Cuando Frances se despertó, vio que Malcolm se había largado con su bicicleta, de modo que se vistió y también salió. Había empezado a frecuentar un café cercano, pero siempre sola. Los camareros la llamaban Jackie O por su frialdad, su impenetrabilidad y su glamourosa belleza. Ella bebía vino tinto y no hablaba con nadie; dejaba unas propinas generosísimas, absurdas. Contemplaba a los paseantes que recorrían la acera, pero nunca a nadie en concreto, siempre a la multitud en movimiento. Este día hizo algo novedoso: escribir una postal. De camino al café se había topado con dos chicas que se despedían con mucha parafernalia en plena calle: se cogieron la mano izquierda y después la derecha, se inclinaron al unísono, se dieron un beso en la mejilla, se volvieron y se alejaron, con una afectuosa sonrisa en los labios. Era una rutina, un ritual privado, y a Frances le hizo pensar en Joan y de ahí la postal.
Escribió: «Ayer vi el pene de un hombre. Estaba orinando en el patio al que da nuestro apartamento. De hecho, he visto un montón de penes desde que llegamos aquí. ¿Te habías dado cuenta de que aquí los hombres simplemente los sacan y los usan? Supongo que no hace daño a nadie, pero lleva algún tiempo acostumbrarse. El de ayer era de unas dimensiones memorables. Vaya regalo para un hombre. La vida es una lotería. Admito que fue grato verlo.» Frances le describió a Joan la segunda parte de su plan en dos partes y concluyó el texto con palabras devotas y cariñosas. «Siempre he admirado tu corazón. Tu corazón es el más recto de todos.»
Pidió la cuenta y, mientras se la traían, decidió que no iba a mandar la postal. La dobló y la dejó en la mesa, debajo de la copa de vino vacía. El camarero la vio, pero no sabía inglés. Se la enseñó al otro camarero y al cocinero, pero ellos tampoco sabían inglés. De regreso a casa desde el trabajo se detuvo en una oficina de correos y la mandó. No era el tipo de cosa que solía hacer, pero pensó que Frances era una clienta especial. Hacía poco le había dado una propina de cien euros después de consumir una copa de vino de la casa, y cuando él hizo el gesto de rechazarla, ella le respondió que «qué más da». ¿Qué habría querido decir con eso? El camarero envió la postal, no por la propina en sí, sino por lo que había llevado a esa mujer a dar esa propina. Él, claro está, no sabía qué era, pero sin duda era algo aterrador y por lo tanto digno de consideración.