Leire

 

 

 

 

 

Como una exhalación, entró en el hospital y se dirigió al mostrador de la entrada. Le dieron el número de habitación; estaba en la segunda planta. Impaciente, esperó el ascensor. La euforia había dado paso al nerviosismo ante el inminente encuentro.

Delante de la puerta a la que se dirigía, había dos ertzainas. Uno de ellos, al ver su intención de entrar en la habitación, le pidió que se identificara. Leire lo hizo. Entonces, él se identificó a su vez. Era el agente primero Aguirre, de Seguridad Ciudadana, el hombre con el que ella había hablado por teléfono. Le presentó a su compañero, el agente Ibarrola. Leire les suplicó que le permitieran ver a su marido.

Abrió la puerta lentamente. Bixen tenía los ojos cerrados, la boca ligeramente abierta. Estaba cubierto por una sábana blanca, sobre la cual descansaban sus brazos, estirados a lo largo de los costados. La emoción le provocó un nudo en la garganta. Bixen.

El doctor Querejeta entró en la habitación para hablar con ella. Le puso al día de su estado. A pesar de todo lo sucedido, el corazón de Bixen había aguantado. Y el resto, la hipotermia, las heridas superficiales, el efecto del tóxico administrado, no suponían gravedad alguna.

—Lo operarán en cuanto sea posible —le dijo el médico.

Leire estaba agotada.

—¿Puedo…? —preguntó mirando a Bixen.

—Procure que no se altere demasiado. Continúa agitado, aunque parece que la medicación que le hemos administrado empieza a hacerle efecto.

Leire se acercó a la cama. Le impresionó verle así, débil, enfermo. Los ojos hundidos. Las arrugas de la frente parecían más profundas. Tocó su mano izquierda con suavidad. Al sentir el contacto, él abrió los ojos. A pesar de no llevar las gafas, la reconoció de inmediato. Intentó sonreír.

Un sentimiento al que no sabía poner nombre desbordó el pecho de Leire. Algo incontrolable explotó en su interior. Tuvo la impresión de tener un pájaro encerrado dentro. Un pájaro que aleteaba intentado escapar por su boca.

—Perdona… —le dijo a Bixen a duras penas, dando un paso atrás.

Leire se encerró en el cuarto de baño. Los sollozos la sacudían de arriba abajo; sucumbía al vértigo de lo vivido durante las últimas horas. Tardó unos minutos en recuperarse de aquella crisis. Se limpió el rostro para borrar las huellas del llanto. No tenía buen aspecto con aquellas ojeras y las mejillas de color ceniza. Se peinó un poco con las manos.

Respiró profundamente antes de salir del cuarto de baño.

—Parece que se ha dormido —dijo Aguirre volviéndose hacia Bixen—. ¿Podemos hablar un momento?

Leire y los dos policías salieron al pasillo. Aguirre le puso al día de los hechos. Como ella ya sabía, habían encontrado a Bixen drogado en un área de servicio de la Nacional 1. Pero su historia era muy confusa. Según parecía, había sido retenido por unos hombres y estos lo habían drogado antes de soltarlo. Desconocían el motivo. Tendrían que esperar a que estuviera lúcido para tomarle declaración.

También querían hacerle algunas preguntas a ella.

Las preguntas que Aguirre le hizo fueron las que Leire esperaba. Cuándo había sido la última vez que vio a Bixen. Cuándo se dio cuenta de su desaparición. Por qué no había denunciado la misma. Y Leire contestó con las respuestas que había preparado. La noche del 7 de noviembre recibió una llamada de teléfono en su casa. Se identificaron como miembros de ETA y le comunicaron que su marido estaba retenido. Le advirtieron de que no hiciera nada, que no contactara con nadie. Si no cumplía sus órdenes, la vida de Bixen correría peligro.

Les dijo que había obedecido las órdenes que le habían dado. No había informado a nadie de lo sucedido, ni siquiera a la familia o a los amigos. Había pasado las horas aterrada, sin saber qué hacer, esperando tener alguna noticia de Bixen a través de los medios de comunicación. Tras la segunda noche sin noticias del ausente, presa de la angustia, e incapaz de permanecer más tiempo sola encerrada en la casa, había salido a caminar por el río. Había sido entonces cuando había escuchado en su iPod que habían encontrado a un hombre drogado y desnudo y que era un profesor de universidad. Por suerte, su intuición había sido acertada. Se trataba de Bixen.

Leire jugaba sus cartas. Cuando había hablado con Aguirre desde la hípica, este le había dicho que habían intentado contactar con ella en casa, además de por el móvil. Inventaba así un relato que se correspondiera con el de la policía.

De todos modos, contaba con que dieran por buena su versión y no la comprobaran. A fin de cuentas, no tenía mucho sentido cuestionar las declaraciones de los familiares de las víctimas. Bastante tenía la policía con ocuparse de los terroristas. Y, en el caso de que algo no casara, ya inventaría algo.

—¿Puedo volver con mi marido? Me necesita a su lado —imploró Leire.