Mientras tomaban el café cayeron en la cuenta de que era Nochebuena, de modo que se fueron cada uno por su lado a comprar regalos para el otro. Malcolm le compró a Frances una caja de su vino francés preferido; también trajo a casa un arbolito de Navidad en una maceta y una hilera de lucecitas. Decoró el árbol y lo colocó sobre la mesa del desayuno en la cocina; abrió una de las botellas y esperó a que regresase Frances. Ella entró en el apartamento con una bicicleta con un lazo en el manillar. La había cargado escaleras arriba y llegó jadeante.
–Ayúdame con esto, por el amor de Dios, estoy al borde del infarto.
Estaba atardeciendo. Se bebieron la primera botella de vino y abrieron una segunda, y Frances se obsesionó con la falta de entusiasmo de Malcolm por la bicicleta. Hacía veinte años que Malcolm no se subía a una bicicleta y era cierto que de entrada se mostró indiferente ante el regalo. Frances se empeñó en que debía darse un paseo con ella esa misma noche, pero a Malcolm no le apetecía salir. Finalmente, y gracias en buena parte al vino, decidieron que podía y debía dar una vuelta en bici por el apartamento. Apartaron los muebles para dejar vía libre y tras dos intentos nulos de arrancar, por fin se puso a pedalear.
El circuito consistía en dar una vuelta por su dormitorio, salir al pasillo, llegar al salón y desde allí a la habitación de Frances, donde daba otra vuelta y repetía el recorrido en la dirección contraria. Al principio, esta actividad requirió de toda la atención de Malcolm, pero en cuanto empezó a sentirse más cómodo y seguro del recorrido, se fue relajando. Durante varios minutos Malcolm siguió el circuito pedaleando. Frances se había subido a su cama, que habían trasladado al centro de la habitación, y Malcolm circulaba alrededor en lentos círculos.
–Funciona de maravilla.
–Toca el timbre.
Malcolm tocó el timbre, salió al pasillo y volvió a recorrer en círculo la habitación de su madre. Frances permanecía en silencio. Pequeño Frank estaba sentado a los pies de la cama y ella le sonreía.
–¿Qué pasa? –preguntó Malcolm.
–Oh –respondió Frances–. Estaba pensando en el velero que me compró.
–¿Te compró un velero?
–Sí, un año por navidades.
–¿Desde cuándo te interesan los veleros?
–Jamás me han interesado los veleros. Por eso el regalo resultó tan sorprendente.
–¿No lo querías?
–No, la verdad es que no.
Frances le dio una patadita a Pequeño Frank. Este inclinó la cabeza y cerró los ojos. Malcolm dio una vuelta a la habitación en silencio. Evitó por los pelos chocar con la mesilla de noche.
–¿Cómo recibe uno un velero? –quiso saber.
–Me vendó los ojos y me llevó hasta el puerto deportivo. Allí me quitó la venda, me señaló un barco enorme y me dijo que era mío. Se llamaba Sunny Disposish, era un velero maravilloso, con el interior de teca y un jacuzzi en cubierta, y se necesitaba una tripulación de unos seis marineros para manejarlo. –Negó con la cabeza–. Él entonces tenía oficinas en Southampton y se le había metido en la cabeza que podíamos ir allí a diario con el barco. En aquella época nuestro matrimonio iba mal por primera vez y supongo que pensó que el velero podía volver a unirnos.
–Es bonito que lo intentase.
–No es bonito. ¿Sabes lo que habría sido bonito? Que no me hubiera regalado ningún velero, pero hubiese dejado de follarse todos los agujeros calentitos que se cruzaban en su campo de visión.
Malcolm dio dos vueltas alrededor de la cama y salió pedaleando de la habitación. Frances oyó un estruendo, el ruido que hizo Malcolm al saltar de la bicicleta a su cama. No había cenado y estaba bastante borracho, de modo que se quedó dormido casi de inmediato; pero Frances estaba inquieta y se fue a la mesa plegable de la cocina para fumar y beber agua del grifo, para sentir la soledad y reflexionar sobre ella. Pequeño Frank había saltado a la mesa y se había acurrucado junto al arbolito de Navidad. Contemplando las lucecitas, Frances pensó en su infancia, en su padre en batín subiéndola por la escalera en Nochebuena. Olía a cigarrillo, alcohol y aftershave, una combinación de aromas que ella adoró desde ese momento y a lo largo de su vida. Franklin desprendía esa misma troika letal cuando se conocieron, antes de que el alcohol empezase a oler agrio y el tabaco, acre.
Frances miraba fijamente el arbolito. Entrecerró los ojos y las lucecitas navideñas se convirtieron en alargadas lanzas que parpadeaban y titilaban. Clavó la mirada en esas barras de colores; cuando cerró más los ojos, las luces perdieron su definición y se convirtieron en una mancha informe con un colorido estrafalario, que no remitía a nada y sobre la que resultaba imposible fantasear.