12
Evolución
Papá hacía meses que había muerto. Le habían condenado a la inyección letal. De repente yo ya no tenía un objetivo, ni un propósito, ni una voluntad, solo tener que seguir adelante. Y no iba a poder, no con mis únicos amigos tan lejos de mí.
—Tranquila, cariño, tranquila. —Leo me dio un abrazo—. No va a pasar nada, ¿eh? Tío Leo está para cuidarte. —Intenté decir algo—. No pasa nada, venga.
—¡Si hubiera venido antes! ¡Si hubiera venido antes!
Grité como si estuviera muriéndome, se me debía de oír por todo el campo y hasta en la ciudad. La niña robot que no llegó a tiempo había perdido la cabeza, como su papá.
Leo pasó toda la tarde intentando tranquilizarme, y la noche en vela para asegurarse de que estaba bien. Lloré hasta dormirme y, aunque no recuerdo haber tenido pesadillas, sí me desperté gritando unas cuantas veces. Leo me abrazó cada una de esas veces para tranquilizarme y siguió diciéndome que estaba allí, que no se iba a ir.
El día siguiente lo pasé acostada, lamentándome y sin hablar. Leo limpió un poco, trajo comida e intentó que me sintiera mejor, pero sin papá no iba a poder seguir adelante. Ya no era solo mi brazo lo que estaba roto, toda yo me había roto. Aunque, ¿qué había cambiado, en realidad? Había pasado de no tener a papá a seguir sin tener a papá. Antes esperaba poder encontrarle, pero ahora, ¿qué me quedaba?
La segunda noche no pude dormir. Me cansaba de todo, y había estado pensando en qué podía hacer para intentar que todo volviera a la normalidad, fuera eso lo que fuera. Lo primero que tenía que hacer era irme de casa. No quería seguir viviendo en un sitio tan destrozado que siempre me recordaba a papá y a Sulla, pero eso no significaba que quisiera olvidarles. Además, después de haber estado seis años sin salir de allí, y ahora que se había acabado la guerra, quería conocer el mundo como realmente era.
No pensé en que el mundo tendría que aceptarme.
—Tío. —Intenté despertarle, estaba durmiendo en el sofá. Lo único que conseguí fue que se revolviera y que hiciera un ruido—. Quiero irme.
—¿Qué? —dijo con los ojos cerrados—. ¿Qué hora es?
—No sé. Quiero irme, tío.
—¿Irte? —Se incorporó despacio y se frotó la cara—. ¿Adónde?
—No sé. A tu casa. —Se me ocurrió.
—¿A mi casa? Pero, ¿qué hora es? —Miró su reloj—. Las cuatro… —Resopló—. ¿Y por qué quieres que vayamos a mi casa?
—Porque aquí ya no me gusta.
—Y a mí tampoco, cariño, pero los robots están prohibidos y tienes que quedarte escondida.
—Me puedo esconder en tu casa.
Leo no dijo nada, y después de un momento negó con la cabeza.
—No puede ser, cariño.
—¿Por qué? ¡Si me voy a portar bien!
—No es cómo te portes, es que no me extrañaría que tuvieran mi casa vigilada.
—¿Quién?
—El Gobierno, cariño.
—Pero tú trabajabas para el Gobierno, son tus amigos.
—No, trabajar para alguien no significa ser su amigo. Más bien, lo contrario. Y después de lo que hizo tu papá, los que éramos sus amigos nos metimos en un lío.
—Pero, ¿qué hizo?
—¿No lo viste en el interrogatorio?
—Es que no entendía qué quería decir.
—Vale. ¿Te sientas? —Me indicó un hueco a su lado y me senté—. Mira, tu papá quería conseguir que a los robots se les tratara como personas, porque creía que éramos iguales.
—Pero eso no es verdad, los robots son buenos, y las personas no.
—Entonces, ¿yo soy malo? ¿O tu papá?
—No, no…
—Entonces es que soy un robot, y tu papá tenía razón.
—¿De verdad?
Me quedé mirándole con atención para ver si veía algo que le delatara como robot. No había nada. Aunque, bien pensado, tampoco había sido capaz de reconocer a los soldados de negro y a los chicos como robots. Ni a Rose, ni a Daisy, ni a nadie, y tampoco había podido distinguir a las personas como personas. Todo el mundo me parecía igual.
—No, no soy un robot, cariño. Pero, ¿qué es eso de que las personas son malas?
—Es que… En Seattle los militares no querían dejar que me fuera con mis amigos, y el abuelo de Billy me pegó, y me puso delante de la gente para que me desmontaran y me rompió el brazo.
—Eso son excepciones, cariño, siempre hay alguien así.
—Pues yo he visto a muchos así. —Leo agachó la cabeza y murmuró algo.
—¿Y los robots que se llevaron a tu papá? ¿Ellos eran buenos?
—No, pero…
—Pero por lo menos te llevaron a un refugio y no te hicieron nada malo, ¿no? —Me encogí de hombros, pero fue como si hubiera asentido.
—Eso es la solidaridad entre los robots, sin distinciones. En eso son mejores que nosotros, pero tienen la ventaja de que no necesitan dinero ni comida. Aunque tampoco es que nosotros tengamos una buena excusa para no ser solidarios.
—Estás hablando como papá. —Se rio.
—Tu papá consiguió convencernos a unos cuantos para que le siguiéramos sin rechistar. Pero eso puede ser peligroso, quiero que lo sepas, porque puedes acabar perdiendo el control de tu vida por seguir a alguien y dejarle que haga lo que quiera contigo.
—Ya, lo sé.
—Mejor. Volviendo a tu papá, él quería un cambio hacia la igualdad entre las personas y los robots, y a partir de ahí…
—Evolución. —Leo se quedó asombrado.
—¿Lo sabías?
—Papá me dijo que era un lema, pero no me dijo lo que significaba.
—¿Y ahora lo entiendes?
—Sí, menos lo de la evolución. —Leo sonrió.
—Tú eres la evolución, cariño. —No supe qué decir, no lo entendía, y Leo se dio cuenta—. Tu papá decía que la evolución ocurriría cuando los robots fueran lo más humanos posible. Y quería que tú fueras la primera a la que aceptaran como humana, y que en adelante todos se diseñaran tomándote como modelo. Todo eso, si las cosas hubieran salido bien.
—Pero yo no puedo ser la evolución. —Leo asintió para corregirme.
—Tú eres esencialmente humana, cariño. O, por lo menos, lo que tu papá quería considerar humano. Aparte de los circuitos, la batería y poco más, no tienes nada que nosotros no tengamos. No tienes programación, ni un escáner en los ojos, ni conexión a internet… Nada.
—¿Un escáner?
—Sí, como los que se usan para saber quién es un robot, los de la luz naranja. Tú no lo tienes, así que para ti todos deberíamos ser iguales, que es lo que pensaba tu papá.
—Entonces, ¿por eso siempre daba negativo?
—En parte. Eso quiere decir que los robots que te escanearan te tomarían por humana hasta que les enseñaras la pulsera que te hizo tu papá, porque ahí es donde podían leer todos tus datos. —Señaló mi muñeca y se dio cuenta de que no la llevaba—. ¿Dónde la tienes?
—La perdí. —Agaché la cabeza, y Leo me abrazó.
—No pasa nada, tu papá lo habría entendido.
—¿Seguro?
—Sí. En la guerra es normal que uno pierda lo que tiene.
No nos fuimos a ninguna parte, no podíamos, y Leo tendría que volver pronto a su casa para que todo pareciera normal. Cuando se fuera me quedaría sola otra vez, con un mundo afuera que no me quería. Papá debería haberme mostrado en público mucho antes de lo que tenía pensado si quería que la gente me aceptase. Estoy un poco enfadada con él por eso. No por tenerme siempre en casa, sino por no dejarme salir antes. Pero eso lo sé ahora.
Aguanté unos días sin Leo, intentando arreglar la casa y saliendo a pasear sin alejarme demasiado. Pensaba en papá, en Sulla, en Billy y, sobre todo, en los chicos. Si papá me hubiera hecho como un robot normal, a lo mejor podría haber hablado con ellos a distancia. Ser prácticamente humana no era nada útil.
En uno de mis paseos se me ocurrió que podría ir andando hasta Canadá para ver a los chicos. Tendría que ir escondiéndome de bosque en bosque, o yendo por montañas y esquivando a todo el mundo. Pero, ¿para qué? ¿Para que cuando llegase también estuvieran muertos?
Un día, cuando ya no me quedaba nada por limpiar ni ordenar en la casa, bajé al despacho de papá. No había vuelto allí desde que Leo me había enseñado el interrogatorio. Empecé a mirar con miedo de que papá me regañara. Qué tonta. Lo que me asustó fue no oír nada, y estar sola. Aunque llevaba años sin papá, era ahora cuando de verdad empezaba a notar que ya no estaba.
En el despacho encontré herramientas, piezas y planos, todo pensado para fabricar y programar robots. También había partes ya construidas, aunque sin terminar, como un brazo o una cara. Prototipos. A lo mejor hasta había encontrado a lo que iba a ser mi hermanita.
Ya no me costaba entender por qué los soldados se habían llevado a papá para que hablara por los robots. Era de los pocos que nos respetaban. Hubiera preferido que lo hicieran con más calma. Papá quería un Cambio pacífico.
Leo vino de visita el fin de semana siguiente, y trajo una tarta.
—¿Cómo estás? —Me encogí de hombros—. Ya. Hay que ver lo bien que has dejado la casa, casi como antes. ¿Te ha costado mucho?
—Un poco —dije, y Leo asintió.
—Mira, te he hecho una tarta. Lleva mermelada, ¿la probamos?
Aunque me gustó que me trajese algo, la tarta me daba igual, y además sabía rara. Al menos pudimos reírnos de lo mal que le había salido.
—¿Te vas a quedar a dormir?
—No puedo, cariño. Pero me voy a quedar toda la tarde, si quieres.
—Sí, vale. ¿Han dicho algo sobre dejar de prohibir a los robots?
—No, ni hablan del tema, estamos como antes, solo hay brazos robóticos en las fábricas, nada de androides, ni policías, ni soldados, ni dependientes, ni asistentes, ni profesores, de ningún tipo.
—Pues en Canadá sí que hay.
—¿En Canadá? Ah, tus amigos. Sí, bueno, ellos están escondidos, y a saber cuántos más, y dónde. Pero el Gobierno no se va a gastar el dinero en buscarlos, por lo menos no ahora, es más importante reconstruir las ciudades y todo lo que podamos.
—¿Y si vinieran ellos solos?
—No les dejarían. Lo raro es que no hayan venido ya, con lo agresivos que se volvieron.
—Yo creo que tienen miedo.
—Pues tu papá tiene que estar orgulloso, antes de lo que él hizo los robots nunca sentían miedo. Ni nada, claro.
—Estaría más orgulloso si no estuviéramos prohibidos.
—¿Y yo qué hago, cariño? No puedo estar trayendo a robots desde Canadá de cuatro en cuatro.
—Pero puedes decirles que vengan, ¿verdad? Por internet.
—Sí, pero no sabemos si harían caso, porque tu papá les dio libre albedrío. Y aunque hicieran caso, vendrían a atacar, por el problema de compatibilidad del programa de tu papá.
—¿Eso qué es?
—Eso significa que el programa no funciona como debería, y hace que los robots usen la violencia y no busquen ser iguales a las personas, sino superiores. Espera, tú me dijiste que un amigo tuyo era igualitario, ¿no?
—Sí, Ed. Nosotros éramos igualitarios, y los soldados, soberanistas. —Leo se quedó pensando un momento.
—¿Y estás segura de que Ed era un robot?
—Sí, me lo dijo el papá de Billy, le había visto en una feria.
—Robots igualitarios… Entonces el programa de tu papá funcionó con ellos. ¿Había más igualitarios, aparte de tus amigos?
—Sí, pero muy pocos.
—Con muy pocos vale. Lo que tenemos que saber es por qué con ellos funcionó el programa. Deja que mire unas cosas.
En un momento, con mi ayuda, Leo buscó información sobre los modelos que no se habían vuelto violentos. No me gustó verlos como objetos en páginas donde describían sus características y los trataban como si ya no existieran. No se merecían eso, habían tenido que sufrir mucho por ser como eran, y no lo habían escogido ellos.
Mirando toda aquella información, Leo tuvo una idea de lo que había salido mal, pero no quiso contarme nada hasta que estuviera seguro. Tendría que esperar a que volviera a pasarse por casa, en unos días.
Pronto me cansé de hacer siempre lo mismo. Quería hacer otras cosas que limpiar y pasear, quería salir más lejos, ver la ciudad e ir a donde no hiciera frío, para variar. Y, sobre todo, quería volver a ver a los chicos, y que pudiéramos hacer lo que quisiéramos. Era lo que papá quería para nosotros. Me hubiera gustado mucho poder hacerlo, porque yo también quería, y Ed, Tom, Anna y Gabriel.
—Hola, Iris —me dijo Leo cuando por fin volvió—. Mira, hoy he traído helado. No lo he hecho yo, así que supongo que estará bueno. —Se rio.
Era verdad, estaba bueno.
—¿Sabes ya lo que pasó con el programa de papá? —Se lo pregunté mientras comíamos, porque él no decía nada del tema.
—Sí. —Tomó una cucharada de helado—. Eran incompatibilidades con algunos sistemas operativos, o eso parece. Y creo que hay una solución. —Abrí los ojos y la boca hasta que me dolieron.
—¿Cuál, cuál?
—Actualizar el programa.
—¿Y eso es fácil?
—Bueno, no es sencillo, pero se puede hacer. El problema es que solo hay un sitio donde pueda encontrar el programa. —Tomó otra cucharada.
—¿Dónde? —Leo resopló.
—En tu disco, cariño.
—¿Eso qué es?
—Es como… tu cerebro. Bueno, más o menos. Una parte.
—Entonces, ¿qué tienes que hacer?
—Conseguir el código, actualizarlo, y luego instalarlo como hizo tu papá.
—Y entonces, ¿qué?
—No sé. Si funciona, los robots podrían volver por su cuenta, buscando un Cambio pacífico. Seguramente vendrían con una bandera blanca y buscarían portavoces como debe ser, no por la fuerza. Pero si no…
—¿Qué?
—Pues… seguramente otra guerra, que volverían a perder, porque casi no les quedan soldados. O cualquier otra cosa. No podemos saberlo.
—Pero se puede probar, ¿no?
—Sí, se puede. —Agachó la cabeza.
—¡Pues lo probamos!
—Se puede si te desmonto, cariño. —Levantó la cabeza y respiró fuerte—. Si fueras un robot normal, tendrías algún enchufe para conectarte a un ordenador, pero estás hecha prácticamente de una pieza, así que tengo que abrirte para llegar a tu disco. Romperte, más bien, porque no es simplemente quitar unos tornillos.
—Pero luego puedes volver a construirme.
—No, sin tus planos no. Podría intentar hacer una copia, pero no serías exactamente tú.
—Jopé. ¡Mierda! —Tiré mi cuchara y Leo se quedó mirándome—. Entonces, ¿qué?
—Yo ya no sé qué hacer, cariño. O te quedas aquí, y esperamos que no te descubran, o intentamos actualizar el programa, que no quiero hacerlo, o te llevo con tus amigos.
—¿Y tendría que quedarme en la nieve?
—Sí, por lo menos hasta que levanten la prohibición.
—Que no va a ser nunca…
—Mira, cariño, solo te digo cómo están las cosas, no tienes que decidir nada ahora. Date tiempo y piensa bien lo que quieres.
Sabía muy bien lo que quería, irme de casa para siempre. Me puse triste porque ahora que había paz podía moverme menos que durante la guerra. Era una paz injusta.
Solo podía quedarme en casa o volver a la nieve a esconderme con los chicos. Era mi opción favorita, pero, aunque estuviéramos juntos, no podríamos hacer nada, solo congelarnos y esperar a que se nos acabara la batería.
Estuve mucho tiempo pensando en lo que debía hacer, y hablándolo con Leo cada vez que venía. Al final me cansé de pensar y hablar siempre de lo mismo. Yo casi nunca había tenido control sobre mi vida, porque era muy pequeña o porque tenía miedo, y ahora, como si de repente me hubiera hecho mayor, tenía que decidir qué hacer pensando en papá, en mis amigos, en todo el mundo, fueran robots o no.
A veces llegué a pensar que solo tenía que elegir entre papá o los chicos, pero no era así. Si me iba con los chicos me olvidaba de lo que quería papá. Pero si actualizaba el programa estaría continuando lo que papá empezó, y él estaría muy contento. Y además los chicos podrían volver, para que repararan a Tom y para que pudieran hacer lo que quisieran. Si daba mi código estaría haciendo algo importante para todos los robots, y les ayudaría a evolucionar. No tenía mucho más.
Le dije a Leo que ya sabía qué iba a hacer, pero no se lo diría hasta que hubiéramos hecho unas cosas que quería hacer antes. Primero fuimos a la tumba de mamá. Era una lápida gris sin flores, y tenía un holograma de ella. Nos parecíamos mucho. Me pregunté si yo era como papá se había imaginado que sería su hija, o si era como se la había imaginado mamá.
—Te quiero, mamá. ¿Cómo está papá?
Leo y yo no pudimos ir a la tumba de papá, porque nadie sabía dónde le habían enterrado, era un secreto del Gobierno, pero sí pudimos ir al otro sitio que quería, y pasamos junto a una gasolinera que era una cabañita pintada de blanco y azul. Desde el coche pude ver a Melissa y a su padre con un cliente en la tienda. Me alegré de que estuvieran bien.
Vi la misma señal verde en la que ponía «Milla 21», al lado del descampado. Estaba igual que antes. Pensé que tenía suerte de ser un objeto, pero luego recordé que yo también lo era.
No se veía la marca en la tierra de la tumba de Sulla, y la cruz había desaparecido. No me importó, yo sabía dónde la había enterrado papá, la cruz solo era un adorno. Leo y yo nos quedamos callados, y esa vez intenté pensar en algo que decir.
—Tú siempre vas a ser mi mejor amiga.
Estaba anocheciendo cuando llegamos a casa. Leo me preguntó si le iba a decir cuál era mi decisión o si prefería esperar un poco más. Le dije que no sabía muy bien qué hacer, y que antes quería dejar mi historia grabada, como había hecho papá. Así todos podrían saber la verdad y decidir si nos merecíamos una segunda oportunidad, aunque solo fuéramos unos pocos. A Leo le pareció bien. Era la única persona que me habría dado todo lo que le hubiera pedido. Otros no me dejarían hacer lo que quisiera, ni salir de casa, ni estar con mis amigos, ni nada. Estaba cansada de que no me dejaran hacer lo que quisiera. Lo había intentado, pero no me habían dejado.
—Mira —dijo Leo unos días después de que le hubiera contado mi plan. Me había traído una pulsera plateada con mi nombre en mayúsculas—. Es como la que te hizo tu papá, pero no tiene tus datos, es una memoria, para que guardes tu historia y todo lo que quieras.
—Gracias. ¿Cómo funciona?
—Tiene un botoncito aquí para grabar, no hace falta ni que te la pongas.
—No, quiero ponérmela.
—Vale, muy bien.
Leo me la puso en la muñeca izquierda. Era una pena, porque la pulsera de papá la había llevado siempre en la derecha, en el brazo que ahora tenía roto. Una vez, por curiosidad, había mirado cómo era yo por dentro, y me había sentido orgullosa de que no me hubiera dado miedo mirarme la herida. Por dentro era plateada, con cables negros y brillantes, y todas las piezas estaban muy bien colocadas, y hasta hacían un dibujo bonito. Papá era un artista, igual que mamá.
—Ya está —dijo Leo—. Preciosa.
—¿Cómo empiezo la historia?
—Pues… No sé, como quieras. Podrías empezar con tu nombre.
—Iris. ¿Así?
—Mejor dilo como si estuvieras hablando con un amigo, uno al que acabas de conocer.
—Entonces… Hola, me llamo Iris. ¿Así?
—Sí, y cuéntala como si no supieras lo que va a pasar.
—¿Por qué?
—Porque así es más bonito.
—Ah, vale. ¿Y qué cuento primero?
—No sé, cariño, lo que quieras. Y no te preocupes si te equivocas, luego podemos cambiarlo.
—Bueno. Creo que ya sé cómo voy a empezar.
—¿Sí? Pues cuando quieras.
Pulsé el botoncito de la pulsera, pero me quedé callada un momento.
—Me llamo Iris. Cuando tenía seis años, unos soldados entraron en casa y me separaron de mi padre. Lo último que me dijo fue que nos volveríamos a encontrar. Me lo prometió.