Por la tarde se reunieron todos para los cócteles. Sin haberlo hablado previamente, todos se vistieron con sus mejores galas y los perfumes de las mujeres luchaban por imponerse en la sala de estar. Al anochecer encendieron las velas; Madame Reynard encontró un diccionario inglés entre los libros de cocina y propuso que jugasen a un juego llamado El Diccionario, en el que un participante asigna una definición incorrecta a una palabra desconocida con la intención de engañar a los demás jugadores.
Ella propuso que el secateur era el ayudante del saboteur, Malcolm que costalgia era una reminiscencia compartida, Susan que remotion eran una promoción lateral, Frances que polonaise era un condimento británico pasado de moda que se preparaba con tuétano de caballo, Madeleine que puncheon era un almuerzo muy contundente, y Joan que syrt era un caramelo de menta sirio. Julius, cuyo inglés no era muy sólido, dijo que unbearing era el acto de «sacar a un oso de una zona poblada». Tom propuso que raptorial era un coito forzado y recibió tal amonestación general que dejó el juego y se sentó al margen del grupo enfurruñado, murmurando con amargura que el lenguaje servía para comunicarse, no para ofuscarse.
–Me siento incómodo cuando las cosas no tienen sentido –admitió.
El juego fue perdiendo interés y se decidió servir la cena: un asado con ensalada de berros, lechuga y roquefort, y después, como postre, una charlotte Malakoff au chocolat que despertó gran entusiasmo entre los comensales, lo cual supuso una oleada de satisfacción para Madame Reynard.
–Que digan lo que quieran sobre Julia. Ya sé que hay quien la arrastra por el barro, pero ¿esa gente es capaz de hacer un postre como este? Al criticarla lo que hacen es mostrar sus propias limitaciones, sus escasas dotes. Yo no escatimo en elogios cuando son merecidos, y espero que ustedes hagan lo mismo.
–¿Quién es Julia? –le susurró Tom a Joan.
–Child.
Tom lo entendió mal. Se volvió hacia Susan y le preguntó:
–¿Quién es Julia?1
Frances sorprendió al grupo ofreciéndose a lavar los platos. Lo debía de haber hecho en total unas seis veces en su vida y por tanto sus movimientos eran entre previsibles y peculiares. Era una acción muy simple, pero ella la convertía en algo casi religioso, un ritual que trascendía lo cotidiano y adquiría la magnitud de algo que se prolongaría más allá de uno mismo. Malcolm se dedicó a secar y guardar, con eficiencia, pero sin el entusiasmo de su madre. De hecho, le inquietaba que Frances hubiera asumido la tarea por propia voluntad. Era algo tan alejado de su comportamiento habitual que indicaba la proximidad de algún peligro.
Al dejar momentáneamente y después volver a la fiesta, Frances y Malcolm percibieron que entretanto algo había cambiado en el ambiente. Todos estaban borrachos, igual que ellos; y todo estaban dispuestos a seguir bebiendo sin que se les pasase por la cabeza parar. Tom y Julius, callados y serios, estaban echando un pulso en la mesa del comedor. En el sofá, Susan y Madeleine intentaban explicarle a Madame Reynard que no había ninguna mala sangre entre ellas, un concepto que Madame Reynard no parecía pillar.
–No puedo decir que os conozca bien a ninguna de las dos, o que os conozca en absoluto, pero veo claro que estáis por encima de este tipo de celos banales. La fealdad engendra fealdad. Yo prefiero esforzarme por crear un buen ambiente.
–Madame Reynard, ninguna de las dos estamos agobiadas –dijo Susan.
–Eso decís, pero es obvio que no lo pensáis.
–Pero yo no estoy enamorada de Malcolm –dijo Madeleine–. Si soy sincera, la verdad es que ni siquiera me cae muy bien.
–Prefiero no hablar del tema –dijo Malcolm, mientras se acercaba una silla.
–Oh, ¿por qué no podemos ser todos amigos? –preguntó Madame Reynard. Le empezaron a temblar los labios y acabó echándose a llorar.
–Hemos disgustado a Madame Reynard –le dijo Susan a Madeleine.
Madeleine le dio unas palmaditas en la espalda a Madame Reynard.
–Por favor, no llore, se le va a correr el maquillaje, y lleva un montón encima.
Se oyó un ruido seco procedente del fondo de la sala cuando Tom venció a Julius. A continuación desafió a Malcolm, que había bebido lo suficiente para que le pareciese sensato aceptar el reto. Se acercó a la mesa del comedor y se sentó; Julius se autoproclamó árbitro:
–¿Preparados? ¿Listos? Ya –dijo, y Tom de inmediato aplastó la mano de Malcolm sobre el mantel. Malcolm no ofreció la más mínima resistencia.
–Has ganado –dijo.
–Vamos –replicó Tom–. Tómatelo en serio.
Malcolm asintió y volvieron a agarrarse las manos. Julius dio la orden de empezar y de nuevo Tom ganó sin el menor esfuerzo.
–Eres el campeón –le dijo Malcolm.
–Con esta actitud, esto no es ganar –se quejó Tom–. Ni siquiera lo intenta.
Las mujeres se acercaron. Joan y Frances avanzaron juntas, cogidas del brazo; Madame Reynard se toqueteaba los ojos y les daba las gracias a Madeleine y Susan por los alentadores ánimos. Malcolm miró el hermoso y ebrio rostro de Susan. Sintió que la amaba y le dijo a Tom:
–Si te gano, coges tu maleta y te largas, solo.
Tom lo miró son severidad y por tercera vez los dos hombres se cogieron las manos. Julius les dio la señal de inicio y Tom lanzó un grito de guerra mientras aplastaba la mano de Malcolm contra el mantel. Malcolm no había opuesto la más mínima resistencia; Tom, jadeando, le dijo:
–Un momento. ¿Qué he ganado?
–Nada –le respondió Malcolm–. Todo sigue igual que antes.
–Esto me recuerda –intervino Madame Reynard– a la artista a la que vi por televisión. Recorrió toda la muralla china, rompió con su novio y después le pagaron una millonada por ver cómo orinaba en un cubo en un museo.
Malcolm se frotaba con aire ausente los doloridos nudillos. Susan se arrodilló a su lado y le cogió la mano. Se la acercó a los labios y la besó. Tom se apartó del grupo y dijo:
–No me caéis bien. –Se volvió hacia Susan–. Esta gente no me gusta. No son normales.
Madame Reynard cogió a Tom por los hombros.
–Tom, hablo en nombre de todos si te digo que me ha gustado mucho conocerte y hablar contigo. ¿No podrías hacer el esfuerzo de sentir ni que sea un poquito de cariño por nosotros?
–No.
Madame Reynard se sentó en el sofá.
–Lo he intentado y he fracasado..., pero al menos lo he intentado.
Ahora fue Julius quien se acercó a Tom. Balanceándose, abrió y cerró la boca sin decir nada. Se mantuvo ante él un buen rato, respirando por la nariz.
–No estoy acostumbrado a beber tanto –dijo, y también él se sentó en el sofá.
Llegó el turno de Malcolm de plantarse ante Tom.
–Tom –le dijo, y el aludido tomó impulso y le arreó un puñetazo en la nariz. Malcolm cayó y quedó sentado en el suelo, tapándose la cara y asintiendo, como si la violencia ejercida contra él fuese razonable e incluso de sentido común.
Frances le dio una bofetada a Tom y también ella se sentó.
Tom se quedó ahí plantado, con aire desconsolado.
–Me marcho –le comunicó a Susan–. ¿Te vienes conmigo o no?
–No –respondió ella, sonriendo a Malcolm, que lucía un garboso bigote de sangre.
–Es tu última oportunidad.
–No pienso irme contigo.
–Susan, es ahora o nunca.
–Pues nunca, gracias.
Tom recogió su equipaje y salió del apartamento mortificado y perplejo. Madame Reynard consideró que el momento era el adecuado para volver a llenar las copas de todos los presentes.
–Bueno –dijo–, hemos perdido a un hombre. Uno de los miembros del grupo ha desertado. Aunque tal vez su ausencia una más a los que hemos permanecido aquí.
Alzaron las copas y brindaron por ello.
Malcolm tiró de Susan para alejarla del grupo, la condujo hasta su dormitorio y cerró la puerta. Se subió la manga para quitarse el reloj, que Susan reconoció como el de su padre y que no sabía que Malcolm todavía conservaba. Él se lo puso en la muñeca a Susan y le ajustó la correa.
–Te pedí que vinieras y has venido –le dijo, sin dejar de concentrarse en el acto de colocarle el reloj.
Susan le tocó la cara con la mano libre.
–Cariño, me estás manchando de sangre el jersey.