5

Juegos

Tuvimos que romper una ventana para entrar en la casa que habíamos elegido como refugio. Yo no quería hacerlo, pero, como dijo Gabriel, a nadie le iba a importar. Dentro solo encontramos algo de ropa de adultos y unas mantas. La casa tenía sótano, pero solo Tom y Gabriel fueron a mirarlo. Anna no se atrevió a bajar, y tampoco me dejó ir a mí, no quería que nos separásemos. Me sentí responsable de ella, iba a tener que cuidarla.

—El sótano nos servirá como escondite si vienen los militares —dijo Gabriel cuando volvió al salón—. Seguro que nos están buscando. —Anna se asustó. Pensé que debía decirle algo a Gabriel para que dejara de hablar así, pero no me atreví. Lo único que hice fue apretar más la mano de Anna.

—Entonces, vigila —dijo Tom. Gabriel le hizo caso, se sentó junto a una ventana del salón y apartó un poco la cortina para mirar.

—¿Dónde está Ed? —dijo Anna. No me sorprendió que me hubiera olvidado de él.

—Estará por ahí, ya vendrá —dijo Tom.

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —dije.

—Nos quedamos aquí, de momento.

—Pero yo tengo que buscar a mi papá.

—¿Y por dónde le vas a buscar? —dijo Gabriel.

Me enfadó, pero tenía razón. No podía salir a buscarle sin más, no tenía ninguna pista sobre dónde podría estar, y solo había dos sitios donde pudiéramos encontrarnos: la cabaña y Nueva York. A la cabaña no sabía llegar, Nueva York sería más fácil de localizar.

—Voy a ir a nuestra casa, a Nueva York.

—Eso está muy lejos, no sé cómo vas a ir.

—Pues en coche.

—¿Y quién va a conducir?

—Pues… alguien que sepa.

—Pues aquí no hay nadie.

—Pues iré a otro sitio.

—¡Pues no puedes, porque no tienes coche!

—¡Ya vale! —dijo Tom. Le hicimos caso—. Ya nos iremos cuando po… ¿Qué es eso? —Miró por la ventana, y vimos un enorme todoterreno.

Gabriel se asomó.

—Los militares. ¡Agachaos!

Todos nos echamos al suelo. Anna se abrazó a mí y nos escondimos detrás del sofá. Tom hizo lo mismo.

—¿Veis algo? —dijo Gabriel.

—Van muy despacio —dijo Tom.

—No van a venir, ¿verdad? —me dijo Anna.

Le dije que no, sin saber si la estaba engañando.

—Nos podemos esconder en el sótano —dijo Tom.

Anna me miró, asustada, y negó con la cabeza. Seguía sin querer bajar al sótano.

—No seas tonta —le dije—, estaremos todos juntos.

—¿Qué pasa? —me dijo Tom, sin dejar de mirar a la ventana.

—Anna no quiere bajar al sótano.

—¿No? Pero si vamos a estar todos juntos, tonta.

—¡No soy tonta! —Tom sonrió, y por un momento nos olvidamos de los militares.

—¿Queréis callaros? —dijo Gabriel. Anna y yo le pedimos perdón, pero Tom no le hizo caso.

—Se han bajado del todoterreno. Hay que ir a la parte de atrás, venga.

Salimos del salón agachados y con cuidado de no hacer ruido. Anna y yo íbamos de la mano.

—Van a venir, van a venir —dijo Anna. Estaba muerta de miedo.

—No, ya verás, seguro que pasan de largo —le dije.

No paraba de mentirle. Me pregunté si cuidar de alguien significaba tener que calmarle con mentiras todo el tiempo. ¿Era eso lo que papá había estado haciendo conmigo?

Oímos a los militares echar la puerta abajo cuando salíamos por la parte de atrás, y nos topamos con alguien. Pensé que sería un militar, no se me ocurría nadie más que pudiera andar cerca de la casa, pero me equivoqué.

—¡Ed! —Anna me soltó y corrió a abrazarle.

—¡Hola, pequeñaja! —Ed la cogió en brazos.

Me dio rabia verlos así, y que Ed fuera su preferido.

—He visto a los militares —le dijo a Tom—, ¿dónde están ahora?

—En la casa, hay que irse ya.

Sin que ninguno de nosotros se lo pidiera, Ed se puso al frente para guiarnos, con Anna aún en brazos. Nos llevó por varias calles y nos hizo girar en cada esquina para despistar a los militares. Dijo que tenía un plan, pero ni Tom, ni Anna, ni Gabriel le preguntaron cuál era. Confiaban en él, aunque yo no creía que pudiera salvarnos.

Nos paramos al llegar a una tienda donde dijo que podríamos escondernos.

—Tom y yo tenemos que ir a otro sitio —dijo Ed—, pero venimos enseguida, esperadnos aquí. Tú cuida de Anna —le dijo a Gabriel, y dejó a Anna en el suelo.

—¿Adónde vamos? —dijo Tom.

—Me tienes que ayudar con una cosa.

—Yo también quiero ir —dijo Anna, quejándose.

—No, no puedes, ¿es que no has visto a los militares?

Anna se abrazó a Ed para evitar que se fuera.

—Venga, Anna, déjalo tranquilo —Gabriel les separó.

—Quédate con Gabriel, no vamos a tardar nada.

Tom y Ed no se fueron hasta que Anna aceptó quedarse, aunque a regañadientes. Intenté darle la mano para reconfortarla, pero no quiso que la tocara.

Gabriel nos hizo ir a la parte de atrás de la tienda, estaba oscura y nos ocultaríamos mejor. Nos pusimos detrás de una estantería, Gabriel vigilaba.

—¿Adónde habrán ido? —le dije a Gabriel.

—No sé, cállate. Y tú también —le dijo a Anna.

—¿Ed viene ya? —dijo Anna—. Quiero ir con Ed —Intentó moverse, pero la sujeté.

—Ya verás como vienen enseguida.

—¡Que os calléis! —Si Gabriel quería tanto silencio, no sé para qué gritó, pero Anna le hizo caso y se estuvo callada, y yo tampoco dije nada.

—Ya vienen. Voy yo, no salgáis. —Se fue corriendo.

Oímos a los chicos hablar fuera, aunque no pude entender todo lo que decían. Gabriel gritaba. Había algo que no quería hacer, pero Tom y Ed consiguieron convencerle. Cuando terminaron de hablar, Tom vino hasta nosotras.

—Ed dice que nos esperéis aquí, tenemos que ir a hacer una cosa.

—¿Qué cosa? —dijo Anna.

Tom pensó en qué decir, o quizás en cómo decirlo.

—Una cosa para que nos podamos ir.

—¿Adónde?

—¡Tom! —dijo Ed desde la entrada—. ¡Ven ya!

—Ahora venimos, no salgáis —dijo Tom, y se fue.

Los chicos llevaban algo que me parecieron armas. Me habría gustado saber lo que estaban tramando, porque si salía bien podríamos irnos, o eso había dicho Tom, y por fin podría buscar a papá. No quise pensar en qué pasaría si salía mal.

—¿Por qué tardan tanto? —dijo Anna.

—Si acaban de irse… —No me escuchó, y se asomó para buscarles.

—¿Dónde están?

—Pues ahí, en la calle.

—Quiero ir con Ed. —Dio un paso adelante, decidida a irse. La cogí del brazo antes de que se escapara, y empezó a tirar para que la soltara.

—¿Quieres portarte bien? Van a venir enseguida.

—¡Déjame! ¡Suelta! —Se revolvía y se quejaba, como un pez intentando salir de la red.

—No, han dicho que nos quedemos. —Seguí intentando que se estuviera quieta, pero tiró de mí, pataleó y me pegó hasta que consiguió soltarse y salió corriendo—. ¡Ven aquí! —Ni siquiera se dio la vuelta.

La seguí por varias calles pidiéndole que parara y volviera, pero no me hacía caso, solo llamaba a Ed. Le encontramos escondido y preparado para saltar delante del coche de los militares, que estaba en medio de la carretera. Tenía una pistola, no me había equivocado cuando los vi. Debían haberlas cogido cuando se fueron y Gabriel se quedó vigilándonos a Anna y a mí. Pero eso daba igual.

—¡Ed! ¡Ed! —dijo Anna. No se dio cuenta de que los chicos querían hacerles una emboscada a los militares, solo corrió hacia Ed sin pensar en nada más. Tendría que haber ido a por ella, pero me dio miedo acercarme.

Entonces Ed se puso frente a los militares.

—¡Bajad del coche! ¡Bajad del coche! —dijo, apuntándoles. Anna se asustó al ver lo que pasaba y se quedó parada en mitad de la carretera, detrás de Ed.

Tom y Gabriel salieron de su escondite y rodearon el coche. Tom fue por el lado del conductor, y Gabriel por detrás. Al ver a Anna, Tom se despistó de la emboscada para decirle con gestos que se apartara y volviera conmigo. Los militares dieron marcha atrás y casi atropellan a Gabriel. Ed y Tom salieron corriendo para evitar que se escaparan y yo aproveché para llevarme a Anna de allí. Esa vez sí quiso venir conmigo, y nos escondimos en el jardín de una casa, detrás de un seto.

Oímos ruidos de motor, gritos y disparos. Anna lloró y no dejó de llamar a Ed. Ni siquiera intenté que se callara. Me asomé con cuidado y vi que Ed y Gabriel estaban obligando a los militares a bajarse del coche. Tom estaba en el suelo. Había soltado su pistola y se agarraba la pierna. Le habían herido.

—¡Putos Mickeys de mierda! —dijo el conductor. Me pregunté por qué había llamado así a los chicos. Quizá fue porque le habían dado en el hombro y, con tanto dolor, no sabía lo que decía.

—¡Venga, a la parte de atrás! —dijo Ed. Los militares obedecieron, como hacían en el ejército.

—¡Anna, Iris, venid ya! —dijo Gabriel, y salimos del escondite cogidas de la mano.

Me imaginé que Anna se soltaría de mí en cuanto viera a Ed, pero ya no me importaba. Por mucho que quisiera protegerla, sabía que no podía cuidar de ella—. ¡Tontas, teníais que haberos escondido! ¡Por vuestra culpa le han dado Tom! ¡Venga, al coche, y quietas!

Anna y yo subimos al asiento de atrás y Gabriel fue con Tom. Él me había salvado en el refugio y ahora le habían disparado por mi culpa. Me sentía muy mal, no hacía más que estropearlo todo.

—¿Qué le pasa a Tom? —dijo Anna. No comprendía o no quería comprender lo que estaba pasando. Yo no dije nada.

Gabriel ayudó a Tom a levantarse y caminar. Seguí repitiéndome a mí misma que había sido por mi culpa y me ofrecí a ayudarle, pero Gabriel no quiso que me bajara del coche.

Pusimos a Tom en el asiento de atrás. Gabriel también se puso detrás, no quería dejarlo solo. La herida de su pierna tenía que dolerle mucho, pero no parecía grave. A lo mejor Gabriel había exagerado un poco, pero eso no me quitó la culpa de encima.

—¿Te duele? —dijo Anna.

—Un poco. ¿Y Ed?

—Ahora viene —dijo Gabriel.

No sé por qué no le pedí perdón a Tom en aquel momento. Quizá porque me daba miedo lo que pudiera decirme. Si no me perdonaba a lo mejor ya no querría que me quedara con ellos.

Ed les quitó las armas a los militares y se sentó al volante. Su ventanilla tenía un agujero de bala.

—Nos vamos —dijo Ed—. Tienen que echarle un vistazo a Tom. —Estaba a punto de arrancar, pero entonces me vio y se detuvo—. ¿Qué hace aún aquí?

—¿Quién, Iris? —dijo Gabriel.

—Sí, con nosotros no se viene. Bájate. —No me moví, no quería bajar después de lo que había pasado, ahora que por fin estaba a salvo—. ¡Bájate! —Me empujó y choqué contra Anna, que gritó.

—¿Qué haces? —dijo Tom.

—No puede venir con nosotros —dijo Ed, mirándome—, no da más que problemas, por su culpa casi nos matan.

—Pues si no hubiera sido por ella, aún estaríamos en el refugio —dijo Tom. Ed no supo qué decir. Yo también me sorprendí de oír eso.

—¿Seguro? —Ed dejó de mirarme y se volvió hacia Tom.

—Sí, la idea para escaparnos fue suya. —Ed me miró como si estuviera estudiándome.

—Vale, pues que venga, pero te hago responsable, Tom. Y tú —me dijo—, ya puedes darle las gracias, pero el resto del viaje no quiero ni oírte.

—Gracias —le dije a Tom en voz baja para no molestar a Ed, y nos pusimos en marcha.

—¿Adónde vamos? —dijo Anna.

—A donde puedan ayudar a Tom.

—¿Sabes dónde pueden? —dijo Gabriel. Ed tardó un poco en contestar, miraba la carretera.

—Sí, pero está lejos, si aún sigue allí.

—¿Y no puedes ir más rápido? —dijo Gabriel.

—Así llamaremos menos la atención. Además, no soy tan bueno conduciendo.

—¿Jugamos a algo? —dijo Anna.

—No estamos para juegos —dijo Gabriel.

—No, déjala —dijo Ed—. ¿A ti te parece bien, Tom?

—Sí, lo que queráis.

—¿A qué jugamos? —dijo Ed. Anna pensó en algo, pero no se le ocurrió nada. No había muchos juegos que poder hacer en el coche—. ¿A las adivinanzas?

—¡Sí, sí, sí, a las adivinanzas!

—Vale —dijo Ed—, ¿quién empieza?

—¡Yo, yo! —dijo Anna—. A ver… Es grande, tiene ventanas, y sirve para que viva la gente.

—Difícil… —dijo Ed—. ¡Ya lo sé, ya lo sé! ¡Un edificio!

—¡No, una casa!

Jo, pero no me has dado otra oportunidad…

—Vale, en las otras te doy más oportunidades. A ver, otra…

—Espera, me toca a mí, que no me has dado oportunidades.

—¡Pero quiero decirla yo!

—Cuando aciertes alguna.

—Es verdad, Anna, es lo justo —dijo Tom.

—Vale. —No le gustó la decisión, pero se aguantó, y los chicos dejaron que acertara la siguiente adivinanza.

—¡Me toca, me toca! —Anna miró alrededor, pensando en qué decir—. Es redonda… y brillante…

—¿La luna? —dijo Ed.

—¡No! —dijo Anna, orgullosa de que se hubiera equivocado—. ¿Os rendís?

—Danos más pistas —dijo Ed. Anna pensó un poco más.

—Se pone en el brazo.

—¿Un reloj? —dijo Gabriel.

—No. —Anna se rio—. Ahora le toca a Iris, que no ha dicho nada.

—Iris no juega, Anna —dijo Ed.

—¿Por qué no?

—Porque no.

—No seas así, Ed, déjala que juegue —dijo Tom—. Si no, es un rollo.

—Vale… —dijo Ed, después de un momento.

—¡Bien! Te toca, Iris —dijo Anna.

Estaba segura que a Ed no le iba a gustar que abriera la boca, pero Anna y Tom siguieron insistiéndome para que probara a acertar la adivinanza, así que me decidí a intentarlo.

—Es… ¿una pulsera?

—¡Sí, sí, como la tuya! ¡Muy bien! Te toca.

Estuvimos jugando un rato más. Lo pasamos todo lo bien que pudimos, Tom no paraba de quejarse por la herida y conseguimos que Ed se relajara un poco, aunque seguía sin querer hablarme. Era mejor así, porque yo tampoco quería hablar con él, pero tuve que aceptar que Ed era quien mejor podía cuidar de mí en aquel momento, salvo Tom, y él no estaba bien. Aunque no me gustara, iba a tener que mantenerme cerca de Ed.

Pasado el mediodía habíamos dejado la ciudad y el paisaje ya me parecía normal. No me podía creer lo lejos que estaba Nueva York. Me sentí como si nunca lo hubiera conocido, igual que a mamá.

—Iris, ¿qué te pasa? —dijo Anna.

—Nada. —En silencio, agradecí que se preocupara por mí.

—¿Cuánto falta? —dijo Gabriel.

—Poco, si los soberanistas siguen en Davenport… Cuando Tom esté bien iremos a Seattle.

—¿Dónde está Seattle? —dijo Anna.

—Cerca del mar, por allí. —Ed señaló hacia delante—. Te gustará, ya verás.

—Pero no habrá militares, ¿verdad?

—No, no, solo hay de los nuestros. —Me habría gustado preguntar quiénes eran los nuestros, pero no quise interrumpir ni molestar a Ed.

—¿Y vamos a un refugio?

—Prefiero que no, en un refugio no os van a poder vigilar ni cuidar bien. Seguro que Daisy no sabía dónde estabais la mitad del tiempo.

—Ed —dijo Anna.

—Dime.

—¿Cuándo se va a acabar la guerra?

—No sé. Espero que pronto, pero lo importante no es cuándo se acabará, es quién la ganará. Te acuerdas de cuántos bandos hay, ¿no?

—Tres.

—Eso es, ¿y en cuál estamos nosotros?

—En el de los… igual… igualtaros.

—Igualitarios, Anna.

—¡Jo, es que es difícil! —Ed sonrió.

—Ya lo sé, no te enfades. —Sin querer recordé que papá había mencionado la igualdad en la cabaña.

Ed aceleró cuando estábamos llegando a Davenport. Se parecía tanto a Colville que pensé que las calles estarían llenas de muertos y no quise mirar. Anna me preguntó qué me pasaba. No quise decirle nada, para no preocuparla, aunque ella estaba tranquila. Así supe que no pasaba nada malo en el pueblo.

Enseguida vimos un campamento de soldados de negro. Como íbamos en un coche militar, lo primero que hicieron fue apuntarnos con sus armas, pero Ed se asomó por la ventanilla y las bajaron.

—Ellos pueden ayudarnos —dijo Ed, y paró el coche—. Gabriel, vamos a bajar a Tom. Vosotras quedaos aquí.

—No quiero.

—Por favor, Anna.

—Déjala que baje, Ed —dijo Tom. Ya parecía haberse acostumbrado al dolor—. Iris, baja también, si quieres.

Ed estuvo de acuerdo con lo de dejar bajar a Anna, no iba a decirle que no a un herido de guerra. Yo también pude bajar, aunque lo que yo hiciera seguía siendo responsabilidad de Tom.

Me daba miedo estar rodeada de soldados como los que se habían llevado a papá, y estaba empezando a confundir los bandos. Podía diferenciarles por el uniforme y por el nombre, pero nada más. Los militares habían sido buenos con papá y conmigo cuando nos pararon de camino a Washington, y los soberanistas habían sido malos por llevarse a papá. Pero luego, los soberanistas me llevaron al refugio y los militares mataron a casi todos los que había allí. Después de eso, los militares habían disparado a mi amigo y los soberanistas iban a ayudarle a recuperarse. ¿Por qué hacían cosas tan raras? ¿Era por el caos de la guerra?

Ed y Gabriel bajaron a Tom del coche y Anna y yo les seguimos cogidas de la mano. El primer soldado que vimos me hizo una señal de alto.

—Identificación.

Al oír al soldado, Ed y Gabriel me miraron entre enfadados y preocupados, como si fuera una extraña. Y fue como me sentí, porque a nadie más le habían pedido que se identificara. El soldado estaba cogiendo su arma, así que me di prisa y le enseñé mi pulsera. Funcionó, y el soldado me dejó tranquila.

Ed y Gabriel dejaron de mirarme y llevaron a Tom a una caseta llena de cajas, herramientas y ordenadores donde se veían mapas. Un soldado fue a recibirles.

—Le han disparado los opresores —dijo Ed—. ¿Le pueden ayudar? —El soldado examinó a Tom.

—Afirmativo. —Cogió a Tom en brazos y le tumbó sobre una mesa.

No dijimos nada mientras trataban a Tom hasta que Ed preguntó si queríamos dar un paseo. La idea no nos entusiasmó, pero Ed insistió, de lo contrario la espera se nos haría demasiado larga, así que Anna y yo nos fuimos con Gabriel. En el pueblo no había nada que ver, no me gustaba estar rodeada de soldados y, además, tenía frío. La ropa que llevaba, jersey, vaqueros y zapatillas, era la única que tenía, y sabía que era poca para cuando llegara el invierno.

Cuanto más andábamos menos soldados había, me alegré que hubiera lugares sin soldados. Llegamos a un sitio donde las casas tenían las ventanas rotas y las paredes destruidas o con agujeros de bala. Daba mucho miedo. Aunque la guerra se fuera a otro lugar, siempre seguiría allí.

Gabriel nos guio por otro camino. Nos alejamos de aquellas casas y llegamos a una calle más grande en la que había un gran jardín con la hierba descuidada y lleno de árboles. Tenía caminos de piedra gris, unos columpios y un tobogán con trozos de pintura brillante.

—¡Un parque! —dijo Anna, y salió corriendo sin soltarme de la mano, tirando muy rápido.

Se subió al columpio, que tenía dos asientos y chirriaba al balancearse, como si no quisiera que nadie lo usara, pero a Anna no le importó.

—Iris, tú te pones ahí. —Me señaló el otro asiento y me senté como pude porque no paraba de moverse.

Las manos se me pegaban a las cadenas por lo frías que estaban. Intenté apoyar los pies para que el asiento dejara de moverse, pero el suelo estaba hundido debajo de mí y no podía alcanzarlo. Como nunca había jugado en un columpio, me pregunté si era normal que el asiento se moviera tanto.

—Gabriel, empújanos —dijo Anna, y la vi subir disparada.

Luego sentí la mano de Gabriel en la espalda, di un grito y, sin darme cuenta de lo que hacía, me agarré con fuerza a las cadenas. Me asusté, pero todo fue tan rápido que apenas tuve tiempo de pensar. Cuando caí hacia atrás volví a sentir la mano de Gabriel empujándome, y cuando conseguí subirme y columpiarme ya no me daba miedo. No podía creer lo bien que me lo estaba pasando. Me daba igual que pudiera caerme, solo quería seguir balanceándome sin parar, oyendo mi risa y la de Anna.

Estuvimos en el columpio todo el tiempo que quisimos. Gabriel también se montó, pero no tuvimos que empujarle, él llegaba al suelo y podía balancearse sin ayuda. Luego jugamos en el tobogán, en el balancín y también al escondite. Era genial tener todo el pueblo para escondernos, aunque nunca nos íbamos demasiado lejos, para no toparnos con los soldados ni volver a ver la zona de las casas destruidas. En aquel momento los tres conseguimos olvidarnos del frío y de la guerra.

Empezaba a hacerse de noche cuando Tom y Ed reaparecieron y nos encontraron jugando. Tom ya podía caminar solo, aunque un poco cojo, y Ed había traído unas barritas para que comiéramos. A mí no me dio ninguna, fue Tom el que compartió las suyas conmigo. No sabía de qué era, pero me supo a mermelada, chucherías y helado.

Volvimos al coche y nos pusimos en marcha. Pensé que, como Tom ya estaba bien, por fin podríamos ir a donde quisiéramos sin tener que preocuparnos por nada, pero Gabriel nos recordó a todos que los militares podrían estar buscándonos.

—Les he dicho a los soberanistas que los militares estaban en Spokane —dijo Ed—. Si van a por ellos, nos ayudará a quitárnoslos de encima. —A Gabriel le pareció bien, pero insistió en que no nos confiáramos.

—¿Aún vamos a Seattle? —dijo Tom.

—Sí, estaremos bien, si los militares no la han recuperado. Si lo han hecho, tendremos que huir otra vez.

—¿Y adónde podríamos ir?

—Los soberanistas controlan muchas ciudades, nos servirá cualquiera.

—¿Vamos a ir a Nueva York? —dijo Anna por mí. Me dio vergüenza.

—¿Para qué quieres ir a Nueva York? —dijo Ed.

—Porque allí está el papá de Iris, ¿no? —Anna me miró, esperando que respondiera, pero no me atreví a hablar.

—¿Qué pasa con el papá de Iris?

—Que no sabe dónde está, y tiene que buscarlo.

—¿Es verdad, tienes que buscar a tu papá? —dijo Ed. Parecía que se iba a enfadar si decía que sí—. Entonces, como no sabemos dónde están los papás de Tom ni de Anna, también tendríamos que buscarles, ¿no? Y tendríamos que olvidarnos de la guerra y de procurar que ganen los nuestros, ¿verdad? —Todos nos quedamos callados—. No vamos a ir a Nueva York.