Al amanecer, las pocas luces de la Isla Grande se podían divisar.

Entumecido, Pancho tiritaba, pero se enderezó y sacando fuerzas de la ilusión del viaje, salió de debajo del bote, se animó a sacar de su bolsa un pan y se dispuso a comerlo. Algunas aves sobrevolaron la nave y Pancho pensó que eso no podía ser otra cosa que una cordial bienvenida.

El grupo de hombres parecía dormir aún bajo la lona. Cansados y algo bebidos, habían capeado un poco el frío y la lluvia. La sirena los despertó a todos, menos al pequeñín, que calentito en los brazos de su madre, había descansado bien.

Con el acercamiento, la Isla iba creciendo y Pancho pudo darse cuenta de que allí habían mucho más de veinte casas. El carguero atracó sin dificultad. Poco a poco, los pasajeros fueron desembarcando, luego los bultos, cajas y sacos se amontonaron en el muelle. Construido de material sólido, este muelle era por lo menos cuatro veces más largo y ancho que el de su pequeña isla, según calculaba Pancho. Con lentitud descargarían a los animales, labor que requería de tiempo y cuidado.

El viejo Aníbal y su nieto tomaron sus bolsos y despidiéndose, se alejaron, subiendo por la primera calle que enfrenta al muelle. Pancho miraba para atrás constantemente en la semioscuridad del amanecer; sus ojos se fijaban en la escena que se vivía allá abajo. Las aguas se mecían tranquilas, brillando como espejos; el barco se balanceaba inquieto mientras hombres y mujeres lo dejaban descansar de su carga. A la derecha del muelle, muchas casas edificadas sobre postes a la orilla de la playa y pintadas de colores fuertes, le daban al embarcadero un toque muy especial. El ruido de los motores de dos barcazas listas para zarpar y el bocinar de un barco que pasaba lejos en dirección al puerto, se entremezclaba con el grito incesante de gaviotas, que alborotadas por los desperdicios que quedaban en la playa, subían y bajaban en vuelos rasantes. A ratos se veían como una gran nube blanca que hacía piruetas aéreas en todas direcciones. Entre las rocas, un grupo de ellas destrozaba una presa mayor, llenándose los buches, para volver a sobrevolar el lugar.

Caminaron largo rato. Amaneció, y luego de recorrer varias cuadras, llegaron ante la fachada de una casa de dos pisos que tenía una ampolleta colgando sobre la puerta.

—Aquí es —dijo el abuelo—. La casa le pertenece a tu abuela materna, doña Gracia, así se llama, ya lo sabes.

Dos golpes dio el viejo en la puerta de madera y enseguida se escuchó ruido en el interior. Se encendió la luz de la ampolleta y Pancho abrió los ojos sin poder creerlo.

—Aquí tienen luz eléctrica, chiquillo —le explicó el abuelo. Sorprendido a tal extremo estaba Pancho, que se quedó callado.

—Funciona con un interruptor —continuó el abuelo— algo parecido al encendido de un motor. Te lo explicaré cuando veas la instalación. Esos son los cables, ¿recuerdas el libro de experimentos que leímos?

En eso iban cuando se abrió la puerta. Una mujer flaca y ojerosa apareció en ella.

—Pero si es don Aníbal —dijo la mujer—. Pase, pase usted.

—¿Y no me diga que éste es Panchito? —agregó sorprendida, poniendo las manos sobre su boca.

—El mismo —dijo el abuelo empujando al chiquillo hacia adentro, a la vez que le estiraba la mano a la Rosa, única tía de Pancho, hermana de su difunta madre.

—Saluda pues, niño —dijo el abuelo quitándole la gorra al muchacho.

—¿Cómo está, señora? —dijo Pancho.

—Mamá, venga, no sabe la sorpresa que se va a llevar.

La casa era espaciosa y estaba caliente, se veía que allí el fogón estaba prendido toda la noche. Pancho y el abuelo tenían muchísimo frío.

El niño miraba hacia arriba sin poder apartar los ojos de las ampolletas.

—Por aquí, don Aníbal —dijo la Rosa abriéndoles paso hacia la cocina.

Como es propio de esa zona, la mesa del comedor se encontraba en la cocina y allí permanecían todos los miembros de la familia cuando estaban en la casa. Pancho se había equivocado, aquí no había fogón, en su lugar se encontraba una gran cocina a leña con cuatro platos y un tubo que sacaba afuera el humo. La tetera de cinco litros hervía prometiendo una buena taza de café caliente.

Doña Gracia apareció jubilosa y emocionada, se acercó al niño y lo abrazó tiernamente. Pancho, que no estaba acostumbrado a este tipo de manifestaciones, no sabía si esquivarla o quedarse quieto; algo confuso recibió la caricia que la abuela le hacía en la cara, mientras decía:

—Eres muy parecido a mi Estrella, sí, muy parecido.

—Perdone, don, pero por ver al niño ni siquiera lo he saludado a usted, pero siéntese, por favor —dijo doña Gracia estirando su mano y recibiendo el respetuoso saludo de don Aníbal.

Doña Gracia tendría alrededor de cincuenta y cinco años, sin embargo, parecía bastante mayor: muy canosa, bajita y regordeta, había luchado a pareja con su esposo para sacar adelante a su familia. De hecho, tanto la Estrella como la Rosa habían recibido toda la enseñanza escolar.

Después de su viudez quedó sola con la Rosa, que ya parecía que vestiría santos, aunque recién iba por los veintiocho años, pero era tan quitada de bulla que era muy difícil que consiguiera novio.

Doña Gracia poseía unos terrenos de varias cuadras que había alquilado bastante bien a una firma extranjera que se interesó por instalar en el país una fábrica de harina de pescado.

—Les serviré desayunito enseguida, ¡cómo vendrán de entumecidos! —dijo la Rosa, agregando atropelladamente— ¿y qué?, ¿cómo se portó el mar? A mí no me den esos viajecitos —siguió diciendo con un simpático mohín, que le gustó mucho a Pancho.

La mirada del niño iba de una mujer a otra tratando de adivinar entre ambas la figura de su madre. El abuelo había dicho que no era muy alta, entonces en eso se parecería a la abuela; pero los ojos oscuros y sonrientes debieron ser como los de la tía Rosa.

Sin darse cuenta, Pancho parecía haberse esfumado de la realidad, creando un ser vivo como quien plasma una figura en el papel. Al poco rato su imaginación había conformado casi por completo a la desconocida que había sido su madre.

Doña Gracia tampoco dejaba de mirarlo, logrando otros tantos descubrimientos en el rostro de Pancho, mientras seguía la conversación, a medias, entre la Rosa y don Aníbal.

Las tazas de café humeante, puestas sobre un mantel muy blanco, invitaron a todos a volver a la realidad. Unos pancitos calientes con mantequilla y el queso hecho en casa, hicieron la delicia del niño.

—Quisiéramos lavarnos un poco —pidió el viejo Aníbal al ver el desayuno dispuesto.

A su vez, Pancho recordó la necesidad que tenía de ir al baño.

—Pero claro, no faltaba más —dijo la doña—. Adelante, pasen, por favor.

Al fondo del pasillo, algo estrecho, por cierto, estaba el cuarto de baño. Pancho lo encontró parecido a uno que había visto en una revista; aunque estos artefactos eran más modestos, funcionaban perfectamente.

—Abuelo, ¿mi madre era rica? — preguntó el niño.

—No, Pancho, lo que tú ves es corriente en las ciudades. Don Alejo, tu abuelo, pudo adquirir estos bienes y comodidades porque trabajó duro, tuvo buenas oportunidades y nunca le faltaron las fuerzas.

—Viven bien, ¿verdad? —insistió el chiquillo.

—Sí, así parece, hijo —respondió el abuelo pasando su mano por la cabeza de Pancho, alisando un poco su rebelde cabellera.

Vuelto a la cocina, bien sentado, Pancho disfrutó su desayuno. Mientras lo hacía recorría la habitación con la mirada, como era su costumbre. Así descubrió dos ventanas con unas cortinas tejidas, muy blancas, un gran estante, que llamaban aparador y que contenía innumerables tazas, platos, vasos, jarros y quizás cuántas cosas más, ocultas detrás de las puertas, en la parte inferior del mueble cuyas llaves estaban puestas.

—Mermelada, Rosa, trae mermelada para el niño, seguro que va a gustarle.

Claro que le gustó y mucho, era mermelada de frutilla y jamás la había probado. Nunca recordaría bien si fueron tres o cuatro las tazas de café con leche que se tomó, pero cuando se paró, parecía que había engordado varios kilos.

Pancho comía mientras las mujeres lo miraban satisfechas y felices. Don Aníbal también se sirvió lo suyo y durante un par de horas estuvieron alrededor de la mesa conversando.

—Espero que usted y el niño se queden unos días con nosotras, don Aníbal —dijo doña Gracia.

—No, no, señora, nos quedaremos solo hasta que vuelva alguno de los barcos que tocan nuestra isla. Tal vez un día o dos.

—Mire, pues, don, nosotras tenemos guardado un paquete con ropita para el niño, pero como ha pasado tantísimo tiempo y ahora, al ver lo crecido que está, se me hace que quizás le ande chica — comentó la abuela en su típico lenguaje.

Un paquete, Dios mío, pensó para sí el abuelo. En doce años una sola vez le enviaron una caja con regalos y el otro paquete estuvo aquí esperando, vaya, vaya, suspiró el anciano.

Ropa, se dijo a sí mismo Pancho. Harta falta que me hace.

—Bueno, doña, —dijo el abuelo a tiempo que se paraba— yo me acercaré a lo de Diego Leiva para saludar a mi viejo compadre.

—Mire, don, yo he visto a don Leiva alguna vez y siempre me ha preguntado si sabemos algo de usted.

—Estaré allí un rato, a él le gusta recordar viejos tiempos. Bueno, ya es lo único que nos va quedando, recuerdos.

—¿Qué le parece si deja al niño? Así nosotras aprovecharemos de probarle la ropita.

Pancho miraba a cada uno de los interlocutores, apenas pestañeando.

—Si él quiere, está bien, pues. ¿Qué dices, hijo?

Pancho dudó un momento, pero al ver las caras de súplica de su tía y de su abuela, decidió quedarse.

—Pasaré a cobrar mis papeletas de entrega y de paso veré cuándo tenemos barco para regresar.

—Entonces, don, ¿lo esperamos para almorzar?

—No, no, señora, por favor, a mí me gusta caminar con libertad, no se preocupe.

El abuelo salió y enseguida, como si tuvieran un juguete nuevo, la abuela apuró a la Rosa a traer el paquete de la ropa. Llegó la tía con el pedido y fueron saliendo del envoltorio camisetas, calzoncillos, calcetines, tres pantalones, tres camisas y dos chalecos.

Rosa se acercó a Pancho y le quitó el viejo chaquetón azul. Cuando siguió con el chaleco, Pancho reaccionó, preguntando:

—¿Me va a sacar toda la ropa, señora?

—Sí, claro —dijo la Rosa, agregando—: y no me llames señora, recuerda que soy tu tía Rosa.

—La ropa me la saco solo —dijo el muchacho, algo molesto.

—Está bien, nosotras solamente queremos probarte la ropa nueva.

—Yo lo haré solo —insistió Pancho.

—Déjale entonces —opinó la abuela, un tanto desilusionada. ¡Le hubiera gustado tanto vestirlo!

—Ven, por aquí, en mi habitación podrás cambiarte tranquilo —dijo la Rosa señalando la primera puerta por el pasillo.

Le dejaron toda la vestimenta, advirtiéndole que vendrían a ver cómo le quedaba.

Pancho se sentó en una de las dos camas, que cubiertas por colchas blancas tejidas en pitilla, parecían relucientes; un velador separaba ambas camas, sobre él una pequeña lámpara de madera y un marco metálico con una foto. Bajo la ventana había una cómoda de tres cajones y en la pared cercana a la puerta un gran ropero de tres cuerpos con una luna de espejo en la puerta del medio. Dos choapinos tejidos en lana natural de color negro con rosas en el centro estaban colocados como bajadas de cama.

Después del recorrido por la habitación, Pancho volvió sus ojos al velador y tomó la fotografía: dos jovencitas sonrientes tenían sus cabezas muy juntas; en realidad no se parecían entre ellas, lo único que las asemejaba eran las trenzas negras que ambas lucían sobre los hombros. El niño volvió a poner la fotografía sobre el velador y se desvistió sin dejar de mirarla.

Tres golpecitos suaves en la puerta y la voz de la tía Rosa diciendo:

—Panchito, cámbiate desde los calzoncillos.

—Así lo haré —respondió el niño.

Y así lo hizo. Primero los calzoncillos y las camisetas; ambas prendas le quedaban muy bien, ¡estaban tan nuevas, abrigaditas! Las camisas, sin embargo, le quedaban todas chicas, especialmente cortas de mangas; el pantalón, fatal, casi a media pierna. Buscó entonces el chaleco que le pareció más grande y se lo puso; por suerte éste corregía el problema de la camisa. Se acercó al espejo y al verse en aquella facha no sabía si reírse o echarse a llorar. A Pancho le había hecho mucha ilusión la ropa nueva; en verdad rara vez el abuelo le podía comprar algo. Bueno, pensó moviendo la cabeza negativamente, lo mejor será sacármelo.

No alcanzó a hacerlo cuando las dos mujeres ya estaban dentro de la habitación.

—¡Mira niña, qué barbaridad, si parece que no fuera de él! —exclamó la abuela con voz afligida.

—¿Puedo sacármelo? —preguntó Pancho.

—Espera, veremos si alguno de los otros dos pantalones te anda mejor — replicó tía Rosa.

Efectivamente, uno de los tres era bastante más largo.

—Hijo, cámbiate el pantalón por éste, ¿quieres? —propuso la tía.

—Bien, si salen me lo pongo —insistió el muchacho.

Rápidamente se cambió y salió de la habitación. Ahí estaban las dos junto a la puerta.

—¡Te ves muy bien! —dijo la abuela—. Ya parecía que nuestras compras habían sido un fracaso.

—¿Te gusta como te ves, Panchito? —no pudo evitar preguntar la abuela.

—Sí, claro, me gusta y la verdad me siento muy abrigado —dijo el niño sin mencionar lo de las mangas cortas.

Sin dejar de contemplarlo con cariño, la tía le propuso darse un buen baño para que luego ella pudiese cortarle el pelo.

Pancho se rascó la cabeza antes de responder. No estaba tan seguro de si las dos mujeres no tratarían de bañarlo. Ya empezaba a arrepentirse de no haber ido con el abuelo donde el compadre.

—¿Y dónde voy a bañarme? —preguntó por fin.

—Yo te mostraré, será muy fácil — dijo la tía.

—Bien, vamos —respondió Pancho como si quisiera darles en el gusto.

La mujer joven caminó hacia el baño seguida del niño, mientras la abuela recogía la ropa vieja de Pancho. Al verla, alarmado el chiquillo quiso rescatarla gritando:

—Señora, no irá usted a botar mis cosas.

—No, hijo, claro que no, solo voy a lavarlas para luego remendarlas un poco, no te preocupes —terminó diciendo la abuela.

Pancho entró al baño detrás de la Rosa, la mujer abrió una llave, puso la mano debajo de ella varias veces hasta que exclamó:

—Ya está saliendo muy calentita.

Fue entonces cuando Pancho se dio cuenta de que se metería en el tremendo recipiente blanco que él creía era para juntar agua.

—Te quitas la ropa y la pones sobre la tapa de la taza. Éste es el jabón y la esponja que puedes ocupar —dijo la Rosa volviéndose hacia la puerta.

—¡Ah!, y con estas toallas te secas bien. No hay apuro, hazlo tranquilo.

La verdad, Pancho disfrutó mucho del baño. Si bien alguna vez, allá en la isla, el abuelo le había entibiado un poco de agua y lo había hecho meterse en la batea, no se parecía en nada a lo que le estaba sucediendo. Sin embargo, pensó el niño, el agua fría que me tiro en las mañanas me hace sentir mejor. Aquí empiezo a sentirme como una señorita.

Más tarde, vestido del todo, Pancho llegó hasta la cocina. La Rosa tenía preparadas una toalla vieja y un par de tijeras para cortarle el pelo. Pancho, muy preocupado, se sentó donde la tía le indicó; el único que le cortaba el pelo era su abuelo. Esto no le gustaba nada.

Mientras le ordenaba el cabello, la Rosa pasó revista al lavado de orejas.

La abuela se ocupaba del almuerzo y cada cierto rato le preguntaba a Pancho si le gustaban los alimentos que estaba preparando.

Lo cierto era que Pancho no tenía nada de apetito con ese tremendo desayuno, al que no estaba acostumbrado, de modo que decía sí a todo sin pensarlo siquiera.

De pronto recordó que en los bolsillos del pantalón tenía unas cosas que eran muy importantes para él: dos caracoles de mar color azul nacarado muy raros de encontrar; un candadito pequeñísimo que se encontró una vez que estaba mariscando con unos chicos de la isla; tres envoltorios de chicles americanos que le regaló en una oportunidad el capitán del barco correo.

Se paró de un salto y dijo:

—Señora, ¿dónde puso usted mi ropa? Es muy importante que yo la vea antes de que la moje.

—La saqué afuera, pero aún no la he mojado —respondió doña Gracia abriendo una puerta que daba al patio de atrás.

Rápidamente, Pancho rescató sus tesoros y los puso en el bolsillo de su nuevo pantalón.

Las mujeres se miraron sorprendidas y la Rosa dio por finalizado el corte de pelo.

Pancho recorrió la cocina en un par de vueltas y luego se asomó al pasillo. Al ver a la Rosa salir de una de las habitaciones, se acercó a ella y le preguntó:

—Señora, ¿quién está en esa fotografía de su dormitorio?, en el velador —agregó.

—Bueno, somos yo y mi hermana, la Estrella —fue la respuesta.

Pancho se puso pálido. Era lo que se había imaginado, giró sobre sus talones y se detuvo enseguida, se tocó la frente como tratando de pensar en algo.

—¿Quieres volver a mirarla? —preguntó tía Rosa con voz tan suave como la de un ángel.

Rosa empujó la puerta del dormitorio y Pancho avanzó lentamente a la vez que estiraba los brazos. De pie entre las dos camas, con la fotografía en sus manos, la miraba en silencio, sin atreverse a preguntar cuál de las dos era su madre. Pasados unos segundos en que la Rosa había respetado el silencio del muchacho, se acercó a él y señalando con el dedo a la más risueña de las dos mujeres retratadas, le dijo:

—Ésta es Estrella, tu madre.

Pancho levantó los ojos y miró a la mujer como agradeciéndole infinitamente el gesto. La Rosa salió afuera para esconder su emoción.

El niño, al verse solo, se sentó en la cama sin dejar de mirar el objeto de su atención. Una vez había visto una fotografía de su padre. Algo amarillenta, se distinguía apenas la figura alta y delgada de un hombre; aunque los rasgos no eran muy definidos, Pancho tenía una idea de cómo era él.

Rosa y Estrella habían posado sentadas para el retrato, de manera que solamente se podía ver la mitad de sus cuerpos, pero los rostros eran muy nítidos. Con mucho cuidado, Pancho puso el retrato sobre el velador y salió retrocediendo.

Ya eran casi las dos de la tarde y la abuela anunció que el almuerzo estaba servido. Pancho se sentó a la mesa, tomó la cuchara y sorbió el caldo de gallina, apenas notando que estaba caliente. Tanto la abuela, que ya se había enterado de lo sucedido, como la tía Rosa, no le hablaron mientras comían; se veía que el chico estaba sumido en sus pensamientos. La Rosa sirvió el segundo plato y Pancho seguía ajeno a la realidad. Los golpes en la puerta de la calle lo sacaron de su ensimismamiento. La Rosa se paró a abrir y la abuela recogió los platos de la mesa.

Don Aníbal entró en la cocina dando las buenas tardes, tomó la silla que le ofrecían y al mirar a Pancho se dio cuenta enseguida de que algo le ocurría al niño. Cuando los ojos de nieto y abuelo se encontraron, al viejo le pareció que un rasgo de adulto había cruzado el rostro del muchacho y que se quedaría allí para siempre.

—¿Le sirvo almuerzo, don? —preguntó la abuela, añadiendo— está bien calentito todavía.

—No, doña Gracia, yo comí con mi compadre, que por cierto se encuentra en cama, me quedé para acompañarle un rato.

—Y ahora, jovencito, nos vamos para el puerto. Lo veo muy ordenado y elegante —agregó el viejo Aníbal, complacido.

—Menos mal que algo le quedó bueno —comentó la abuela, un poco avergonzada.

—Yo le arreglaré lo demás —dijo la Rosa— tal vez alcance a tenerlo listo cuando vuelvan del puerto.

—Sale un bus a las cuatro y quince de la tarde y llega al puerto a las ocho. Es muy buena hora para irnos —dijo el abuelo.

—Entonces deberán pasar la noche en un hotel —comentó doña Gracia.

—Sí, pero tengo todo calculado — respondió el abuelo.

Rápidamente, se despidieron y salieron a la calle. Pancho respiró tres o cuatro veces profundamente, como si el aire puro del exterior le estuviese haciendo falta.

Después de un corto recorrido, llegaron al terminal de buses. El abuelo sacó los pasajes y subieron a un vehículo que a Pancho le pareció muy grande y cómodo; en realidad, lo era. Como aún faltaba para la salida, pudieron escoger los primeros asientos, de modo que antes de que oscureciera, el niño disfrutó mucho con el bello paisaje de la Isla.

La Isla Grande era muy fértil y el verde y amarillo de las siembras se apreciaba a ambos lados del camino. A lo lejos, el mar, en continuo movimiento, perfumaba el ambiente con aires marinos, que transportados por el frío viento de la tarde, inundaban la isla, dándole un carácter propio.

El bus, calefaccionado y con música ambiental, le pareció a Pancho un verdadero lujo. Al caer la oscuridad de la tarde, mecidos y acunados por el suave movimiento del bus, abuelo y nieto se durmieron sin siquiera darse cuenta.

Llegaron a destino a las siete y quince de la tarde. El bus se detuvo y Pancho despertó y le habló al abuelo:

—Abuelo, ya llegamos al puerto.

—No, hijo —respondió el viejo moviéndose un poco —ahora viene lo más entretenido de nuestro viaje.

Y así fue. El bus esperó un poco su turno y entró en el transbordador que los cruzaría por el mar entre la Isla Grande y el puerto. Cuando el bus empezó a moverse de nuevo, Pancho se puso de pie para observar mejor lo que estaba ocurriendo. Entonces el abuelo le preguntó si le gustaría bajarse del bus.

—Sí, abuelo —contestó Pancho muy entusiasmado.

Bajaron y se instalaron a un costado, en las barandas del transbordador. Desde allí las luces del puerto se veían a los lejos en impresionante cantidad y luminosidad. La luz de la Isla Grande era más amarillenta y tenue, pues tenía un antiguo sistema de alumbrado.

Lentamente, el transbordador se deslizó atravesando las tranquilas aguas. El viento helado hacía doler la piel de los rostros y el abuelo se cruzó su bufanda tapándose la boca y la nariz. Pancho, a su vez, se subió el cuello del chaquetón y se metió las manos en los bolsillos. Fijos los ojos en las aguas, el muchacho permanecía en un desacostumbrado silencio.

De pronto, el abuelo le preguntó:

—¿Te ocurrió algo, hijo, en la casa de doña Gracia?

—Sí —dijo Pancho— así es—. Y sin levantar los ojos agregó—: Conocí a mi madre, es decir, vi su fotografía.

El abuelo no dijo nada, perdió su mirada en las pocas estrellas que brillaban en el cielo.

La navegación duró alrededor de una hora. Vueltos los pasajeros al bus, éste salió del transbordador como Jonás del vientre de la ballena. Unos veinte minutos más y estaban en el terminal del puerto.

La noche estaba fría y húmeda.

—Iremos hacia las cocinerías —dijo el abuelo tomando a Pancho por el hombro.

Caminaron unas cuadras y estuvieron en el lugar. Era un sitio muy pintoresco: una larga fila de casetas pegadas unas con otras, cada una de las cuales era una cocinería donde se preparaban platos típicos de pescados y mariscos. Dos o tres mesitas muy sencillas con algunas bancas por asientos. Modesto servicio y exquisita comida. En la puerta de cada cocinería estaba una mesonera que gritaba las especialidades invitando a los clientes a pasar. Todos los vidrios de la ventana estaban escritos con el menú y la oferta del día.

Sentados frente a dos humeantes platos de greda que contenían una sabrosa sopa marinera, estaban los dos viajeros.

Más tarde, encaminaron sus pasos por las calles laterales del mercado hasta llegar a una modesta vivienda que en la parte alta del frontis decía: “Pensión Reyes”. El abuelo saludó al hombre, que abrió la puerta y que después de unas breves palabras y de recibir el dinero por el alojamiento, los hizo pasar a una habitación de dos camas. El viejo se quitó la bufanda, el gorro y el chaquetón mientras Pancho lo observaba distraído.

—¿Quieres pasar al baño, Pancho? —preguntó el abuelo.

—Sí, señor, vamos los dos —fue la respuesta.

De vuelta en la pieza, se desvistieron y se metieron en las camas.

—Bueno, dime, hijo ¿qué te pareció la comida? Buen marisco, bien preparado.

—Sí, abuelo, yo, la verdad, tenía mucha hambre —dijo el niño, sonriendo al abuelo.

—Debemos dormir, pues mañana tenemos mucho que hacer. Nos levantaremos bien temprano.

Haciendo un gracioso gesto de afirmación, Pancho se bajó de la cama para apagar la luz. La sensación del interruptor como algo mágico, lo motivó a volver a prenderla y otra vez a apagarla. Fue el piso de heladas baldosas lo que lo obligó a apurar la vuelta a la cama. El abuelo, sin mirarlo, alegró su corazón al sentir que su nieto era el mismo Pancho travieso de siempre.