No tardó en aparecer el doctor Touche, un tipo moreno de mirada somnolienta y manos de fémina adolescente. Madame Reynard le había pedido que trajese una botella de champán, pero él se negó, aduciendo que esa bebida le producía aversión, y a cambio se presentó con una botella de Côte-de-Brouilly, que no se pudieron beber, porque resultó que sabía a corcho. Al doctor Touche eso le indignó y telefoneó a su proveedor de vino mientras los demás lo observaban describiendo el bochorno que le había hecho pasar la botella estropeada.
–¿Qué va a pensar esta gente de mí? –se lamentó, y en ese momento Madame Reynard empezó a lanzarle cumplidos. El doctor Touche le hizo señas con la mano para que se callase y continuó con su conversación–: ¿y bien? –dijo–. ¿Cómo vamos a solucionar esto? –Escuchó un rato en silencio, manteniendo un dedo en alto, y de pronto asintió–. Sí, creo que este es el único modo. ¿Tienes un lápiz? –Le dio al vendedor de vino la dirección de Frances y Malcolm y colgó–. Vendrá en un rato –informó al grupo.
Mientras esperaban la llegada del vendedor, el doctor Touche atendió a Madame Reynard. Presentaba una herida profunda y pequeña que requería tres puntos. La mujer soportó el proceso con un adusto silencio y una vez terminado expresó la mortificación que le había supuesto. El doctor Touche había ido a la cocina a lavarse las manos; por encima del ruido del agua del grifo, gritó:
–¡No hay por qué avergonzarse de una herida física! ¡Las Parcas le han causado este daño, pero su cuerpo ya se ha puesto en marcha para curarse! ¡Es mágico! ¡Somos seres realmente peculiares! –Volvió a la sala, se sentó junto a Frances y posó su diminuta mano sobre la rodilla de la anfitriona. Le preguntó en inglés–: ¿Qué sucede?
Frances le apartó la mano y le contó en francés lo que estaban planeando antes de que Madame Reynard resultase herida. El médico no mostró ninguna reacción visible ante la información de que Pequeño Frank era un receptáculo, pero cuando Frances terminó, negó con la cabeza.
–Desde mi punto de vista lo que plantea usted es imposible.
–¿No cree usted en lo sobrenatural? –le preguntó Madame Reynard.
–¿En qué hay que creer? En el miedo, la culpa y el desconsuelo; este tipo de motivaciones pueden arrastrar a nuestra mente hasta los escenarios más extraños y oscuros. No me creo para nada toda esta historia.
–No necesito para nada que usted se la crea –comentó Frances.
–Aun así, esta es mi opinión.
–Vamos a contratar a un detective privado para localizar a una médium –dijo Malcolm.
–Un proceder muy americano.
–Gracias –dijo Madame Reynard–. Ha sido idea mía.
Llamaron a la puerta, era el vendedor de vino, un tipo desgarbado, con coleta y manchas de sudor en las axilas, que respondía al nombre de Jean-Charles. Traía una caja con varias botellas de vino; se sentó en la cocina, las fue descorchando y les fue pasando a los invitados copas con muestras de los diversos caldos. En cuanto al Côte-deBrouilly acorchado, explicó que el propietario de las viñas había empezado a mostrar un comportamiento errático, al parecer debido a un colapso mental.
–Ya sé que es inexcusable vender un vino así –añadió–, pero esta es mi explicación y pueden hacer con ella lo que les parezca.
–¿Qué le provocó el colapso? –preguntó inquieta Madame Reynard, como si le preocupase que pudiese pasarle lo mismo.
–Es una larga historia –respondió Jean-Charles–, y de hecho, apenas una pequeña parte, o más bien ninguna, parece tener lo que solemos llamar pies y cabeza.
A continuación, se puso a hacer preguntas sobre la naturaleza de la reunión y el doctor Touche le contó la historia de Pequeño Frank. Disfrutó recontándola y añadió algunas pequeñas florituras narrativas a un relato que le había encantado.
–A veces es como si el gato estuviese a punto de abrir la boca y empezar a hablar.
Jean-Charles parecía aburrido, pero puso especial atención cuando se mencionó al detective privado; resultó que su vecino de enfrente ejercía esta profesión. Se llamaba Julius y Jean-Charles lo telefoneó para invitarlo a unirse al grupo y él aceptó. Continuaron la cata de vinos mientras lo esperaban; para cuando apareció Julius, ninguno de los presentes estaba sobrio. Madame Reynard le puso una copa de vino en la mano; Julius le dio las gracias, pero como no quería beber, la dejó. Cuando ella volvió a plantársela en la mano, él, resignado, dio un sorbito y volvió a dejar la copa. Madame Reynard miró la copa, Julius fue incapaz de deducir de su expresión lo que pensaba esa mujer, pero no volvió a darle la copa por tercera vez, de modo que supuso que ya había quedado satisfecha. Se sentó frente al grupo y sacó un bloc de notas y un bolígrafo.
–¿Qué debo buscar y para quién? –preguntó. Al hablar, se puso un poco colorado.
–Mi hijo y yo –dijo Frances– necesitamos encontrar a una chica, una mujer joven. Es una vidente americana que vive en algún punto de París. ¿O no vive sino que está de visita, Malcolm?
–No lo sé.
–Da igual, la cuestión es que anda por aquí.
–Señora, ¿cuál es su relación con esta mujer? –preguntó Julius.
–Ella y yo no tenemos ningún tipo de relación. –Señaló a Malcolm–. Mi hijo la conoce carnalmente.
Madame Reynard se atragantó, se puso en pie y se fue al baño. De ahí llegó un ruido de gárgaras. Después empezó a tararear una canción.
–Me sería útil –dijo Julius– saber el motivo por el que desean localizar a esta persona.
–Hemos perdido a nuestro gato –explicó Frances.
–De acuerdo.
–Y creemos que esta mujer puede ayudarnos a encontrarlo.
–¿Ella sabe dónde está el gato?
–En este momento no. Pero creo que puede hablar con el gato mentalmente si se lo pedimos.
Julius sostenía el bolígrafo sobre el bloc sin escribir nada. Abrió y cerró la boca. Finalmente dijo:
–¿Cómo se llama esta mujer?
–Madeleine –dijo Frances–. No sabemos su apellido.
Julius pidió que se la describieran físicamente y Malcolm dijo:
–Es bastante exuberante.
–¿De qué color tiene el pelo?
–Rubio y los ojos azules.
Julius anotó estos datos.
–¿Creen que Madeleine quiere que la encuentren? –preguntó–. Me refiero a si hay algún motivo por el que pudiera desear no ser localizada.
–Ningún motivo –dijo Frances.
El vendedor de vino, Jean-Charles, se aclaró la garganta, se puso en pie y dijo:
–Quisiera decir unas palabras. –Apartó la mirada y volvió a dirigirla a los presentes–. Amigos míos, el mundo cambia, igual que cambia el tiempo. También cambian nuestras motivaciones, nuestros sueños e inquietudes, nuestros miedos. Pero ¿el vino? El vino es inamovible. Cuando recibimos buenas noticias, ¿qué hacemos? Nos servimos una copa de vino. ¿Y cuando nos llegan malas noticias? Pues hacemos lo mismo.
–Ginebra –matizó Madame Reynard mientras entraba de nuevo en la sala y recuperaba su sitio en el sofá.
Jean-Charles fingió no haberla oído.
–Llevo treinta años en el negocio. He dedicado mi vida al vino. Y a cambio el vino me llena de vida y me proporciona sustento. Es un honor, es un deber y es, sí, una vocación. Pero ¿dónde estaría yo sin mis fieles clientes? –Hizo un gesto en dirección al doctor Touche–. Sería un don nadie. Sería –indicó un pequeño espacio entre el pulgar y el índicede este tamaño. Ni más ni menos. ¿Qué sería de mí sin mis clientes? Bueno, podríais olvidaros de mí. Trocearme como un papel, lanzarme a la papelera; estaría acabado. Y esto es todo lo que quería decir al respecto.
Jean-Charles volvió a sentarse, con la nariz moqueando por la emoción, conmovido por sus propias palabras. El doctor Touche le dio unas palmaditas en la espalda a su amigo y a continuación se incorporó, porque también quería decir unas palabras.
–Estamos –dijo– pegados a una gélida canica que se desliza por el oscuro espacio a una velocidad obscena. Dicen por ahí que no tardaremos en chocar con el sol, la luna o algún asteroide de paso. Pero ¿cuándo sucederá eso? ¿Tal vez hoy? Más bien mañana. Pero tened por seguro que el final está cerca y podéis acostaros con esta idea. –Empezó a pasearse por la sala–. Mi padre –continuó–, cuando volvía a casa del trabajo y llegaba la hora de repasar lo sucedido durante el día, a menudo decía: «¿Qué tal un trago de vino?» Descorchaba una botella, bebía un sorbito, un trago de cabernet que se deslizaba por su gaznate, y de inmediato se relajaba. «¡Ah!», decía. Era un alma simple y no necesitaba el arte. Y sin embargo, tantos años después, me pregunto: ¿no era ese amor al vino una evidencia de su pasión por la belleza? ¿Una muestra de sofisticación? Tal vez ese hombre fuese un genio, pero su vida no le había permitido localizar y cultivar ese don. Por desgracia, jamás lo sabremos. Ya falleció. ¡Murió y lo enterraron, puf! –El doctor Touche se llenó la copa y la alzó ante Jean-Charles–. Un trago de vino –dijo.
Jean-Charles alzó su copa y repitió:
–Un trago de vino.
Brindaron y bebieron.
–Ah –dijeron al unísono. El doctor Touche se sentó de nuevo en el sofá, con aire pesaroso, como si su discurso lo hubiera deprimido. Julius expuso su tarifa y Frances le pagó el doble de lo que pedía, en dinero contante y sonante. Mientras se guardaba los billetes, el detective dijo:
–No tengo mucha cosa con la que empezar, pero veré lo que puedo averiguar. Les llamaré en cuanto tenga alguna novedad. Y si no la tengo, también les llamaré. Adiós.
–Adiós –dijo Frances.
–Adiós –dijo Malcolm.
–Adiós –dijo Madame Reynard.
–Adiós –dijo el doctor Touche.
–Adiós –dijo Jean-Charles.
–Adiós –repitió Julius, y cerró la puerta con suavidad después de salir.