Llegaron días con muchos acontecimientos. El señor Baker puso a Frances en contacto con un hombre llamado Ralph Rudy, que iba a ser el encargado de liquidar los restos de la herencia.
–Es un tipo turbio, pero es ambicioso y conoce su trabajo –le informó el señor Baker–. Frances, no te inmiscuyas. Él cumplirá con lo asignado de forma impecable.
El señor Rudy no tenía pinta de que las cosas le fuesen bien. Y su actitud no era precisamente amistosa. Durante la visita a la casa casi no abrió la boca y no mostró ningún interés por las descripciones que hacía Frances de sus posesiones, ni por las anécdotas sobre las circunstancias de la compra. Garabateó unas notas en una libretita de espiral con un culo de lápiz tan corto que ni se lo veía asomar entre su mano gordezuela. Ocultaba sus notas de manera ostensible ante Frances, que, nada habituada a ningún tipo de humillación, experimentó una suerte de vértigo emocional y un escalofrío de repugnancia que le recorrió los brazos y le llegó a la punta de los dedos. Después de recorrer la casa, se sentaron en la cocina.
–¿Es usted consciente de la naturaleza de la situación? –preguntó ella–. Me refiero a lo delicado que es esto.
El señor Rudy asintió. Ni se le pasó por la cabeza decir algo que tranquilizase a Frances.
–Mis honorarios –dijo.
–¿Sí? –replicó Frances.
–Son el treinta por ciento. Y no es negociable.
–¿No?
–No.
–¿Y no podría serlo? Bueno, va a tener que serlo si quiere quedarse con el trabajo.
Ralph Rudy se estremeció. Hasta entonces no había mirado a Frances a los ojos; al hacerlo se dio cuenta de que la había subestimado. Y ella a su vez se dio cuenta de la nueva actitud de él y con la expresión de su rostro le vino a decir: «Eres un tipo anodino y estúpido y no voy a andarme con contemplaciones.»
–Veintisiete por ciento –propuso él a la desesperada.
–Le daré el quince por ciento y si no las gracias por su tiempo.
–Veinticinco por ciento.
Frances dio una palmada. Había llegado el momento de regodearse.
–Si menciona otra cifra que no sea el quince por ciento –dijo–, bajaré al catorce por ciento. Y si dice otra, al trece, y así sucesivamente hasta que su comisión y su papel en mi vida queden reducidos a cero.
El señor Rudy frunció el ceño.
–Este no es modo de negociar.
–No hay otro.
–Es un trabajo delicado. No está valorando el riesgo que corro.
–El riesgo lo corro yo.
–Pero esto puede hundir mi reputación.
–Su reputación –sonrió Frances–. Qué gracioso.
–¿Le parece gracioso?
–Desde luego que sí.
–¿Por qué?
–Porque –respondió ella– he visto el estado de su traqueteante coche cuando ha llegado. Porque el coche lleva matrícula de Nueva Jersey. Porque, si una se fija, resulta que lleva usted los calcetines desparejados. Porque tras una somera investigación he averiguado que lo acaban de despedir de Sotheby’s por flagrante manipulación y ha evitado por los pelos acabar en prisión. Y por un montón de cosas más. Señor Rudy, no tenemos por qué insultarnos mutuamente. Resulta que yo necesito que alguien me haga un trabajo sucio y a usted esto le viene como anillo al dedo. Cree que me tiene entre la espada y la pared, pero tengo otras opciones que usted no está tomando en consideración.
–No hay nadie en Norteamérica que disponga de mis contactos –contraatacó el señor Rudy.
–Eso no lo dudo. Pero me parece que no lo ha pillado. –Frances desvió la mirada por encima de la cabeza del señor Rudy–. ¿Ha oído los rumores sobre mi salud mental?
–No. –Guardó unos instantes de silencio–. He oído que es usted rarita.
–Rarita.
–Rarita, sí. De trato difícil.
–Difícil.
El señor Rudy se aclaró la garganta.
–Y también está la historia de su marido.
Frances pareció desconcertada.
–Disculpe, ¿qué historia es esa? –le preguntó.
–Ya sabe. Lo de que usted encontró el cadáver.
–¿Sí? –lo retó ella.
–Ya sabe... –dijo el señor Rudy. Se lo notaba incómodo.
Frances alzó un dedo, como si hubiera encontrado la respuesta por su cuenta.
–Lo encontré, sí, pero lo dejé allí durante unos días, ¿no es así?
El señor Rudy asintió.
–¿Y la gente sigue hablando de eso? –preguntó Frances divertida.
–Por supuesto. Bueno, ya sabe... Desde luego que sí.
Frances negó con la cabeza. Se inclinó hacia delante y se acercó lo suficiente al señor Rudy para que este sintiera su aliento sobre la cara cuando habló:
–Ahora le voy a contar un secreto. Soy algo más que rarita. Hay una parte sustancial de mí que desearía prender fuego a este edificio con mi hijo y conmigo dentro. ¿Qué le parece?
El señor Rudy se quedó descolocado.
–Eso no es asunto mío.
–Yo creo que sí. Porque si no consigo lo que quiero, esa parte de mí va a ganar todavía más peso. Señor Rudy, es importante que comprenda mi punto de vista y sea capaz de entender la realidad y magnitud de mi nihilismo. Dicho lo cual, usted y yo sabemos que muchos de los objetos que hay en esta casa son de una calidad excepcional. Mis pertenencias valen una pequeña fortuna. ¿A cuánto puede ascender el quince por ciento incluso en una venta discreta y rápida? Piense en la cantidad de calcetines que se podría comprar con ese dinero. –El señor Rudy entrecerró los ojos, pensativo. Frances añadió–: Y ahora, sin una palabra más, voy a acompañarlo a la puerta.
Lo hizo, se dieron la mano en el vestíbulo y el señor Rudy se sorprendió a sí mismo aceptando la comisión del quince por ciento. Sabía que lo lógico era que detestase a esa mujer, pero no fue así, no era capaz de odiarla. Para alguien que detestaba a todo el mundo, sobre todo a sí mismo, era una sensación exótica y embriagadora.
–Puede llamarme Ralph –le dijo.
–Le llamaré señor Rudy.
Frances le cerró la puerta en las narices y se refugió en la biblioteca, desde donde llamó a la criada para que le preparase un old fashioned. El sol invernal resplandecía a través de las ventanas y sintió un estremecimiento ante el horripilante devenir de la vida. Telefoneó a la habitación de Malcolm; él descolgó pero no abrió la boca, se limitó a permanecer sentado respirando sonoramente.
–Baja aquí, chavalote –le ordenó ella–. Vamos a pensar juntos en el lado positivo de todo esto.
Colgó, bebió y esperó.