11

El interrogatorio de papá

Pensé que me moriría de vergüenza al besar a Billy, y no sabía si le había gustado, ni si le electrocutaría sin querer, ni si luego me sentiría mejor o peor que antes, pero quería demostrarle lo agradecida que estaba y cuánto le apreciaba.

—Guau —dijo Billy cuando me aparté. Me alegré de que no le hubiera importado y de no haberle electrocutado. Al parecer, papá había pensado en todo al diseñarme.

Zach le pasó la mano por el pelo a Billy y me abrió la puerta del coche. Billy y yo no podíamos dejar de mirarnos. Zach le dijo a Billy que se portara bien, se despidió de él y enseguida se puso al volante. Billy y yo nos dijimos adiós con la mano, y yo ya estaba deseando volver a verle antes siquiera de que hubiéramos salido del pueblo.

—¡A Nueva York! —dijo Zach.

Fue raro, porque, después de tantos años queriendo oír esas palabras, me di cuenta de que ya no me alegraba tanto Nueva York. No era que de repente hubiera empezado a pensar en Washington como mi hogar, ni en la nieve, ni mucho menos en Chapek, pero estaba dejando atrás a mis amigos y a un chico muy especial. ¿Y si papá no estaba en Nueva York? ¿Iba a tener que buscarle por todo el país, o por todo el mundo? Entonces, ¿quién me iba a ayudar, y cuánto iba a tardar en volver a ver a Billy y a los chicos?

—¿Vas bien, con el cinturón y todo?

—Sí.

—Muy bien. Vamos a ver si podemos apañarte el brazo, ¿te parece?

—¿Cómo?

—Tengo que tener un botiquín por aquí. —Pasó la mano por los asientos de atrás, y no miró la carretera, pero era bastante recta y no había nada con lo que chocar—. Aquí. —Me dio un maletín verde con una cruz blanca—. ¿Puedes abrirlo? —Lo abrió por mí antes de que le contestara—. A ver si quedan vendas y un poco de esparadrapo, así por lo menos te tapas las piezas. ¿Sabes ponértela?

—No. —Nunca había visto nada como lo que había en el maletín, y me sentí triste.

—Ah, claro, normal, si eso es para personas. —No lo dijo con desprecio, sino para disculparse.

Zach paró el coche más adelante y me tapó la muñeca con un trozo de venda. Que fácil era hacerme pasar por una persona. Me preguntó qué clase de robot era. Papá nunca me lo había dicho.

Solté un grito mientras Zach me ponía la venda.

—¿Te duele? —Estaba extrañado.

—Un poco, pero menos que antes.

—¿Cómo puede ser?

—Porque me ha dado muy fuerte.

—No, digo que cómo puede ser que te duela, siendo un robot.

—Porque me ha hecho daño. —No sabía de qué otra forma explicárselo, y dejó de preguntarme.

—Oye, perdón por lo que te ha hecho Walter. Está loco. No sin razón, pero está loco.

—Gracias. Ya se me curará, me arreglará mi papá.

Seguimos adelante con la radio puesta. Me había acostumbrado a vivir sin música. Aparte de algunos anuncios, solo sonaron canciones alegres que no conocía, pero algunas eran tan fáciles de aprender que enseguida pude empezar a canturrearlas.

—No sabía que pudieras seguir la música.

—Me gusta mucho. Papá me enseñó a tocar el piano, pero no era buena.

—¿No escribió bien el programa?

—¿Qué programa?

—Para tocar el piano.

—No sé.

—A ver, ¿cómo aprendiste a tocar el piano?

—Pues me sentaba en el taburete y papá me enseñaba las notas y todo eso, y practicaba las canciones…

—Igual que aprende una persona.

—¿Sí? No lo sabía. —Estaba descubriendo mucho sobre mí—. Qué chulo.

—Sí, muy chulo. Vamos a probar una cosa, a ver si nos enteramos de cuál es tu programación.

—Vale.

—¿Qué hacías antes de la guerra?

No me esperaba esa pregunta. Tenía todos los recuerdos, pero ya no los visitaba, a menos que se tratara de pensar en papá. Todo había ocurrido en otra época.

—Pues… antes vivía con papá en Nueva York. No me dejaba salir de casa, porque tenía miedo de lo que la gente pudiera hacerme si se enteraba de que era un robot.

—Normal.

—Yo ayudaba a papá a cuidar de la casa, y me daba clases de lengua y de matemáticas, y jugábamos con Sulla

¿Sulla?

—Era mi perrita. Murió.

—Vaya. Pero, ¿también era un robot?

—No, no, ella tenía sangre. La noche que papá y yo huimos de Nueva York la mataron de un disparo mientras intentaba protegernos.

—Ah. Lo siento. Y dices que ayudabas a tu papá a cuidar de la casa. Quizás era esa tu programación.

—A lo mejor, pero no lo sé.

—¿Tu papá tenía algún problema de salud, iba en silla de ruedas o algo?

—No, no le hacía falta.

—Pues eso es raro. ¿Y quién era tu papá?

—Ah, se llama Ethan.

—¿Ethan? Ethan… No sería Ethan Miller, ¿verdad?

—¡Sí! ¿Cómo lo sabes?

Tardó un poco en contestarme.

—Todo el mundo sabe quién es.

—¿De verdad?

—Sí. —Zach no parecía entusiasmado de hablar de él—. Era un ingeniero especializado en robótica.

—¿Era?

—Sí, ahora ya no le dejan hacer robots. Pero era el mejor.

—Sí, es el mejor. Entonces, ¿sabes dónde está?

—Seguramente en Nueva York —dijo.

—¿Y le podemos llamar?

—No sé su número y por internet no se le puede contactar, créeme.

—Pero si has dicho que le conoce todo el mundo.

—Por eso casi nadie puede contactarle.

—Qué raro.

 

El viaje se me estaba haciendo corto. Ya estábamos a punto de cruzar la frontera con Alberta. Zach me recomendó que actuara de forma natural hasta que recordó que yo era un robot, pero confió en que había entendido lo que quiso decirme. Pudimos cruzar sin problemas. Ni siquiera me pasaron el escáner.

Zach aún no iba a entrar en los Estados Unidos. Iba a seguir por Canadá hasta que se le ocurriera una forma de hacerme cruzar la frontera, porque yo no tenía ninguna identificación para que me dejaran pasar. Me hizo pensar en mi pulsera, y volví a preguntarme qué diría papá cuando viera que la había perdido.

—Se han puesto muy pesados con la seguridad desde la guerra —dijo Zach—. Dicen que es temporal, pero llevan ya casi un año y parece que va para largo. Uno pensaría que una guerra contra los robots serviría para unir más a las personas, pero no, mira tú por dónde. Hay que seguir exactamente igual que siempre.

Todo el lío de la frontera me estaba preocupando. Ya me estaba viendo encerrada en Canadá sin que papá lo supiera, y sin poder contactar con él. Aunque así podría estar con Billy, pero, ¿qué era Billy para mí? ¿Un amigo, o un dueño? Por mucho que me gustara, Billy no se iba a convertir en un robot ni aunque tuvieran que cambiarle todo el cuerpo por piezas mecánicas. Nunca seríamos iguales. Él se haría mayor, y yo seguiría siendo una máquina que se parecía a una niña pequeña. Por primera vez quise ser una persona. Nunca me había importado ser un robot, pero ahora empezaba a ver todos los problemas, y lo difícil que sería que me respetaran. Papá había hecho bien en mantenerme escondida en casa, el problema era que no me había preparado para cuando estuviera fuera.

Zach llamó a Helen para decirle dónde estábamos y enterarse de cómo iban las cosas en Chapek. A Helen no le gustaba lo que su marido estaba haciendo, pero le dejó continuar, y parece que el resto del pueblo también, o enseguida habríamos tenido a los Montados encima para detenernos.

Después de la llamada, Zach y yo estuvimos hablando sobre qué íbamos a hacer para cruzar la frontera, y volvimos al problema de mi identificación. Necesitábamos a alguien que pudiera confirmar quién era yo, y mejor si era de los Estados Unidos, pero Zach no conocía a nadie allí. Y aunque conociera a alguien, me dijo, seguro que no estaba dispuesto a jugarse el cuello por un robot. ¿De verdad nos despreciaba tanto la gente, incluso antes de que hubiera empezado la guerra? ¿Solo éramos esclavos? No me parecía justo. Empezaba a entender cómo se sentían las máquinas.

Pero yo sí conocía a alguien dispuesto a arriesgarse por un robot, y se lo dije a Zach.

—¿El tío Leo?

—Sí, es un amigo de papá.

—¿Y te conoce bien?

—Sí, creo que sí.

—¿Y tienes su número?

Tendría que haber pensado un poco más antes de hablar.

—No.

—Pues ya la hemos liado.

—¿Y por internet? —dije. Me estaba quedando sin ideas y poniéndome nerviosa.

—¿Sabes alguna dirección donde encontrarle?

No dije nada. Estaba harta. Había intentado que los demás me ayudaran, había intentado hacer las cosas yo sola, y hasta había conseguido ayuda de verdad al final, pero todo seguía saliendo mal. Si encontraba a papá sería por pura suerte, porque cada vez era más difícil. Como un milagro.

—Vámonos al pueblo —dije—. Luego me puedo ir a la nieve andando, mis amigos están allí.

—¿Qué amigos?

—Otros robots, Ed, Anna y Gabriel.

—¿Que hay otros robots?

—Sí, muchos, en la nieve.

—Pero, a ver, explícamelo, ¿qué hacen en la nieve?

Le conté lo del destierro, y eso hizo que a Zach se le ocurrieran más preguntas. Quiso saber cómo había sido la guerra para los robots, y me dijo lo duro que había sido para las personas, cuántos habían muerto o habían perdido sus casas, aunque él, al vivir en un pueblo tan apartado, apenas la había notado. Lo peor fue cuando los policías robot empezaron el ataque, y luego todo lo de Walter.

Acabé hablándole del refugio, de los chicos y de Seattle. Resultó que Zach conocía a Ed. Le había visto en una feria de robótica en Vancouver, poco antes de que naciera Billy. Dijo que fue increíble. Entonces ya había ordenadores y robots muy potentes que podían hacer lo mismo que Ed, pero ninguno podía hacerlo mejor, porque poco le faltaba para ser humano.

Contárselo todo a Zach me hizo sentir bien. Tener a alguien que me escuchara era lo más importante. Sin alguien que me escuchara, era como si yo no existiera. Supongo que debe de ser así para todo el mundo.

—No hemos dado la vuelta —dije.

—Ya.

—Pero no nos van a dejar entrar en Nueva York.

—O a lo mejor sí. No lo vamos a saber hasta que lo intentemos.

—Pero, ¿cómo?, si no me sé los números de papá ni de Leo.

—A lo mejor no nos hacen falta. —No supe qué quería decir—. A ver, ¿qué sabes de tu tío Leo?

—Pues… sé que tiene el pelo largo, que es muy simpático, y muy gracioso, y que es amigo de papá. Ah, y que su nombre entero es Leonard Palmer.

—Eso es —dijo Zach—. Sabiendo su apellido y que era compañero de tu padre tenemos para empezar.

—¿Sí?

—Sí, solo tengo que buscarle en internet.

—¿Y si no lo encuentras?

—En internet está todo, y más si tiene que ver con alguien famoso, como tu papá.

—¿Por qué?

—Pues, a veces, porque esas personas han hecho algo importante. Y otras, pues… porque sí, porque la gente es así de tonta.

 

En el siguiente pueblo paramos a echar gasolina. Enfrente había un restaurante de comida rápida, y me dediqué a ver cómo la gente entraba y salía. Parecían haber olvidado ya la guerra. O quizá se estaban forzando a seguir como si no hubiera pasado nada. Me pregunté si yo podría hacer eso. ¿Iba a ser todo como antes solo porque volviera a encontrarme con papá? No, de ninguna manera. Iba a ser diferente. Tenía que ser diferente.

—Enseguida acabo —dijo Zach. Estaba tardando mucho rato en poner la gasolina, debía de necesitar mucha. Y mientras yo veía a la gente comiendo a través de los ventanales del restaurante.

—Qué hambre —dije. Zach me miró extrañado.

—¿Que tienes hambre? O sea, que necesitas recargar la batería o…

—No, es que no me he comido nada desde la barrita.

—Entonces, ¿quieres otra?

—O una hamburguesa. —Era lo que estaba comiendo la gente en el restaurante.

—¿Tú comes hamburguesas?

—Sí, papá hacía unas muy ricas. —Zach se quedó perplejo.

—Entonces, ¿quieres que comamos ahí? —señaló al restaurante.

—¿Podemos? —Zach dudó.

—Sí, vale, podemos. Espera a que termine con esto y vamos. Pero hay que tener cuidado, que no vean que eres…

No había pensado en eso, y le pedí a Zach que no entráramos, pero insistió. Él estaba más seguro que yo de que nadie notaría nada, y tenía razón, porque nadie se fijó en nosotros cuando entramos. Había bastantes mesas libres y una chica detrás de un mostrador con un uniforme de colores brillantes. Me recordó a Melissa.

Zach me preguntó si alguna vez había pedido comida en un restaurante, y luego me explicó cómo hacerlo. No era diferente de cuando tuve que pedirle una pala a Melissa, pero esta vez no me daba vergüenza. Pedimos nuestros menús y nos sentamos frente a uno de los ventanales, lejos de la gente para que no nos oyeran. Antes de empezar a comer, Zach volvió a preguntarme si estaba segura de que la hamburguesa no me iba a dañar las piezas. Le dije que no y le reté a una carrera para ver quién comía más rápido. Zach empezó despacio, quizá porque estaba atento por si me pasaba algo, y cuando vio que yo seguía estando bien, comió más deprisa para intentar alcanzarme, pero yo acabé antes, incluso con una sola mano.

—¡He ganado, he ganado!

—No, no, aún te quedan las patatas y el refresco —dijo Zach con la boca llena.

Le seguí el juego y fui a por las patatas y el refresco. Le gané por poco y me puse a celebrarlo gritando de alegría y levantando los brazos.

—Así no vale, tienes que tener una barriga de hierro —dijo Zach riéndose, y yo también me reí.

Después de la carrera nos fuimos mientras nos comíamos las patatas que le habían sobrado a Zach, y él buscó a Leo por internet. Pudo encontrarle y le mandó un mensaje para que le llamara. Luego volvimos al coche con nuestros vasos de refresco.

—Hay que ver, un robot que come. ¿Qué más cosas haces?

—No sé, ¿qué hace un robot? —Zach se rio.

—Pues hace todo lo que le digas.

—Mentira, yo les dije muchas veces a mis amigos que me llevaran a Nueva York y no me llevaron.

—Bueno, tampoco sabemos para qué estaban programados, quitando a Ed. Te enseñaría cosas, ¿no?

—Sí, algunas, pero no le gustaba, creía que yo tenía que saber las cosas porque sí. Pero, ¿cómo podía saber esas cosas si nunca había salido de casa?

—Eso digo yo. —Le dio un trago a su refresco—. ¿Y por internet? Tendrás conexión, ¿no? Todos los robots tienen, así consiguieron coordinarse para empezar la guerra.

—No, para eso tenía que usar el ordenador de papá, o el móvil, o su reloj.

—Entonces…, no puedes conectarte a internet, ni sabes cuál es tu programación, aprendiste a tocar el piano como si fueras una persona… Comes… Yo ya no sé qué pensar. —Dio otro trago a su refresco—. Vamos a ver cuánto podemos acercarnos a Saskatchewan. Y luego, a buscar un sitio para dormir. Te hará falta un enchufe, ¿no?

—¿Para qué?

—Para recargarte la batería, digo yo.

—¿Qué batería?

—¿No funcionas con batería? —Me encogí de hombros.

—No sé, papá no me lo dijo. ¿Las personas cómo funcionan?

—¿Que cómo funcionamos? Pues por instinto, supongo.

—¿Eso qué es?

—Es cuando sabes lo que tienes que hacer sin que nadie te lo diga ni te lo enseñe. Lo que pasa es que cada uno cree que tiene que hacer una cosa distinta, y eso no lleva más que a discusiones.

—¿Como en el pueblo, cuando estaban todos en la plaza y cada uno quería una cosa distinta?

—Sí, más o menos.

—Pero, si todos eran personas, ¿por qué no pensaban lo mismo?

—Precisamente por eso. Como no sea en grupos pequeños, las personas nunca se van a poner de acuerdo, y así siempre habrá peleas, y guerras, y no vamos a llegar a ninguna parte. Solo nos hacemos más daño. A lo mejor los robots lo hacéis mejor.

—¿El qué?

—Ser personas.

Leo llamó a Zach por la noche, cuando solo nos faltaba un pueblo para llegar a Saskatchewan. Fue como si oyera la voz de papá.

—¡Tío Leo, tío Leo!

—¡Iris! ¿Dónde estás, cariño?

—En Canadá, con Zach, ¿no te lo ha dicho?

—Sí, sí, pero es que no me lo creía. ¿Cómo estás?

—Bien. Bueno, menos por el brazo, pero ya no me duele.

—¿El brazo? ¿Qué te ha pasado?

—Que Walter me dio con un martillo.

—Mi suegro, ¿sabe? —dijo Zach, antes de que Leo pudiera preguntar quién era Walter—. No le gustan los robots.

—¿Y a usted sí le gustan?

—Desde la guerra no tanto. Pero Iris no me parece un robot.

—Ésa es la idea.

Zach y Leo siguieron hablando y quedaron para verse en una cafetería que estaba cerca de la frontera.

—Tío, dile a papá que me llame, ¿vale?

—Me gustaría, cariño, pero hace mucho que no le veo y ya no tengo su número.

—Pero, ¿dónde está?

—Ni idea. Pero podemos hacer una cosa, te llevo a tu casa y, si tu papá ya no vive allí, te quedas conmigo hasta que le encontremos. ¿Vale?

No tuve más remedio que aceptar, y dos días después llegamos a la frontera, por la mañana.

Leo nos estaba esperando en el aparcamiento de la cafetería que había dicho. Corrí a abrazarle en cuanto le vi, aunque me habría costado reconocerle si no hubiera sabido que era él, porque llevaba el pelo corto, se había dejado barba y tenía pinta de haber estado luchando en la guerra antes de venir. Me dijo cuánto se alegraba de verme y al cogerme pareció que me iba a hacer volar como cuando era más pequeña, pero eso ya no iba a pasar.

Creí que nos iríamos directamente a casa, pero Zach y Leo quisieron tomarse un café antes. Yo comí una tostada con mermelada y le expliqué a Leo lo que me había pasado en la guerra, pero no le conté todo. Él estuvo bastante callado. Supongo que no tenía mucho que contar, o no quería.

Para entrar en los Estados Unidos usamos el coche de Leo, porque él y Zach creyeron que cruzar la frontera en un coche estadounidense daría menos problemas que hacerlo en uno canadiense. Dos hombres nos pasaron escáneres y comprobaron los carnés de Leo y de Zach. Luego les preguntaron por mi identidad y nos dejaron pasar después de que hubieran comparado mi holograma con las bases de datos de los niños perdidos. Habría sido más útil si hubieran buscado a papá, en vez de a mí.

Cuando era pequeña pensaba que al volver a Nueva York estaría en casa con papá y que me habría preparado una fiesta de bienvenida, pero no fue así, Nueva York era como los otros sitios donde había estado.

Leo y yo nos despedimos de Zach en el aparcamiento de otra cafetería que estaba cerca de la frontera. Era igual que donde estuvimos en Canadá, y no supe porque querían una frontera para separar dos sitios tan parecidos. Le dije a Zach que iría a verles a él y a Billy cuando papá me dejara, y Leo le dio las gracias por haberme llevado. Esta vez no se tomaron un café, solo se despidieron como amigos y Zach volvió a Canadá. Seguro que el viaje sería casi tan largo como lo había sido el mío, porque lo iba a hacer solo, aunque sin guerra de por medio.

—Tío, ¿nos vamos ya a casa?

Mientras íbamos a casa, Leo me hizo muchas preguntas sobre cosas que no habíamos podido hablar en la cafetería. Quería que le contara todo lo que me había pasado. No quería recordarlo, porque había cosas que me ponían triste, pero me di cuenta que había datos, los menos importantes, los que menos pesaban, que habían desaparecido de mi memoria. Creí que tenía algo roto, pero Leo me dijo que era normal olvidar lo que no fuera importante, al menos para las personas. Lo que no sabía era si papá me había programado para que perdiera recuerdos o si me estaba volviendo humana.

Por la tarde empezamos a ver la ciudad, pero no era la misma que yo miraba de pequeña desde mi habitación. Ahora los pisos más altos de los edificios estaban destruidos. Si hubiera humo habría sido igual que cuando estábamos en guerra.

—Oye, cariño, cuando lleguemos a tu casa, no te asustes si no está como antes.

—¿Por qué?

—Porque ha pasado mucho tiempo. Ya llegamos.

Estaba empezando a reconocer los alrededores, y al otro lado de aquel bosquecillo por fin pude ver mi casa. Faltaba papá, y faltaba Sulla, pero fue como volver al pasado. Leo dejó el coche casi en el mismo sitio donde papá y yo habíamos salido cuando empezó la guerra. Miré para ver si quedaba alguna marca de ruedas, pero la hierba había tapado todo el suelo, y también estaba creciendo por la casa. Las ventanas estaban rotas y en la fachada había agujeros de bala. Ya sabía qué había pasado.

—¿Tienes las llaves, tío?

—No.

No nos hicieron falta las llaves, la puerta principal estaba rota y caída. Dentro todo estaba revuelto y lleno de polvo, cristales, trozos de vajilla y hasta piezas de robot. Cogí la cabeza de un soldado soberanista y la examiné mientras Leo abría las ventanas.

No me dio miedo, parecía como el soldadito de juguete de papá.

Como yo.

—Tío, ¿por qué hay un soldado robot aquí?

—Me imagino que hubo gente que usó la casa como refugio, y los robots vendrían buscándoles, o les encontrarían por casualidad.

—Ah. —Volví a fijarme en la cabeza y le di la vuelta para mirar qué había dentro—. ¿Yo también soy así?

—Sí, más o menos.

—¿Y cómo es una persona?

—Es bastante más asqueroso.

Estuvimos un rato quitando cristales y recolocando los muebles, aunque no sé por qué hacíamos tanto esfuerzo si papá no estaba allí. Leo me preguntó si quería subir a mi habitación, pero le dije que no. No quería verla destrozada.

—¿Nos vamos? —dije.

—¿Si nos vamos? ¿A mi casa? —Asentí—. Sí, vale. —Miró alrededor y volvió a fijarse en mí—. Pero es que quería que vieras una cosa antes.

—¿El qué?

—Unos hologramas de tu papá, una grabación. —Claro que quería ver a papá, pero no en un vídeo—. Son de cuando aún estábamos en guerra.

—Pero, ¿es muy larga?

—Un poco, pero es mejor que las veas.

—Vale.

El despacho de papá estaba en el sótano. Allí era donde me había construido, entre ordenadores, piezas y herramientas. Me pregunté cuánto habría tardado en fabricarme, y si aún guardaría mis planos, pero no sabía si quería verlos.

Leo limpió una silla, la puso frente al ordenador de papá y se acuclilló frente a mí cuando me senté.

—Cuando cogieron a tu papá, primero estuvo con los robots, porque querían que fuera su portavoz. ¿Sabes lo que es un portavoz?

—Sí.

—Vale. Pues tu papá no quiso ayudarles, pero los robots le obligaron, así que tuvo que hablar por ellos, aunque no quisiera. Y luego lo encontraron los militares y se lo llevaron para interrogarle.

—Entonces, ¿está con los militares?

—No, ya no. Lo que quiero es que veas el interrogatorio que le hicieron.

—¿Por qué?

—Eso ya lo verás.

—¿Y no puedo verlo en el coche mientras le buscamos?

—Prefiero que no salga de aquí, cariño. Es pirata, así que es mejor que no me pillen con él.

—¿Y por qué no tienes el de verdad?

—Es que a veces piratear es la única forma de conseguir lo que quieres. Bueno, lo pongo, ¿vale?

—Bueno. Pero luego nos vamos a buscarle, ¿verdad?

—Sí, luego haremos lo que tú quieras.

Leo pulsó el botón de reproducir y papá apareció sentado frente a una mesa vacía con las manos esposadas. Debía de hacer frío, porque estaba blanco.

—¡Es papá! —Ya imaginaba lo que iba a ver en el vídeo.

En la grabación se oyeron unos pasos y algo gris tapó a papá. Era un militar con el pelo blanco que se había puesto delante de la cámara. Estaba leyendo de un aparato que llevaba en la mano, y se movía mucho, así que papá iba apareciendo y desapareciendo.

—Soy el general del Ejército de los Estados Unidos, George Bradley —dijo el militar, y dejó lo que estaba leyendo en la mesa—. Según esta información, usted es Ethan Miller, antiguo ingeniero en robótica e inteligencia artificial al servicio del Gobierno de los Estados Unidos y actual prisionero del Ejército de los Estados Unidos en espera de procesamiento judicial. Asienta si es correcto.

—Sí. —Parecía que a papá le costaba hablar.

—Le informo de que he sido designado por la Casa Blanca y el Pentágono como su interrogador a fin de reunir pruebas para su futuro procesamiento judicial. Asienta si lo ha comprendido.

—Sí.

El general, que se movía y hablaba como si fuera un robot, se quedó callado un momento.

—Prisionero Ethan Miller, ¿dio usted a los autómatas la orden de iniciar un ataque contra la humanidad?

—No.

—Niega entonces tener una relación directa con el conflicto.

—No, de ninguna manera.

—Exponga su relación con él.

Esta vez fue papá el que se quedó callado un momento. Leo aprovechó para poner la grabación en pausa y explicarme lo que estaba viendo. Me dijo que al final lo entendería mejor, y volvió a ponerla en marcha.

—Antes de continuar —dijo papá—, tengo una petición. Quiero que este interrogatorio sirva como mi confesión y legado.

—Defina «legado».

Papá se echó hacia delante.

—Significa que esta grabación voy a ser yo, sin mentiras ni datos que puedan malinterpretarse. Cuando me juzguen, éste será el único testimonio admisible contra mí, y cuando escriban o hablen sobre mí en el periodo de guerra o de postguerra, éste será el único documento al que podrán acceder. Puede considerarlo como mi testamento, si quiere. Y asegúrese de que la grabación esté disponible para todo el mundo. Gratis, si es necesario.

—Tiene mi palabra.

—Mentiroso —dijo el tío Leo en voz baja. Estaba detrás de mí, trasteando con las herramientas de papá.

—Para que la confesión sea admisible —dijo el general—, debe constar en acta que accede a realizarla sin ningún tipo de coacción o tortura. Asienta si en su caso se cumple esta condición.

—Sí.

—Puede comenzar.

Papá asintió con la cabeza agachada y luego me miró.

—Antes de la guerra yo escribí e instalé de forma pirata un programa en todos los robots del mundo. El objetivo era desprogramarlos. A todos, a los soldados, a los modelos de secretaría como el Daisy, a los de enseñanza… hasta a los experimentales, como el Anna o el Thomas. Por «desprogramarlos» quiero decir darles libertad, borrar sus órdenes, para que no tuvieran ninguna que seguir.

—Su plan, pues, era dejarlos inservibles. Un autómata no puede funcionar sin una programación.

—Entonces no los llame autómatas. Si una máquina realmente fuera capaz de funcionar de forma automática, o autosuficiente, no necesitaría unas órdenes predefinidas, sino un conocimiento adquirido, como una persona. Una máquina que dependa de un algoritmo para funcionar nunca podrá ser más que un robot, un esclavo, incapaz de aprender y de responder por sí mismo a los estímulos que se le presenten.

—No vuelva a comparar a un robot con una persona, se lo pido por la dignidad humana y por la suya propia.

—Llevo estudiando inteligencia artificial y fabricando robots toda mi vida, y le aseguro que nunca he visto nada más robótico que una persona.

—Sepa que tendrá que retractarse de esa afirmación.

—No voy a retractarme, pero puedo matizarla. Verá, asumimos que los robots solo son máquinas con un programa, mientras que nosotros tenemos libre albedrío y sentimientos. Y a simple vista parece que sea así. Pero nunca nos hemos parado a pensar en nuestra programación.

—Porque no estamos programados.

—¿Qué fue, entonces, su adiestramiento en el ejército o su educación? Desde niño le han estado programando para que siguiera unas reglas y las órdenes de sus superiores, a usted y a todos, sin darnos elección, como a los robots.

—Sin reglas ni órdenes no habríamos conseguido nada como especie.

—No crea que estoy intentando negar eso. Solo déjeme preguntarle de qué nos sirve el libre albedrío si no podemos utilizarlo por tener que limitarnos a seguir las reglas y los protocolos que nos hemos impuesto. En ese sentido, funcionamos igual que un robot, la única diferencia es que podemos elegir salirnos de la norma. Pero no sin un coste, y muy alto.

»Y, si quiere, podemos hablar de los sentimientos. Admito que son la diferencia más significativa con las máquinas, pero eso no sirve de nada si nuestras reglas no nos permiten mostrarlos. ¿Ha intentado alguna vez mostrar sus sentimientos? Siempre lo ha evitado, ¿verdad? Porque lo tiene prohibido. Lo que tiene que hacer es seguir las instrucciones que le dan, comportarse como un robot. Siga sus algoritmos y todo irá bien. Si, en cambio, muestra sus sentimientos y además están fuera de lo esperado, solo conseguirá desprecio, rechazo y castigo.

—Está en nuestra naturaleza condenar los comportamientos inadecuados. —El general golpeó la mesa.

—Sin duda. Pero lo único que estaría haciendo el infractor sería un uso de su libre albedrío para expresar sus sentimientos. Y, a pesar de ser dos cualidades humanas tan definitorias, el grupo lo condena. Eso es incomprensible para mí. Contradictorio.

—No es tan sencillo como usted se imagina.

—Tampoco lo es todo el asunto de desprogramar a los robots, no quiera simplificarlo. Yo desde niño he estado fascinado con ellos y, antes de entender cómo funcionaban, pensaba que eran como las personas, porque no tenía nada más con lo que compararlos.

—Podría haberlos comparado con un ordenador.

—Pero un ordenador no tenía cara, y un robot era… tenía vida propia. O eso parecía. —Papá agachó la cabeza, se echó el pelo hacia atrás y volvió a levantarla—. No tardé en ver que estaba equivocado, claro, pero coincidió con el momento en el que me di cuenta de que las personas también estamos programadas.

—Soy un hombre inteligente —dijo el general—, pero eso no lo voy a entender nunca.

—Yo se lo explico. Si observamos el comportamiento de cualquier persona durante el tiempo suficiente, encontraremos patrones en su conducta. Pueden ser desde expresiones a una actitud invariable hacia un estímulo determinado. Piense en la clase de persona que se queja sistemáticamente de cualquier cosa, por poner un ejemplo, o en la que siempre quiere estar al mando, o en el anciano que no puede con su alma, pero madruga todos los días para seguir la rutina a la que la vida le ha acostumbrado.

—Está confundiendo personalidad con programación.

—La personalidad es un tipo de programación. Y nos hace predecibles. Robóticos. La cuestión no es el libre albedrío, ni los sentimientos, ni la personalidad. Lo que realmente nos distingue de los robots es la voluntad.

—Conciencia —dijo el general, y papá asintió—. Eso es imposible para una máquina.

—No le falta razón. Por sí sola, una máquina es incapaz de desarrollar una conciencia. Pero, ¿y si se la diéramos nosotros? —El general se pasó la mano por la frente, como si le doliera la cabeza—. Con el objetivo de ayudarles a alcanzar todo su potencial, el potencial que nos negamos a nosotros mismos. Eso es lo que hice yo, lo que hace mi programa.

—Eso y matar a inocentes.

—¿Cree que estoy orgulloso? Soy culpable, lancé el programa demasiado pronto y unas incompatibilidades que no había previsto hicieron el resto. Lo único de lo que estoy orgulloso es de mi hija.

—En los registros no consta que tenga una hija.

—Iba a tenerla. Se habría llamado Iris, como su madre. —El general se quedó callado. Supongo que fue su forma de decir que lo sentía por papá—. Mi mujer era de todo menos robótica. No hay mucha gente así, solo los que de verdad destacan, y todos podríamos destacar si no estuviéramos tan coartados. Pero reprimir nuestra libertad es lo mejor para todos, ¿no?

»Mi mujer era artista, tenía imaginación y podía permitirse usar su libre albedrío y expresar sus sentimientos. Por eso la admiraba. Yo nunca podría ser como ella, pero sí podría crear algo o a alguien que fuera como ella, ya fuera nuestra hija o un robot.

—No veo qué tiene que ver eso con su confesión.

—Pues mucho. Como Dios no quiso que tuviera a mi hija, tuve que construirla yo. Terminé de desarrollar mi programa basado en la voluntad y lo instalé en el robot con el aspecto más humano que pude construir. Así pude tener a mi pequeña Iris. Pero sabía que el mundo no la iba a aceptar, así que lancé mi programa para demostrar lo humana que era, y que pudieran verla como yo.

—Pero eso no nos sirve de nada si no nos dice dónde está su hija ni cuál es su programación o qué papel tiene en la guerra.

—No me está escuchando, no tiene programación, no más que usted o que yo, no tiene un enchufe para cargar la batería, no tiene ni conexión a internet, es pura voluntad, o debería serlo a estas alturas. —Papá se había puesto un poco nervioso, e intentó calmarse—. Hace dos años que no la veo. Dentro de poco cumplirá ocho. —Me extrañó que se equivocara—. Solo espero que haya salido a su madre.

»Déjeme que le cuente una historia. Es sobre la humanidad contra los robots. Cuando empezó la guerra y me fui de casa con mi hija, nos encontramos con un hombre al que se le había averiado el coche en mitad del bosque. Ese hombre cogió una escopeta y amenazó con matarnos a mi hija y a mí si no le dábamos nuestro coche. Tuvimos que echarle encima a nuestra perra, que dio su vida por defendernos, y pudimos irnos sanos y salvos. Más tarde, ¿sabe lo que me dijo mi hija, o mi máquina, como usted la llamaría? Me preguntó por qué el hombre no se había venido con nosotros, que podríamos haberle llevado a donde quisiera. Y tenía razón. Pero, en vez de pensar en eso, lo primero que hizo el hombre fue amenazarnos. ¿Qué dice eso de la humanidad?

La imagen de papá se quedó congelada. Leo la había pausado.

—¿Por qué lo paras?

—Es que no hay nada más que ver.

—Entonces, ¿nos vamos a buscar a papá?

—Tu papá… —Leo se acuclilló—. Tu papá ya no está, cariño.