En el caserío. Primera llamada

 

 

 

 

 

En la sala desangelada y sucia, los tres hombres permanecían en silencio. Roque se sentaba ligeramente separado de la mesa, pero apoyaba en ella los brazos y la cabeza, como si fuera a dormir. Necesitaba pensar y ver a aquellos dos delante no le ayudaba mucho. Kuti se había dejado caer en el sofá y parecía hundirse en aquel amasijo de mantas y cojines. Había que estar al loro con él. Roque sabía que la gente que tiene miedo se vuelve peligrosa y es capaz de cualquier cosa. Y Tor estaba sentado a la mesa, mordisqueando un trozo de pizza, frío y rancio. Cuando estaba alterado, Tor comía. También cuando no lo estaba. No le aguantaba; el gordo de Tor le sacaba de quicio.

Roque se incorporó al oír llegar a Maider. Ella le tendió el papel en el que llevaba apuntado el número de teléfono. Veamos qué pasa, se dijo Roque. Cualquier cosa era mejor que ese silencio asfixiante, esas sospechas, esas conjeturas. Cuanto antes supieran cómo estaban las cosas, antes podrían actuar.

Marcó el número desde uno de aquellos teléfonos de prepago de los que se desharían fácilmente, para que no pudieran rastrearlos. El teléfono sonaba, sin respuesta.

Venga, cógelo, pensó Kuti. Y lo mismo pensó Tor. Y Maider. El pitido de la llamada se confundía con sus latidos, y con los latidos de los que estaban en el cuarto de al lado, Chus y el rehén. Y con el latido de la casa. Y con el latido de la noche.

Roque se tensó cuando el sonido quedó interrumpido. Alguien había contestado. Sin embargo… El silencio. Ese silencio al otro lado.

—¿Dónde está? —preguntó Roque.

Kuti se clavó las uñas en las palmas de las manos.

Roque escuchó las palabras de la mujer. Cuatro miserables palabras, antes de cortar la comunicación.

—¡Ha colgado! ¡La hija de puta me ha colgado! —exclamó Roque estupefacto.

Todavía se podía escuchar el sonido discontinuo de la llamada interrumpida.

—Pero ¿qué ha dicho? —preguntó Kuti alterado.

—Dice que están durmiendo. Que llamemos mañana.

Kuti se rascó la nuca, nervioso. Dormidos, había dicho.

—El chico está con ella —dijo Maider poniendo voz a lo que todos pensaban.

—Entonces… —comenzó Tor, pero no acabó la frase.

Cada uno de ellos intentaba entender qué ocurría exactamente, qué significaba aquella escueta conversación a la que habían asistido, qué demonios quería decir la extraña respuesta de la mujer.

Ander está con ella, se repitió Kuti, aunque no sabía si la noticia era buena o mala. ¿Qué le habían hecho a su hijo? ¿Le habían tratado bien? Ander. Ander y el profesor retenido en aquel caserío. Dos secuestros paralelos. Dos historias intercambiables. Esto es el ojo por ojo, diente por diente, se dijo. Se estremeció. Aquellas palabras le resultaban horribles. Un ojo por otro ojo. El ojo de Ander por el del profesor. El diente de Ander por el del profesor. Un dicho que, en esos momentos, le hacía pensar en torturas. Ojos ciegos. Dientes arrancados. Una náusea le sacudió al pensar en el niño herido. Ander con el ojo cubierto con una gasa. O Ander mellado…

—No puede haberlo hecho ella sola —dijo Tor incrédulo.

—Que lo haya hecho sola o con alguien más, me da igual. El caso es que no tienen ni puta idea de dónde se han metido —respondió Roque enfadado.

Estaba totalmente descolocado por la forma de actuar de aquella desconocida.

—¿Cómo es? —preguntó Kuti.

—¿De qué hablas? —le preguntó Maider.

—De la mujer. ¿Cómo es?

Kuti quería ponerle cara. Quería saber algo de ella, como si eso le acercara a Ander y le permitiera entender qué le estaba pasando.

—¿Y eso qué importa? —intervino Tor.

Todos estaban nerviosos. La arruga que dividía en dos la frente de Roque indicaba que estaba muy cabreado. Maider, que permanecía de pie junto a la mesa, se acercó y cogió el paquete de cigarrillos. Encendió uno. Dejó el mechero sobre el tablero. Roque se abalanzó con rabia, cogió el mechero y lo tiró contra la pared. El encendedor rebotó contra la superficie y salió disparado, quedando cerca del televisor. Nadie dijo nada, pero todos se quedaron mirando aquel objeto.

Kuti notó la boca muy seca. Tenía sed.

—¿Hay algo para beber? —preguntó con un hilo de voz.

—Esto no es un bar, tío —le contestó Tor.

—Tampoco es un restaurante y tú no paras de ponerte como un cerdo. Dale algo, joder —intervino Roque.

Tor fue a una estancia próxima, separada por una cortina de aspecto mugriento. Volvió con una botella de pacharán y unos vasitos que no parecían muy limpios. Kuti se sirvió un vaso; Tor y Roque le imitaron. Kuti dio un trago y el líquido llegó a su estómago como una suave quemadura. Sintió una lucidez terrible. Fue capaz de ver a su hijo atado, sobre un colchón, con el rostro contraído por el miedo.

—Ander… Tienes que ser fuerte, ¿vale? —murmuró Kuti.

—¿Qué dices? —le preguntó Tor.

—Nada.

—Estabas diciendo algo.

—¡Déjale en paz! —intervino Maider.

Kuti dio otro trago y vació el vaso.

¿Existía la telepatía? ¿Podía su hijo escucharle de algún modo? Quiso pensar que sí. Que sus palabras llegaban a los oídos de Ander. Y le habló, esta vez sin mover los labios. Y le dijo que confiara en él. Que su padre le iba a sacar de allí. Que todo iba a ir bien.