ZOE CRUZÓ toda una serie de habitaciones palaciegas para llegar a su suite en el hotel Grand Central, justo en el centro de San Petersburgo. Supo que tendría su propia suite en cuanto entraron en el hotel y el director los recibió efusivamente. Le avergonzaba reconocer que había sentido cierto nerviosismo ante la posibilidad de que Maks hubiese reservado una habitación para los dos.
Sin embargo, eran suites contiguas. Tendría su propio espacio, pero también sabría que solo estaban separados por una puerta.
El viaje desde el aeropuerto los había llevado entre los impresionantes palacios y catedrales de la ciudad y estaba deseando explorarla con la cámara, pero, en ese momento, estaba boquiabierta por la suite.
No tenía ni idea de cómo se representaba al papel de la acompañante de un hombre rico. Se rio. «Acompañante» sonaba un poco victoriano y las sensaciones que le despertaba Maks eran cualquier cosa menos victorianas.
Entonces, llamaron a la puerta. Se recompuso y fue a abrirla. Maks estaba apoyado en el marco con una naturalidad propia de quien había nacido en ese mundo. No pudo contener que la sangre le bullera al verlo otra vez.
–¿Te gusta la suite?
Ella fingió una despreocupación que no sentía.
–Bueno, creo que no está mal para lo que necesito.
¿A quién quería engañar? Ahí cabían diez pisos como el suyo.
–Me alegro –Maks sonrió con incredulidad–. Si necesitas algo que no solo no esté mal, dímelo.
Ella lo miró con recelo, como esperando ver una sonrisa burlona en su rostro, pero su expresión era de inocencia.
–Me han invitado a un par de actos sociales mientras estoy aquí y me gustaría que vinieras conmigo.
–¿Qué actos? –preguntó ella sin poder disimular el nerviosismo.
–No te preocupes, son agradables. Me han invitado a la gala de inauguración de la temporada de la Compañía de Baile de San Petersburgo. Esta noche van a interpretar El lago de los cisnes en el teatro Mariinsky, uno de los mejores de Rusia.
Zoe, de niña, había estado obsesionada con el ballet y sus padres la llevaron a una representación de El cascanueces la Navidad anterior a que murieran. No había vuelto al ballet desde entonces.
–De acuerdo…
–Tu entusiasmo es abrumador, Zoe –replicó él en un tono irónico.
–No… –Zoe se sonrojó–. Me encantaría…
Él no conocía su pasado ni lo que se le pasaba por la cabeza, pero pensó en otra cosa, en algo más aceptable.
–No sé si tengo algo adecuado…
Solo había llevado un vestido negro, pero le parecía muy poco adecuado para lo que se imaginaba que sería un acto de etiqueta.
–Hay tiendas en el hotel. Le diré a una estilista que te acompañe y te ayude a elegir un par de vestidos.
–¿Un par?
–A finales de la semana hay otro acto, una presentación de diseñadores nuevos.
–Ah… –Zoe no podía comprarse vestidos en las tiendas de los hoteles de lujo–. Gracias, pero creo que voy a echar una ojeada por las tiendas de aquí.
Maks la miró fijamente y se preguntó si estaría diciéndolo de verdad. Parecía… incómoda.
–No pretendo que te compres tú la ropa, te he invitado a que vinieras y me gustaría que fueras a esos actos.
–Sin embargo, no voy a aceptarlo –Zoe se puso más roja–. No necesito tu caridad…
–Ya lo sé –Maks sintió remordimientos de conciencia–. Considéralos un préstamo. Lavaremos y devolveremos los vestidos antes de irnos.
–¿Estás seguro…?
–Claro, no pasa nada.
Una hora después, Zoe, todavía incómoda, estaba en una de las tiendas del hotel con una estilista que la miraba de arriba abajo.
–La verdad es que no soy muy… femenina –comentó Zoe al imaginarse algo demasiado remilgado–. No quiero nada llamativo o exagerado. Estaría bien algo de colores oscuros, discreto, sencillo…
–El señor Marchetti me avisó de que seguramente diría eso.
–Vaya, ¿de verdad? –preguntó ella llevada por la indignación–. ¿Cuál es el vestido de un color más llamativo que tienen?
Unas horas más tarde, Zoe estaba arrepintiéndose de su arrebato. Se miró en el espejo y vio a una desconocida esbelta y elegante con un vestido amarillo chillón. Tenía las mangas muy cortas y un escote que le resaltaba los pechos y se le ceñía al torso, y el vestido le caía en oleadas de tela a partir de la cintura. También tenía dos pequeños cortes encima de las caderas.
Un par de mujeres llegaron antes de que pudiera marcharse de la tienda y empezaron a hacerle cosas en el pelo y la cara, y en ese momento… Sintió una opresión en el pecho. No era una desconocida ni mucho menos, y ese era el problema. Se parecía a una foto antigua que tenía de su madre. El pelo le caía ondulado por un costado, tenía los labios rojos y los ojos parecían muy grandes y muy verdes.
Estaba demasiado apabullada como para pensar si las cicatrices estropeaban el conjunto.
Llamaron a la puerta. Ya no podía cambiarse ni poner excusas, ni preocuparse por las cicatrices.
Dominada por unos sentimientos que había conseguido sofocar durante años, se dio la vuelta y tomó el bolso de mano y el mantón a juego, y esperó que Maks no se diera cuenta de lo… desnuda que se sentía.
Sin embargo, cuando abrió la puerta, se esfumaron las preocupaciones, los sentimientos y los pensamientos. Maks Marchetti con un esmoquin negro estaba para caerse de espaldas y, literalmente, se quedó sin respiración. El traje se le adaptaba al poderoso cuerpo como si el sastre lo hubiese hecho con todo mimo para él, para que se ciñera a sus músculos y resaltara la anchura de su pecho.
Casi ni se daba cuenta de que sus ojos grises la miraban de arriba abajo y de que tenía los dientes apretados. Sin saber cómo, se acordó de respirar y consiguió mirarlo a la cara.
–Estás… impresionante, Zoe.
Zoe seguía tan aturdida que no acabó de captarlo.
–¿Vamos…? –le preguntó él ofreciéndole el brazo.
Ella se lo tomó y dejó que la llevara por el vestíbulo, donde la gente se daba la vuelta para mirarlos.
Un coche estaba esperándolos y el conductor le abrió la puerta y volvió a cerrarla cuando estuvo sentada. Maks se montó por el otro lado. El cuero de los asientos y los cristales oscuros los envolvía y el mundo exterior parecía muy lejano.
Intentaba evitar mirar directamente a Maks porque era como mirar al sol, su belleza le quemaba las retinas.
Doblaron una esquina y siguieron a lo largo de un canal.
–No me había esperado tanta agua –comentó ella.
–Se ha comparado a San Petersburgo con Venecia por sus canales y el río Neva. Tiene más de trescientos puentes.
Se movió en el asiento. Se sentía cohibida al lado de Maks, pensaba en todas esas mujeres que había visto en las fotos con él y que se sentían mucho más a gusto de lo que se sentía ella en ese momento.
–Zoe…
–Mmm…
Ella siguió mirando por la ventanilla como si estuviera absorta por la arquitectura de la ciudad.
–Zoe, mírame.
Se mordió el labio y deseó tener unas gafas que difuminaran a Maks para no tener que ver lo impresionante que era. Se dio la vuelta e intentó prepararse, pero era inútil. Estaba tan cerca que podía tocarlo, olerlo… Apretó los dientes.
Él le apartó un poco el pelo.
–No tienes que ocultarte, eres una mujer hermosa.
Pensó en lo que le había insistido a la peluquera para que le dejara el pelo suelto y se sintió a la defensiva.
–No estoy ocultándome.
Maks retiró la mano y ella se sintió arrepentida. No estaba acostumbrada a los halagos, aunque sabía que, seguramente, eso sería parte de repertorio de Maks, nada del otro mundo.
–No quiero parecer grosera. Es que jamás me había puesto un traje de noche, no he tenido la ocasión. Todo esto… es nuevo para mí.
–¿No tuviste un baile de graduación o lo que hagan en Irlanda?
–No, me marché de Dublín justo después de los exámenes, antes del baile.
Había estado deseando olvidarse de los malos recuerdos y forjarse su propia vida, seguir los pasos de su padre en Londres y por todo el mundo, alejarse de ese dolor omnipresente. Aunque marcharse de Dublín había sido como una amputación, le pareció que era lo que tenía que hacer.
–Zoe, de verdad, estás impresionante.
–Gracias… Tú también.
Maks le tomó la mano, se la llevó a la boca y le besó los nudillos. El corazón le dio un vuelco.
–Ya hemos llegado –comentó él mirando por encima del hombro de ella.
El coche se paró y ella ni siquiera se dio cuenta. Había una alfombra roja y muchas personas impresionantes que entraban en un edificio del siglo diecinueve, unos de los teatros clásicos más famosos de Rusia.
Maks se bajó y la ayudó a salir sin soltarle la mano mientras se dirigían hacia la entrada. Había fotógrafos a ambos lados de la alfombra y gritaban en ruso, ella se dio cuenta de que gritaban el nombre de Maks.
Él no les hizo caso y pasó de largo junto a las personas que estaban posando. A Zoe no le importó, solo quería escapar de los flashes, que le parecían intimidantes.
Sin embargo, no eran tan intimidantes como el interior de edificio, que era imponente. Se sintió diminuta, y más al lado de Maks.
Maks percibía con toda claridad la mano de Zoe en la suya. Era pequeña, delicada y fuerte a la vez. Una vocecilla le preguntó por dentro a qué estaba jugando. Jamás se había permitido demostraciones de afecto en público ni había llegado hasta ese punto para seducir a una mujer, ¡a una virgen!
Normalmente, evitaba cualquier mujer que no entendiera las normas. Sus amantes se lo pasaban bien y desaparecían. Nada de promesas ni de exigencias ni de tonterías.
Así había conseguido pasar casi inadvertido en comparación con sus hermanos, y esa discreción le gustaba. No tenía la necesidad de escandalizar que tenía Nikos, aunque ya lo hacía menos, ni las ganas que tenía Sharif de que todo el mundo se plegara a sus deseos. Estaba encantado de que su papel fuese más secundario.
Sin embargo, ahí estaba, tomándole la mano a Zoe y sintiéndose protector. Era la primera vez que se ponía un traje de noche…
Esa tarde había llegado a preguntarse si había hecho bien al invitarla a San Petersburgo, hasta que apareció con ese vestido y se olvidó de cualquier vestigio de dudas.
La miró. El vestido resaltaba su cuerpo, la cintura estrecha, las caderas algo más anchas y la redondez de sus pequeños pechos. Maks se acordó de lo que sintió al tenerlos entre las manos y bajo la lengua y sintió una oleada abrasadora por dentro, como si no pudiera controlar su cuerpo.
Ella estaba mirando el techo, absorta. El pelo liso y el maquillaje solo favorecían lo que vio el primer día. Le resultó casi imposible ver las cicatrices en ese momento, y no porque las tuviera tapadas. Eran demasiado profundas como para disimularlas, pero las eclipsaba.
–¿Bien? –le preguntó él apretándole la mano.
Zoe lo miró y él captó algo espontáneo en sus ojos, pero fue muy fugaz y ella se soltó la mano.
–Sí, muy bien. Este sitio es… increíble.
Zoe no había sabido que Maks hablaba ruso, aunque tenía sentido porque su madre era rusa. En ese momento, mientras bebían algo antes de que empezara la representación, estaba hablándolo con otro hombre. Tenía que reconocer que Maks hablando en ruso era especialmente sexy, como si no lo fuera ya bastante. Además, no podía reprocharle que la dejara al margen. La había presentado en inglés a su conocido, pero él se había disculpado con cierta vehemencia porque su inglés era deficiente.
A ella no le importaba. Le gustaba ver a la gente y se deleitaba con no ser quien servía las bebidas en esa ocasión.
Zoe se paró en seco cuando entraron en el palco privado de Maks. Jamás había visto un lujo tan desbordante. El patio de butacas estaba rodeado por cuatro pisos altísimos y el techo estaba pintado con ángeles y querubines que bailaban alrededor de una lámpara espectacular.
–Caray… –fue lo único que ella pudo murmurar.
–Mi madre tuvo que venir una vez para una sesión de fotos y nos trajo a Sasha y a mí, algo muy raro porque siempre nos dejaba con la niñera. Todavía me acuerdo que me quedé boquiabierto cuando lo vi la primera vez.
Zoe lo miró. Estaban en un palco privado justo a la izquierda del palco principal y enfrente del escenario. Maks le había explicado que era el palco reservado para las autoridades locales.
–Pareces muy a gusto aquí, en San Petersburgo.
–Sí, me gusta Rusia a pesar de mi madre. Supongo que aquí tengo mis raíces y siempre me han encantado los escritores rusos, mientras que Sasha prefiere los clásicos franceses.
–Está muy bien que estéis tan unidos –comentó ella sintiendo una punzada de dolor al acordarse del hermano que había perdido.
–Se queja porque la protejo demasiado –Maks torció la boca–, pero es mi hermana pequeña.
–Mi hermano tendría veintitrés años. Me pregunto muchas veces cómo sería.
Las luces se apagaron y Maks le tomó la mano.
–Apostaría a que se parecería a su hermana; independiente, apasionado…
Zoe se alegró de que se hubiesen apagado las luces porque se había emocionado más de lo que debería. Se hizo un silencio expectante entre ellos y supo que tenía que retirar la mano, pero no pudo.
Entonces, se levantó el telón, resonó la música, la representación la cautivó y se olvidó de todo, también de Maks.
–Entonces, ¿te ha gustado?
Zoe lo miró con el ceño fruncido y él esbozó una sonrisa burlona. Estaban otra vez en el coche y se alejaban del teatro Mariinsky. Había llorado como un bebé al final de la representación y sabía muy que esa sobredosis de emoción se debía más a los recuerdos que a la representación, que había sido increíble.
–Ha sido maravilloso. Gracias. Aunque me temo que he arruinado todo el trabajo de la maquilladora.
–Estás perfecta. ¿Le gente decía algo de tus cicatrices cuando eras pequeña?
Zoe se quedó estupefacta por lo directa que era la pregunta, pero también la agradeció. Le espantaba que la gente le mirara las cicatrices y no dijera nada.
Distraídamente, se pasó un dedo por la cicatriz del labio, pero retiró la mano inmediatamente.
–Algunas veces, en el colegio, me llamaban Cara Cortada.
–Los niños pueden ser despiadados. ¿No has tenido la tentación de intentar… quitártelas?
–¿Con cirugía plástica?
Él asintió con la cabeza.
–No creo que lo necesites, pero entendería la tentación para… facilitarte la vida.
Zoe negó con la cabeza hasta que le remordió la conciencia.
–Lo pensé cuando era más pequeña, en secundaria, pero sabía que no podía ser tan débil.
–¿Débil? –le preguntó Maks mirándola fijamente.
Zoe contuvo las ganas de volver a tocarse la cicatriz del labio.
–Me recuerdan lo que pasó, lo que hice.
–¿Lo que hiciste?
–Tenía la cámara en el asiento trasero del coche, era el bien más preciado de mi padre. Él me dijo que tuviera cuidado y apartó un segundo los ojos de la carretera… Entonces…
–Zoe, tú no tuviste la culpa del accidente, tenías ocho años.
–Lo distraje –replicó ella al sentir el dolor de las viejas heridas–. Si no hubiese tenido su cámara…
–Los accidentes ocurren y son trágicos, no tienen sentido. Además, no suelen ocurrir solo porque un padre deja de mirar la carretera durante un segundo. No puedes considerarte responsable.
Zoe no podía escapar de los ojos grises de Maks. Seguramente tenía razón en un sentido racional, pero en el sentido visceral, donde estaba el trauma, le costaba creerse lo que estaba diciendo. El remordimiento la había acompañado toda su vida.
El coche se paró relativamente cerca del teatro y Zoe miró por la ventanilla alegrándose del cambio.
–¿Dónde estamos? –le preguntó a Maks al ver el resplandor de la luna en el agua.
–Ya lo verás –contestó él en un tono enigmático.
Maks se bajó del coche y lo rodeó para ayudarla.
Zoe contuvo la respiración y se esfumaron todos los pensamientos. Un barquito con el techo transparente flotaba en el canal. Estaba iluminado con unas velas y Zoe vio una mesa puesta para dos.
–¿Vamos a montar en barco?
–Es una cena tardía mientras vemos las vistas.
Estaba muda.
Maks le tomó una mano y bajaron unos escalones. Un hombre la ayudó a subir al barco. Era un barco pequeño, pero muy bonito. Maks retiró una silla y se inclinó hacia ella como si fuese un maître. Ella se sentó y el barco se puso en movimiento por el canal mientras les servían champán frío y comida rusa.
Empezaba a sentirse atolondrada por el vino y entonces les sirvieron el postre, unos deliciosos blinis con chocolate líquido.
Zoe iba preguntando qué era lo que iban viendo y Maks se lo explicaba. Un edificio en concreto le llamó especialmente la atención. Era una iglesia con torres rematadas en cúpulas.
–Es la iglesia de El Salvador sobre la Sangre Derramada y fue donde asesinaron al zar Alejandro II –Zoe se estremeció por la horripilante escena–. Mañana iremos a verla. El interior tiene unos mosaicos preciosos.
El corazón le dio un vuelco, pero no le hizo caso.
–¿No tienes una reunión? Por favor, no te sientas obligado a ocuparte de mí, no me importa pasear sola.
Maks volvió a preguntarse qué estaba haciendo al alterar su ajetreado programa, pero la verdad era que la reacción de Zoe en el ballet había sido lo más emotivo que había vivido desde hacía mucho tiempo. Estaba acostumbrado a que la gente ocultara sus emociones o reacciones.
–No pasa nada –contestó él–. Es una sesión de fotos y estoy seguro de que podrán sobrevivir sin mí.
A la mañana siguiente, cuando Zoe se despertó, estaba amaneciendo. Se estiró en la enorme cama y estaba sola. No sabía muy bien qué había esperado la noche anterior, pero había dado por supuesto que Maks habría esperado que se fuese a la cama con él.
Había estado receptiva después del inesperado y considerado recorrido en barco. Además, cuando se bajaron, la había llevado en brazos hasta el coche porque estaba descalza, pero cuando llegaron al hotel, la había dejado en la puerta de su habitación.
–Pasaré a recogerte para el desayuno.
Ella debió de quedarse perpleja, o algo peor, porque él le había rodeado el cuello con un brazo y le había pasado el pulgar por la mejilla.
–Vamos a tomárnoslo con calma, Zoe. No hay ninguna prisa.
Lo observó mientras se alejaba sin acabar de asimilar esa caballerosidad repentina y preguntándose a la vez por qué no había intentado arrancarle la ropa.
Quizá ya no le gustara o quizá supiera muy bien el efecto que tenía en ella y estuviera madurándola para que cayera rendida cuando fuera a seducirla.
Se dio la vuelta, se tapó la cabeza con la almohada y pasó por alto la insatisfacción que sentía en el bajo vientre, una sensación completamente desconocida para ella.
Volvió a ponerse de espaldas. Con Dean había tenido una relación desde que eran adolescentes y estaban en el mismo centro de acogida. Había sido el primer chico que la había besado. Había roto con él cuando se marchó de Irlanda, pero tampoco había sido una ruptura traumática. Al fin y al cabo, no se habían acostado. Él había insistido un par de veces, pero ella no había querido nunca por algún motivo.
Le había sorprendido el cariño que sintió cuando él apareció en Londres y quiso verla. En ese momento, sabía que había confundido los sentimientos y el deseo con una soledad que no había querido reconocerse a sí misma… y Dean se había aprovechado, la había convencido de que todavía quedaba algo sentimental entre ellos… y algo sexual. Sin embargo, como ya había pasado antes, cuando él se empeñó en acostarse con ella, algo en su interior se había opuesto, no había querido.
Él se había resignado las dos primeras veces, pero entonces, la última noche. Se enfureció. La acusó de provocarlo, se puso violento y dejó muy claro por qué había vuelto a su vida…
Anuló esos recuerdos.
Dean ya no estaba. Afortunadamente, había conseguido librarse de él antes de que le hiciera algo irreversible, pero no se olvidaría de lo que le había dicho ni de la sensación de haberlo engañado. «Furcia asquerosa y rastrera».
Sonó su teléfono y agradeció la oportunidad de pensar en otra cosa. Era Maks y se le alteró el pulso.
–Buenos días –su voz era grave y sexy–. ¿Estás despierta?
Zoe sintió un cosquilleo en las entrañas.
–Ahora, sí.
–Dentro de diez minutos iré a recogerte para el desayuno.
–¿No te ha dicho nadie que eres muy mandón? –le preguntó ella con una sonrisa.
–Muchas veces, pero ya puedes ir espabilando.
–Son los mejores pyshki de San Petersburgo.
Zoe miró los bollos. Había creído que estaba llena después del generoso desayuno que le habían servido en uno de los cafés más antiguos de San Petersburgo, pero la boca se le hizo agua otra vez. Si no tenía cuidado, volvería rodando a Londres.
–Tómate uno con el café.
Maks le pasó una fuente con cinco bollos y luego un café. Zoe, obedientemente, lo probó y gimió cuando esa textura hojaldrada se le deshizo en la boca.
Miró a Maks, que llevaba pantalones vaqueros oscuros, camiseta y un chaquetón. Tenía barba incipiente y hacía que pareciera más peligroso, más sexy.
–¿Adónde vamos ahora?
Le sorprendía lo bien que lo se lo pasaba con Maks. Era una compañía muy fácil para ser alguien que hacía que se le encogiera el estómago cada vez que la miraba.
–Creía que podríamos…
Maks no terminó la frase, sacó el teléfono del bolsillo interior y lo contestó con el ceño fruncido.
–Dígame… De acuerdo, Pierre, iré ahora mismo.
–¿Qué pasa? –le preguntó Zoe.
–Tengo que ir a la sesión de fotos –contestó Maks con un gesto de fastidio–. Nuestro temperamental fotógrafo está que se sube por las paredes porque su ayudante tiene gastroenteritis y no ha podido ir a trabajar.
Zoe se quedó asombrada por la decepción tan grande que sintió.
–No pasa nada, deberías estar trabajando… Puedo volver, recoger mi cámara y visitar los sitios yo sola.
–Acompáñame, dijiste que te interesaba la fotografía de moda.
–No puedo… Quiero decir… ¿De verdad? ¿Podría ir?
–¿Por qué no? –Maks se encogió de hombros–. Seguramente te venga bien ver a un profesional egocéntrico en su salsa y aprender lo que no tienes que ser.
La emoción la atenazaba por dentro de camino a la sesión de fotos.
–¿Por qué contratas a fotógrafos así si es tan espantoso?
–Yo no quería contratarlo, pero la marca se empeñó. Sin embargo, no voy a aguantar mucho tiempo a gente así. No hay ninguna necesidad de soportar a majaderos engreídos por mucho talento que tengan.
Zoe asintió con la cabeza.
Llegaron a una calle acordonada y el servicio de seguridad les dejó pasar. Se quedó impresionada por el despliegue de medios para una sesión.
Maks la tomó de la mano y la llevó al extremo opuesto de la calle. Ella captó inmediatamente la estética y comprendió por qué habían elegido ese sitio para fotografiar a las modelos, que llevaban ropa muy moderna y monocromática.
Maks se dirigió hacia un grupo de personas que rodeaban a un hombre alto y con el pelo largo que parecía furioso.
–Ya era hora, Marchetti –le espetó en cuanto lo vio–. ¿Qué vas a hacer? ¡No tengo ayudante y no pretenderás que trabaje sin que me ayuden!
Maks replicó sin alterarse, pero con una firmeza evidente y Zoe vio que todo el mundo abría los ojos.
–Ha sido un imprevisto, Pierre. ¿Qué se puede hacer para que sigas con la sesión?
–¡Consígueme un ayudante en este instante!
Zoe tuvo una levísima premonición cuando Maks le apretó la mano.
–Pierre, te presento a Zoe Collins, tu ayudante para hoy.