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Con la liquidación en marcha, Frances y Malcolm regresaron a sus suites en el Four Seasons. Durante ese periodo, apenas se vieron.

Malcolm dedicó el tiempo a leer. Su interés se centraba en ese entonces en los relatos autobiográficos de viajes desastrosos a regiones inhabitables del mundo. Se pasaba el día en bata, con las cortinas echadas y el televisor encendido pero en silencio. No cambiaba nunca el canal; miraba la pantalla de vez en cuando, como quien contempla la ventana para comprobar qué tiempo hace. Pedía al servicio de habitaciones seis comidas diarias: un desayuno a las nueve y otro a las once, almuerzos a las dos y a las cuatro y cenas a las siete y a las once. No comía por rabia, ni por desesperación o pesar, sino por disciplina, como si formase parte de un estricto entrenamiento. Por la tarde se ponía el bañador e iba un rato a la piscina, pero aparte de eso no salía para nada de la habitación. Al cuarto día ya no soportaba la charla trivial con los camareros que le subían la comida, de modo que pedía que se la dejaran delante de la puerta. Sabía por experiencia que empezaba a sufrir depresión hotelera.

Frances se dedicó a ver programas basados en hechos reales. Si aparecía en pantalla cualquier cosa que tuviera que ver con cárceles ya no podía apartar la vista. El sonido metálico de la verja de una prisión, el amenazante parloteo a lo lejos de un grupo de presos a los que no se veía, el repiqueteo de unas llaves en el uniforme de poliéster de un guardia: todo eso era para Frances como la hierba gatera para un gato. No es que disfrutase viendo las desgracias ajenas, ni que se regodease en su propia libertad. Tanto a ella como a Malcolm les conmovía, a cada cual en su respectiva área de interés, cualquier experiencia real descrita con tal detalle que resultaba palpable. Ambos bebían con profusión, cuando no directamente en exceso.

Joan mantenía el contacto con Frances, le enviaba notas y le dejaba mensajes a través del conserje. Frances había estado evitando a Joan, pero cada vez sentía más ganas de quitarse ese peso. Finalmente quedaron para tomar el brunch un domingo por la mañana a principios de diciembre.

–¿Se comenta que estoy arruinada?

–Sí que se comenta. –Joan masticó un trozo de apio–. ¿Lo estás? A tu vieja amiga Joan se lo puedes contar.

–Lo estoy.

–¿Y qué significa exactamente arruinada?

–Significa que no me queda nada.

–¿Y qué significa exactamente nada?

Frances se lo explicó. Joan la escuchó muy seria.

–¿Y qué pasaría –inquirió– si te hablase de la posibilidad de un préstamo?

–No tienes por qué hacerlo.

–¿Qué me dices de un regalo? ¿Eso sería mejor o peor?

–Las dos opciones serían igual de horribles.

–¿No puedes ceder?

–No.

–Se me ocurre una idea –propuso Joan.

Frances esperó a que se la explicara sin dejar de mirarla.

–Probablemente sea una idiotez –continuó Joan–. Pero es una posibilidad y cuantas más puedas barajar, mejor, ¿no crees?

Frances siguió escuchando inmóvil.

–Mi apartamento parisino. ¿Hace cuánto que no voy, año y medio? Y ahí sigue.

Frances asintió. Comprendía la propuesta y se preguntó si merecía o no la pena esconder su bochorno. Joan le cogió la mano a su amiga.

–No te precipites al valorarlo. Es lo más sensato.

–Sensato –dijo Frances.

–Sensato.

–Sensato. –Frances experimentó ese fenómeno de una palabra familiar que va perdiendo significado–. Sensato.

Joan se impacientó y pellizcó a Frances en el brazo. Frances movió los labios como diciendo «¡Ay!», pero no llegó a emitir sonido alguno. Golpeó el dorso de la mano de Joan con una cuchara. «¡Ay!», gritó Joan, y ambas se apoyaron en el respaldo de su silla respectiva, Frances frotándose el brazo y Joan la mano, ambas mirándose con serenidad.

Se les acercó el camarero y pidieron la comida y una botella de vino. Comieron lo que habían pedido y se bebieron el vino y pidieron una segunda botella, que también se acabaron. París todavía no estaba decidido, pero la opción empezó a tomar cuerpo, porque era viable y como plan al menos resultaba estiloso. Hablaron de la ciudad con un tono juvenil y romántico. Ambas habían estado enamoradas y a ambas las habían amado en París, Francia. Joan se mostró envidiosa ante la idea de que Frances se instalase allí de forma permanente o semipermanente, y Frances al principio lo aceptó, pero cuando la cosa se prolongó dijo que ya estaba bien de fantasear y que debían llamar a las cosas por su nombre.

–¿Y cuál es? –quiso saber Joan–. ¿Cómo hay que llamarlo?

–Una hecatombe.

Se acercó el camarero.

–Señoras, ¿qué les ha parecido la comida hoy?

–Una maravilla.

Cuando llegó la cuenta, Frances y Joan trataron de cogerla al mismo tiempo. Se produjo un tira y afloja y el papel acabó hecho pedazos por las afiladas uñas de una y otra, y ambas rompieron a reír. El camarero les trajo una nueva copia y Frances se la pasó ceremoniosamente a Joan. Salieron del restaurante cogidas de la mano y Frances parecía al borde de las lágrimas. Más tarde, mientras fumaba un cigarrillo en el callejón, el camarero se quedó ensimismado al pensar en ella. El abatimiento no había mermado la belleza de Frances y él había contenido el aliento mientras contemplaba cómo se alejaba.

Frances se despidió de Joan, regresó a casa y se la encontró vacía. El servicio ya se había marchado, pero el señor Rudy seguía allí y se paseaba por el piso celebrando sus logros. Había conseguido vender a muy buen precio un montón de cosas y Frances trató de sobrellevar su entusiasmo; pero de pronto el tipo empezó a comportarse de un modo raro, se puso a llamarla Francey y a tocarle la muñeca. El señor Rudy lucía un traje nuevo y desprendía un intenso olor a colonia almizclada. Cuando le propuso a Frances celebrar el éxito con una cena, ella le plantó una gélida mano ante el ancho rostro y le espetó:

–Señor Rudy, antes me follo a una anguila.

Tras el comentario, él adoptó una actitud ofendida, a la que Frances también se sobrepuso. Mientras dividían las ganancias, ella tuvo la certeza de que él se estaba quedando más de lo que le correspondía, pero no dijo nada, se limitó a coger su parte, le dio las gracias y lo invitó a marcharse envuelto en su empalagosa colonia. El cheque era un buen pico, pero no lo suficiente para ser otra cosa que un alivio momentáneo, y Frances contempló los ceros desolada. Le envió el cheque al señor Baker y le pidió que le entregase la cantidad en euros lo más rápido posible.