaba la tienda de la trastienda se levantó y apareció Raquel con los cabellos en desorden. Su marido se volvió a ella como si fuera a golpearla, levantó el brazo y gritó:
—¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí, cabrona! —al mismo tiempo que le daba de empellones para llevarla hacia la cortina de cretona.
—¡Señor!… ¡señor, no se ponga usted así! —exclamó Rosa, indignada. Raquel se puso en jarras.
—¡Padrote! ¡Desgraciado! No me tratabas así delante de mis hermanos. ¿No quieres que les diga que nunca más volverán a ver a Magdalena?…
Un bofetón brutal de Luis María le cerró la boca. El hombre furioso se volvió hacia nosotras:
—¡Fuera de aquí! Y cuidado con decirle nada a Justita. ¡Cuidado! ¿Entendido? Yo tampoco le diré nada.
—¡Canalla! ¡Lo que vas a decirle es que la mate de una vez! —contestó Raquel con una voz terrible.
La magnitud de sus palabras nos dejó en un paraje solitario, donde soplaba el viento homicida de Caín. En un segundo vi a doña Justa con sus ojos aterradores mirando el charco de sangre en el que había caído mi hermanita. Un silencio desconocido reinaba en ese lugar.
—No diremos nada. ¡Se lo juro por Cristo! —escuché decir a Rosa.
Abandonamos la tienda de comestibles. Caminamos por las calles viejas de la colonia Roma. De los automóviles nos miraban con curiosidad. Nadie podía entender nuestra desdicha. El mundo había cambiado, habíamos alcanzado sus confines: la tienda de Luis María, la taberna de Timo, la sastrería de doña Justa y la joyería de don Isaac terminaban en la palabra crimen. Rosa llevaba bajo el brazo Crimen y castigo. Pero ¿quién iba a castigar a aquellos asesinos?
Una impresión de irrealidad nos hacía ver los muros de las casas separados para mostrar al mundo sus miserias invisibles, sus víctimas y sus verdugos. El sol caía blanco como una espada sobre aquellos muros llenos de pecados.
—¡Ah!, si yo los pudiera matar… —dije a voces.
La calle no se inmutó, continuó destartalada, con el sol blanco partiendo sus paredes.
—¿Qué les sucede? Parecen dos viejas cansadas —dijo mi madre.
Doña Justa nos observó complacida y juzgó conveniente tomar el papel de víctima.
—Qué calladas están… si estorbo me voy —dijo ofendida.
Su actitud vigilante nos obligó a quedarnos quietas y a volver al colegio. Abandonamos el cerco tendido a su casa, a su sastrería, a Timo y a Luis María. Temíamos que el hombre le hubiera contado nuestra presencia en su tienda de comestibles. Raquel se convirtió en una obsesión: “¿Nos estará esperando?”, “¿Habrá descubierto algo?”. La diaria presencia de doña Justa era un castigo inmerecido, pero no podíamos quejarnos. En la casa estaba prohibido. “Sólo los culpables se quejan. Quieren justificar sus faltas con la letanía de sus miserias”, nos repetían. “Los cristianos no se quejan, soportan sus pesares en silencio.” En la mesa debíamos callar. ¿Desde cuándo no reíamos? Por la ventana del comedor entraba la noche y su frescura. Tuve la impresión de que mi casa se caía a pedazos: los tres hermanos teníamos notas muy bajas, yo debía repetir un semestre…
—No es que yo quiera meterme, pero las muchachas deberían buscarse un trabajito —opinó doña Justa ante nuestro fracaso en los estudios.
—¡Es mejor buscarse un amante! Así nos dará una chamba de taquígrafas —afirmó Rosa.
—¿Qué dices? —protestó mi madre escandalizada.
—Digo que antes los hombres les regalaban a sus queridas alhajas, casas, dinero y que ahora les buscan un trabajo —repitió Rosa.
—Tiene razón Rosa. ¿Por qué debemos ser taquígrafas? Es como si todos los hombres estuvieran condenados a ser carteros, aunque fueran cojos —dije enfadada.
—Un amante se puede tener cuando se tiene dinero para ¡comprarlo! —añadió Rosa mirando con fijeza a doña Justa.
—No es que yo quiera opinar, pero siempre pensé que las educaban mal, con tantas pretensiones de idiomas y… de bueno, de todo lo que enseñan en la universidad —contestó doña Justa fingiendo no entender la alusión directa de Rosa.
Era costumbre que los lunes llegara doña Justa con bandejas de cartón de La Flor de México en las que figuraban pasteles con la crema marchita. Parecían sobras. “Es lo que le queda de sus encerronas de sábado y domingo con Luis María”, dijo Hermelinda, que seguramente estaba informada por su antigua patrona doña Cuca.
—Perdone, señora, sus pasteles están agrios —dijo Rosa rechazando el pastel.
—Como tú digas. Yo quise hacerles un regalito…
Era apenas lunes y debíamos soportarla hasta el viernes. Los sábados y domingos nos dejaba libres, pero no podíamos ir a nadar o a jugar con mis primas ya que debíamos estudiar las lecciones de la semana.
—¡Malhaya! —jurábamos cuando mis tías se iban disgustadas porque mi madre no nos permitía ir a jugar a sus casas.
Mi tía Remedios, cuya vida estaba cubierta de misterio, según nos había confiado Marta, era la única que lograba convencerla.
—¡Caridad! No sé cómo puedes enfadarte con estas niñas tan poéticas. Me las llevo a mi casa, el día está precioso. ¡Mira qué sol! No es justo que las pobrecitas se queden encerradas en un sábado tan glorioso.
Pero mi madre contestaba: “Sábado glorioso, te lavo, te plancho y te coso…”. Mis primas Lucero y Aurelia nos tomaban de la mano y adoptaban una actitud suplicante.
—¡Llévatelas! Pero no van a pasar de año.
La casa de mi tía Remedios era entresolada, blanca y misteriosa. Un patio embaldosado en mármol blanco con una fuente en el centro e hileras de macetones con plantas que subían hasta la terraza de balaustrada de mármol la convertían en un lugar cerrado y sólo abierto al cielo. La terraza cubierta por una marquesina corría a lo largo de la casa. Todas las habitaciones daban a esa terraza. También allí había macetones con flores, alineados como las bailarinas de un ballet clásico. Mi tía Remedios adoraba el teatro.
—¡Qué pena que Magdalena se haya casado! Ella es como yo…
Mi hermanita era su predilecta. Magdalena la visitaba con frecuencia y nos contaba que mi tía le había confiado que en sueños Bécquer le recitaba poemas. A nosotras no nos hacía confidencias. Guardaba un silencio triste. Se diría que se alejaba volando para perderse en un paraíso invisible. A veces era en el salón, donde mi prima Aurelia tocaba el piano y Lucero vestida con su tutú blanco giraba entre los muebles moviendo sus hermosos rizos negros. Seguíamos sus piruetas en los espejos: eran muchas Luceros girando en el salón perfumado. Sí, la casa de mi tía Remedios guardaba un misterio exquisito. Misterio que desconocíamos. Sólo sentíamos que al cruzar el dintel de su casa entrábamos al misterio del blanco silencio. Con mi tía Remedios todo era perfecto. ¡Todo!, menos su marido. Su llegada provocaba un revuelo cortés, mis primas salían a recibirlo, le besaban la mano y en actitud graciosa esperaban su saludo. Mi tío Bernardo hablaba poco, su reserva nos intimidaba. Sentado a la cabecera de la mesa nos miraba con curiosidad.
—¿Alguna noticia de Magdalena? —el nombre de mi hermanita lo hacía sonreír. Al cabo de unos minutos agregaba: “¡Qué pilla! No nos ha enviado ni una palabra”.
No podíamos confesar que a nosotros tampoco nos había escrito nunca. ¿Y cómo decir que doña Justa nos visitaba todos los días? Nos daba vergüenza. Había algo extraño en sus visitas. Bajábamos los ojos para ocultar el rubor que nos producía mi hermanita y su suegra. Y si mi tía supiera que espiábamos a Justa, a Olegaria, a Timo, a Raquel y a don Isaac ¿continuaría pensando que éramos unas “niñas poéticas”? Al recordar nuestro espionaje se nos iba el apetito. Los métodos los habíamos sacado del cine y de Sherlock Holmes, cuyos libros nos había regalado mi tío Bernardo. Mi tía no sospechó jamás nuestras actividades clandestinas. Dentro del orden de su casa perfecta nuestra conducta resultaba no sólo baja sino criminal.
—Tío, ¿ha oído hablar de un escritor llamado Dostoievski? —preguntó la indiscreta de Rosa.
“¡Que me trague la tierra, ésta ya se echó de cabeza!”, me dije hundiendo la mirada en el puré servido en el plato.
—¿Fedor Dostoievski? Espero que no lo hayan leído.
—¿Leído?… no, nunca —mintió Rosa.
—¿Nunca? Me parece que algo han leído… bueno, qué se va a hacer con las chicas modernas —dijo resignado mi tío Bernardo.
No pude comer. Miré con ira a Rosa. “¿No podrá controlarse?”, me pregunté furiosa.
A la hora de la siesta mi tía nos leyó poemas de san Juan de la Cruz y su voz nos produjo la urgencia de morir para alcanzar la Gloria. Al salir de su casa llevábamos la firme convicción de profesar en un convento. Pero ¿en cuál? “¡En México están perseguidos! Los gobiernos que sufrimos son satánicos. ¿Saben que los presidentes son masones?”, nos preguntaba mi tía en voz baja.
Ir a misa con mi tía Remedios y con sus hijas era un privilegio. El olor del incienso, el hermoso latín, los monaguillos, el órgano, las campanillas a la hora de la elevación de la misa, nos transportaban a un espacio santo. En esos días el luterano francmasón Juan XXIII ya era papa, pero para fortuna de mi tía y de nosotros todavía no revelaba sus intenciones ni su verdadera identidad. Sólo era gordo, orejón y parecido al diablo. ¡Qué diferencia con Su Santidad Pío XII! Mi padre tenía razón: “No recuerdo que haya habido un papa con tanta panza”, exclamaba disgustado. A pesar de la obesidad del pontífice todavía podíamos confesar, pues no existían los curas de huipil y blue jeans. Me habían dicho que la Iglesia estaba en manos de Lutero. Otros creían que Juan XXIII era el anticristo. ¿Quién iba a decirnos que ese gordo iba a destruir la Iglesia? Yo digo que debería llamarse Lutero II. La desaparición de mi hermanita Magdalena fue un anuncio de lo que pasaría en el mundo. ¡El apocalipsis!, al que todos esperamos con impaciencia.
La conducta de mi hermanita nos afectó tanto porque en aquellos días se acostumbraba obedecer a los padres. Las jovencitas éramos vírgenes, íbamos peinadas y nos cambiábamos de ropa interior todos los días. Bailábamos el rock and roll y usábamos ballerinas. Se consideraba una desdicha padecer acné y era preferible ser alto a ser enano. Los hijos comíamos a la misma hora y respetábamos a los ancianos. Ignorábamos la mariguana, si la gente veía a un soldado con la mirada turbia, se alejaba diciendo: “¡Cuidado!, ese guacho anda mariguano”. Desconocíamos el LSD y no sabíamos que la paz era la panacea de los drogados. Los muchachos se afeitaban.
¿Qué hubiera dicho mi tía Antonia si se le presenta un barbón de pelo largo? Los únicos desfiles eran los del ejército el 16 de septiembre, el de los revolucionarios el 20 de noviembre y el de los obreros el 1 de mayo. En la universidad estudiábamos. En fin, era una vida primitiva y casera. Sólo volviendo a aquellos tiempos prehistóricos podemos entender el impacto que produjo en nosotros la conducta “progre” de mi hermanita Magdalena. Ahora es lo contrario, las familias se enorgullecen de sus desaparecidos. ¡Cómo cambia todo! En aquellos días nuestro secreto era indecible, anormal y nos pesaba como una losa. Una mancha negra había caído sobre mi casa.Confesar el secreto significaba el fracaso de la educación que nos habían dado mis padres. ¡Qué injusticia! ¿Qué culpa tenían ellos del desconocido Enrique y del capricho de Magdalena? Era mejor callar y que mi tía Remedios continuara pensando que mi hermanita era “una niña encantadora”. Estudiábamos a Raskolnikov. Él llevaba pelos largos y vivía hundido en la miseria y la mugre de una pensión sórdida. Su crimen se justificaba más que la voluntaria desaparición de Magdalena, que ahora nos llevaría al crimen, aunque nos ducháramos todos los días.
—Encantadora. ¿Te das cuenta? ¡Qué sofocón pasé cuando mi tío habló de ella en la mesa! Tengo la impresión de que mi tío lo sabe todo —me dijo Rosa de vuelta de la casa de mi tía Remedios.
—¡Mal rayo me parta! Si mi tío lo sabe ¡no podemos volver! Creerá que vamos a contagiar a sus hijas.
—Pues a mí me transmitió el pensamiento y sabe hasta lo de Justa, Luis María, Timo, Olegaria y Raquel. ¡Todo! Acuérdate de que es juez.
—¡Carajo! —y hundí la cabeza en las almohadas.
Unos timbrazos despertaron a toda la casa. Era doña Justa. ¡Qué sobresalto! Estuvimos seguros de que venía a anunciar la muerte de mi hermanita. Nosotras teníamos la culpa por blasfemas. Bajamos en tromba.
—¿Qué sucede, doña Justa?
—Tengo que hablar con tu papá. ¡Quédese, señora! Y ustedes también —ordenó con gesto trágico.
Mi padre acudió deprisa: “¿Qué ha sucedido?”. Doña Justa sacó su pañuelito de seda y se limpió algunas lágrimas. Mis padres perdieron el color. Nunca olvidaré la ola de perfume que la envolvía ni su traje tan entallado. Tampoco olvidaré la actitud hierática que adoptó esa noche. Cuando el impacto de su presencia inesperada hizo suficiente efecto y todos estábamos graves, callados y listos al llanto, exclamó:
—¡Señor! ¡Estoy muy sola! Nadie puede imaginar lo que yo he sufrido. Todos, todos han sido ingratos conmigo. Desde niña tuve mala suerte. ¡Ay, Dios mío! ¡Tú eres testigo de mis sufrimientos! Ya ve usted, ahora que estoy cansada, mi hijo, mi único hijo, sangre de mi sangre y carne de mi carne me abandona…
Pronunció la fórmula: “Carne de mi carne y sangre de mi sangre” como un conjuro, que nos estremeció a todos, salvo a mi madre. A doña Justa no le pasó inadvertido su gesto y se apresuró a besar la cruz que hizo con los dedos:
—¡Por ésta, señora! ¡Por ésta, que no sé nada de Magdalena! —los sollozos no la dejaron continuar.
—¡Cálmese, señora! ¡Cálmese! —suplicó mi padre.
—No cuento con nadie… mi hermano me ha traicionado. ¡Estoy sola!…
Rosa y yo cruzamos una mirada: “¿Y Luis María?”… “¿Y Rosalitos?”, nos preguntamos. Además a doña Justa le gustaba sufrir, siempre estaba sufriendo. Hablaba de sus sufrimientos como mis tías de nuestros futuros matrimonios. Mis padres ignoraban la existencia de Timo y nos preguntamos adónde quería llegar doña Justa. Hubo un silencio.
—Soy una pobre viuda… una mujer sola no vale nada. ¡Nada! Usted, señora, no lo sabe, pero una casa sin pantalones, es una casa en descampado. Está usted expuesta a cualquier bandido… —dijo llorando.
—No sé qué decirle, señora. Si se siente usted tan sola y en peligro puede venir aquí. La habitación de Magdalena está vacía —tuvo que decir la tonta de mi madre siempre débil a las lágrimas ajenas.
—¡No! Gracias, señora, ya conoce usted el refrán: el muerto y el arrimado a los tres días apestan. Sin embargo aceptaré venir unos días, si usted, señor, está de acuerdo. Necesito que me aconseje y que me ayude…
—¡Naturalmente! Diga en qué puedo servirla.
—Señor, quisiera casarme. No sé qué opinarán ustedes. Hay un hombre muy bueno, sí, muy bueno, de los que ya no hay. Es honrado, trabajador… —doña Justa hizo una pausa para calcular el efecto de sus palabras.
“¡Hay otro más y no lo hemos visto! ¡Qué increíble!”, nos dijimos Rosa y yo. Doña Justa agregó:
—Es viudo como yo. Vive muy solo y muy triste y me propone casarse conmigo.
“¡Carajo!, tiene tres novios, Rosalitos, Luis María y este pobre viudo… ¿no será don Isaac? ¡Claro! Es él. Nunca nos lo dijo, pero insinuó que quería ampliar su negocio uniéndolo a la sastrería”, nos dijimos Rosa y yo y sonreímos con satisfacción. No en balde habíamos concertado el cerco de doña Justa con gran orden.
—No quiero dirigirme a mi hermano, es muy anticuado. Me juzgaría muy mal, porque soy viuda. Además tiene hijos y quiere mis favores para ellos. Por eso le pido ayuda a usted. Hoy no quise contestar a la proposición de matrimonio. Le dije: “Mira, Luis María, lo consultaré con el señor…”.
“¡Con Luis María!… ¡Pero si es casado!”, íbamos a decir Rosa y yo. Confusas, escuchamos a mi padre: “Si usted lo quiere y él la quiere no veo inconveniente”. ¿Ningún inconveniente? Mi padre se había vuelto un inmoral.
—La gente es mala. Si mis familiares saben que quiero casarme con Luis María lo impedirán. Y si me caso sin nadie de la familia dirán que me junté con él. Esta molestia se la pido por mi hijo. No quiero que tenga nada que reprocharme. Por eso le pido que sea mi padrino de boda y que Luis María le pida mi mano.
Asombradas escuchamos a mi padre aceptar el papelón: ser el padrino del bígamo Luis María. “¡Válgame Dios!, ¿cómo puede ser tan inconsciente?”
Esa misma semana doña Justa se mudó a nuestra casa. Se instaló en la habitación de Magdalena. Comía con nosotros y por las tardes salía a dar una vuelta con su novio.
—Oye, tú, ¿quedé bien? —le preguntaba a Rosa antes de salir.
Luis María la esperaba en la esquina. Asombradas la seguíamos por la casa, fascinadas por sus gestos, sus palabras, sus maquillajes y sus ropas. Ya no la espiábamos. La atendíamos como a una privilegiada. La casa se redujo, no dejaba lugar más que para ella, nosotros nos quedábamos en las esquinas de los cuartos, sin espacio para movernos. Doña Justa se comportaba como la propietaria, daba órdenes en la cocina, regañaba a Hermelinda: “¡India pendeja!”. La criada aceptaba sus enojos. Exigía platillos que desconocíamos y era imprescindible el diario caldo de gallina, que al comerlo la hacía sudar copiosamente. Sólo ante mi padre adoptaba un aire sumiso e indefenso: “Lo que usted diga, señor” o “Como usted prefiera, yo soy una ignorante”. Por las noches le enseñaba a Rosa a maquillarse: “Mujer compuesta quita al marido de la otra puerta”, le decía dibujándose los ojos hasta hacérselos enormes. La atormentaban los celos. Temía que su novio la engañara.
—¿Con quién? —le preguntamos para saber si conocía la existencia de Raquel.
—¡Con cualquier sinvergüenza!
Convenció a Rosa de ir a espiar el hotel donde se alojaba Luis María. Por la noche las dos con la cabeza cubierta por un rebozo salían por la puertecilla de atrás y volvían hasta muy tarde. Yo esperaba para abrirles la puerta. ¿Doña Justa ignoraba que Rosa y yo sabíamos que su novio estaba casado? Esas expediciones nocturnas empavorecían a Rosa. Pero ¿cómo negarse a su voluntad imperiosa? Sometidas a su mirada de hipnotizadora aceptábamos sus órdenes sin chistar.
—Mañana a las cinco de la tarde viene Luis María a pedir mi mano —anunció durante la cena.
“¿Y si Luis María nos reconoce? ¿Y si nos denuncia con mis padres? Debe recordar nuestra visita a su tienda vacía”, pensamos Rosa y yo asustadas. En la mesa todos parecían tranquilos. Una vez en la cama no pudimos dormir.
—¿Y si llega Raquel?
—¡Qué bárbara! Qué cosas se te ocurren, nos mata mi papá —contestó Rosa.
—¡Qué día tan largo! A cada instante creíamos que llegaba Raquel. Por la tarde esperamos en la habitación de Magdalena la terminación de la conferencia entre mi padre y Luis María.
—¡Ay, Dios mío!, qué tanto hablan ésos… —se quejó doña Justa. Cuando al final nos dijeron que podíamos bajar, mi padre anunció:
—Doña Justa se casa.
De reojo vimos a Luis María vestido de gris perla, con una corbata de mariposa y varios anillos de diamantes en los dedos. Nos tendió la mano con naturalidad.
—¿Cómo se llaman? —preguntó solícito.
—Rosa y Estefanía —dijo mi madre.
—Los felicito, ¡qué niñas tan bonitas tienen!
El secreto de Raquel nos pesaba como una piedra al cuello. Miramos con pena a mi padre que mantenía una conversación con el novio, ¡aquel bígamo! ¡No! La vida no era como nos la habían contado. La vida era la nota roja de los periódicos que nos prohibían leer. “¡Qué desastre! ¡Con tal de que no corra sangre!” Miramos a doña Justa vestida de encaje negro, la vimos caer al suelo con el pecho atravesado por varias balas y señalando con mano acusadora a Raquel que sostenía un revólver humeante. Pero sólo la vimos en la imaginación, pues Raquel no llegó nunca y todo hubiera salido bien si a la mañana siguiente no se le hubiera ocurrido a Olegaria llamar por teléfono para insultar a mi madre.
—¿No le da vergüenza hacerla de alcahueta? ¿Cuánto le pagan, sinvergüenza? —gritó Olegaria en el teléfono.
Indignada, mi madre colgó el aparato.
—Doña Justa escuchó por la extensión de la cocina y salió corriendo al vestíbulo con los ojos desorbitados.
—¡Ay!, ¡ay!, ¡ay! Ya sabía que iban a perseguirme. ¡Infames! ¡Infames! —gritó con voz potente y enronquecida.
Nos miró, giró en redondo y cayó al suelo. Se arrancó los cabellos y pataleó. Lanzó imprecaciones y dio alaridos terribles.
—¡Estúpidas! No se queden viendo, traigan una jarra de agua fría —ordenó furiosa mi madre.
No nos movimos, la escena nos tenía hipnotizadas. Apareció Hermelinda, enorme, poderosa, se tiró al suelo y sujetó con fuerza a doña Justa. Se colocó a horcajadas sobre ella y le dio de bofetadas. Nos ordenó que buscáramos entre las cosas de tocador de doña Justa un frasco con cápsulas amarillas. Rosa subió la escalera y volvió con el frasco en la mano. Hermelinda le abrió la boca y la hizo tragarse varias píldoras. Mi madre huyó a su cuarto y nosotras la seguimos. Era insoportable el rostro amoratado de doña Justa y sus ojos abiertos con una mirada ¡terrible!
—¡Qué horror! Sólo falta que llegue ahora alguna de mis hermanas —dijo mi madre—. Esa pobre mujer está poseída… —agregó.
Era verdad, doña Justa estaba poseída. Un ser extraño había entrado en la casa y la había vuelto hostil y temible. Cuando cesaron los aullidos de doña Justa pareció que habíamos caído en el pozo sin fondo del infierno. Se diría que un huracán furioso había deshecho las camas y cuarteado las paredes.
—¡Hay que ver con quién cayó Magdalena! —dijo mi padre al mediodía.
—¡Majadera! No me hables de ella. Ahora todos debemos pagar su desobediencia. Estos pobres hijos ¿qué culpa tienen de su estupidez? —gritó mi madre súbitamente furiosa.
Doña Justa dormía en su habitación cubierta por varias mantas que le había echado encima Hermelinda.
Mi padre decidió apresurar la boda. “¿Pueden decirme quién es doña Justa? No sabemos nada de ella. Ni siquiera si realmente es la madre de Enrique. Nunca nos ha invitado a su casa. Tiene que casarse inmediatamente para alejarla de aquí”, dijo preocupado.
—¡Qué fatalidad! No cabe duda que los débiles merecen todos los castigos. ¿Por qué no hemos sido más enérgicos con esta mujer? —se preguntó mi madre. Por la mañana doña Justa apareció sonriente. Ya había olvidado el escándalo de la víspera.
—¡Vamos a desayunar, muchachas! —nos dijo cuando entró a nuestro cuarto.
Nadie hizo la menor alusión a lo sucedido, temíamos desencadenar otra escena parecida. La protagonista parecía no recordarlo. ¿Sería posible su olvido?
—Eso es lo de menos. Así nos evita hacer comentarios enojosos —dijo mi madre que no creía en su falta de memoria.
Mi padre llamó a Luis María para fijar la fecha de la boda.
—¡Yo no me caso por la Iglesia! No creo en los curas —anunció el novio.
—Respeto su decisión —aceptó mi padre.
El día de la boda engalanamos la casa con flores blancas. Pusimos en la mesa la mejor cristalería y esperamos vestidos de gala a que doña Justa terminara de adornarse. Bajó de luto riguroso, con una mantilla negra en la cabeza.
—¡No olviden que soy viuda!
Comeríamos en familia, ella pidió que todo fuera “sencillito” y se empeñó en ir al juzgado. “Teme que venga aquí Raquel”, nos dijimos.
Sin la ceremonia religiosa el matrimonio se redujo a presentarse en el juzgado. A las doce del día mi padre “entregó” a la novia y la ceremonia quedó terminada. Doña Justa sostenía emocionada el ramillete de azahares que Rosa le regaló por la mañana.
—¡Boda horrible! —le dije a mi hermana al salir a la calle.
—Son dos vejetes…
En la mesa nos sentamos lejos del novio. “¿En dónde estará Raquel? ¿Por qué no se presentó a impedir la boda?” “Yo soy la esposa legítima”, nos había repetido varias veces. Luis María con los dedos cargados de anillos de brillantes nos lanzaba miradas cómplices que nos inmovilizaban en la silla. ¡Éramos culpables! “Esto es lo que se llama una situación irregular”, me repetí durante la comida.
A las cinco de la tarde los novios se fueron de viaje de bodas. Doña Justa con gesto teatral le lanzó a Rosa el ramo de azahares como augurio de buena fortuna. Subieron a un taxi y desaparecieron.
—¡Al fin solos! —exclamó mi padre con alivio.
Habíamos cumplido con nuestra misión de casar a una viuda con un casado. Subimos a la habitación de Magdalena para borrar las huellas dejadas por doña Justa. Una vez limpia, colocamos sus fotografías tomadas en Acapulco, en la casa, con Paco y con Roberto en Chihuahua.
—¡Retrátate ahora que eres joven y bonita! Yo no lo hice y ahora nadie cree que fui guapa —le había aconsejado mi tía Remedios.
—Pensé que ayudándola a casarse le ablandaríamos el corazón y nos diría algo sobre Magdalena —dijo mi madre contemplando una foto de mi hermanita con los cabellos revueltos y sonriente.
—Yo nunca conté con ella para nada bueno. Sólo pensé que el matrimonio la alejaría de la casa —le contestó mi padre.
La ausencia de doña Justa le devolvió la ligereza a nuestra casa. El aire circulaba radiante y todos tuvimos ganas de reír. Nos propusimos asistir a las clases con regularidad y recuperar el tiempo perdido en las interminables sobremesas. El jardín empezó a reverdecer. Alvarito formó sus soldados en la sala y tuvimos la ilusión de que la vida volvía a ser como antes de la desaparición de Magdalena.
Mis padres se equivocaron. Antes de cuatro días doña Justa se presentó a la hora de la comida y ocupó su lugar en la mesa.
—Creíamos que se habían ido a Veracruz…
—¡No! ¿Para qué vamos a gastar dinero? Uno está mejor en su casa. Luis María y yo comemos a las doce y media, mientras él echa su siesta yo aprovecho para venir a visitarlos.
¿Por qué debía venir todos los días a mi casa? Era como si algún maleficio la atrajera fatalmente a aquella silla que ocupaba durante cinco horas diarias. ¿O tal vez ejercíamos sobre ella una fascinación involuntaria? Su terquedad era anormal. Nos colocaba contra el muro; o la aceptábamos o sucedía algo… algo que desconocíamos. Su mirada brillante nos obligaba a continuar sentados en la odiosa mesa cubierta de migajones retorcidos por ella.
A las seis de la tarde un flamante coche verde se detuvo frente a las rejas de la casa. Luis María iba al volante, llamó ruidosamente con el claxon.
—¡Ya llegó por mí!
Se pasó la barrita de carmín por los labios y salió deprisa. Luis María nos hizo un saludo con su mano enjoyada y el automóvil se alejó con el escape abierto. Nos miramos exhaustos, doña Justa continuaba gozando de la facultad de quemar el oxígeno para privar a los otros del aire necesario para respirar.
La rutina continuó implacable: llegaba a la una y media de la tarde, a las seis el auto verde venía a buscarla, Luis María hacía signos iluminando la tarde con el brillo de sus diamantes y ambos desaparecían.
—¡Tiene pacto con el demonio!
—Es una bruja de alta potencia.
Tenía poderes para inmovilizarnos y para hacernos cometer actos infames. ¿Acaso no habíamos organizado su boda a sabiendas de que el novio era casado? Habíamos engañado a nuestros padres. Olvidábamos la horrible suerte de Magdalena. Debíamos romper el pacto tácito con la mujer enlutada. De sus trajes negros emanaban olores desconocidos. Las brujas olían a azufre. Doña Justa no despedía ese olor, sino uno especial, que nos quedaba untado a las narices aunque nos bañáramos. La aceptación de sus actos infames nos sumió en el terror: las aceras se cubrieron de agujeros, las flores en signos maléficos, las noches en oleadas de sombras, en ráfagas ardientes, en multitud de rosas muertas girando en una corriente de aire. El tic-tac del reloj en pasos enemigos, nunca escuchábamos música, sólo las palabras obtusas de Justa. ¿Cómo combatirla? No lo sabíamos. Justa era un enorme pájaro negro instalado en nuestra mesa y en nuestras mentes para espiarnos de día y de noche.
—¡Raquel! ¡Raquel es el remedio! —me dijo Rosa.
Ella podía ir al juzgado y decir: “Soy la esposa legítima” y el poder de Justa se vería reducido a ¡nada! “¡Claro, la bigamia tiene cárcel! ¿Adónde iríamos a parar si las leyes no protegieran a la institución del matrimonio?”, me contestó el maestro Amezcua cuando le pregunté si la bigamia era castigada.
—¿Oíste? El matrimonio es una institución —le dije a Rosa.
—¡La cárcel! Qué manera más limpia de deshacernos de la pájara negra. Sin derramamiento de sangre, sin crimen. Hay que buscar a Raquel.
Encontramos cerrada la tienda de comestibles. Preguntamos por Raquel en la casa de al lado. La mujer que abrió la puerta nos miró con desconfianza. Sólo aceptó darnos su nueva dirección cuando le dijimos que éramos las hermanas de Magdalena.
Raquel vivía en una vecindad sucia de la colonia Doctores. Nunca habíamos ido a ese barrio, sus calles rotas ofrecían un espectáculo de miseria imprevista. ¿Cómo era posible vivir en aquellas casas roídas por la mugre? Bandas de chiquillos jugaban con huesos de chabacano y se acercaron a pedirnos una limosna. La vecindad era un edificio viejo, su entrada daba a un patio de cemento largo, estrecho y oloroso a orines. Sobre él se abrían a ambos lados muchas puertas despintadas. Una nube de niños nos cayó encima: “Un centavito, señorita”, nos pidieron colgándose de nuestras crinolinas.
—¿Saben dónde vive doña Raquel?
—Sí, señorita, en el 14-M, a la derecha casi al fondo.
Las puertas de las accesorias estaban abiertas y en sus dinteles había mujeres gordas, con los cabellos rizados a la permanente, que nos vieron pasar con curiosidad mal disimulada. Todas vestían trajes de percal floreado y desteñido iguales a los que vendían los aboneros que circulaban en los mercados y que iban de puerta en puerta. Nos detuvimos frente a la puerta abierta del 14-M y llamamos con los nudillos.
—¡Entren! Ella no puede salir —nos gritó una vecina.
Entramos a una habitación oscura y estrecha, con el suelo de duelas pintadas de anilina amarilla. En un sillón de tule estaba sentada una mujer muy flaca en la que no reconocimos a Raquel. La mujer nos miró con sus enormes ojos afiebrados y su rostro enjuto se animó con una sonrisa.
—¡Ah!, son ustedes. Cuánto tiempo sin verlas. ¡Miren lo que me hizo ese canalla!… Me dejó baldada…
—¿Baldada?… ¿No puede caminar? ¡Qué horror!… ¿Cómo lo hizo? —gritó Rosa reculando.
—A fuerza de palizas. En una de ellas me rompió la espina dorsal.
—¡Hay que ir a la policía! Es un criminal.
—¡La policía!, ¡la policía! ¿Cuál policía? La vieja puta le pagó a un médico. ¿Saben lo que le dijo a la policía? Que yo estaba borracha y que me caí de la escalera. ¿Cuál escalera? Ustedes saben que la casa era de un piso, además nunca he bebido. El que se empuja tragos todo el día es él. Ahora andan los dos paseando en un coche nuevo. Me han dicho que es de color verde y que la puta anda muy alhajada. A él también le compró sus anillos de diamantes. Dicen que vive con ella, pero yo soy su esposa legítima…
Rosa y yo enrojecimos de vergüenza, nos sentimos manchadas, hipócritas. ¿Qué diría Raquel si supiera que la “boda” entre su marido y Justa se había arreglado en nuestra casa? Nuestra deslealtad era inmunda. No nos atrevimos a mirarla a la cara cuando las dos dijimos a coro:
—¡Qué pecado!
—Eso digo yo, ¡qué pecado! —repitió Raquel.
Rosa reaccionó con energía, debíamos reparar nuestra falta.
—Si quiere, Raquel, le buscamos un abogado para que los meta a la cárcel.
—¿Un abogado? Eso no sirve por aquí. De paso todavía me manda matar la vieja. ¿No ven que el abogado me vendería por unos centavos? Ya saben que el que tiene más saliva traga más pinole. Sólo mis hermanos pueden vengarme. Ellos pueden hacerle un daño. Sería cosa de que les mandara yo decir lo que me han hecho…
—¡Escríbales! —la urgió Rosa.
—Eso pienso hacer, porque sé que los dos están esperando mi muerte…
Al decir esto, rodaron por sus mejillas unas lágrimas viejas y amargas. Rosa y yo bajamos la vista. ¡Lo que habíamos hecho era irreparable! Ese mismo día habíamos visto a Justa subir al auto verde y también habíamos visto los dedos enjoyados de Luis María. Éramos cómplices del crimen que había clavado a Raquel en aquel sillón de tule. “Si pudiéramos pedirle consejo a alguien… tal vez a mi tía Remedios…” ¿Para qué habíamos espiado a Justa, a Timo, a Olegaria y a don Isaac? “Para convertirnos en sus cómplices”, nos contestamos asustadas ante la magnitud de nuestra culpa. “Iré a la iglesia a confesar”, me dije a sabiendas de que no tenía valor de hacerlo. “No, lo haremos después de haber matado a doña Justa.” La vi tendida en tierra, de su cuerpo enorme manaba sangre y sus ojos abiertos y terribles como los puso el día en que le dio el ataque, me miraban fijamente. “Y ahora ¿qué hago con el cuerpo?… ésa es la lata de matar, queda el cuerpo y ya no se levanta nunca.” Escuché la voz de Rosa como si viniera de muy lejos.
—Doña Raquel, díganos en qué podemos ayudarla…
—¿Cómo me van a ayudar si ellos tienen a su hermanita en prendas? —contestó secándose las lágrimas con un paliacate.
—¡Carajo!… no sé… habrá algún modo —contestamos las dos.
Raquel era leal, pensaba en Magdalena y en nosotras, en cambio nosotras éramos dos centuriones romanos frente a una mártir cristiana desgarrada por una fiera.
—Váyanse con cuidado. Son muy jovencitas, no saben en la nidada que han caído. Yo quise prevenirlas, hasta les mandé cartas sin firma…
—Sí, recibimos sus anónimos, pero ya ve, no sirvieron de nada.
—Nada sirve contra los malvados. ¡Nada! Ahora tengo miedo de que alguna de aquí le dé el chivatazo a Luis María de que ustedes estuvieron a verme… Él me deja algunos centavos con una vecina, para que vaya comiendo, sabe que nadie me ve. Si le dan el chivatazo me mata…
Miramos hacia la puerta abierta y recordamos a las mujeres apostadas en las accesorias. Rosa se puso muy pálida. Inspeccioné con la mirada el cuarto maloliente. Un hornillo de petróleo colocado sobre una mesa medio quemada hacía las veces de cocina. Al fondo, una puerta cubierta con la misma cortina de cretona desteñida ocultaba una azotehuela estrecha, de piso de cemento, en el que se encontraba un excusado sin tapadera y un lavadero. Escuché decir a Raquel:
—Es un malagradecido. Yo le ayudé en todo. ¿Qué culpa tengo de que después le haya caído la Secreta? ¡Y todavía di la cara por él! Mis hermanos salieron garantes suyos y nos vinimos a México…
—¿Por qué no lo matan sus hermanos? Es lo único que se puede hacer con un tipo así —dije convencida.
—Sería bueno, pero la vieja tiene muchos amigos en Gobernación y mucho dinero…
—Doña Raquel, a mí todo esto me da mucho miedo —murmuró Rosa.
—También yo tengo miedo. Por las noches se me figura que rompen la aldaba, entran y me estrangulan. ¿Y qué puedo hacer amarrada a esta silla? Ni siquiera gritar. ¿Quién pide auxilio cuando lo agarran por el pescuezo? Luis María ya ha matado. Su primer crimen lo cometió en Santa Anita cuando todavía era muy joven…
La revelación del crimen nos dejó aturdidas. Recordamos las manos resecas de Luis María y los anillos que llevaba en los dedos nudosos. “¡Es un homicida!”, nos dijimos y creímos descubrirlo en la puerta de la accesoria envuelto en un vaho de sangre.
—¿Doña Justa lo sabe?
Raquel se sobresaltó al oír aquel “doña Justa”. Fijó sus ojos en los nuestros.
—¡Claro que lo sabe! En ese tiempo andaban enredados. Se dejaron de ver cuando él huyó al Norte. ¿Cómo quieren que no les tenga miedo?
“¡Dios mío, si mi padre supiera esto!”, pensé asustada ante la magnitud del hecho y recordé sus palabras: “Hay cosas que es mejor ignorar”. Los secretos de la familia eran banales: a mi tía Antonia la engañaba su marido y tenía hijos con sus queridas, mi tía Remedios había estado enamorada de un japonés, por eso su marido los odiaba, pero ¡un homicida! era algo que sólo sucedía en los periódicos. Ya de noche abandonamos a Raquel. Cruzamos las calles sin hablar. “Los homicidas se casan, se pasean en coche” y la justicia no existía. “¿No saben que la vieja es prestamista?”, nos preguntó Raquel poco antes de despedirnos de ella. “Prestamista… prestamista”, nos repetimos en el camino. El caso era peor que el de Crimen y castigo. Nos temblaron las piernas y sudamos frío.
—Es como la vieja a la que mató Raskolnikov —me dijo Rosa antes de entrar en la casa.
La novela de Dostoievski cobraba cuerpo. El escritor ruso no había inventado al personaje, existían viejas sórdidas. La verdadera vida la contaba él, no mis padres ni mis tías. Ni siquiera mi abuelo. ¿Qué dirían todos si de pronto dijéramos: doña Justa es prestamista y está casada con un homicida que le rompió la columna vertebral a su esposa legítima? Dirían: “Estas chicas leen demasiadas novelas. Hay que quitarles esos libros malsanos”.
Era mejor callar. Nosotras sabíamos más de la vida que mi familia y los maestros. “Estefanía, usted tiene cosas muy importantes en qué pensar. ¿No es así?”, me preguntó el maestro de Historia al día siguiente. “Así es, maestro”, le contesté. “¡Pues salga usted de mi clase!” En un pasillo me encontré con Rosa, a ella también la habían echado de su clase. Nos fuimos a la biblioteca a consultar el diccionario. Buscamos la definición de algunas palabras empleadas por Raquel, entre otras la de puta.
Sucedió algo inesperado: doña Justa llegó a la casa acompañada de su sobrina María Ema, la hija de Timo y de Olegaria. Antes la había acusado de haberle robado unas alhajas y una mantilla para ir de reina a una corrida de toros. María Ema era tan bajita que apenas nos llegaba al hombro. Llevaba tirabuzones y se vestía de terciopelo color vino. Se maquillaba como su tía y era callada. Nos vio comer sin pronunciar una sola palabra. ¿Por qué eran tan amigas? La suegra de mi hermanita tenía la costumbre de interrogarnos y de no confiarnos nada. Si alguna vez le preguntamos algo, nos miró con desdén y cambió el tema. La presencia de María Ema en nuestra mesa me impedía pensar. De pronto escuché decir a doña Justa:
—Las ratas hicieron un agujero en la barda del jardín. Lo descubrí el sábado. ¡Creen que se van a pasear entre mis plantas y a robarme la comida! Rompí unas botellas y las metí en el hoyo con carne envenenada. ¡Tragonas! Las encontré hechas pedazos. Mire, señora, ¡yo odio que se metan en mi casa! ¡Eso hay que hacer con las metiches!
Al decir esto, nos miró a Rosa y a mí con ojos iracundos. Sentimos que alguien le había hablado de nuestra visita a Raquel. “Raquel está en peligro”, me dije.
—Se debía castigar el asesinato —exclamó Rosa.
—¿Qué dices? —preguntó doña Justa.
—De los asesinos —le contestó mi hermana.
María Ema recostó la cabeza en el hombro de su tía, la respuesta de Rosa la hizo sonreír, nos miró como si fuéramos unas extravagantes, no pudimos decir nada porque teníamos tanto que decir que la mesa hubiera saltado en trozos.
A partir de ese día llegaban las dos juntas a vernos comer. La sobrina nos mostraba las fotografías iluminadas que le tomaba Luis María. Nos las pasaba con deleite, una a una y esperaba nuestra admiración. En las fotos aparecía en el suelo casi desnuda, echada sobre una piel de tigre, o acostada sobre una mesa larga con una pierna levantada y los tirabuzones colgando en el aire. Nunca habíamos visto fotos tan raras. Había algunas en las que aparecía vestida de hawaiana con una falda de hula-hula.
—¿En dónde te tomaron estas fotos?
—En la sala de mi tía.
La sala de su tía era un cuarto muy moderno, con un ventanal enmarcado en hierro. El cuarto y la ventana desentonaban con la casa de doña Justa tan antigua. María Ema mentía.
—¿Por qué nos dijo que las fotos se las tomaron en la casa de su tía?
—¡Quién sabe! Ese cuarto no corresponde a la casa de Justa.
—No. Aquí hay otro misterio.
Al oscurecer nos encontramos frente a la casa de doña Justa. La vimos apagada y vacía. El jardín estaba seco, habían arrancado los arbustos y los alcatraces. De la terraza habían desaparecido los muebles de mimbre y los macetones con los naranjos enanos. En la reja un cartón anunciaba: “Se alquila”.
—¡Te lo dije! Hay otro misterio, ¿en dónde vive Justa? Ya le perdimos la pista y después de tanto trabajo…
—¡Ya sé!, vive con Timo.
La casa vieja de la calle de Londres estaba cerrada. Un cartel anunciaba: “Se alquila”. La taberna de Timo había cambiado de dueño. Un hombre moreno, de bigote, atendía a los borrachos. Decidimos recurrir a don Isaac.
—¡Ah!, curiosas, se han tardado mucho en venir a visitarme —exclamó al vernos entrar en su joyería.
Tratamos de llevar la conversación a doña Justa, pero el viejo zorro se hizo el sordo. Hablaba de cosas sin importancia. Oscurecía y perdí la paciencia.
—La casa de doña Justa es muy antigua, ¿verdad?
—Eres una curiosa. Mira, Justita es muy inteligente. No creas que la puedes engañar. Ya ves, Timo tuvo que ceder y ahora se va a asociar con Luis María en el negocio de los licores. Le conviene, abrirá una taberna en Acapulco. Allí hay muchos turistas, María Ema podría conquistarse a alguno. ¡Eso es lo que tú debes hacer! Pero te gusta meter las narices en donde nadie te llama. ¿Sabes lo que has logrado? ¿No lo sabes?, pues que ¡arruinen a tu padre! Te lo digo para que te vayas calmando.
Don Isaac sabía todo desde un principio. ¡Nos había engañado! Nos había puesto trampas. El viejo nos miró con solicitud.
—Cuenten conmigo para encontrar trabajo, tengo muchos amigos en el comercio.
Volvimos a la casa derrotadas. No teníamos ni ganas de cenar ni ganas de dormir.
—Papá, te van a arruinar. Nos lo dijo don Isaac —le confió Rosa.
—¿Quién es don Isaac y de qué hablas?
Confesamos nuestras correrías y nuestros descubrimientos: la joyería, la sastrería, la taberna de Timo, la casa de Timo, ¡todo!, salvo la existencia de Raquel. Mi padre era capaz de matarnos si se enteraba de que habíamos permitido que fuera perjuro en un juzgado.
—No entiendo nada —dijo mi padre preocupado.
Si don Isaac sabía que mi padre iba a arruinarse, es que alguien tramaba una intriga y ese alguien debía ser doña Justa. “¿O no es así?”, preguntó mi padre.
—¡Mañana volveremos a ver a don Isaac! —gritó Rosa.
—¡No grites! —le ordenó mi padre mirando en dirección de la cocina, en donde se hallaba Hermelinda.
—¿Cómo pudimos aceptar a esa mujer? Hay que echarla a la calle y durante mucho tiempo no tener criada —opinó mi padre.
Me levanté de puntillas y abrí la puerta de resortes para encontrarme con Hermelinda que estaba escuchando lo que se decía en el comedor.
Nos quedamos quietos. Un temor nuevo barrió el comedor y congeló la comida en los platos. ¿Quién era doña Justa y por qué quería destruirnos? Recordamos los días que pasó en la casa. Permanecía quieta, fumando y observándonos. Se diría que caía en letargos extraños, sus ojos estaban al acecho de algo que la perseguía y la obligaba a permanecer en estado de alerta, lista a saltar sobre su enemigo invisible.
—¿No será Luis María el que quiere arruinarte?
—Ese hombre no tiene nada que ver. ¡Está encantado paseando en coche nuevo! Es ella. La tengo bien estudiada. ¡Es el mal! Ningún gesto, ninguna palabra, ningún acto suyo es gratuito o inocente. Todos están provocados por una decisión perversa. Ignoro de dónde salió, ni por qué viene aquí todos los días a sabiendas de que su presencia no es grata. Sólo alguien muy perverso puede ser tan descarado. ¿Saben cómo vive? ¿Alguno de ustedes ha entrado a su casa? ¡Es mala! Y no sabemos qué quiere de nosotros.
Rosa y yo vimos a mi padre desarmado frente a la voluntad destructora de doña Justa. Tuvimos el impulso de protegerlo, pero ¿cómo? Doña Justa parecía inmune a las balas y al cuchillo. ¿Por qué había escogido a mi padre como blanco de su odio?
—Hay que alejarse de ella, una persona que provoca el odio es indeseable y peligrosa —agregó mi padre.
Por la mañana mi madre se armó de valor para echar a Hermelinda de la casa. La mujer se resistió con violencia y antes de irse nos amenazó:
—¡Muertos de hambre! Ya verán lo que les pasa —y se fue dando un portazo.
Nos sentimos libres, habíamos dado el primer paso para deshacernos de doña Justa.
—¿Y Hermelinda? —preguntó María Ema a la hora de comer.
—¡La eché! —contestó mi madre con dureza.
—Hizo usted muy bien. ¡India mugrosa! —afirmó doña Justa.
Por debajo de la mesa la tía y la sobrina se daban pataditas, mientras que sus rostros maquillados permanecían indiferentes. ¿Por quién nos toman estas dos mujeres?, me pregunté furiosa: “Más tarde, cuando se vayan habrá que ventilar la casa, como todos los días”, agregué. ¿Íbamos a seguir así hasta el final de los tiempos?
—¡Re Dios! —juramos Rosa y yo.
Fue entonces cuando se les ocurrió a mis tías la boda de mi prima Hortensita. Llegaron en grupo a anunciar el acontecimiento. Venían muy contentas, formaron un coro en la sala, mi tía Hortensia sacó su cesta de labores y se puso a bordar. Explicaron que ella y mi tía Leticia, que fue modelo de sombreros en Chicago “porque tenía muy buenos ángulos”, irían a El Paso, Texas, a comprar el ajuar de la novia y los trajes de las damas de honor, que seríamos las seis primas grandes. La boda se haría en la Sagrada Familia, para que cupieran los invitados y la familia que vendría completa desde Chihuahua. Íbamos a estar todos reunidos; había llegado el momento de deshacerse de las hijas. “¡Qué inconscientes!”, pensé. Hortensita escuchaba los preparativos sin alterarse. Aceptaba el hecho como si no fuera ella la que fuera a casarse. Conocíamos a Gustavo, su novio que no era un “empleaducho”, como había pronosticado mi tía Antonia. Era ingeniero y muy rico. ¡Pobre Hortensita!, su madre y mis tías querían endulzarle la píldora.
—No te cases. Es terrible —le dijo Rosa.
—Pero si no me caso, ¿qué hago? —preguntó Hortensita.
—Oye, Caridad, tus hijas dicen muchas tonterías. ¿Por qué no ha de casarse mi hija? —preguntó mi tía Hortensia suspendiendo su bordado.
—No hagas caso. Echan de menos a Magdalena.
—Todas las muchachas tienen la ilusión de casarse, estas chicas son muy pueriles —opinó mi tía Antonia.
No dijimos lo que pensábamos ni lo que sabíamos, pues hubiéramos tenido que divulgar el secreto de mi hermanita Magdalena. No éramos pueriles, ya quisieran mis tías tener nuestra experiencia. Si pudieran sospechar hasta dónde nos habían llevado nuestras investigaciones sabrían que éramos más sabias que ellas ocupadas sólo en organizar matrimonios y fiestas.
—¡Prepárense a pescar algún muchacho guapo en la boda de Hortensita! —nos recomendó mi tía Leticia al despedirse.
Las pobres tías sólo pensaban en el matrimonio.
Sí, la fatalidad nos había caído encima, esta vez llegó en la forma de un citatorio para mi madre de Conciliación y Arbitraje. Así supimos de la existencia de ese organismo encargado de proteger los derechos de los trabajadores. Lo malo era que funcionaba de acuerdo con los intereses personales de sus dirigentes, que eran miembros del Gobierno. Si el patrón demandado carecía de conexiones políticas o de una fuerte suma de dinero para dar la “mordida”, se le imponían multas enormes e incluso, en nuestro caso, se le podía embargar la casa. Hermelinda estaba asesorada por un gran “coyote”.
—¿Podrás afirmar que ella abandonó el trabajo? —preguntó mi padre cuando mi madre salió temprano acompañada de Alvarito rumbo a Conciliación y Arbitraje.
—¡Claro que podré! No voy a permitir que la Justa ésa te quite la casa.
Rosa y yo no fuimos al colegio. Volvimos a faltar. Casi era mejor darse de baja. “¿Saben que están batiendo el récord de ausencias?”, nos preguntó un maestro. “¿Saben que les faltan pocas para quedar excluidas este año de la universidad?” “¡Claro que lo sabemos, maestro!… pero” y no pudimos decir más. Era asfixiante callar. Me pregunto quién podría estudiar en ese remolino sin fondo que se tragaba la casa poco a poco. Todo se deshacía, se desaparecía, salvo la presencia continua y omnipotente de doña Justa.
Preparamos la comida para que todo estuviera listo a la llegada de mi madre y de Alvarito. Mientras ordenábamos la casa planeamos el crimen perfecto. Recordamos las películas de crímenes que habíamos visto. “¿La tina llena de ácido?”, dije pensando en la conveniencia de hacer desaparecer el cuerpo que tanto me preocupaba y que era lo único que me separaba del asesinato de doña Justa. “¡No! Es una mole. ¿Quién la mete en la tina?” “Es verdad, dicen que los muertos pesan más que los vivos. ¡Imagina lo que pesará esta giganta!”, contesté. “¡Romperle los frenos de su coche!”, dijo Rosa.
—Es una buena solución. Pero el viejo está siempre al volante, además necesitamos una carretera con precipicios y ellos nunca salen de México.
Nos quedaba lo más limpio, lo más americano: la pistola. Teníamos que cazar a Justa y a Luis María una noche, cuando entraran a su casa, tirar el arma y echar a correr. Para ello necesitábamos dos cosas: una pistola y la nueva dirección de doña Justa.
La repentina llegada de Paco y de Roberto nos sorprendió en el momento decisivo de nuestra deliberación. Llegaron ruidosos, metidos en sus suéteres americanos. Venían de Chihuahua para asistir a la boda de Hortensita:
—¿Qué pasa? ¿No nos abrazan? —preguntaron riendo. Recorrieron el vestíbulo, la sala, el comedor, gritando: “¡Tía!, ¡tía!”.
—Salió —dijimos sin atrevernos a decir que había ido a Conciliación y Arbitraje, que sonaba tan mal como ir al boxeo.
Los muchachos se dejaron caer en dos sillones y nos contemplaron sorprendidos.
—¡Andan tristonas! Les falta Magdalena. ¿Quién iba a decirnos que se casaría sin avisarnos? —exclamó Roberto.
—Cambió de idea, iba para estrella de cine —agregó Paco.
—¡Caray!, cómo se enfadaba si el héroe de la película le daba una bofetada a la heroína. ¡Pobre de su marido!, debe de ser un campeón de boxeo —y al decir esto Roberto se echó a reír coreado por Paco.
Sus caras morenas y despreocupadas y sus dientes blancos nos contagiaron la risa.
—El marido de Hortensia va más asegurado. ¡Qué famosa Magdalena! No me permitía decir: “Beethoven es un gigante” porque ella prefería a Mozart. Pues ahora lo repito: ¡Beethoven es un gigante! —gritó Roberto sacudido por la risa.
—¿Y cuando se enfadó porque dijiste que la mejor novela del mundo era Lo que el viento se llevó?
—¡Ah!, pero qué tal cuando la llevamos a ver la película en El Paso, decidió ser Scarlet… ¡caramba, lástima que se casó tan jovencilla!
—¿Y cómo es su marido? Me lo imagino como un Tyrone Power.
—¿Qué te pasa? Dirás un Elvis Presley.
—¡Pónganle un poco de Frankenstein! —dijo Rosa.
Los primos se rieron a carcajadas.
—De acuerdo. ¿Y si lo mezclamos con Drácula?
—¡Mejor! —exclamé entusiasmada.
—¡Caramba! Pues es elegantón el tipo, va bien con la güera. ¿Y mi tía cómo la lleva con el satánico marido? —preguntó Roberto sin dejar de reír.
—Así, así…
No podíamos decirles la verdad, que apenas conocíamos al tipo, que mi madre nunca lo había visto y que ignorábamos el paradero de mi hermanita Magdalena.
Mis primos encendieron cigarrillos.
—¿Ya tienen permiso de fumar?
—¡No!, no lo digas, pero aquí en confianza…
Al irse prometieron venir a buscarnos para ir al cine, a la función de las siete de la noche, así ya se habría ido doña Justa. Ésta llegó, apenas se habían marchado los muchachos.
—¿Qué pasa? ¿Dónde está tu mamá?
—Salió… —le dije conduciéndola al comedor, en donde Rosa se apresuraba a poner la mesa.
“Tuvimos suerte, los muchachos se fueron antes de que llegara Justa. Hubiera sido una vergüenza”, nos dijimos. Justa no entraba en el cuadro familiar, sus ojos tan maquillados hacían mal efecto. La llegada de mi padre interrumpió el interrogatorio al que se preparaba someternos doña Justa.
—¿No van a comer? Yo gracias a Dios llevo una vida muy tranquila —dijo.
Vimos entrar a mi madre acompañada de Alvarito y de Hermelinda. Nos quedamos sin habla. Doña Justa escondió una sonrisa de triunfo. En adelante Hermelinda iba a espiar nuestros pasos y a vigilar nuestras palabras con toda inmunidad. Mi madre le había suplicado que volviera a su trabajo para salvar la casa de un remate de Conciliación y Arbitraje. Hermelinda se quedaría todo el tiempo que deseara y nosotros debíamos callar.
Sólo fui testigo de la primera etapa del mando de la criada, ya que a la mitad de las fiestas organizadas para la boda de Hortensita, llegó un telegrama que me apresuré a arrebatar de las manos de Hermelinda.
“Papá, ruégote mandes inmediatamente París una hermana Stop Hotel Royal Stop tengo miedo Stop no avises a nadie viaje Stop besitos Magdalena.”
Su telegrama cayó como una bomba. Hubiéramos querido gritar y reír a voces, pero la presencia de Hermelinda nos impuso prudencia y silencio.
—Irás tú, Estefanía —decidió mi padre.