–Madeleine, despierta –susurró Frances.
–¿Qué?
–Despierta.
Madeleine abrió los ojos. Eran las cuatro y pico de la madrugada y Frances estaba viva e intensamente verde. Le dijo que quería volver a hablar con Franklin. Madeleine estaba revuelta por el exceso de ginebra y le preguntó si podían contactarlo por la mañana, pero Frances se mostró insistente y tiró de Madeleine hasta el baño. Tenía una vela preparada y las luces ya amortiguadas. Madeleine se echó agua en la cara. Se sentó con las piernas cruzadas en el suelo de mosaico y se comunicó con la llama de la vela, que empezó a oscilar.
–Hola, ¿qué pasa? –dijo Franklin.
–Hola, Frank –saludó Frances–. Disculpa que vuelva a molestarte. ¿Estabas dormido?
–No.
–¿Qué hacías?
–Estaba aquí sentado, debajo del banco.
–Ya veo. Bueno, estaba pensando en ti, ¿sabes? Así que se me ha ocurrido llamarte.
Franklin no dijo nada.
–¿No quieres saber en qué estaba pensando? –preguntó Frances.
–De acuerdo –aceptó Franklin.
–De hecho, son tres cosas. Primera: ¿recuerdas nuestra primera cita?
–No, la verdad es que no.
–Sí que la recuerdas. Me llevaste a la Tavern on the Green.
–Frances, no lo recuerdo.
–Sí que lo recuerdas, Frank. Te comiste un cupcake con cuchillo y tenedor. ¿No?
–No.
–Sí que lo hiciste. –Frances sonrió al recordarlo–. ¿Por qué lo hiciste? –le preguntó–. Me refiero a comerlo con cuchillo y tenedor. ¿Qué imagen de ti pretendías dar?
–No lo sé, Frances –dijo él con fastidio–. Quién sabe.
Frances respiró hondo.
–La segunda cosa que quería comentarte es que me siento mal por nuestra última conversación y quería que supieras que ya no te odio. –Como Franklin no dijo nada, Frances le preguntó–: ¿Tal vez tengas algún comentario que compartir sobre esta relevación?
–Ya es un poco tarde para contármelo –dijo Franklin.
–¿Tarde porque es de noche o tarde en el plano vital?
–Ambas cosas, pero sobre todo en el plano vital.
–No comprendo tu reacción –se quejó Frances–. Tu esposa durante años, que unos días antes quería matarte, ha experimentado un repentino y misterioso cambio de actitud en positivo. ¿Eso no es digno de ser tenido en cuenta?
–Supongo que sí, Frances, pero...
–¿Sí?
–Soy un gato.
–Lo sé.
–Soy un gato que vive debajo de un banco y está lloviendo y tengo pulgas y la verdad es que no me importa nada más de mi horrible, verdaderamente horrible y miserable y jodida existencia.
–Ya veo –dijo Frances–. Te importe o no saberlo, me sentía obligada a comunicártelo y ahora ya lo he hecho. ¿Estás preparado para la tercera noticia?
–Por supuesto.
–He estado hablando largo y tendido sobre París con tu hijo y me ha ocurrido algo que quería compartir contigo.
–De acuerdo.
–¿Recuerdas lo que te conté sobre la primera vez que vine a París? ¿Sobre cómo me sentí aquí?
–Recuerdo que me lo contaste.
–Oh, ¿al menos recuerdas algo? Qué bonito por tu parte. Dice mucho sobre nuestra relación.
Franklin se aclaró la garganta, pero no dijo nada.
–Bueno –continuó Frances–, pues he descubierto qué fue lo que me sobresaltó tanto.
–¿Y qué fue?
–Reconocí que París iba a ser el lugar en el que moriría.
Franklin guardó silencio unos instantes y después preguntó:
–¿Qué quieres decir?
–Lo que he dicho. Algo en esta ciudad me mandó una señal de alerta. Ahora comprendo que lo que me sobresaltó fue el presentimiento de lo que iba a suceder, ¿lo entiendes? De lo que va a suceder ahora.
–Estás planeando morirte pronto, ¿es eso lo que me estás diciendo?
–Frank –dijo Frances–, los dos vamos a morir pronto, es así.
La frase quedó colgando en el aire.
–Frances –dijo Franklin. Ella se inclinó hacia delante y apagó la llama de la vela con el pulgar y el índice.
Le dio las gracias a Madeleine por su ayuda y le dijo que se volviera a la cama. Madeleine regresó a su colchón de espuma, pero Frances siguió en el baño. Se puso a llenar la bañera mientras Madeleine permanecía echada en el colchón contemplando el techo y preguntándose qué debía hacer. Sabía por el verdor de Frances que no se podía hacer nada por ella y, sin embargo, se sentía en la obligación de hacer algo. Le dolía la cabeza y cada vez que respiraba sentía una difusa náusea. Se puso en pie, fue de nuevo hasta el baño y llamó con suavidad. Frances abrió la puerta una rendija.
–Voy a despertar a Malcolm –le dijo Madeleine.
–Entonces me encerraré. Solo necesito un momento, ya lo sabes.
–No esperarás que me quede de brazos cruzados mientras lo haces –dijo Madeleine.
Frances reflexionó un momento y pareció estar de acuerdo con lo que decía Madeleine.
–¿Por qué no te vas? –le propuso–. Esperaré hasta que te vayas, ¿de acuerdo?
Frances cerró la puerta y Madeleine regresó a su colchón. Le vino a la cabeza algo que había sucedido años atrás en un parque del centro de Los Ángeles.
Estaba sentada en un banco comiendo cuando pasó ante ella un joven que se sentó en el banco a su lado. Parecía afligido y ella espiaba con el rabillo del ojo su adusto perfil. De pronto su rostro adquirió la tonalidad verdosa; aparecía y desaparecía, se evaporaba y volvía a emerger. De pronto el chico se sentó muy erguido y el verdor se intensificó y se hizo constante. El joven se puso en pie, salió del parque y Madeleine vio cómo cruzaba Wilshire y desaparecía en la entrada de estuco de un edificio de apartamentos. Pasó un buen rato y Madeleine oyó el estallido apagado de un disparo proveniente del interior del edificio. Oyó los gritos de una mujer y Madeleine se alejó.
Frances cerró el grifo de la bañera. Madeleine metió sus cosas en la maleta y salió del apartamento.