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Pasaron las horas; el apartamento estaba en completo silencio. Como Susan no podía dormir, salió a hurtadillas de la habitación del Malcolm y fue a la cocina a prepararse una taza de té. Allí se topó con Frances, sola en la oscuridad, fumando.

–Oh, hola –dijo Susan.

–Hola –respondió Frances.

Susan llenó el hervidor. Se percató de que Frances se había puesto un vestido de noche rojo y le preguntó:

–¿Qué haces?

–Lo que parece.

–¿Tampoco puedes dormir?

–Puedo dormir.

Susan puso el hervidor en el fuego. Frances apagó el cigarrillo y encendió otro: ¡clic! Las dos mujeres no tenían nada de que hablar y a Susan le incomodaba el silencio. Por decir algo, comentó:

–No conozco París muy bien. –Frances se limitó a mirarla–. Quiero conocerlo –continuó Susan, y Frances hizo un gesto señalando la ventana, al estilo de la azafata de un concurso televisivo que muestra un escenario rebosante de relucientes regalos. El gesto indicaba que la ciudad estaba ahí a disposición de Susan, pero implicaba también algo más crítico, una acusación de estupidez o incapacidad. Susan pensó: «No voy a decirle nada más. Me prepararé el té y saldré sin ni siquiera decirle buenas noches.» Pero entonces el rostro de Frances se relajó y habló en un tono que Susan no le había oído nunca, un tono que ya no era malicioso, sino candoroso, sin atisbo de antipatía.

–Yo venía aquí continuamente cuando tenía tu edad o incluso cuando era más joven. Era lo que se estilaba entre algunas personas de mi generación, y me quedé prendada de la ciudad de un modo sorpresivo; la verdad es que me impactó. Incluso la decadencia era elegante. Y me sentía anónima, como si todo lo que envolvía a la sociedad de Manhattan fuese irrelevante. Aquí podía vivir una segunda vida, lo cual me resultaba maravilloso.

»Cuando me casé, empecé a venir con el padre de Malcolm. De algún modo con él todo era diferente, aunque durante un tiempo no supe por qué, hasta que me di cuenta de que me había arruinado mi paraíso.

–¿Por qué lo había arruinado?

–Por el mero hecho de estar presente.

–¿A él no le gustaba esto?

–En cierto modo sí, pero no me refiero a eso. Con Franklin aquí yo ya no era anónima y él se convertía en la voz de la sensatez de la que me había liberado. Él cohibía mi modo de caminar, de vestir, de hablar, todo.

–Ya lo entiendo.

–De modo que dejé de venir, maldije la ciudad: había cambiado, me la habían estropeado. Borré París de mi mente. Pero entonces Franklin murió y ya solo estábamos Malcolm y yo. Un día me oyó hablar en francés con un camarero en Nueva York y sintió curiosidad, tanta que vinimos aquí los dos y vi en él la misma reacción que había tenido yo cuando era joven.

–¿Le gustó?

–Mucho. Le enseñé a pedir un cruasán en francés e iba solo a la panadería cada mañana, y yo estaba orgullosa de su soltura. Era su primer contacto con el cosmopolitismo. Cuando regresamos a Nueva York, me dijo que quería estudiar francés y no tardó en dominarlo. Empezamos a visitar París juntos. Compramos un apartamento. Yo me había vuelto a enamorar de la ciudad a través de él. –Frances dio una calada al cigarrillo. El relato parecía haber llegado a su fin.

–¿Y qué sientes ahora por París? –le preguntó Susan.

–Todavía lo adoro, pero tengo la sensación de que me he visto obligada a regresar, lo cual me fastidia. –Apagó el cigarrillo y encendió otro.

El hervidor silbó y Susan apagó el fuego. Estaba muy cansada y todavía un poco borracha. El efecto combinado era una sensación de sosegada seguridad en sí misma, de modo que se sorprendió preguntando:

–Frances, ¿por qué te muestras siempre tan agresiva conmigo?

–Porque quieres llevártelo.

Susan abrió la boca para negarlo, pero pensó: «Es cierto.»

–De acuerdo –dijo–, pero ¿qué pasa si te estás interponiendo en su camino hacia la felicidad?

–Él es feliz conmigo.

Eso no era cierto.

–No me gusta mi modo de actuar cuando estoy contigo –añadió Frances–. No me gusta cómo me comporto, lo cual, por supuesto, es culpa mía, pero al final es otro motivo para detestarte. –Lo dijo con un tono que parecía una oferta de paz. Susan notó que se le dibujaba una sonrisa en la cara.

–Entonces puedo ganar –dijo.

–No –replicó Frances–. No puedes. Pero tal vez no sea tan importante.

Susan le dijo que sí lo era y que ella lo sabía.

–Tal vez muy pronto importe menos –dijo Frances.

Al día siguiente, Susan le contó el encuentro a Malcolm:

–De pronto me dijo: «Deja que te ayude» y se puso a prepararme la infusión y me ofreció la taza y me preguntó si tú estabas dormido y yo le dije que sí. Ella me dijo que si me bebía la infusión –había elegido valeriana–, también yo me quedaría dormida. Le comenté que ojalá tuviese razón y ella me dijo: «Vete a dormir, Susan.» Me mandó al dormitorio, pero ella se quedó en la cocina, tal como estaba cuando la encontré, de pie con los brazos cruzados, fumando en la oscuridad con el vestido de noche de cuyo dobladillo todavía colgaba la etiqueta.