Una semana después de su llegada, Frances entró en la habitación de Malcolm y dejó veinte mil dólares encima de la almohada.
–Para salir por ahí –le dijo.
Les había llegado una carta, una invitación a una cena esa misma noche. No conocían a la anfitriona, una tal Madame Reynard; en la parte inferior del tarjetón figuraban las palabras: «¡Por favor, vengan! ¡¡¡Estarán entre amigos!!!»
–¿Qué opinas? –le preguntó Frances a Malcolm.
–Demasiados signos de exclamación.
–Pero ¿crees que deberíamos ir?
–Nos han avisado sin apenas tiempo. Pero sí, yo me apunto si a ti te apetece ir.
Frances se pasó la tarde preparándose. Cuando era joven consideraba la belleza como un arma potencial, algo capaz de infligir dolor, y ahora volvió a rondarle esa idea. Un buen número de las invitaciones que había recibido en Nueva York en las últimas décadas se debían al aura macabra que le daba ser la siniestra viuda de Franklin Price, y ahora sospechaba que ese era el motivo de esta nueva invitación y quería presentarse allí tan despampanante como para dejar boquiabierto a quienquiera que le abriese la puerta. El odio era un estímulo y disfrutaba de los preparativos.
La fiesta se celebraba cerca de la place des Vosges y fueron caminando cuando empezaba a anochecer, con Pequeño Frank al frente. Malcolm recordó de pronto que su madre y su padre habían estado en París sin él y le preguntó a Frances al respecto.
–Yo llevo viniendo aquí desde que era una niña. –Señaló al gato–. Pero él no había estado nunca hasta que yo le insistí. De hecho, pasamos aquí nuestra luna de miel.
–Me cuesta imaginaros de luna de miel.
Frances se encogió de hombros.
–Hicimos lo típico. Hoteles, flores y champán. Resulta raro pensar en él como en alguien divertido, pero al principio la verdad es que sí lo era. Fuimos a los jardines de Luxemburgo y me percaté de que él miraba a los niños junto al estanque con sus barcos y sus palos largos. Alquilé uno y él se puso a moverlo con el palo con una boba expresión de felicidad en la cara. Teníamos veinticinco años. Perdió interés en el barco, que se alejó flotando; entonces nos pusimos a dar de comer a las carpas migas de pan del perrito caliente que yo me estaba comiendo. Los peces se pusieron frenéticos y la acumulación de carpas grotescamente obesas amontonándose unas sobre otras por un mísero perrito caliente me provocó una carcajada. Nunca he vuelto a reírme así, y entonces lo hacía muy poco. Creo que a tu padre le sorprendió. Desapareció y regresó con seis perritos calientes. –Miró a Malcolm–. Los trajo porque quería oírme reír otra vez. ¿Tú lo entiendes?
–Sí.
–Fue un pequeño gesto –dijo Frances–, pero no podía ser más impropio del hombre al que conocí después. Apareció un guarda y nos pidió que por favor no diésemos de comer perritos calientes a las carpas. La respuesta de tu padre fue lanzar los perritos calientes y el palo al estanque. El guarda y el hombre que alquilaba los barquitos se pusieron a gritarnos mientras salíamos de los jardines, pero nosotros hacíamos como que no los oíamos. Íbamos abrazados. Y recuerdo que hacíamos planes para cenar.
La historia puso serio a Malcolm. Frances miró a su hijo con el rabillo del ojo.
–¿Tú qué recuerdas de tu padre?
Malcolm no recordaba gran cosa, pero le vinieron a la mente dos momentos. El primero era una visita al zoo de Central Park cuando tenía ocho años. Al principio la cosa fue bastante bien; no intercambiaban grandes confidencias, pero al menos estaban pasando el día juntos; una experiencia modesta pero tangible. Iban de jaula en jaula sin decir palabra. En aquel entonces Malcolm ardía en deseos de conocer a su padre y se preguntó si eso no podía ser el principio de un buen entendimiento entre ellos. Y entonces hicieron su aparición los gorilas.
Cuando entraron en la casa de los monos, los gorilas estaban holgazaneando muy dóciles en su jungla prefabricada. Pero en cuanto Franklin se plantó ante el cristal de su jaula, se revolvieron y se mostraron inquietos. No tardaron en ponerse a aullar y a moverse en círculos por la jaula, todos unidos en una irritación colectiva. Al principio Franklin contempló con divertido desconcierto el cambio de humor de los gorilas, pero a medida que iba quedando claro que era él el foco de su hostilidad, se fue poniendo cada vez más serio. El gorila más grande se le acercó, se plantó ante él y empezó a aullar y a golpear el cristal. Extendió el brazo, defecó en su mano y restregó la mierda en el cristal a la altura de la cara de Franklin. Franklin agarró a Malcolm por la muñeca y lo arrastró hasta la taquilla, donde expresó su protesta. La taquillera se asustó; Franklin estaba furioso y sus quejas sonaban a delirios de un paranoico.
–Señor, ¿me está diciendo que no les ha caído usted bien a los gorilas?
La mujer le aseguró que no era nada personal, pero sí lo era. Franklin había sido señalado por unos parientes lejanos como alguien que no tenía derecho a vivir entre ellos y había sentido la punzada del ostracismo tribal. Consiguió que le devolvieran el dinero, una victoria amarga. Malcolm tuvo la sensación de que su padre le echaba la culpa del incidente. Y pasaron años hasta que pudo estar de nuevo a solas con él.
El segundo recuerdo que evocó Malcolm fue aquella vez en que su padre lo llevó a una actividad de padres e hijos en el Metropolitan Club. Los otros chicos parecían mucho más competentes que Malcolm; hombres en miniatura que entendían el valor del ingenio, que sabían que socializar era imprescindible. Ya tenían decididos los colegios a los que irían y las profesiones que ejercerían, y los respectivos padres derrochaban orgullo, afecto y cercanía hacia sus hijos, mientras que el suyo había desaparecido en alguna habitación secreta y lo había dejado solo, conversando con un camarero adormilado llamado Sam. Malcolm se bebió cuatro cherry colas seguidas y las vomitó sobre la alfombra del vestíbulo. Avisaron a su padre; cuando vio la vomitona, puso cien dólares en la mano de Sam.
–Aséalo y mételo en un taxi. Él sabe la dirección.
Franklin abandonó la habitación, con el humo del puro elevándose por encima del hombro. Sam miró el billete de cien dólares y después a Malcolm, que llevaba encima un manchurrón de bilis que se iba deslizando y ya llegaba al borde de sus calzoncillos.
–Ven conmigo, chaval –le dijo el camarero.
Malcolm le contó estas historias a Frances, pero ella no le prestaba demasiada atención. Estaba estudiando la tarjeta de invitación a la cena. Señaló el edificio que tenían delante y dijo: «Es aquí.» Pequeño Frank había desaparecido en persecución de un rollizo y renqueante ratón de alcantarilla.