VAS A ocupar el sitio de Nikos en la prensa ahora que él es un hombre felizmente casado?
El tono de Sharif había sido burlón y Maks tuvo que contener las ganas de mirarlo con furia.
Veían Manhattan por los ventanales y las personas parecían laboriosas hormigas por las aceras.
–No creo que un par de fotos puedan compararse a lo conseguido por Nikos… o tú. Cada vez se te acumulan más cotilleos. No puede decirse que seas muy discreto, ¿no?
Sharif sí lo miró con furia, aunque no por eso resultara menos guapo.
–En cualquier caso, ¿quién es ella?
–No hace falta que te preocupes –a Maks le había irritado la pregunta–. Ya ha terminado.
–Una pena –Sharif arqueó una ceja–. El consejo de administración sigue susceptible a pesar de que Nikos se haya reformado. Si tú también sentaras la cabeza…
Maks esperó la inevitable sensación de rechazo que sentía siempre ante esa insinuación, pero solo sintió un vacío.
–Eso es tan probable como que tú te cases.
Para su sorpresa, Sharif no replicó y cuando lo miró, tenía una expresión que él no pudo interpretar. Casi de resignación…
–Sharif…
Su hermano cambió de expresión como si él se hubiese imaginado la otra y su rostro volvió a brillar con esa arrogancia burlona tan típica de él.
–Basta ya de charla y vamos al grano.
–Vamos –concedió Maks, que estaba encantado de centrarse en el trabajo.
Unas horas más tarde, en la suite de su hotel en Manhattan, Maks se sirvió un whisky y miró las luces de la ciudad que no dormía nunca. Estaba inquieto y ávido… de ella.
Todavía la deseaba y nunca había deseado tanto tiempo a una mujer.
Una idea disparatada se le pasó por la cabeza. Quizá se hubiese precipitado, quizá hubiese podido llegar a un acuerdo con ella para…
¡No! Cortó implacablemente ese razonamiento. Ella no era así, una mujer sofisticada que sabía las reglas del juego. Él había sido su primer amante. Solo tenía que recordar la reacción de ella cuando él lo dio por terminado. Se había quedado pálida y con los ojos muy abiertos, estupefacta. Eso le había confirmado que estaba haciendo lo que tenía que hacer. No tenían porvenir. Además, la había expuesto a la atención del público después de haberla acusado de ser una paparazzi.
No le gustaba esa paradoja, pero tampoco lamentaba haberla seducido cuando había sido devastadoramente placentero.
No tenía derecho a darle más falsas esperanzas. Había sido una ofuscación pasajera, una tentación en la que no debería haber caído y no volvería a caer.
Tres semanas después
Le escocían los ojos después de otra noche alterada, alterada por los sueños con Maks… y las pesadillas. En la última había estado buscándolo sin parar por las laberínticas calles de Venecia y cuando por fin lo vislumbró, volvió a desaparecer por una esquina.
No se soportaba por ser tan débil. Él la había dejado.
Volvió a repetirse que le había hecho un favor y se dirigió hacia el supermercado de la esquina.
No había nada como volver a vivir en esa parte desolada de Londres para recordarle dónde estaba su sitio. Por eso, cuando miró la portada de un periódico sensacionalista, tuvo que parpadear y se preguntó si seguiría dormida o estaría alucinando.
Era Maks y estaba desnudo. Sonreía de una forma muy íntima a quien estuviera haciendo la foto y tenía unos visillos ondulantes detrás. Por un instante, fue como si alguien le hubiera atravesado con un hierro candente, hasta que se dio cuenta de que no eran otras fotos, de que eran las fotos que había hecho ella. Él había cambiado de expresión justo después de que las hubiese sacado y la había abandonado.
Ella no había vuelto a mirar esas fotos desde aquel día, no había querido volver a ver aquel momento, cuando el rostro de él había dejado de ser sexy y soñador para ser gélido e implacable. Sin embargo, en ese momento, estaban en ese periódico repugnante para que las viera todo el mundo.
–Creo que no es una buena idea, señorita Collins.
Zoe intentó no parecer todo lo desesperada que se sentía después de haber estado buscando a Maks todo el día. Él no había contestado a ninguna de sus llamadas o mensajes, pero ella sabía que estaba ahí, en su casa.
–Hamish, por favor, tengo que hablar con él.
Por un instante, pareció como si el encargado de la casa de Maks fuera a cerrarle la puerta en las narices, pero acabó retrocediendo un paso.
–Se lo preguntaré. Espere aquí –le pidió él en tono tenso.
Zoe se quedó en el vestíbulo de esa casa imponente. Había sido un recibimiento muy distinto al de la vez anterior, no había podido ser más gélido.
Hamish volvió al cabo de un buen rato.
–La recibirá unos minutos. Acompáñeme.
Ella sintió un alivio inmenso que enseguida dejó paso al nerviosismo. Se había pasado todo el día intentando hablar con Maks, pero en ese momento, cuando iba a hacerlo, no sabía qué decirle.
Hamish la llevó a una habitación donde no había estado antes. Era un despacho muy grande con las paredes recubiertas de madera, con estantes, con tecnología moderna y con una pantalla de televisión que daba las noticias en silencio.
Y con Maks, que estaba de pie detrás de la mesa con unos pantalones oscuros, la camisa remangada y en jarras.
Tuvo que apretar las piernas para no tambalearse al estar tan cerca de él otra vez.
Se cerró la puerta y Maks fue al mueble bar y se sirvió una bebida. No le ofreció nada a ella. Se dio la vuelta y parecía tranquilo, pero Zoe podía captar la tensión.
–¿Por qué lo hiciste, Zoe?
Ella sintió náuseas, las había sentido todo el día.
–Yo no lo hice.
–¿Cuánto te pagaron? –le preguntó él sin hacer caso de su negativa–. Si me las hubiese ofrecido a mí primero, es posible que te hubiese pagado más.
La desesperación se adueñó de ella y se impuso a la náusea.
–Yo no vendí las fotos. Te lo juro, Maks. No tengo ni idea de cómo las consiguió el periódico.
Él dejó la copa y se apoyó en una esquina de la mesa como si fuera una conversación respetuosa y ella no hubiese hablado.
–Quiero decir, no debería sorprenderme. Al fin y al cabo, tienes maneras. La primera vez que nos conocimos estabas haciéndome fotos y te habías colado…
–No es lo mismo –le interrumpió ella con las mejillas abrasándole.
–No, claro que no, es peor.
Sus palabras fueron como un latigazo. Estaba tan tensa por dentro que estuvo a punto de tener un calambre.
–Sé cuánto te espanta que invadan tu intimidad y tú me conoces… sabes que no haría algo así.
Maks la miró inexpresivamente y con los ojos fríos como el mercurio.
–Creía que te conocía, creía que eras como un libro abierto para mí, pero no lo eras. Sé que no te hizo gracia que rompiera, pero no podía imaginarme que caerías tan bajo, ni que fueras a venderte así. Me engañaste con tu aparente indiferencia por lo material… ese piso humilde, pero acogedor…
Zoe se agarrotó por dentro. ¿Cómo podía pensar que todo había sido una maniobra? Sin embargo, sintió remordimientos de conciencia. Él tenía cierta razón, esa no era toda la verdad sobre su existencia, pero Maks no querría oírla en ese momento.
–Yo no lo hice –fue lo único que pudo decir una vez más.
Maks se incorporó con los brazos cruzados.
–Deja de mentir, Zoe. Parecemos tontos los dos. Sabemos que ingresaron el dinero en una cuenta de un banco que está al lado de donde vives.
Zoe lo miró fijamente. La cabeza le daba vueltas sin conseguir entenderlo. ¿Quién les había hecho eso a ella y a él?
Maks tenía los brazos cruzados con tanta fuerza que los bíceps le deformaban las mangas de la camisa. Le bulló la sangre incluso en ese momento, cuando estaba mirándola como si quisiera…
–Toma ese dinero repugnante y lárgate. No conseguirás nada más de mí, de modo que si eso era lo que buscabas, podrías haberte ahorrado el viaje.
–Maks, te lo juro. Yo no…
Zoe no terminó. Maks era como una estatua inmutable. Estaba convencido de que era culpable.
Sintió un dolor inconmensurable al ver que la había condenado tan fácilmente.
–Vete, no quiero volver a verte –insistió él.
Algo la desgarró por dentro. Creía que se había protegido bien, pero no se había protegido lo más mínimo.
Maks no se dio cuenta de que se había marchado hasta que dejó de verlo todo rojo. Durante un segundo demoledor, llegó a creer que se había imaginado que Zoe había estado allí, que la había tenido delante defendiendo su inocencia. Con el pelo suelto, pálida y con las cicatrices visibles, con los ojos tan grandes como recordaba, con los labios carnosos y tan tentadores…
No.
Descruzó los brazos y dejó de apretar los dientes. Había estado allí, todavía podía oler su olor y tuvo que hacer un esfuerzo para no aspirarlo con fuerza.
Tomó la copa y la vació de un sorbo. Ni siquiera parpadeó cuando le abrasó la garganta, pero agarró la copa con tanta fuerza que creyó que iba a romperla.
La carne se le ponía de gallina todavía cuando se acordaba de la cara de su ayudante el día que llegó a la oficina poco después del amanecer. Además, él no había dormido bien las semanas anteriores, pero no quería relacionarlo con la mujer que acababa de marcharse.
Su ayudante se había aclarado la garganta sin mirarlo a los ojos.
–Señor, ¿no ha visto los periódicos todavía?
–No, ¿por qué? –había contestado él con irritación.
–Hay algo que debería ver…
Su ayudante había dejado una pila de periódicos sensacionalistas encima de la mesa y él había tardado un rato en darse cuenta de lo que estaba viendo. Era él, desnudo.
La primera reacción no había sido ni de furia ni de asombro, se había acordado de aquella mañana con el sol que llegaba del Gran Canal y la brisa que le refrescaba la piel recalentada, la sensación de satisfacción que lo había dominado y aquel cosquilleo delicioso por lo que se avecinaba.
La foto de los periódicos captaba el momento cuando se dio la vuelta y vio a Zoe con la cámara. Había sonreído y, en un primer momento, no le había importado que estuviera haciéndole una foto. Hasta que la realidad fue como un jarro de agua fría, hasta que se dio cuenta de lo imprudente que había sido. Le había cegado el deseo y había dejado que alguien llegara a eso. Casi le había robado el alma.
Lo que más le corroía por dentro era que toda una vida de escepticismo no había servido para nada. Jamás se habría imaginado que Zoe podría llegar a hacer algo así, aunque siempre había pensado que cualquiera podía hacer cualquier cosa por muy inocente que pareciera, hasta que la conoció.
Pensó que había dudado muchas veces que pudiera ser así de inocente e ingenua. No ingenua, pero sí confiada.
Que él supiera, podría haber fingido la virginidad. Sabía lo buenas actrices que eran las mujeres, había visto a su madre mintiendo una y otra vez sobre sus amantes hasta que le dio igual y los reconoció abiertamente para provocar a su padre.
Entonces fue cuando él la pegó y se divorciaron poco después.
Sin embargo, todavía peor era que esa mañana se hubiese despertado, después de semanas casi en vela y sexualmente frustrado, y hubiese estado muy tentado de volver a llamarla.
¿Qué le habría dicho? No lo había sabido, pero sí había sabido que la deseaba con toda su alma.
Podía reprocharle todo lo que quisiera que lo dejara en ridículo, pero, efectivamente, era ridículo.
Dos meses después
Nikos le dio una palmada en la espalda mientras entraban en el bar del exclusivo hotel del Grupo Marchetti en París.
–Debería haber posado desnudo hace muchos años. Siempre quise que me nombraran el hombre más sexy del año y soy mucho más sexy que tú, no vamos a negarlo.
Maks apretó los dientes, aunque los tenía siempre apretados desde hacía tiempo.
–No posé.
–Podrías haber sido modelo, Maks –siguió Nikos sin hacerle caso–. Has perdido la ocasión…
Maks abrió la boca para soltarle otra perorata, pero vio que Sharif, su hermano mayor, se sentaba en un discreto sofá de un rincón. Sharif lo miró y él le saludó con la cabeza mientras llevaba a Nikos hacia allí. Era muy raro que coincidieran los tres en París, pero era más raro todavía que se reunieran para tomar algo.
–Es una verdadera suerte que nos juntemos alrededor de una mesa que no tiene cuatro metros de larga y está repleta de consejeros –comentó Nikos cuando estuvieron todos sentados y con sus copas–. ¿Tienes que contarnos algo, Sharif?
El hermano mayor se mantuvo tan inmutable e indescifrable como siempre.
–¿No podemos fingir al menos que somos una familia normal? –replicó Sharif en un tono burlón.
–¿Normal? –Maks soltó una carcajada–. ¿Qué es eso? Ninguno de los tres puede decir, ni aproximadamente, lo que es ser normal.
Acto seguido, sintió ese vacío por dentro que conocía tan bien.
–Hablad por vosotros mismos –intervino Nikos–. Yo soy un marido entregado y padre de casi dos hijos.
La esposa de Nikos estaba embarazada de su segundo hijo y acababan de comunicarlo a la prensa.
–Ya veremos cuánto dura –contestó Sharif.
Maks notó que Nikos se crispaba a su lado y le puso una mano en el brazo.
–Es que está envidioso.
Sharif resopló y todos dieron un sorbo de sus bebidas. La tensión se palpaba bajo la superficie, pero también estaba atenuada por algo mucho más tenue: la novedad.
Maks se daba cuenta de que se respetaban por mucha cautela que sintieran los unos por los otros.
Entonces, Sharif tomó la palabra en un tono nada burlón que era muy poco característico de él.
–La verdad es que quería comunicaros que el grupo ha tenido los mejores resultados desde hace décadas… y se debe a todos nosotros –miró a Nikos–. La noticia de tu matrimonio y tu paternidad han tranquilizado a los accionistas más nerviosos.
–Me alegro de poder ayudar aunque sea así de modestamente.
Nikos sonrió y levantó la copa, pero Sharif dejó de mirar a Nikos y miró a Maks.
–Sé que todos tenemos motivos para dedicar nuestro tiempo y esfuerzo a la empresa y que ninguno de los tres tenía necesidad de aceptar esta herencia. Bien sabe Dios que nuestro padre no nos transmitió el sentido de la lealtad, pero me alegro de que estemos juntos en esto. Creo que podemos llevar al Grupo Marchetti mucho más lejos de lo que nuestro padre podría haberse imaginado.
–Vaya, hermano, parece como si tuvieras algo pensado –comentó Nikos con el ceño fruncido.
Sharif se encogió de hombros, pero Maks se fijó en que los miraba atentamente.
–Solo quiero decir que no hay límites a lo que podemos conseguir cuando estamos unidos.
Entonces, sonó el teléfono de Nikos. Estaba en la mesa y Maks vio una foto de las caras sonrientes de Maggie y de su hijo Daniel, quien tenía el mismo pelo y los mismos ojos que su padre.
Nikos tomó el teléfono y miró a sus hermanos.
–¿Hemos terminado o queréis que nos demos palmaditas en la espalda un rato más?
–No –Sharif puso los ojos en blanco–, puedes irte a jugar a la familia feliz, disfrútalo mientras dure.
Nikos ya estaba contestando el teléfono con una voz grave y sexy.
–Cariño, llevaba más una hora esperando que me llamaras…
Maks ya conocía lo bastante a Maggie como para saber que, seguramente, habría puesto los ojos en blanco. Sintió una opresión desconocida en el pecho por esa unidad familiar que iba aumentando y por la evidente adoración que sentía hacia su esposa, algo desconocido hasta ese momento.
De repente, se dio cuenta de que, a pesar de todo, no compartía el escepticismo de Sharif. Tenía la sensación que lo que tenían Nikos y Maggie, fuera lo que fuese, era muy auténtico.
También sonó el teléfono de Sharif, que lo contestó y se quedó inmóvil.
–Estoy sacando todo lo que puedo de una serie de circunstancias planteadas desde hace mucho tiempo. A todos nos interesa aprovechar esta oportunidad. Diles que espero que pasen cosas durante los dos próximos meses.
Maks miró a su hermano cuando cortó la llamada.
–Muy misterioso, ¿es algo que quieras contar?
Sharif clavó sus ojos negros en Maks, que creyó, por un momento, que iba a contarle algo. Sin embargo…
–No te incumbe. Estaremos en contacto, hermano. Además, avísame la próxima vez que vayas a posar desnudo para salir en un periódico. No tengo ningún interés especial en ver a mi hermanito mientras desayuno.
Sharif se levantó y Maks también se levantó con los dientes apretados.
–No podré…
Sin embargo, Sharif ya estaba saliendo del bar con dos guardaespaldas que habían estado observándolo desde un rincón.
Maks, irracionalmente irritado, se sentó en un taburete de la barra y pidió una copa. Vio a viarias mujeres que estaban solas y una lo miró a los ojos. Era guapa, esbelta, rubia y segura de sí misma. El tipo de mujer a la que habría seguido el juego antes, pero no sentía nada en ese momento, ni el más mínimo interés.
Se concentró en la copa. Su libido solo se avivaba por la noche, cuando se despertaba sudoroso y anhelante por unos sueños muy explícitos protagonizados por una mentirosa y ladrona…
–¡Maks! Qué calladito lo tenías. ¿Tengo que darte la enhorabuena?
Maks levantó la mirada y vio al fotógrafo Pierre Gardin con una sonrisa burlona. Otro recordatorio de Zoe que no le hacía ninguna gracia.
–¿De qué estás hablando, Pierre?
–Tu novia estuvo trabajando conmigo la semana pasada y todo el mundo rumoreaba que estaba embarazada. No paraba de ir al cuarto de baño todo el rato, pero, aun así, es la mejor ayudante que he tenido desde hace mucho tiempo. Me fastidia tener que reconocerlo, pero me parece que tiene madera de…
Maks se giró en el taburete. Podía ver que Pierre movía la boca, pero no oía nada, solo quería zarandearlo.
–¿Qué has dicho? –le preguntó interrumpiendo lo que estuviera diciendo.
Pierre dejó de hablar y ladeó la cabeza con los ojos entrecerrados.
–La vedad es que Zoe no habló ni una vez de ti. A lo mejor ya no estáis saliendo, a lo mejor el bebé no es tuyo… No puedo mantenerme al tanto de los asuntos amorosos de estos jóvenes…
Un bebé… Embarazada…
Maks no conseguía asimilar esas palabras, no tenían sentido. Entonces, se la imaginó en la cama con otro hombre y el cerebro se le puso al rojo vivo.
–¿Dónde está?
–No tengo ni idea –contestó Pierre con el ceño fruncido–. Volvió a casa, supongo que a Londres…
Se le estaba derritiendo el cerebro. ¿Estaba embarazada y no lo había llamado?
Sin embargo, ¿podía reprochárselo? Le retumbaron en la cabeza las últimas palabras que le había dicho. «Vete, no quiero volver a verte».
¿Era él el padre?
–Maks, ¿te pasa algo?
Le pasaban muchas cosas. Se había pasado semanas intentando no pensar en la cara de horror de Zoe cuando se presentó en su casa aquella noche y en su súplica.
«Sabes que no haría algo así».
También había evitado preguntarse por qué iba a presentarse en su casa si hubiese filtrado las fotos y hubiese cobrado por ellas. Una persona culpable no lo habría hecho, habría desaparecido con el dinero y punto y final.
Le remordió la conciencia. Su servicio de seguridad se había ofrecido para indagar hasta el fondo y confirmar con toda certeza que había sido Zoe, pero él los había disuadido y les había dicho que lo sabía. Sin embargo, en ese momento, no estaba tan convencido.
Estuvo delante de la puerta de Zoe en menos de veinticuatro horas. No estaba acostumbrado a esperar, pero tuvo que dominar la impaciencia aunque le parecía que estaba tardando un siglo en abrir.
Cuando abrió y vio sus ojos como platos, no pudo evitar un arrebato de deseo y que le bullera la sangre.
Todavía la deseaba… Como si no lo supiera.
–¿Por qué no has contestado mis llamada y mis mensajes?
Él se lo preguntó en un tono más autoritario del que había querido poner y ella se alisó un jersey muy amplio y sin forma. Maks le miró el vientre. No se veía ningún indicio de que estuviese embarazada, pero sí le pareció que estaba pálida.
–Maks, ¿qué haces aquí…?
Él entró y cerró la puerta.
–Tenemos que hablar.
–Dijiste que no querías volver a verme –replicó ella con más firmeza y retrocediendo un paso.
–Eso fue antes…
–¿Antes de qué?
Entonces, Maks no quiso preguntarle si estaba embarazada, no se sintió preparado para tener esa conversación todavía.
–¿Vendiste esas fotos, Zoe?
–Ya te dije que no, pero te negaste a escucharme.
–Estoy escuchándote ahora.
Zoe se quedó un rato en silencio.
–En realidad, me has ahorrado una llamada de teléfono. Hoy iba a llamar a tu oficina.
–¿Para qué?
–Sé quién vendió las fotos.
–¿Quién? –preguntó Maks con el ceño fruncido.
–Dean Simpson, me ex, me pirateó. Trabaja en informática y no creo que le costara mucho adivinar mi contraseña. Voy descargando las fotos en una página de Internet, es un reflejo, algo que aprendí hace mucho tiempo para no perderlas.
Maks se resistió a renunciar a todo su escepticismo.
–¿Por qué iba a piratearte? –le preguntó con los brazos cruzados.
Zoe fue a la ventana. Parecía muy liviana con ese jersey y los pantalones de pijama anchos.
–Debió de ver las fotos que nos hicieron y actuó llevado por los celos –contestó ella dándose la vuelta–. No te lo conté todo sobre él, por qué… me atacó.
–Cuéntamelo ahora.
Ella lo miró de frente, con las cicatrices muy visibles sobre la palidez de su cara.
–No rompimos solo porque él quería una… intimidad que yo no quería, fue porque quería algo más de mí. No me buscó en Londres porque diera la casualidad de que estaba aquí… me había echado el ojo.
–¿Por qué iba a echarte el ojo?
Ella no dijo nada durante un rato.
–Porque supo quién era y lo que significaba eso.
–¿De qué estás hablando? –le preguntó Maks con el ceño fruncido–. ¿Quién eres?
Zoe empezó a ir de un lado a otro y él tuvo que hacer un esfuerzo para no mirarle el escote de la camiseta, que le permitía vislumbrar un pecho. Hasta una insinuación tan insignificante hacía que la sangre se le agolpara entre las piernas.
–Zoe –siguió él en tono apremiante para contrarrestar el efecto que tenía en él–, no tengo todo el día…
Ella lo miró con los ojos muy abiertos y los dientes apretados.
–Yo no te he pedido que vinieras, si tienes cosas más importantes que hacer, puedes marcharte.
–Sigue –le pidió Maks intentando enfriar la sangre.
–No te conté quiénes eran mi padres –Zoe resopló–. Mi padre era Stephen Collins, el fotógrafo y escritor, y mi madre era Simone Bryant, la heredera.
Maks sacudió la cabeza como si quisiera aclarársela para asimilar lo que había oído. Conocía el nombre de su padre, cualquiera con un interés mínimo en la actualidad habría oído hablar de Stephen Collins, el famoso fotógrafo que había cubierto algunas de las guerras más espeluznantes. En cuanto a Simone Bryant, había sido la última heredera de una considerable fortuna amasada gracias a una de las destilerías más antiguas de Irlanda. Él recordaba vagamente a esa pareja deslumbrante…
–Me mentiste sobre quién eres.
–No te mentí –replicó Zoe visiblemente indignada–. No te dije exactamente quién era. Collins es un apellido muy normal.
–Tu padre ganó el premio Pulitzer por su trabajo periodístico y luego se convirtió en un escritor muy afamado de novelas policiacas. Tengo sus libros en la biblioteca. ¿Puede saberse por qué me ocultaste quiénes eran tus padres?
Maks hizo una pausa y se acordó de que Zoe había estado ojeando los libros en sus estanterías. Seguramente, habría estado riéndose de él todo el rato.
La miró como si la viera por primera vez. Se sentía ridículamente traicionado, pero ya entendía de dónde le había llegado al talento, y lo tenía a raudales. Era evidente en cada una de las fotos que colgaban de las paredes de su diminuto piso.
Ella lo miró con esos ojos inmensos y él frunció el ceño al caer en la cuenta de algo más.
–Tus padres eran ricos…
–Mucho –Zoe asintió con la cabeza–. Cuando murieron, la herencia quedó en fidecomiso hasta que cumpliera dieciocho años.
–Sin embargo, vives como una estudiante sin dinero –comentó él mirando alrededor.
–Porque no he querido tocar ese dinero.
–¿Por qué? –preguntó Maks asombrado por el tono firme de Zoe.
Ella tragó saliva como si le costara decir las palabras.
–Porque era dinero manchado de sangre. Lo conseguí por la muerte de mis padres y de mi hermano. Naturalmente, no iba a utilizarlo y he donado casi todo a la beneficencia.
Maks sintió una punzada de dolor en el pecho al pensar que ella se consideraba culpable del accidente, pero la sofocó.
–¿Qué tiene que ver Dean Simpson con todo esto?
–Me fui de Irlanda a Londres cuando tenía dieciocho años –Zoe suspiró–. Siempre quise seguir los pasos de mi padre y él empezó aquí. Además, en Dublín no tenía ni familia ni lazos de ningún tipo, solo había tristeza y recuerdos agridulces.
Maks seguía dándole vueltas en la cabeza a toda esa información y a lo que decía sobre la mujer que tenía delante… si era verdad.
–Sigue.
–No esperé volver a ver a Dean Simpson. Cuando vino a Londres y me buscó, me di cuenta de que estaba sola y confié en él. Habíamos estado en la misma casa de acogida y había sido mi primer novio. Habíamos tenido un pasado en común. Lo que no sabía era que se hubiese enterado de mis orígenes y de mi herencia y que había venido para retomar la relación con la idea de aprovecharse. Me quedé atónita cuando él lo sacó a relucir y le dije lo mismo que te he dicho a ti, que no quería saber nada de ese dinero y que había donado la mayoría a la beneficencia. Entonces, se puso furioso conmigo –Zoe levantó la barbilla–. Si no me crees, puedes comprobar la cuenta bancaria donde se ingresó el dinero de las fotos. Está a nombre de Dean, ni siquiera intentó borrar las huellas.
Maks la miró. Una parte de sí mismo se resistía escéptica y obstinadamente a creerse lo que estaban diciéndole las entrañas, que Zoe era inocente y que lo había sido siempre en más de un sentido.
–¿Cómo puedo saber que no estáis confabulados? Has podido gastarte toda la herencia y solo quieres ganar más dinero a mi costa…
Zoe se quedó tan pálida que Maks llegó a creer que iba a desmayarse. Sin embargo, pasó a su lado, fue hasta la puerta y la abrió.
–Vete, Maks.
Él sintió que se le encogían las entrañas y se acordó de por qué había ido allí.
–Hay algo más. Me encontré con Pierre Gardin y me dijo que podrías estar embarazada, ¿es verdad?
***
Lo miró fijamente e hizo un esfuerzo para respirar, para que le llegara oxígeno al cerebro. La rabia, la traición… Las emociones se le amontonaban y estaba mareándose. Todo ello mezclado con las ganas incontrolables de arrojarse en sus brazos y aferrarse a él como si fuera una parra.
Lo desechó todo, lo más importante era protegerse.
–Eso es lo más ridículo que he oído en mi vida –replicó ella cuando pudo parecer que estaba tranquila.
–Pierre dice que no estás bien.
A Zoe le abrasaron las mejillas y miró hacia otro lado.
–Tuve gastroenteritis, eso es todo.
–Entonces, ¿no estás embarazada?
–Maks, por favor, márchate –insistió ella sin soltar el picaporte–. Tengo que dar una clase de inglés y ya voy con retraso.
–Zoe… si lo estás, tienes que decírmelo.
Ella volvió a mirarlo y se concentró en la rabia para evitar que otro sentimiento la alterara.
–¿Por qué cuando sé muy bien lo que piensas de tener una familia? Eres el último hombre al que elegiría para que fuera el padre de mi hijo.
–Si estuvieras esperando un hijo mío, asumiría mi responsabilidad. No te quedarías sola.
La rabia terminó de adueñarse de Zoe ante la idea de que él tuviera que asumir su responsabilidad por ella.
–No acudiría a ti aunque estuviera embarazada porque no lo necesito. Independientemente del dinero que haya donado a la beneficencia, no sabría qué hacer, solo los intereses de lo que queda. De modo que si estuviera embarazada, que no lo estoy, no te necesitaría.