A la hora acordada, las ocho de la tarde, Malcolm apareció en el comedor con esmoquin. Se sentó a la derecha de Frances, que lucía traje de noche. En la silla que tenía a su izquierda estaba instalado Pequeño Frank, contemplando por la ventana el oscuro cielo y el todavía más oscuro océano. También Frances lo miraba, ambos tenían la cabeza ladeada en idéntico ángulo. Malcolm le preguntó si se encontraba bien y ella respondió:
–He oído a un tipo decir que hay ocho kilómetros hasta el fondo del mar.
–¿En serio? –dijo Malcolm mientras se sentaba.
–En fin, ojalá no lo hubiera oído. Vaya comentario idiota para hacer en un crucero.
Se acercó a la mesa un camarero, un joven apuesto con el abundante cabello negro fijado con gomina. Señaló a Pequeño Frank y preguntó:
–Disculpen, ¿de quién es este gato?
Como ni Frances ni Malcolm respondieron, se lo llevó. El gato se dejó transportar sin oponer resistencia y parecía aburrido ante el traslado. Unos instantes después, Frances sintió un remordimiento de culpabilidad, o de algo parecido a la culpabilidad, y salió en persecución del camarero.
Malcolm pasó el rato observando la pista de baile, concurrida por un animado grupo de personas de avanzada edad. Giraban y se meneaban al ritmo que marcaba un trío llamativamente vulgar que tocaba sin tregua un repertorio de temas de big band, lo cual a Malcolm no dejaba de resultarle desconcertante, ya que los ancianos que tenía ante sí eran veinte o treinta años demasiado jóvenes para haber disfrutado en su día de esos bailes de moda que ahora emulaban con tanto entusiasmo. La mujer a la que había visto llorando en la carpa de la médium había recuperado la alegría y se abría camino entre la multitud lanzando al aire puñados de confeti. Se la veía encantada, como si toda su vida hubiera deseado pasearse con un vestido de noche rosa echando confeti sobre las cabezas de desconocidos. La muchedumbre la engulló, pero Malcolm seguía viendo las ocasionales explosiones de confeti lanzado al aire desde el fondo del salón. Estaba pescando una guinda del fondo del cóctel de Frances cuando vio pasar a la médium. La saludó; ella se le acercó y se le plantó delante.
–Me llamo Malcolm –se presentó él. Ante el silencio de ella, añadió–: ¿Vas a decirme cómo te llamas?
–Madeleine.
–Madeleine, ¿quieres tomar una copa conmigo?
–No.
–Solo una copa, Madeleine.
–No.
Frances regresó con Pequeño Frank bajo el brazo como si fuese una pelota. Ante la aparición del gato, la actitud de Madeleine cambió por completo. Hincó una rodilla en el suelo, le cogió la cabeza entre las manos y lo miró a los ojos. Alzó la vista un momento hacia Frances y le dijo:
–Tiene usted un animal muy interesante.
–¿Quién es esta persona? –le preguntó Frances a Malcolm.
–Es Madeleine, la médium.
–¿Y qué está haciendo?
–No estoy muy seguro. ¿Qué haces, Madeleine?
Madeleine se incorporó.
–Disculpad. –Y señalando a Pequeño Frank, preguntó–: ¿No lo sabéis?
–Lo sabemos.
El camarero apuesto reapareció. Lanzó una mirada desaprobadora a Madeleine; ella respondió con otra desafiante. Se sentó y acercó su silla a la de Malcolm.
–Creo que sí me voy a tomar esa copa. –Y dirigiéndose al camarero añadió–: Un dry martini.
–Se supone que no debes sentarte aquí –le advirtió el camarero.
–No seas pesado, Salvatore.
–No pienso servirte.
Frances se plantó ante Salvatore el camarero.
–Disculpa, buenas noches, hola –dijo–. ¿Hay algún problema?
Salvatore palideció.
–Buenas noches, señora. Sí, me temo que no puedo servir a esta señorita en el comedor.
–¿Y eso por qué? –preguntó ella con tono cándido.
–Porque trabaja con nosotros, señora. Es la política de la empresa.
–¿Una política de segregación?
–No creo que segregación sea la palabra correcta.
–Pues yo creo que sí. Es una palabra horrible, ¿verdad?
–Señora, disponemos de una cantina muy agradable para el personal.
Frances miró a Madeleine y esta dijo:
–Es muy oscuro y apesta a grasa.
Frances escrutó a Salvatore con su mejor expresión despectiva.
–Creo recordar que ha pedido un dry martini –dijo.
Salvatore no podía plantar cara a Frances, de modo que emprendió la retirada para pedir la bebida.
–Vaya, gracias –dijo Madeleine, y Frances cogió la patita de Pequeño Frank y le hizo saludar. Dirigiéndose a Malcolm, dijo:
–Nos vamos a retirar.
–¿Y la cena?
–Pediré que me la sirvan en el camarote. ¿Después pasarás a vernos?
Malcolm dijo que sí y Frances se marchó. Entonces Madeleine dijo:
–Es genial. ¿Cuánto te paga?
–¿Cuánto me paga?
–¿No eres su gigoló?
–Oh, Dios mío –se escandalizó Malcolm–. Es mi madre.
Madeleine alzó la mano en señal de disculpa y dijo:
–Perdóname. Pero no sabes lo común que es.
Salvatore no tardó en reaparecer con la bebida de Madeleine.
–Eres todo un puto caballero, Sally, ¿lo sabes? –le dijo ella. Se bebió el primer martini en menos de cinco minutos y a continuación pidió un segundo y después un tercero. El alcohol la relajó y se mostró amigable y curiosa. Cuando le preguntó a Malcolm sobre su vida, él le habló de lo de Susan y su madre.
–La ciudad no era lo bastante grande para las dos –dijo.
–¿De qué ciudad me hablas?
–De Nueva York.
–Pero ¿sigues comprometido?
–Técnicamente sí. ¿Eso te incomoda?
–¿Por qué iba a incomodarme?
Malcolm le preguntó por qué lloraba la señora mayor de la carpa y Madeleine le explicó:
–A una cuarta parte de los pasajeros de este barco les ronda la muerte. Pero si se me ocurre decir algo al respecto..., ya la he armado.
–¿Le dijiste a esa mujer que se estaba muriendo?
–Sí, porque es la verdad.
–La última vez que la he visto parecía fresca como una rosa. –Y Malcolm le contó lo del lanzamiento de confeti en la pista de baile. Madeleine lo escuchó sin demasiado interés.
–No volverá a pisar tierra firme –sentenció.
También Malcolm se estaba pasando con las copas y el alcohol generó un temporal cariño mutuo que dio pie a una invitación al camarote de Madeleine, un cubículo estrecho y mal ventilado repleto de ropa sucia y envoltorios vacíos de tentempiés. En cuanto cerró la puerta, Madeleine se sacó por la cabeza el vestido de gitana. Gateó sobre la cama y Malcolm se le unió. Conocía los estímulos de una inesperada aventurilla; mientras se quitaba los calcetines, exclamó: «¡No voy a necesitarlos!» Se dieron un revolcón más bien anodino. Después, el carácter de Madeleine se agrió:
–Necesito dormir –dijo. Malcolm se mostró de acuerdo y apoyó la cabeza en la almohada–. Te estoy pidiendo que te vayas –le aclaró Madeleine.
Malcolm se vistió y estaba a punto de agarrar el pomo de la puerta cuando alguien llamó con unos golpecitos desde el pasillo. Él miró a Madeleine, pero ella no reaccionó; permaneció echada boca arriba en su camastro. El golpeteo se repitió, ahora más fuerte. Malcolm dio por hecho que era un amante de Madeleine que venía a hacerle una visita. ¿Salvatore? Eran las tres de la madrugada y Malcolm estaba agotado. Sabía que no podía quedarse allí plantado eternamente, pero tampoco podía volverse a la cama con Madeleine. Cerró los ojos y sintió el lento balanceo del agua bajo sus pies. Ocho kilómetros de profundidad; era un dato terrorífico. Pensó en el barco hundiéndose de morros hacia la oscuridad abisal y en el inevitable impacto a cámara lenta contra el fondo arenoso del océano.