Leire. Cuarta llamada

 

 

 

 

 

Unas milésimas de segundo antes de escucharlo, Leire sintió la vibración del móvil sobre la pierna. Casi de inmediato, llegó el sonido que anunciaba una llamada entrante. Sacó el teléfono del bolsillo y atravesó la habitación con un movimiento rápido. Presionó la tecla que respondía a la llamada. Acercó el aparato a la cabeza del niño. Lo apoyó sobre su oreja derecha. Lo sostuvo allí, pero él no dijo nada.

—Habla —le ordenó en un susurro.

El niño estaba bloqueado. Soy Ander, quería decir, pero la voz no le salía. Entonces alguien le interrumpió.

—Eres una aficionada.

Leire estaba a punto de zarandear al chico para que hablara cuando lo oyó. El sonido del disparo al otro lado del hilo telefónico heló su sangre. Encogió su corazón. Entonces todo sucedió a la vez. El niño, asustado por el ruido, gritó. Leire dejó caer el aparato al suelo. Sonó un fuerte golpe y el móvil se abrió con una especie de crujido. Algunas de sus piezas salieron disparadas. La batería se deslizó por el suelo hasta chocar con la pared a la altura de la ventana.

Leire tardó unos segundos en reaccionar. Supo que el disparo era la respuesta que le daban. Porque ellos no negociaban. No habría diálogo. Punto final. Bixen y el disparo. ¿Lo habrían asesinado ya? Quizás todavía no. Quizás era una amenaza. Pero entonces, ¿cuánto tiempo le quedaba de vida?

Necesitaba hablar con ellos. Tenía que buscar una solución, si todavía no era demasiado tarde. Leire corrió a recoger los restos del aparato. La tapa estaba suelta, la pantalla partida. Intentó recomponerlo con sus manos heladas. No, no conseguía ajustar nada. Finalmente logró meter las distintas piezas dentro de la carcasa. Sabía que aquello no estaba bien montado, pero quizás se produjera un milagro. Apretó las teclas del móvil varias veces, bajo la mirada horrorizada del crío.

Maldijo en voz baja. Joder, no. No. El aparato no funcionaba.

No había forma de contactar con ellos. El teléfono, ahora inutilizado, era el único vínculo con el otro mundo. Con Bixen. Y sin él, Leire no podía suplicarles por la vida de su marido. No había marcha atrás. No se podían detener los acontecimientos. Bixen era, o estaba camino de convertirse, en un muerto más.

El grito lo llenó todo, llegó a cada rincón de la vieja casa. El niño se cubrió una de sus orejas, la derecha, con las manos atadas, mientras apoyaba la otra en la almohada. Era Leire quien lanzaba aquel lamento espeluznante.

Leire gritaba por Bixen, su amor perdido. Gritaba por ella, viuda. Pero también lo hacía por el niño al que la banda condenaba igualmente con aquel disparo. Ya tenían un nuevo mártir para la causa. Billy Elliot entre las fotografías de los históricos, de los encarcelados. En las pancartas de las manifestaciones. Su rostro pintado en los muros junto a la palabra «justicia». Pobre Billy Elliot, ya no bailaría más sobre el suelo empedrado de los barrios obreros de Inglaterra.

En aquella historia de gatos y ratones, ellos, el niño y ella, eran los malditos ratones atrapados en la trampa. Ratones todavía vivos, ahora que Bixen era solo un ratón muerto.

Leire gritó hasta que sus pulmones se vaciaron de aire. Y cuando acabó, los llenó de nuevo y siguió gritando. Y gritando. Ante el niño mudo. En la casa deshabitada.