11

Pasaron los días. No sucedió nada. El océano era más extenso de lo que Frances había imaginado y deseó que el barco avanzase más rápido. La última noche a bordo, a ella y a Malcolm los invitaron a cenar en la mesa del capitán. El capitán era un sesentón con aires de galán prototípico y cabellos plateados. Pidió su filete poco hecho, bebió whisky con hielo y se quedó prendado de Frances en cuanto la vio; no paró de hacer bromas con la clara intención de seducirla, pero ella no le dedicó ni una fugaz mirada. No es que lo estuviese ignorando de forma intencionada, simplemente estaba dispersa y ni había reparado en su existencia. Cuando se oyó el estruendo de un plato rompiéndose en la cocina, Frances se sobresaltó y paseó la mirada por la mesa. El capitán la contemplaba expectante.

–Me mudo a París –le contó ella.

–Sí, eso tenía entendido. ¿Está emocionada?

–Supongo que debería estarlo.

–La admiro por ser capaz de construirse un segundo acto en su vida. –Alzó el vaso hacia ella–. Bravo.

–Gracias –dijo Frances–. Pero si le soy sincera, se trata del tercer acto. O de la coda, si lo prefiere.

El capitán pareció sentirse incómodo. Se inclinó hacia un lado y le susurró algo al oído al joven sentado a su lado. El joven era el subordinado del capitán y se parecían tanto que se podía llegar a pensar que tenían un vínculo familiar. El subordinado escuchó con atención, y en cuanto se completó el comentario o las instrucciones, abandonó la mesa. El capitán retomó la conversación con Frances:

–Y se lleva a su hijo con usted, ¿verdad?

–Por supuesto –respondió ella. Le dio una palmadita en la mano a Malcolm y él miró vagamente en dirección a su madre, pero no abrió la boca. Estaba pensando en Madeleine, la médium. No la había vuelto a ver desde su devaneo; ayer la había ido a buscar a su carpa, pero se encontró con un cartelito colgado en la entrada indicando que no estaba. Y había llamado a la puerta de su camarote antes de cenar, pero no hubo respuesta. Malcolm vio a Salvatore trabajando en la otra punta de la sala y le saludó con la mano, pero el camarero ni se inmutó.

–Me encanta ver a un hijo tan devoto –continuó el capitán–. Yo, como mucho, logro que mi hija se ponga al teléfono para hablar conmigo. –Y en voz baja, como si fuese un secreto, añadió–: Yo también estaba muy unido a mi madre.

–Yo detestaba a la mía –sentenció Frances.

–¿En serio?

–La detestaba.

Queriendo mostrarse empático, el capitán comentó:

–A veces las madres pueden ser agobiantes.

–Ella era diabólica. Y si existe el infierno, sin duda es allí donde ahora recibe su correo. –Frances pidió otra copa al camarero con un gesto.

El capitán no sabía cómo responder a eso, de modo que optó por permanecer en silencio contemplando su filete y preguntándose si Frances estaba loca y, además, si eso cambiaba algo. Le trajeron la copa a Frances y bebió un sorbo. De pronto recordó el perturbador dato que había conocido el día anterior y preguntó:

–¿Es cierto que hay ocho kilómetros hasta el fondo del mar?

Al capitán la pregunta le venía como anillo al dedo y se puso firme de inmediato para responder:

–En las zonas más profundas rozaría esa distancia, pero sin llegar a tanto. Pero estamos hablando de la Fosa de las Marianas. Eso está en el Pacífico oeste, demasiado lejos para tomarlo en consideración. En todo caso, ocho kilómetros es una profundidad muy inusual. Por donde navegamos, la profundidad debe de ser de unos tres kilómetros.

Frances recibió la información como un bálsamo, y además la nueva dosis de ginebra estaba surtiendo su efecto. Para su propia sorpresa, de pronto el capitán le pareció físicamente atractivo. El tipo era un payaso, eso ella lo tenía muy claro, pero ¿qué tenía que perder a estas alturas de su vida, por permitirse un poco de sencilla diversión? El capitán intuyó que la pasajera había caído en sus redes y se vino arriba, dando rienda suelta a su lado más libertino. Se pegaron el uno al otro y hablaron en voz baja y rasposa.

–¿Tienes muchos compatriotas marineros? –le preguntó Frances.

–Sí, muchos.

–¿A alguno se lo han tragado las profundidades?

–Siento decir que sí.

–¿Y alguna vez te despiertas aterrado pensando que podrías correr la misma suerte?

–Pues sí, Frances, más de una vez. –Reapareció el subordinado del capitán y le entregó un papel doblado antes de volver a sentarse en su silla y quedarse mirando fijamente, con una misteriosa atención. El capitán desdobló con discreción el papel, leyó la nota, asintió y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. El subordinado seguía sin quitarle ojo; Frances le preguntó al capitán:

–¿Este joven es pariente tuyo?

–No.

–Por su aspecto, podría ser tu hijo.

–Sí, es cierto, pero no, no lo es.

–¿Cómo se llama?

–Douglas, pero a mí me gusta llamarle Dugger.

–¡Qué bonito! –Frances se inclinó hacia el chico–. ¿Yo también te puedo llamar Dugger?

–Sí, señora –respondió Dugger.

Se puso colorado como un tomate y a Frances le conmovieron la timidez y buenos modales del joven.

–¡De repente me siento muy feliz! –dijo ella.

El capitán intuyó que era su momento y plantó su mano sobre la de Frances. Ella se la quedó mirando, él la miró a ella mirándola y después también él desvió la mirada hacia su propia mano. También Malcolm la miraba; dejó de hacerlo y se concentró en el anciano que tenía a su izquierda. El hombre llevaba un traje de lino blanco mal entallado y con muchas horas de vuelo, respiraba de forma trabajosa y su tez era del color de la carne al punto. Mantenía la vista clavada en el vaso de tequila que sostenía en la mano. Malcolm le dio un codazo y el anciano se asustó y tomó aire ruidosamente por las fosas nasales.

–¿Qué? –dijo, sin apartar la vista de la bebida.

–Soy Malcolm Price.

–Estupendo. Yo Boris Maurus.

–¿Se llama usted Boris Maurus?

–Sí.

Malcolm reflexionó un momento y dijo:

–Los dos tenemos nombres de estrellas del cine de terror.

El hombre se volvió para mirar a Malcolm.

–Puede ser –dijo–. Pero no lo sé, porque no veo películas de terror, porque mi propia vida ya es una película de terror, así que me da igual.

–Vale –respondió Malcolm.

–A mí me gustan los documentales.

–Muy bien.

El tipo era el médico del barco. Cuando Malcolm le preguntó por qué estaba de tan mal humor, el médico le explicó que esta travesía estaba siendo complicada.

–Una idiota disfrazada de gitana le dijo a una pasajera que se estaba muriendo, lo cual ya es horrible, pero lo peor es que después la pasajera ha muerto de verdad.

–¿Se refiere usted a Madeleine?

–¿La gitana? Creo que ese es su nombre. ¿La conoce usted?

Malcolm le dijo que sí y le comentó lo de su desaparición. El médico asintió y le explicó:

–La han metido en chirona.

–¿En chirona?

–En el calabozo.

–¿Pueden hacerlo?

–Por supuesto que pueden. –El médico se bebió medio vaso de tequila–. Hasta un abogado de medio pelo sería capaz de probar que tu amiga mató a esa mujer. Una amenaza que provoca una crisis cardiaca. –Chasqueó los dedos–. Estos vejestorios se espantan si te pones a pegarles sustos. Y una vez que la muerte ha subido a bordo, en un entorno sin escapatoria..., se ponen como locos. Lo he visto. Es horrible.

–¿Y qué van a hacer con ella?

–¿Con tu amiga? Lo más probable es que la echen a patadas del barco en cuanto lleguemos a Calais. O quizá la retengan en el calabozo hasta que el barco regrese a Estados Unidos. Sea como sea, está bien jodida. –Se acabó el tequila y Malcolm, su whisky. Ambos hicieron señas a un camarero que tenían cerca, alzando los vasos vacíos, pero el tipo se alejó sin hacerles ni caso.

–¿Tienen muchas emergencias en alta mar? –preguntó Malcolm.

El médico hizo una mueca de amargura.

–Ni te lo imaginas. –Se inclinó hacia él, con una mirada torva–. Te contaré un secreto –susurró–. Un crucero es un barco de la muerte.

Reapareció el camarero y Malcolm y el doctor le volvieron a hacer señas, y de nuevo él o no los vio, o fingió que no los veía. Antes de que pudiera escabullirse, Boris Maurus lo agarró por la manga.

–Por favor –protestó el camarero.

–No te voy a dejar marchar hasta que no nos tomes el pedido.

–Por favor, señor, suélteme.

–¿Vas a tomarnos el pedido o no?

El camarero no tardó en volver con las bebidas. El médico bebió un buen trago y suspiró.

–Si quieres, puedo enseñarte algo horripilante –le propuso a Malcolm.

–Sí –respondió él.

Salieron del comedor y bajaron por una sucesión de escaleras cada vez más estrechas hasta un punto en el que apenas circulaba el aire. Se metieron los dos en un ascensor de servicio, tan pequeño que las barrigas de ambos se rozaban. El hielo de sus bebidas repiqueteaba levemente cuando llegaron a la consulta del médico. Este le pidió a Malcolm que esperara y desapareció tras una puerta metálica sobre la que había un cartel escrito a mano en el que se leía: ÁREA REFRIGERADA. Las palabras estaban dibujadas de una manera que parecía que estuvieran talladas en hielo. Malcolm puso la palma de la mano sobre la puerta y, en efecto, estaba bastante fría.

Se sentó ante el escritorio del médico y se puso a hojear su agenda. En las primeras páginas había nombres de pacientes, síntomas, medicinas administradas, etcétera; después empezaron a aparecer dibujos: un ramo de pensamientos, una barca de remos vacía, bocetos de manos en diversas actitudes de agarrar o coger algo. Los dibujos no estaban ni bien ni mal; eran obra de alguien con un relativo interés por la figuración y cierta pericia, pero sin verdadero brío o pasión. Sin embargo, hubo un dibujo que sí dejó a Malcolm impresionado. Era una casa muy bien perfilada, con sus ventanales por los cuatro lados, una valla rodeando el pulcro jardín, tejado con tejas..., todas las características del hogar americano idealizado. Y de la chimenea de ladrillo salía un hilillo de humo apenas esbozado que ascendía hacia el cielo y en el que se leían las palabras: «La muerte, una humareda; ¡penetra por las fosas nasales y se exhala por la boca!»

La frase incomodó muchísimo a Malcolm. Cerró la agenda y se apartó del escritorio, sin saber muy bien qué hacer. No controlaba del todo sus extremidades y tuvo que admitir para sus adentros: «He bebido demasiado.» En ese momento reapareció el médico, sonriente y con un vaso corto en cada mano.

–Prueba esto –le dijo.

–¿Qué es?

El médico le ofreció un vaso a Malcolm.

–Palinka. Brandy húngaro.

Malcolm olisqueó el líquido y apartó de inmediato la cara.

–No quiero beber esto.

–Tienes que hacerlo.

–¿Por qué?

–Porque es divertido. Tú y yo tomando copas. –Alzó el vaso para brindar con Malcolm; él se bebió la mitad del brandy de un trago. El ardor del líquido le produjo una arcada.

–Qué fuerte –dijo jadeando, y sintió un escalofrío–. Es fuertísimo.

–Te matará –dijo el médico, y se bebió de un trago su palinka. Le indicó con un gesto a Malcolm que lo siguiera al ÁREA REFRIGERADA; Malcolm sintió de inmediato el frío al adentrarse en la morgue del barco. De pronto estaba plantado ante el cadáver de la anciana a la que había visto bailando y lanzando confeti. Yacía sobre una camilla metálica que el médico había sacado de la pared. Seguía llevando el vestido rosa y todavía tenía restos de confeti en el pelo, pero su rostro era fantasmagórico y gris, y había desaparecido de él cualquier atisbo de vida y encanto.

Malcolm a veces se sentía frustrado por su incapacidad para experimentar emociones, pero en este momento le pareció que le sobrepasaban. No se trataba de desolación o repulsión, sino de algo similar a un zumbido demasiado alto en los oídos. A su espalda, el médico estaba sacando las demás camillas, cada una con su correspondiente cadáver, nueve en total. Malcolm trató de entender qué pretendía el doctor con ese espectáculo.

Hacía unos segundos la sala estaba vacía y ahora de pronto estaba a rebosar.

–¿Qué les ha sucedido? –preguntó Malcolm.

–Que han muerto –se limitó a responder el médico.

–No llevamos ni una semana navegando.

–Un cadáver por día. Esta es la media de una travesía atlántica. Tengo la teoría de que se embarcan porque subconscientemente saben que están a punto de morir. Tal vez tenga que ver con algún ancestral impulso nórdico. –Boris Maurus sonreía; Malcolm quería alejarse de él. Se terminó su palinka y dejó el vaso en la camilla que tenía delante. El médico se lo quedó mirando.

–¿Qué sucede? –le preguntó.

–Creo que me estoy adormilando.

El médico se mostró pesaroso. Al parecer Malcolm lo había decepcionado de un modo notable pero esperable.

–Gracias por enseñarme esto –le dijo Malcolm y se dirigió hacia la salida. El médico se limitó a encogerse de hombros–. No se lo contaré a nadie.

–Cuéntaselo a quien quieras.

Malcolm salió del ÁREA REFRIGERADA. Estaba mareado y necesitaba respirar aire fresco, pero, cuando salió a cubierta, el viento casi lo tira por encima de la barandilla. Volvió al interior del barco y se paseó sin rumbo durante un rato. Se percató de que había perdido la llave y no recordaba ni el número de su camarote ni el de Frances, ni siquiera en qué planta estaban, y no sabía cómo solucionar el problema. Al final, estaba ya tan agotado que buscó un rincón oscuro, se sentó y se quedó dormido. Se despertó unas horas después, sobresaltado por una luz rosada que reptaba por sus piernas: era el alba. Se había dormido con las piernas cruzadas y tardó un rato en poder moverlas, y después se tuvo que estirar y esperar a que la sangre volviera a circular por ellas y las revitalizara.