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La ventana de la habitación de Malcolm daba a un pequeño parque público. El parque era más bien anodino: se componía de los típicos bancos, una zona de juegos infantiles, un buen número de árboles y setos que delimitaban el perímetro y servían de refugio a un cambiante grupo de inmigrantes sin techo que habían convertido el parque en su base de operaciones. Este mes de diciembre era inusualmente cálido y el parque bullía de actividad: Malcolm se dio cuenta de que uno podía mirar ese parque como quien ve la televisión. Se sucedían las historias, las lecciones morales, los dramas, las ocasionales comedias y nunca faltaban las curiosidades. Malcolm siempre había sido un gran aficionado a observar en silencio y ahora dedicaba una buena parte de las horas que pasaba despierto a esta actividad.

A primera hora de la mañana hacían su aparición los profesionales, hombres y mujeres vestidos con elegancia que cruzaban el parque con expresión seria. A las nueve los inmigrantes se habían despertado y empezaban a interactuar entre ellos; a las diez ya habían abandonado el parque para deambular por las calles de París tratando de cubrir sus necesidades diarias una jornada más. Pasadas las once, el parque se llenaba de niños con sus cuidadoras, en su mayoría mujeres africanas que se sentaban en grupos para hablar, reír y tomarse el pelo, mientras los niños se revolcaban sin supervisión en la zona de juegos. Hacia la una, las cuidadoras y los niños eran sustituidos por oficinistas, secretarias y empleados de las tiendas de la zona que comían, leían libros o fumaban cigarrillos. Este grupo era particularmente asocial; se reservaban ese rato para sí mismos, atesoraban su soledad, su tabaco, el tirón de una historia bien contada. A primera hora de la tarde reaparecían las cuidadoras y los niños, estos más chillones y guerreros, ellas más tranquilas, porque el cansancio de la jornada ya empezaba a hacer mella y tenían menos ganas de juerga. A última hora de la tarde, los que habían cruzado el parque a primera hora volvían a atravesarlo en dirección contraria. Cuando el día llegaba a su fin y el cielo se iba oscureciendo los inmigrantes iban regresando. Por la noche, el parque era suyo.

Los días se sucedían y Malcolm fue comprobando que estas rutinas, este esquema, presentaban muy pocas variaciones; pero dentro de esta pautada rutina emergían pequeñas historias.

Un día, a última hora de la tarde, Malcolm vio a una joven con un traje negro de ejecutiva que entró sola en el parque y se sentó en un banco. Al poco rato apareció un ejecutivo de su misma edad y se sentó a su lado. Después de una breve conversación, empezaron a besarse y toquetearse con una pasión que a Malcolm le pareció indecorosa, incluso para los estándares parisinos; por ejemplo, en determinado momento el hombre deslizó la mano bajo la blusa de la mujer. La situación se prolongó durante unos treinta minutos, pasados los cuales, se levantaron, se despidieron y abandonaron el parque por salidas diferentes. El mismo ritual se repitió al día siguiente, y el siguiente y así sucesivamente, de modo que su aparición y actuación se convirtió en una pieza habitual del repertorio visual de Malcolm. La rigidez de su horario y el hecho de que abandonasen el parque por salidas distintas, llevó a Malcolm a deducir que la pareja estaba manteniendo una relación extramatrimonial.

Un día aparecieron a la hora acostumbrada y se sentaron en el banco de siempre, pero esta vez las muestras de cariño fueron sustituidas por lo que parecía una tensa discusión. El hombre hizo gestos de desconcierto y desolación con las manos, la mujer se echó a llorar. El hombre se marchó, la mujer se quedó allí sentada, con un cigarrillo encendido en la mano que en ningún momento llegó a llevarse a los labios. Al día siguiente ella reapareció y se sentó sola en el banco. Un día después fue el hombre quien acudió al parque y permaneció solo en el banco. Y al día siguiente el banco estaba vacío.

A Malcolm al principio esa historia le pareció interesante, pero acabó por deprimirle por lo familiar que resultaba. Prefería seguir la actividad de los inmigrantes, que resultaba más entretenida y difícil de clasificar y entender.

Eran todos varones, de cabello negro y piel aceitunada, y cuando Malcolm pasaba cerca de ellos en el parque, los oía hablar en un idioma que no le era familiar. Bebían vino de garrafón y se liaban sus propios cigarrillos, y las noches más frías encendían pequeñas fogatas dispersas, que daban al parque un aire festivo; pero hacia la medianoche irrumpía la policía, que apagaba las fogatas, provocando que las pavesas revoloteasen en el aire trazando zigzags. La presencia policial ahuyentaba a los inmigrantes, pero en cuanto los agentes desaparecían, aquellos regresaban, y durante la madrugada parecía que pudiese suceder cualquier cosa.

A veces Malcolm los veía pelearse entre ellos, pero en otras ocasiones bailaban al ritmo de una canción lenta en la radio o de las notas de una guitarra acústica. Durante su vida adulta, Malcolm rara vez había pensado en cómo debía de ser lo de tener amistades masculinas y nunca las había buscado. Pero ser testigo de estas muestras de camaradería le generó un ataque de celos, que le avergonzó y que borró de inmediato de su cabeza.

Se despertó a las nueve de la mañana, como de costumbre. Salió de la cama y se acercó a la ventana. Los inmigrantes estaban en diversos estadios de desperezamiento, pero todavía no había ni rastro de las cuidadoras y sus niños chillones. Había cinco palomas posadas muy juntas sobre la rama de un sicomoro en el borde del parque. Malcolm las miraba sin prestar demasiada atención, pero de pronto vio que cuatro de ellas se apartaban de la quinta. Se desplazaron de lado, pegadas unas a otras, mientras la quinta seguía inmóvil en su sitio, cabizbaja y temblorosa. Unos momentos después, vaciló y se quedó petrificada; después se tambaleó hacia delante, cayó de la rama y descendió en picado unos diez metros hasta aterrizar en la barriga de un emigrante todavía dormido. El tipo se levantó de un salto, agarrándose la barriga y se quedó mirando perplejo a la paloma muerta. ¿Qué tipo de mal augurio era este? ¿Qué tipo de lamentables noticias compartía con él el mundo natural? Miró a su alrededor, buscando a algún testigo de lo sucedido, alguien a quien explicarle lo ocurrido, pero no había nadie y el tipo recogió su manta y salió a toda prisa del parque, mientras el pájaro yacía rígido sobre la hierba.

En ese momento sonó el teléfono. Malcolm se acercó el auricular a la oreja y preguntó:

–¿Qué es lo contrario a un milagro?

Frances se incorporó en la cama.

–¿Cuántas letras?