El señor Baker era un tipo ratonil, lo cual no quiere decir que se comportase como tal, sino que realmente tenía aspecto de ratón. A veces parecía un ratón enojado, otras uno sabio; hoy, sentado mientras esperaba la llegada de Frances, parecía un ratón deseoso de ser otro tipo de ratón. Franklin Price lo había dejado obnubilado; durante sus años de progresivo ascenso profesional había tenido el honor de ver al gran litigante en acción en los juzgados en varias ocasiones. Todavía recordaba a la perfección el primer caso: fue un asunto menor, una opa hostil a una empresa de comunicación del Medio Oeste, pero el señor Baker jamás volvió a ver a Price desplegando una ferocidad tan controlada y unos recursos escénicos tan deslumbrantes. Fue aquel día cuando el señor Baker entendió la escurridiza clave de todo el asunto: el juzgado era un escenario, una representación teatral en la que los actores inventaban sus diálogos sobre la marcha, y se llevaba el premio el que ofrecía el mejor espectáculo. Desde el instante en que Price se levantó de la silla para hablar, todos los presentes en la sala quedaron embelesados. Cuando concluyó su argumentación, se desataron unos aplausos contenidos. Después el señor Baker siguió la carrera de Price con un fervor casi fanático.
Price personificaba todo lo que al señor Baker le parecía relevante. Desde luego daba el tipo: era un hombre apuesto, con aplomo y que vestía con elegancia; pero todo eso era compensado por su potencial amenazante y una tangible capacidad de violencia física. Era difícil hablar con Price, porque si le aburrías, te lo decía a la cara; y si le molestabas, su actitud y lenguaje generaban una hostilidad que era equiparable a un derramamiento de sangre. Price no era dado a la agresión física, pero sus desprecios tenían la misma contundencia que un puñetazo en plena cara.
A todos los que merodeaban por ese lugar los movía un mismo objetivo, de hecho era el objetivo prioritario: el dinero. Y eso, por supuesto, era fundamental para Price, que durante los años en que desarrolló la primera mitad de su carrera amasó una digna aunque todavía modesta fortuna. Pero otros ganaban mucho más, lo cual debió de irritarlo, porque la acumulación de dinero fue el elemento definitorio de la segunda parte de su carrera.
Price llegó a ser conocido como el abogado más agresivo y tenaz, especializado en defender lo indefendible: las industrias tabaquera y farmacéutica, el entramado de la maquinaria bélica, los lobistas de las armas de fuego. No es que el señor Baker no asumiese en ocasiones encargos despreciables, sobre todo si la paga era elevada, pero Price aceptaba un caso repugnante tras otro, sin intermedio alguno, de modo que su persona acabó resultando indistinguible de aquellos que le contrataban. Todo el mundo daba por hecho que disfrutaba con sus inmorales actuaciones. En realidad era imposible saber si eso era así o no; lo que sí era indiscutible era la bonanza económica de Price. Figuraba entre los abogados mejor pagados de Estados Unidos, y cada una de sus inversiones extracurriculares parecía predeterminada a generar beneficios. Hombres y mujeres sensatos y profesionales hablaban con sobria seriedad de Franklin Price como de alguien imbuido de y dirigido por oscuras energías. Las jóvenes promesas de la abogacía compartían una broma privada, que consistía en hacer una genuflexión cuando se cruzaban con Price.
Su muerte pilló a todo el mundo por sorpresa, porque el tipo estaba en su cénit, y los detalles del deceso fueron fascinantes. El forense que realizó la autopsia aseguró que en todos sus largos años en el oficio jamás había visto un ataque al corazón tan brutal, y su comentario, repetido por compinches y enemigos de Price, fue que el sobrecargado órgano había «explotado como una maldita granada de mano». El hecho de que su esposa hubiera encontrado el cadáver y se hubiese ido a esquiar a Vail el fin de semana sin tomarse la molestia de llamar a las autoridades resultó un final de algún modo adecuado, el deplorable final de un tipo que se lo tenía bien merecido. Los tabloides publicaron una fotografía de Frances en la fiesta après-ski en el hotel de montaña y nunca se la había visto con un aspecto más glamouroso y feliz; la imagen la presentó al público como alguien que disfrutaba de saber en secreto que el cadáver de su marido se estaba poniendo rígido. En realidad, la fotografía en cuestión era de cinco años atrás, pero a los tabloides les pareció innecesario explicarlo, de modo que no lo hicieron.
Los rumores que se extendieron durante los años siguientes sobre que Frances, esa bella mujer ingeniosa y temible, había enloquecido y hablaba con su viejo gato como si fuese Price fueron la perturbadora guinda de un pastel ya de por sí perturbador. Era una buena historia, de modo que se contaba una y otra vez, y proporcionaba un placer garantizado a quienes la relataban y a quienes la escuchaban.
El señor Baker jamás había sido testigo en persona de este peculiar comportamiento de Frances. Lo único que tenía claro era que alguien capaz de mantener el tipo ante el formidable Franklin Price –y según todos los testimonios hizo algo más que mantener el tipo– merecía su respeto, y se lo había concedido desde el momento en que empezó a trabajar para ella. Ella lo había recibido con naturalidad y durante los primeros años de su vínculo profesional le había tratado con respeto y algún que otro gesto amable. Pero a medida que fue pasando el tiempo y la herencia empezó a mermar, el señor Baker se convirtió para ella en un tótem del desmoronamiento y decidió alejarse de ese individuo. Y entonces se inició entre ellos el juego del escondite.
Dado que él había hecho todo lo que estaba en su mano para preservar los ahorros de Frances, el señor Baker no tenía ningún tipo de remordimiento profesional; esa mujer malgastaba de un modo patológico. ¿Cuántas veces le había rogado que se moderase y después había averiguado que su advertencia no había servido más que para desatar un frenesí de fastuosas compras? Ella se compraba casas en ciudades en las que nunca iba a poner los pies; donaba sumas de dinero asombrosas a organizaciones benéficas que no sabía ni a qué se dedicaban exactamente. El señor Baker no se podía quitar de la cabeza que el objetivo de la actitud de Frances no era otro que acabar en la ruina. Pero ¿era ella consciente de eso? ¿Acaso trataba de desprenderse de lo que podía considerarse dinero sucio? Hasta donde él era capaz de ver, no parecía que las motivaciones de Frances tuviesen nada que ver con la moralidad, sino con algo más simple, personal y amargo.
Durante los últimos meses, el pobre hombre sentía un mareo cada vez que pensaba en ella, porque sabía que la cosa no tenía solución y sabía también que al final debería mantener con ella la conversación que más temía afrontar con sus clientes. Y esta conversación tocaba mantenerla ahora. Antes de que Frances se sentase, el señor Baker soltó:
–Frances, ha desaparecido todo.
–¿Qué ha desaparecido?
–Todo.
Frances bebió un sorbo de agua.
–Todo –repitió.
–Sí.
–No queda dinero en mi cuenta.
–Ya no es tu cuenta.
–Está a mi nombre.
–El nombre puedes mantenerlo. Pero hasta el último céntimo de la cuenta, además de las inversiones y las propiedades, va a quedar en manos del banco.
–Las propiedades –dijo Frances.
–Las propiedades me imagino que serán tuyas hasta final de mes. Con esto me refiero a que puedes hacer uso de ellas. Pero no puedes ni venderlas ni alquilarlas, y como muy tarde el uno de enero te echarán.
Frances bebió otro sorbo de agua y se acercó el frío vaso a la mejilla.
–Entiendo que todavía me quedará el dinero que yo tenía antes de casarme.
–Hace mucho que se incorporó al patrimonio de la herencia y perdona que te recuerde que no era una cantidad muy elevada.
–¿Y la parte de la herencia que le corresponde a Malcolm?
–No –respondió el señor Baker.
–¿Y de qué vamos a vivir ahora que el banco se ha puesto en nuestra contra?
–No tengo respuesta para esa pregunta. –Resultaba grotesco ver a una persona como Frances quedar desprotegida de ese modo y al señor Baker le fastidiaba verse involucrado–. Llevo siete años insistiéndote en que esto podía pasar y tres explicándote que había serias posibilidades de que sucediese. ¿Cómo creías que iba a acabar esto? ¿Cuál era tu plan?
Ella suspiró y dijo:
–Mi plan era haber muerto antes de que se acabase el dinero. Pero no ha habido manera y aquí estoy. –Negó con la cabeza para sí misma y se reacomodó en la silla–. Así están las cosas. Ya me has explicado cuál es la situación y ahora quiero que me digas qué hacer.
–Hacer –repitió él.
–Sí. Dímelo, por favor.
–¿Qué otra cosa puedes hacer sino empezar de cero?
–¿Y esto qué significa exactamente? Sabes que jamás he generado dinero, solo lo he gastado.
–Frances, ¿qué quieres que te diga? Pide un préstamo a un amigo.
–Imposible. Dame otra opción.
–No hay ninguna otra opción.
–Seguro que la hay.
El señor Baker apartó la vista, volvió a mirarla y le dijo:
–De manera extraoficial te diré que solo puedes hacer una cosa: venderlo todo.
–¿Vender qué?
–Todo lo que no son bienes inmuebles. Vende las joyas, las obras de arte, los libros. Véndelo en privado, con discreción, a precios bajos. Tráeme los cheques y yo te daré el dinero.
–¿Y después qué?
–Después haz lo que creas más oportuno.
–Pero ¿dónde vamos a vivir?
–Pues supongo que tendréis que alquilar algo.
Oír esa palabra fue como tener que tragarse un áspero trozo de pan duro y Frances hizo una mueca de dolor. Cayó en la cuenta de que nadie iba a ayudarla y se sintió diminuta y desamparada. Se puso en pie. Y concentrando la mirada en la frente del señor Baker dijo:
–Gracias por todo. Supongo que no nos volveremos a ver.
–Frances, siéntate –le rogó él–. Voy a pedir alguna cosa para comer.
–Necesito respirar.
–Podría ser peor, lo superarás.
–Necesito salir de aquí.
Esa noche, al entrar en la cocina, Malcolm se encontró a Frances junto al mármol de la isla central afilando un largo y resplandeciente cuchillo. Se movía con sentido del ritmo y determinación. Malcolm jamás la había visto haciendo ningún tipo de tarea en la cocina, de modo que le preguntó:
–¿Estás cocinando?
–No, es solo que me gusta el ruido que hace –respondió ella con un leve jadeo y una vena de la frente palpitando–. ¿Qué tal te ha ido con Susan?
Malcolm murmuró algo ininteligible.
–¿Qué dice, don Murmullos? No entiendo qué me dices. Bueno, mis novedades superan sin duda a las tuyas. ¿Estás preparado? Somos insolventes. No nos queda nada. ¡Estamos en la ruina! –Soltó una risotada demente, moviendo el cuchillo en el aire. Se le cayó de la mano y golpeó con estruendo en la isla antes de acabar en el suelo. Malcolm, desconcertado, se alejó de ella. De nuevo sola, Frances recogió el cuchillo y siguió afilando la hoja, pero con más parsimonia que antes.