16

Sonó el timbre y se abrió una puerta: Madame Reynard. Frances estaba preparada para enfrentarse a una sala rebosante de francesas de clase alta vestidas con primor. Había dado por hecho que sería una noche de insultos tácitos e insinuaciones punzantes, y tenía unas ganas locas de empezar el juego. Pero la señora plantada ante ellos llevaba pantalones y un jersey holgado, les sonrió y le dijo en inglés con acento americano:

–Oh, vaya, ¡han llegado ustedes!

Los invitó a pasar, les cogió los abrigos y los guió por el apartamento hasta el comedor. La mesa estaba preparada para tres; Frances sintió una terrible decepción.

–¿No habremos llegado demasiado pronto? –dijo.

–No, justo a tiempo.

–¿Dónde están los demás?

–Seremos solo nosotros –le aclaró Madame Reynard–. ¿Les apetece un martini? Yo me muero de ganas de tomarme uno.

–Yo quiero un martini –dijo Malcolm.

–¿Frances? –preguntó Madame Reynard.

Frances asintió y la anfitriona desapareció para prepararlos. Frances se volvió hacia Malcolm.

–¿Qué demonios pasa aquí? –preguntó, y Malcolm se encogió de hombros.

Se sentó y esperó a que llegase su bebida mientras Frances se paseaba por el comedor para evaluar los muebles y las obras de arte, con la esperanza de que no estuviesen a la altura. Sin embargo, Madame Reynard poseía un gusto aceptable y Frances, al no detectar ninguna flaqueza en la que hurgar, se sentó junto a Malcolm en la mesa preparada para la cena. Madame Reynard regresó con los martinis en un carrito. Los tres bebieron y Malcolm y la anfitriona emitieron sonidos aprobatorios, mientras que Frances permaneció con la mirada fija. Cuando Madame Reynard dijo: «Me alegro de que hayan venido», Frances no respondió. El silencio resultó hostil; Madame Reynard trató de contrarrestarlo con un poco de información biográfica:

–Me casé con un francés cuando era una veinteañera –explicó–. Nada me ataba a los Estados Unidos, de modo que cuando él quiso regresar a París, acepté. Falleció este verano y entonces me di cuenta de que nuestras amistades eran sus amigos y que ni yo les caía bien ni ellos me caían bien a mí. No he vuelto a ver a ninguno de ellos desde el funeral. No los echo de menos, pero sí el ruido que hacían. Por eso les he invitado a ustedes, porque me siento sola.

A Frances la confesión le pesó como una losa e incluso la irritó.

–¿Cómo murió su marido? –preguntó.

–Se atragantó y murió asfixiado.

–Es una forma novedosa de morir.

–Fue horrible.

Frances hizo un gesto de mofa y dio un sorbo al martini. Madame Reynard la estaba mirando.

–Por favor, no sea cruel conmigo –dijo–. Me ha costado reunir el valor para invitarles.

–Simplemente es que no sé muy bien qué pintamos aquí, eso es todo –dijo Frances.

–Tenía curiosidad por conocerles. Por supuesto sé quiénes son ustedes. Crecí en Nueva York y somos más o menos de la misma edad. Mis amigas y yo considerábamos que era usted fantástica.

–Ya veo.

–Fantástica. Y por eso esperaba que pudiéramos ser amigas.

–Se lo agradezco. Pero la verdad es que en este momento de mi vida no necesito ninguna amiga.

–Todo el mundo necesita un amigo –dijo Madame Reynard.

–No, eso no es cierto.

–Bueno –dijo Madame Reynard–, me apena oírlo. Pero ahora ya están aquí y he preparado un cassoulet y propongo que nos lo comamos. ¿Qué les parece? ¿Malcolm? ¿Cenamos?

–Sí –dijo Malcolm.

–Perfecto –dijo Madame Reynard–. ¿Quieren otro martini antes del vino?

–Sí, por favor –dijo Malcolm.

Madame Reynard volvió a desaparecer. Malcolm le dijo a Frances:

–Te estás portando fatal.

–¿Verdad que es horrible? –Frances apretó los puños–. Lo siento. Ya paro.

Cuando regresó Madame Reynard, Frances le dio las gracias por las bebidas. Se había sentado más erguida, había destensado el rictus del rostro y se mostró interesada en hacer preguntas.

–Y bien, Madame Reynard, ¿a qué dedica su jornada?

–Oh, qué pregunta más horrible –dijo Madame Reynard–. Desde que murió mi marido, me he convertido en una suerte de turista. Museos, ópera, ballet.

–¿Antes no le gustaban este tipo de cosas?

–No, ni me gustaban entonces ni me gustan ahora. Pero no se me ocurre otro modo de pasar el rato. –Señaló a Frances–. ¿Sabe?, murió en esta misma silla.

De pronto Frances cayó en la cuenta de la relevancia de la silla. La información que acababa de conocer era interesante y se alegraba de que se la hubiera dado.

–¿Con qué se atragantó? –quiso saber.

–Ah, con cordero.

–¿Y desde entonces ha vuelto usted a comer cordero?

–No. Pero la verdad es que nunca me ha gustado el cordero.

–A mí tampoco. Las carnes de sabor fuerte me evocan la existencia del animal y me hacen pensar en su sacrificio.

–No se me había ocurrido pensarlo.

–En cambio, un filete no es más que un filete.

–Sí, eso es cierto.

–¿Puedo preguntarle si había preparado usted misma el cordero?

–No, se había encargado nuestra cocinera.

–Eso está muy bien.

–Sí.

–Hubiera sido horrible de haberla preparado usted misma.

–Sí, sí.

Las dos mujeres se relajaron dando sorbos a sus bebidas. De pronto Madame Reynard preguntó:

–¿Y qué me dice de usted? Tengo entendido que acaban de llegar. ¿Qué ha estado haciendo? ¿Cómo está?

–Estoy muy bien, gracias.

–¿Qué ha hecho hoy?

–Nada en especial. Ayer me arreglaron la línea telefónica.

–¿Se le había estropeado?

–Sí, de modo que la hice reparar y aproveché para pedir que me habilitaran una segunda línea.

–¡Oh! ¿Para qué?

–A Malcolm y a mí nos gusta hablar desde nuestras respectivas camas.

–¡Qué encantador!

–Supongo que lo es. Aunque me temo que pueda parecer un poco triste. ¿O tal vez tan solo extraño? Pero debería haber visto al operario que vino a hacernos la instalación. Lo de la segunda línea lo descolocó muchísimo.

–¿En serio?

–Lo consideró una frivolidad. Y cuando protesté, me dijo que yo tendría que hablarlo con su superior. Cuando le pregunté cómo iba a poder hacerlo sin un teléfono, él me respondió que eso no era asunto suyo. Yo le dije que por supuesto que sí lo era, aunque él en ese momento no pareció entender qué quería decir. Me parece a mí que ese hombre no era el instalador de teléfonos más espabilado de París.

–Oh, cielo santo.

–Conseguí que me activase una línea y le hice esperar mientras telefoneaba a su superior para comentarle lo de la segunda. El superior me preguntó para qué quería semejante cosa y le expliqué que cada noche llegaba un momento, antes de dormirme, en que me sentía d’humeur orageuse.

Madame Reynard puso cara de perplejidad.

–¿Se siente lluviosa? –preguntó.

–Tormentosa. Y entonces le conté que cuando me sentía d’humeur orageuse, me tranquilizaba escuchar la voz de Malcolm, me reconfortaba. Y el tipo, que hasta ese momento no se había mostrado muy amistoso, me dijo que me entendía y me pidió que le pasase el teléfono al instalador. El instalador recibió su reprimenda y por fin me puso la segunda línea, pero estaba ofendidísimo y se mostró horriblemente petulante. Le ofrecí una taza de té, pero me la rechazó. Y no sabe usted la cantidad de papeleo que me hizo rellenar, puestas una encima de otra las hojas tenían el grosor de un diccionario.

–La verdad es que a los franceses les encanta el papeleo.

–Se lo comerían servido en bandeja si pudieran.

–La verdad es que sí.

A Malcolm la conversación le aburría y se excusó para ponerse a buscar algo que robar. Como no encontró nada, fue a la cocina a servirse otro vodka. Localizó la botella en el congelador y junto a ella apareció un enorme consolador color carne cubierto de una capa de hielo. Se quedó mirándolo unos segundos, se sirvió el vodka y regresó al comedor. Al cabo de un rato Madame Reynard dijo que iba un momento al baño; sin levantar la voz, Malcolm le dijo a Frances:

–Ve a echar un vistazo al congelador.

–¿Por qué?

–Hazlo.

Frances lo hizo y regresó en cuarenta y cinco segundos con expresión ausente.

–Nunca los he entendido –dijo.

–¿Qué es lo que no entiendes?

–¿Se usan a solas o necesitas a alguien que te ayude?

–Se pueden usar de las dos maneras.

Ella repiqueteó con los dedos en el mentón.

–Pero ¿para qué lo vas a querer frío?

–Ese es el misterio.

Frances sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo y cruzó los brazos. Madame Reynard regresó al salón caminando con prudencia. El vodka había hecho su efecto y le costaba mantener el equilibrio.

–Me parece que estoy un poco borracha –admitió–. Malcolm, ¿te importaría servir el cassoulet?

–En absoluto.

–Seguro que si lo hago yo me acabo quemando. Lo tienes todo preparado en la cocina.

Malcolm salió. Madame Reynard bebió un buen trago de su martini.

–Acaba convirtiéndose en algo muy parecido al agua, ¿verdad?

–Es mejor que agua –dijo Frances.

A Madame Reynard el comentario le hizo gracia. Estaba exultante, porque la catastrófica velada se había acabado reconduciendo. Metió el dedo en el vaso, le dio unas vueltas, se lo chupó y preguntó:

–¿Es cierto lo que he oído de que lo ha perdido usted todo?

–Sí –dijo Frances.

–¿Y qué planes tiene?, si me permite preguntárselo.

–Hice planes la semana pasada, pero no creo que deba hablar de ellos. Planes franceses..., ya sabe.

–¿Quiere darles tiempo para que se consoliden?

–Sí.

–No hay que sacarlos del horno demasiado pronto.

–Exacto.

–La entiendo perfectamente. ¿Sabe?, no creo que exista nada mejor para mantener la moral alta que disponer de planes frescos.

–Sí, estoy de acuerdo. Me siento mucho mejor desde que los tengo pensados.

–Estupendo. Oh, pero me encantaría que me pudiese hacer un pequeño adelanto.

–Lo siento, no puedo.

–Conociéndola, seguro que son de lo más estilosos. –Se quedó mirando fijamente–. La verdad es que yo también tengo que hacer planes. Tal vez copie los suyos, cuando por fin salgan a la luz.

–Podría hacer cosas peores.

–Sin duda que sí. –Madame Reynard se quedó pensativa y unos instantes después se animó–. ¿Puedo contarle un recuerdo que tengo de usted?

–De acuerdo.

–Debió de suceder hace veinte años –explicó Madame Reynard–, en los meses posteriores a la muerte de su marido. Yo comía con un grupo de personas en Le Cirque y uno de los hombres de la mesa había mantenido trato profesional con su marido y no guardaba precisamente un buen recuerdo de él. De hecho, estaba echando pestes de él cuando apareció usted. Parecía usted tan rutilante que no pude evitar quedarme mirándola. Todos la miramos. Cuando pasó usted junto a nuestra mesa, ese tipo la detuvo y le dijo: «Señora Price, conocía muy bien a su marido. Y lo único que puedo hacer es no ponerme a bailar sobre su tumba.» ¿Lo recuerda?

–No, la verdad es que no. ¿Y qué le respondí yo?

–Eso es lo fabuloso. Usted no dijo nada. Pero cogió la bebida del tipo y se la bebió.

Frances asintió. Ahora lo recordaba vagamente.

–Era whisky a palo seco –dijo Madame Reynard–, y usted se lo bebió de un trago y miró al tipo con absoluta indiferencia. Usted era la mujer más hermosa que yo había visto en mi vida y ese pobre idiota no sabía dónde meterse.

Ambas sonrieron y Frances dijo:

–Siento haber sido grosera antes. Mi vida se ha desmoronado y todavía no lo he digerido.

–Sé por lo que está pasando.

–Sí, tal vez sea así después de todo. Oh, mire, aquí viene Malcolm con la cena.

–¡Nuestro sustento! –vociferó Madame Reynard.