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Soldados

Llovía tanto que papá se empapó al bajar del coche. Me pidió que me echara la manta por encima para no mojarme y luego me llevó en brazos hasta el porche de la cabaña.

—Voy a bajar las maletas —dijo mientras abría la puerta de la cabaña—. Entra, hará menos frío.

No me atreví a entrar, estaba oscuro.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no entras? —Papá dejó el equipaje en el porche y tocó la manta—. Quítatela si está mojada. —La puso encima de una maleta y volvió a cargar con ellas—. ¿Vamos?

Papá entró sin esperarme, estaba bastante animado. Le seguí despacio. Se veían nuestras pisadas en el polvo del suelo. Había insectos muertos, ramas y hojas. Papá fue apartando todo, me dijo que no me preocupara, que enseguida lo limpiaríamos y que arreglaría las goteras del techo. Dejó las maletas en su dormitorio y me enseñó mi habitación. Solo cabía una cama estrecha, una mesita de noche y un armario.

En el cajón de la mesita encontré un juguete. Era un soldadito de metal con un uniforme de color marrón pardo. Tenía todos los detalles, pero se le había caído algo de pintura. Cuando lo cogí empezó a moverse. Lo dejé encima de la mesita y andaba mientras sonaba una musiquilla, luego arrodilló una pierna, cogió su arma y empezó a disparar. Solo hacía ruido, pero casi podía ver las chispas. Disparaba en todas direcciones, aunque nunca hacia mí.

Llamé a papá para que viniera a verlo, pero no me oyó, así que fui a buscarle. Estaba en la cocina, había ido a buscar una escoba y una fregona. Le cogí de la mano para llevarle a la habitación y le enseñé el juguete, que estaba andando otra vez. Esperaba que le gustase, pero no que se quedara asombrado. Lo miraba como si no supiera lo que era. Cuando el soldado se paró, lo cogió y se sentó en la cama a mirarlo.

—Y yo pensando que lo había perdido… Me lo compró tu abuelo en una feria, parece mentira que aún funcione. Mira, ya se está moviendo otra vez. Funciona solo, pulsando este botón, ¿lo ves? —El soldado se movía como si quisiera escapar de su mano.

—¿Funciona con batería?

—Sí, pero yo creía que se movía por voluntad.

—¿Eso qué significa? —dije, y papá sonrió.

—Ganas de vivir, cariño. —Dejó el juguete en la mesita—. ¿Lo entiendes? —Negué con la cabeza—. Bueno, ya lo entenderás. ¿Me ayudas a limpiar la casa?

Empezamos barriendo el suelo y quitando el polvo de los muebles. Hasta entonces no me había dado cuenta de que los sofás y los colchones estaban cubiertos por un plástico. En la habitación de papá encontré una moneda antigua al buscar mantas en el armario. Me gustó que la casa tuviera aquellos secretos.

En el salón limpié unas estanterías que tenían libros de verdad, de papel. Papá trató de explicarme lo importante que eran los libros, pero no entendí por qué: olían mal, estaban rotos y tenían bichos. Le pregunté si podíamos tirarlos, pero me dijo que no. Nunca supe para qué los quería, porque los guardó en una caja y no los tocó más.

Cuando abrimos el grifo de la cocina nos asustamos. Papá me había avisado de que el agua saldría sucia al principio, pero no dijo nada sobre las cucarachas que salieron del desagüe. Yo salí corriendo para subirme al sofá. Papá las mató, menos a una que escapó volando y vino hacia mí. Me bajé del sofá y perdí de vista al asqueroso bicho. La volví a ver correteando por el suelo y, sin pensarlo, la pisé.

Fue la primera vez que maté.

—La has matado, ¿no? Muy bien, límpiate la suela en el porche, restriégala en el escalón.

No me importó haber matado una cucaracha, incluso me sentí bien, porque, en ese momento, creí que había sido valiente, pero me acordé de Sulla. La cucaracha, como mi amiga, era un ser vivo. ¿Por qué no me sentía mal después de haberla matado? Solo pensaba que la cucaracha no era mi amiga. No era Sulla. Como con el hombre de la escopeta. Para él, papá y Sulla no eran sus amigos. ¿De verdad eso estaba bien?

Me limpié la suela de la zapatilla con mucho cuidado. Como si le pidiera perdón a la cucaracha. Cuando volví dentro, papá estaba fregando el suelo.

—Empieza a faltar luz, ¿no? —dijo papá—. Voy a encender el generador, ahora vengo. —Dejó la fregona y salió afuera. Tuvo suerte de que había dejado de llover.

La casa empezaba a tener mejor aspecto. Ya no había nada en el suelo, ni polvo por todas partes, y se podía ver a través de las ventanas. Quedaba poco para terminar. De repente se encendieron algunas lámparas y papá volvió con algo de leña. Entró manchando el suelo de barro y encendió la luz del salón.

—Esto es otra cosa —dijo.

Dejó la leña junto a la chimenea, limpiamos el barro del suelo y de sus zapatos, y quitamos el plástico que cubría los sofás y colchones. Luego preparamos las camas y encendimos el fuego.

—¿Qué hay para cenar?

—Esta noche solo tenemos judías. Están ricas, ya verás. Y mañana iré a comprar algo.

Las judías no me gustaron tanto como papá creía, pero comí unas cuantas cucharadas. Él se acabó su plato enseguida y también lo que dejé en el mío. Nos fuimos a dormir nada más terminar, aunque no pude pegar ojo porque el viento hacía mucho ruido. Parecía que gritaba enfadado, peleando con los árboles, y la casa parecía que fuera a partirse, así que le pregunté a papá si podía dormir en su cama. Me dejó pasar la noche con él, pero no por eso paró el viento.

 

Cuando me desperté, papá no estaba en la cama. Me quedé un rato más, mirando el bosque por la ventana. El día estaba despejado, y no hacía viento. Sin embargo, algo estaba golpeando el tejado.

—¿Papá?

Más golpes.

Me levanté y busqué a papá. No estaba en ninguna habitación de la casa, aunque el coche seguía allí. Podía seguir llamándole o salir a buscarle. No quería salir sin su permiso, pero iba a tener que hacerlo. Me dije a mí misma que no me alejaría mucho, que no iría más allá del coche. Y así lo hice.

—¡Cariño! —Papá estaba en el tejado con un martillo en la mano—. Estoy arreglando las goteras. ¿Te he despertado?

—No.

—Vale, mejor. ¿Quieres subir?

—No. —Me daba miedo caerme.

—Bueno, como quieras. También puedes sujetar la escalera para que baje, casi he terminado.

—Vale. ¿Dónde está la escalera?

—Ahí detrás. Venga, ve, que ya acabo.

Salí de casa y me encontré con algo más que la escalera. Había un cobertizo lleno de leña y trastos tapados con una lona. Quería saber lo que había debajo, pero no estaba segura de si a papá le parecería una buena idea. Aproveché que estaba ocupado para echar un vistazo. Encontré un arma parecida a una escopeta, pero más delgada, y una caña de pescar. Las tapé enseguida y fui a sujetar la escalera. Papá no tardó en bajar. Me preguntó si había dormido bien y si quería desayunar.

—He visto un arma en el cobertizo —le dije mientras él preparaba unas tostadas. No quería tener secretos con papá.

—Es el rifle de tu abuelo, lo usaba para cazar.

—Ah. ¿Y qué cazaba?

—Pues animales del bosque. Ciervos, sobre todo.

—¿Para qué? —pregunté, y papá se encogió de hombros.

—Le gustaba cazar. Además, están riquísimos.

—¡Qué asco! —dije. Papá se rio.

—Y también pescaba de vez en cuando.

—¿Hay un lago?

—Y un río, pero hay que coger el coche para ir.

—¿Podemos ir?

—Hoy no, hay cosas que hacer. Pero esta tarde podemos ir a dar un paseo, ¿te parece? A ver hasta dónde llegamos.

Después de comer fuimos al cobertizo para ver qué había allí dentro que nos pudiese servir. Encontramos unos guantes, una pala, una caja de cartuchos para el rifle, un hacha y una piedra para afilar. Papá dijo que tendríamos que comprar munición nueva y repasar la hoja del hacha. Creí que estaba bromeando, pero acabó metiendo el hacha y el rifle en casa. No le gustó tener que hacerlo, pero dijo que debíamos protegernos.

Por la tarde fuimos a dar el paseo que papá había prometido. Me asombró lo bien que recordaba cada sendero y rincón del bosque, y me pregunté si yo sería capaz de recordar las cosas tan bien cuando fuese mayor. De vez en cuando parábamos para que papá me enseñara a orientarme. Dijo que era fácil, pero a mí no me lo pareció, solo pude aprender un par de trucos, como a no salirme del camino que me marcara y a encontrar el norte y las otras direcciones con facilidad, más o menos.

Un poco más adelante encontramos un arroyo que bajaba dando saltitos sobre las piedras y lo seguimos. Paramos en un sitio donde el arroyo se hacía más ancho y nos sentamos en unas rocas a descansar y a comer unos bocadillos. La cabaña debía de estar lejos, no se veía desde allí. La habíamos perdido de vista sin darnos cuenta o, al menos, yo no la veía. Pero no había por qué preocuparse, papá sabía cómo volver.

Poco a poco me fui acostumbrando a la vida en la cabaña. Papá y yo nos repartíamos las tareas, jugábamos y, de vez en cuando, dábamos paseos o íbamos al lago. Él hacía la compra cada semana. Me trajo algunos juguetes y volvió a enseñarme lengua, ciencia y matemáticas.

Cuando ya conocía los alrededores, papá me dijo que podía salir de casa sin él, si me apetecía, siempre que le pidiera permiso y no me alejara demasiado. Aunque no estaba del todo convencido, dijo que me vendría bien porque no podría vigilarme siempre. Me contó que el abuelo había hecho lo mismo con él. Al principio me pareció raro, pero poco a poco fui notando cómo me volvía más valiente y atrevida, o eso creía.

Cuanto más tiempo pasábamos lejos de Nueva York, más me acordaba de nuestra otra casa. No sabía si a papá también le pasaba, y nunca llegué a preguntárselo, pero al recordarlo todo se me ocurrieron otras preguntas que podía hacerle.

—¿Papá?

—¿Sí, cariño?

—Si te dan miedo las armas, ¿por qué tenías una pistola en el coche?

—Ah. Eso. Pues… el primer coche que nos encontramos, lo registré, por si tenían algo que nos pudiera servir, y estaba en la guantera, con una caja de munición al lado.

—¿Y por qué?

—Pues, cariño, o la llevaban siempre para defenderse o a lo mejor la habían cogido porque había empezado la guerra. Por eso la cogí yo, aunque no me gustara.

—Ah. Y el hombre calvo, ¿por qué tuvo que ser tan malo? —No me gustaba recordarlo.

—Estaba huyendo también, y su coche se había estropeado, así que quiso quitarnos el nuestro.

—Pero, si estaba huyendo, ¿por qué no se vino con nosotros?

—Eso es lo que tendríamos que haber hecho, pero la gente no suele pensar así. ¿Sabes lo que hice cuando nos libramos de él? Pisé la escopeta con el coche y la dejé allí tirada. Después de pisarla parecía de goma. —Se rio y me dio un abrazo.

 

Una mañana que hacía mucho frío y parecía que iba a nevar, me puse un gorro de lana y salí a dar un paseo, pero solo llegué hasta el coche porque del bosque apareció un ciervo y me quedé muerta de miedo. Era enorme, y sus cuernos parecían unas manos gigantes y deformes que podían aplastarme, como había hecho yo con la cucaracha. Quise llamar a papá, pero el miedo no me dejó abrir la boca.

Aunque estaba muy asustada, el ciervo me parecía increíble. Casi brillaba. Al verme movió la cabeza como si le sorprendiera verme y no supiera lo que era yo. Adelantó una pata y dio unos golpes en el suelo. Luego gruñó, se acercó un poco más a mí y volvió a golpear el suelo.

Papá debió de verlo por la ventana, porque le oí salir corriendo al porche. El ciervo le miró sin moverse de donde estaba. Y yo tenía tanto miedo que no podía hacer nada.

—¡No te muevas, cariño!

El ruido del disparo se oyó por todo el bosque. Yo me tapé los oídos, los pájaros salieron volando de los árboles, y un pequeño agujero con sangre apareció en la cabeza del ciervo. Cayó como si estuviera cansado.

Papá me llevó a la cabaña y me dio un poco de leche para calmarme. Tuvo que ayudarme para que pudiera tomármela, porque me temblaban las manos.

—Ya está, ya está. ¿Ves lo bien que nos ha venido el rifle? ¿Quieres algo más, aparte de la leche? ¿Unas galletas? —Me las trajo sin que se las pidiera—. Ha sido un susto, nada más. Normalmente los animales no se acercan a la cabaña, este se habría perdido. ¿Cómo estás, se te pasa?

—Sí. —No estoy segura de si lo dije para calmar a papá o para calmarme a mí.

—Mejor. Tú, tranquila. Y cuando termines te voy a enseñar una cosa chula, ya verás.

Lo que papá me enseñó fue una parte de la casa que no había visto aún, porque estaba debajo del suelo. Se entraba por una trampilla que había en la habitación de papá. Era un refugio casi tan grande como la cabaña, pero no se parecían en nada. El refugio tenía mucha luz, pero no era bonito. Las paredes estaban sin pintar. Tenía un baño, el resto era una habitación grande llena de estanterías con comida, y era el salón, la cocina y el dormitorio, todo a la vez. La cocina era igual que la de la cabaña, con muchas cosas. También había un par de camas juntas y preparadas. Papá se había ocupado de todo.

—¿Tenemos que vivir aquí? —La idea no me gustaba, pero a papá le hizo gracia.

—No, qué va. Esto estaba aquí antes de que tu abuelo comprase la cabaña, ¿sabes? Es muy antiguo, es un sitio seguro por si pasa algo.

—¿Por si pasa qué?

—Nada, cariño, nada. Venga, vamos arriba.

—¿Papá?

—Dime.

—¿Cuándo se va a acabar la guerra? —Por la cara que puso, no le gustó que le preguntara.

—Por eso no te preocupes, ya se acabará. —Me dio un beso en la cabeza—. Aquí estaremos bien.

No volvimos a bajar al refugio. Papá tenía razón, en la cabaña estábamos bien, y tranquilos. La guerra estaba lejos, y a lo mejor no llegaba a un sitio tan apartado. Me pregunté cómo le iría a Leo, pero papá no había vuelto a hablar con él. Me dijo que nos iría mejor si estábamos aislados del todo.

Mientras comíamos, papá me explicó cómo tratar con animales salvajes. No sabía mucho del tema, pero me dijo que lo más prudente era no hacer movimientos bruscos y no mirarles a los ojos. Me hizo prometerle que lo recordaría, pero yo pensé que no hacía falta, porque estaba segura de que no iba a volver a dar un paseo sola en mucho tiempo.

Unos días después, por la noche, papá me despertó sin querer. Había ido a la cocina a ponerse un vaso de agua y luego salió al porche. Como yo ya me había despertado y no sabía lo que pasaba, me levanté y fui con él. Estaba de pie en el porche, tapado con una manta y mirando al bosque. Le pregunté qué pasaba, pero no me lo dijo, solo me preguntó por qué estaba levantada, me abrigó con la manta y quiso que volviéramos dentro. Encendió un fuego y nos sentamos frente a él en el sofá.

—Estaba pensando en mamá —me dijo al fin—. Hace mucho que no voy a verla.

—Yo me acuerdo de Sulla. —Papá asintió.

—Cuando acabe la guerra, iremos a verla. Y también te voy a llevar a ver a mamá. Pero, hasta que se acabe, es mejor que nos centremos en cuidar de nosotros y quedarnos en la cabaña.

—Vale. —Me puse cómoda en el sofá. Casi me quedo dormida.

—¿Te acuerdas de lo que es un lema?

—Eh… —Hice memoria—. Sí, como una promesa, ¿no?

—Eso es. Y el tío Leo y yo teníamos una. Si te la digo te vas a acordar, ¿verdad?

—Sí.

—Eran tres palabras: cambio, igualdad, evolución.

—Pero eso no es una promesa.

—Es parecido.

—Pero no lo entiendo.

—Ya… No lo entendía casi nadie. —No dijo nada más, se quedó dormido enseguida. Le eché la manta por encima y la compartimos.

 

Pasaron dos meses y el otoño iba a acabar pronto, pero el bosque ni se enteró, seguía tan verde como el día en que llegamos, como me había dicho Melissa. Papá dijo que pronto veríamos la nieve.

Una tarde, papá vino de hacer la compra con más bolsas de lo normal porque quería asegurarse de que no nos faltara de nada cuando llegara la nieve. En esas bolsas estaban los ingredientes para hacer mi tarta de cumpleaños: chocolate, mermelada, masa de galletas... y siete velas de colores. Le abracé, le besé y le di las gracias muchas veces, era el día más feliz desde que salimos de Nueva York. Aunque aún faltaban unos días para mi cumpleaños, no sabíamos si tendríamos que irnos pronto de la cabaña.

Una semana antes de mi cumpleaños estábamos fregando los platos cuando vimos a unos soldados que salían del bosque y venían hacia la cabaña. No iban vestidos de verde, como los militares que vimos una vez, sino de negro. Tenían la cara tapada con un casco y unas gafas gruesas de cristales color naranja que hacían de espejo. se movían muy rápido. A papá se le cayó un plato, y se rompió cuando me dio la mano.

Teníamos que llegar al refugio.

Los soldados gritaron para que saliéramos con las manos en alto, golpearon la puerta y rompieron las ventanas para entrar. Papá intentó coger el rifle, pero un soldado le golpeó en la mano con su arma y luego le dio tan fuerte en la cara que se cayó. Al caerse, me soltó.

—¡Papá! —Me agaché para levantarle y volví a cogerle de la mano.

—Lo siento, cariño. —Uno de los soldados me levantó, pero yo peleé, no quería soltarme de papá—. ¡Enséñales tu pulsera! ¡Así no te harán nada! —El soldado me apartó de papá—. No te preocupes, nos vamos a volver a encontrar, te lo prometo.

—¡Papá! —Lloraba y me dolía la garganta—. ¡Papá!

El soldado que me había cogido me subió a un coche y se sentó a mi lado. Vi a papá intentando hablar con ellos, pero no podía oír qué estaba diciendo.

Solo oía mis gritos.