–¿Hola? –dijo Madeleine–. Franklin, estamos aquí contigo. Por favor, habla con nosotros.
El grupo estaba sentado en círculo alrededor de la mesa del comedor, mirando fijamente la vela colocada en el centro. Cuando llegó la voz de Franklin, la llama se inclinó; parecía que hablase a través de la propia luz.
–¿Quién eres? –preguntó.
–Me llamo Madeleine. Nos conocimos durante el viaje hasta aquí, ¿te acuerdas de mí?
–¿Qué quieres?
–Solo hablar contigo.
–¿De qué?
–De ti. Estoy aquí con Frances y Malcolm. ¿Quieres saludarlos?
Franklin guardó silencio.
–Hola, Frank –dijo Frances.
–Hola.
–¿Cómo estás?
–Bueno, ya sabes. ¿Estás con Malcolm?
–Sí.
–¿Malcolm?
–Sí, papá.
–¿De qué va todo esto?
–¿El qué, papá?
–Todo este rollo esotérico.
–Bueno, te largaste.
–¿Y?
–Y queríamos saber adónde habías ido.
–A ningún sitio en particular –dijo Franklin–. Estoy en plan nómada.
–¿Estás en la calle o bajo techo?
–En la calle.
–¿Y no tienes frío?
–Pues sí.
–¿Y no tienes hambre?
–La mayor parte del tiempo.
–¿Y qué haces durante todo el día?
–No gran cosa. Vago por la ciudad.
–Se ha espabilado para salir adelante –dijo Madame Reynard–. Es admirable.
Se produjo un silencio.
–¿Quién ha dicho esto? –preguntó Franklin.
–Me llamo Madame Reynard y estoy encantada de conocerle. Soy una gran amiga de su esposa y su hijo. Debo decir que han ejercido una influencia muy positiva en mi vida. Creo firmemente que la amistad es una fuerza más poderosa para conseguir el bienestar espiritual que ninguna religión, ¿no está de acuerdo?
–Nunca me había parado a pensarlo –dijo Franklin.
–Piense ahora en ello y estoy segura de que me dará la razón. Y le puedo asegurar que Frances y Malcolm han estado muy preocupados por usted, preocupados hasta el punto de llegar a encontrarse mal.
–Frances –dijo Franklin–, ¿quién es esta persona?
–Frank, acaba de decirte quién es.
–Reynard –repitió Madame Reynard–. ¿Nos oye bien?
–Os oigo perfectamente.
–Bueno, pues quiero que sepa que ya pienso en usted como un amigo. Me provoca sentimientos amistosos y espero que podamos llegar a ser tan íntimos como con su estupenda familia. Su situación me parece fascinante y tengo un montón de preguntas que me gustaría poder hacerle. Por ejemplo: ¿tiene pensamientos de gato o de hombre?
–Frances –dijo Franklin.
–¿Se ha unido a alguna banda de personajes intrépidos y andrajosos?
–Frances, por favor.
Frances le dio unas palmaditas en la mano a Madame Reynard para que parase el carro, pero o bien ella no captó la indirecta o bien hizo caso omiso.
–¿Existe el amor en los lóbregos callejones? Imagino que a uno se le agudizan los sentidos bajo esa presión y los romances deben de ser mucho más intensos. Tal vez sea comparable al fenómeno del aumento exponencial de procreaciones justo después de una guerra. Es el espíritu humano manteniéndose firme, diciendo, de hecho: no voy a permitir que se me reprima. Si una se pone a pensarlo, en realidad es conmovedor. –Miró a los presentes para comprobar si sus palabras habían tenido algún efecto, pero parecía que no, o bien era tan tenue que resultaba imperceptible.
–Papá, ¿por qué huiste? –preguntó Malcolm.
–Buena pregunta. Gran pregunta. ¿Por qué no se lo preguntas a tu madre?
Malcolm le preguntó a Frances:
–¿Por qué huyó?
–Es bastante complicado –respondió Frances.
–No es tan complicado –dijo Franklin.
Frances no apartaba la vista de la vela; la luz titilaba ante sus ojos.
–Frank, ¿dónde estás? –preguntó.
–Prefiero no responder a esta pregunta –dijo Franklin–. ¿Alguien quiere saber por qué?
–Yo sí –dijo Madame Reynard.
–Yo también –se sumó Madeleine.
–Yo sí y no –dijo Malcolm.
–Se debe al pequeño detalle de que Frances tenía intención de matarme estrangulándome con sus propias manos –dijo Franklin.
Todos los presentes miraron a Frances, que logró mantener unos instantes la compostura, pero acabó derrumbándose y se puso a balbucir y a reírse a carcajadas. Las risotadas sobresaltaron a Julius, que volcó la copa de vino en el mantel.
–¡Lo siento! ¡Discúlpenme! –Se sintió fatal; fue corriendo a la cocina en busca de algún trapo.
–Bueno, ¿y este quién es? –preguntó Franklin.
–Se llama Julius –explicó Madame Reynard–. No lo conozco muy bien, pero me transmite buenas vibraciones. Nos ha ayudado mucho y ha sido muy caballeroso. –Cuando reapareció Julius con un trapo, le dijo–: Salude a Franklin.
–Hola –susurró Julius, poniéndose colorado mientras pasaba el trapo por la mancha de vino.
–Julius tiene un aire romántico –explicó Madame Reynard–, el hombre que vaga en plena noche buscando. Busca respuestas, información. Debe de ser un trabajo muy gratificante, ¿verdad, Julius?
Julius asintió con la cabeza.
–Pero lo que me parece más envidiable –confesó Madame Reynard– es tener una misión. Yo jamás he tenido una misión en toda mi vida. Y siento tener que reconocerlo, se lo aseguro.
–Perdón, ¿y cuál es la misión de este tal Julius? –preguntó Franklin.
El aludido le explicó brevemente su papel en la historia.
–¿Y Frances le paga por esto? ¿Frances?
–¿Qué?
–¿Le pagas unos honorarios a este payaso?
–Frank, no seas maleducado.
–¿Y qué hay de Madeleine? ¿Qué tajada se lleva ella?
–Cierra el pico, Frank.
–Eh, Julius –dijo Franklin.
Julius seguía intentando limpiar la mancha de vino.
–¿Sí? –dijo.
–Usted ha encontrado a Madeleine, que a su vez ha dado conmigo, ¿es así?
–Así es.
–Entonces ¿por qué sigue ahí, si ya ha acabado su trabajo?
–He preguntado si podía quedarme... –dijo Julius–. Quería ver... –No había modo de limpiar la mancha–. ¿Tiene un poco de soda? –le susurró a Frances, que se encogió de hombros.
–¿Frances? –dijo Franklin–. Escúchame.
–De acuerdo.
–Escucha lo que voy a decirte, Frances.
–Estoy escuchándote, Frank.
–Esta gente. Tus nuevos amigos. Son unos charlatanes. Hacen como que no se conocen, cuando en realidad trabajan en equipo para engatusarte.
–Vaya, lo que estás diciendo es una bobada.
–Yo te diré lo que es una bobada. ¿Quieres saber lo que es una bobada? Te lo diré, si quieres saberlo.
–No sabes de lo que hablas. Julius y Madeleine son dos personas encantadoras, nos han ayudado mucho y me alegro un montón de haberlas conocido. –Alzó la copa en homenaje a sus nuevos amigos. Madame Reynard tiró de la manga a Frances; ella también quería recibir un piropo. Frances añadió–: Y a usted también, querida. –Madame Reynard sonrió ufana.
–Estupendo –dijo Franklin–. Deja que se queden con todo. A mí qué me importa. Pero después no me digas que no te lo advertí. –Se calló unos instantes–. ¿Por qué de repente tengo la sensación de ser la diversión de última hora de una juerga de borrachos? ¿Qué queréis de mí?
–Ya sabes lo que quiero, Frank. Me he tomado muchas molestias para encontrarte y tu negativa a volver a casa me parece una absoluta vulgaridad. Jamás te he pedido nada en toda mi vida y ahora quiero una cosa de ti.
–Una pequeña cosa.
–Me la he ganado.
–¿Por qué?
–Yo podría haber hecho lo que hubiera querido –dijo Frances–. Podría haber sido lo que hubiera querido. Te entregué mi vida y tú la convertiste en telebasura.
–Te hice rica.
–Yo ya era rica.
–Estabas en las últimas cuando te conocí.
–En cualquier caso, el dinero se ha evaporado...
–¿Y eso de quién ha sido culpa?
–... el dinero se ha evaporado y te quiero a ti. Te exijo que vuelvas a casa y aceptes lo que te toca.
–Sí, bueno, voy a repasar mi agenda con mi secretaria y ya te diré algo. Eh, Malcolm.
–¿Sí, papá?
–¿Tú qué opinas de todo esto?
–¿De qué?
–Tu madre quiere matar a tu padre.
–Sí.
–¿Alguna reflexión al respecto? –le preguntó Franklin.
–Si quieres que te diga la verdad, prefiero no involucrarme.
–Estupendo. Muy bonito. Así que esto es la familia para ti.
Malcolm hizo una mueca. Se aclaró la garganta.
–Papá, creo que lo que quería decir era esto: no me parece justo por tu parte pedirme que me posicione en algo tan personal como esto, teniendo en cuenta que no sé quién eres, nunca he sabido quién eres, y no porque yo no quisiera, sino porque tú nunca te has abierto a mí, nunca has mostrado la más mínima predilección o cariño por mí, ni siquiera cuando era niño y te idolatraba y todo lo que anhelaba de ti era que me cogieras de la mano y me llevases a pasear por algún puto parque y me dieses una puta palmadita en la cabeza; por el amor de Dios, ¿tan repugnante te resultaba?
Malcolm se levantó y lanzó su cóctel contra la pared. La copa estalló y él salió de la sala y se encerró dando un portazo en su habitación.
–¿Qué demonios le pasa a este chico? –preguntó Franklin.
–Te acaba de decir qué demonios le pasa, Frank. Que te odia. –Mientras hablaba, Frances se retocaba el pelo.
–Muy bien –dijo Franklin–. Muy bien. Bueno, ha sido un placer charlar contigo, Frances, pero creo que ya es hora de que vuelva a lo mío, a morirme de hambre, si nadie tiene nada que objetar.
Madame Reynard objetó. Tenía, dijo, más preguntas de las que por lo visto el tiempo que les concedía permitía responder, y no le quedaba otro remedio que aceptar que muchas quedasen sin respuesta, pero antes de que Franklin desconectase, le pidió que le concediese un deseo y les hiciese a los presentes un resumen de su experiencia de haberse convertido en gato. Franklin suspiró mientras pensaba la respuesta.
–En conjunto ha resultado frustrante, sí, creo que esta es la palabra.
–¿Por qué frustrante?
–Bueno, sigo teniendo todos mis viejos pensamientos y deseos, pero no puedo darles salida. Echo de menos mi vida de hombre. Me encantaba.
–Siempre parecías enfadado conmigo –dijo Frances.
–Lo estaba. Pero me encantaba estar enfadado.
–No es verdad.
–Por supuesto que sí. Es algo que la gente que no está enfadada se niega a aceptar de la gente enfadada. Es divertido estar furioso. Me encantaba mi trabajo. Me encantaba todo lo que suponía. Me encantaba el dinero. Me encantaba salirme siempre con la mía.
–Pero no siempre te salías con la tuya, ¿no crees? –dijo Frances.
–La mayoría de las veces sí. Casi siempre.
–Sí, pero mírate ahora.
Franklin se quedó callado un rato. La llama de la vela osciló y recuperó la verticalidad.
–Que te jodan –dijo, y la llama se apagó y todos los presentes alrededor de la mesa se quedaron contemplando el hilillo de humo.