Había una vez un cerdo que puso un huevo de oro.
No, de verdad.
Una mañana se despertó en una cama cargada de heno de primera calidad —después de todo, él no era como los otros animales de la granja— y dijo:
—¡Ay, caramba!
Porque ahí estaba, tendido junto a él: ¡un huevo de oro!
—Ay caramba, ay caramba, ay caramba... —balbuceó.
Después de todo, él era un cerdo (y un cerdo cerdifantástico, por cierto) y los huevos, bueno... ¿no eran normalmente puestos por gallinas?
—¿Entonces soy parte gallina...?
Se levantó de un salto y miró a su alrededor. ¡De todas las cosas tontas! Seguramente él no era una gallina, pero ¿sería tan sólo mínimamente posible que hubiera una gallina en alguna parte de su árbol familiar?
Por supuesto, no siempre había vivido en una casa y conducido un coche e ido a un trabajo de verdad. Sólo hacía unas pocas generaciones, sus ancestros se revolcaban en el lodo del corral lanzando sus oink oink aquí y allá. ¿Podía ser que él aún se estuviera acomodando a ser un cerdo sofisticado y moderno?
—Mmmh... —Se puso a caminar de aquí para allá. ¿Qué iba a hacer él con un huevo que brillaba como el rocío a la luz mañanera?— Bueno, algo debe hacerse con él. Al menos debería mantenerlo caliente. —Lo tocó con su pezuña.— Oh, vaya. Está bastante fresco. ¡Vamos a calentarte un poco! —Levantó el huevo de oro y lo acunó en sus brazos. Por más que lo abrazara, nunca parecía calentarse. Permanecía tan fresco como la primera vez que lo había tocado.— Bueno, eso no está bien. —Se lo puso bajo la axila, pero estaba tan frío que lo hizo reír y casi lo deja caer sobre el piso de madera.
En lugar de calentar lo que había dentro, sólo había logrado volverlo más hediondo.
Y lo hediondo no estaba bien.
El hedor era de generaciones anteriores. Un cerdo moderno ciertamente no puliría sus objetos valiosos con las axilas, y jamás calentaría allí a su preciosa descendencia. No, una fina cama de seda vendría muy bien, y tal vez algunas plumas de la granja cercana. Pero ¿de verdad se proponía sentarse sobre él hasta que estuviera caliente? ¿No sería eso aún más hediondo? Depositó al huevo de oro en su acogedora camita y reflexionó.
¿Qué hacían los tontos humanos en sus aun más tontos festejos? ¿No celebraban a una criatura con un problema similar?
—¡Así es! —dijo el cerdo en voz alta.
Los humanos tenían una celebración en particular (Pascuas, creyó recordar que la llamaban) con un conejo que ponía huevos. Claro, no eran huevos de oro, pero eran huevos de todas maneras.
—Espera un minuto. —Pensó un poco más y sacudió la cabeza.— También tienen huevos de chocolate y huevos rellenos de malvavisco y manteca de maní. ¿Qué locura les han hecho a sus huevos? Al menos el mío está relleno de oro.
O eso pensaba.
¿Existía, de hecho, algo en su interior? ¿No un relleno de crema, sino alguna criatura que podría confundirlo con su “papá"?
—¡Cielos, no!
Levantó el huevo y escuchó atentamente, pero no venía ningún sonido de dentro. Sostenía el huevo con saludable fuerza, aunque no temía que su cáscara se quebrara. Podría arrojarlo desde una montaña y sólo los riscos más abajo sufrirían por ello. “No, el huevo es totalmente sólido”, pensó para sí. “Pero con una sacudida, ¿podría ser un...?” Un leve cantito saludó a sus oídos. ¿O no? Lo sacudió otra vez sólo para estar seguro, y con toda certeza sonó otra vez, con la melodía de los engranajes moviéndose en una caja de música.
¿Era este huevo de oro también un huevo musical? O... (gulp)... ¿¿¿un huevo mágico???
—Curioso.
Su mente echó a deambular. ¿No había visto algo como esto antes, en una película? Quizás al frotar el huevo aparecería un genio y le concedería tres deseos. Frotó, frotó, frotó, pero no apareció ningún genio. (Frunció el ceño.) Hasta le habló al tonto huevo.
—Sal. ¡Sé que estás ahí dentro!
Lo observó de cerca.
—Sal ahora, al menos concédeme un deseo...
Pero no había genio y por cierto no había deseos. Sólo había un cerdo sentado dentro de su humilde hogar con un brillante huevo de oro y...
De repente, el huevo dio un salto. Quedó suspendido en el aire por varios mágicos momentos antes de separarse en dos.
—¿Dos huevos de oro? —Los tomó en sus manos. Los observó con ojo cuidadoso y los pesó de manera acorde. Los huevos no se habían reducido en tamaño al separarse. Nada de eso. En cambio, cada uno era del tamaño y peso exactos,pero ahora había dos.
Con un familiar saltito y tonada, los dos de repente fueron cuatro.
—¡Uau, cuatro huevos! Sólo piensa en lo que podría comprar con ellos.
Miró el tesoro que acababa de encontrar. Con seguridad podría comprar una casa nueva, más grande. Sólo debería desprenderse de uno de sus huevos para vivir una vida de lujo. Y el otro podría llenar su cuenta bancaria para que no tuviera que trabajar un solo día más en su vida. Otro más podría ayudarlo a comprar el coche que siempre quiso. ¡Y un yate! Siempre había querido ir de pesca y navegar los siete mares.
Mientras consideraba lo que haría con el cuarto, los huevos se multiplicaron una vez más, pasando de cuatro a ocho.
—¡Ave María Purísima! —chilló el cerdo. Con la última adición a su fortuna, ahora era increíblemente rico. ¿Viajar por el mundo? La única pregunta era si quería viajar en avión o tomar un crucero: su propio crucero personal, sin duda.
Cuando los ocho se transformaron en dieciséis, comprendió que probablemente estaba pensando en pequeño.
Demasiado pequeño.
Quizás debería comprar una isla privada, o incluso su propio país. Hasta podría poner su gorda cara de cerdo en el billete de dólar o de cualquier moneda que se le ocurriera. ¿Y quién sería el gobernante de tal paraíso? Cuando los dieciséis huevos de oro se convirtieron en treinta y dos, supo que sin duda sería él.
Presidente Cerdifantástico. ¡Le gustaba cómo sonaba! Así que se quedó ahí sentado, con los ojos ensoñados, esperando que su fortuna se duplicara otra vez. Pero no ocurrió tal cosa. Los huevos permanecieron ahí, brillantes y quietos, ocupando la mayor parte de su cama.
—No sean tacaños. Muéstrenme ese truco otra vez. —Le dio un empujoncito a uno de ellos, pero no pasó nada.— Vamos. Sólo una vez más. —Levantó algunos entre los brazos. Aunque canturrearon cuando lo hizo, no hicieron mucho más.— Oh, por favor... —Su gran sonrisa vaciló y luego se deshizo.
Pero ¿por qué estaba tan sombrío el cerdo? ¿No había amasado una fortuna suficiente como para comprar cualquier cosa que deseara su corazón? ¿No tenía no sólo uno, sino treinta y dos huevos de oro? Tal cosa era inaudita. Y cada uno tenía un peso considerable. Con sus marcas ornamentales talladas de un lado al otro, cada uno se vendería por un saludable precio, especialmente porque podían multiplicarse.
O se habían multiplicado...
—Mmh... —El cerdo ladeó la cabeza.— ¿De verdad ya está? Quiero decir, ¿de verdad, verdad, ya está? —Sacudió a uno, luego a otro. Cada uno tenía un cantito único que sonaba como música a sus oídos. El arreglo sonoro se mezcló, formando una canción. Pronto, sacudir un huevo y otro se volvió contagioso, y el cerdo no paró hasta que le hubo dado una buena sacudida a cada uno.
Abruptamente, las marcas de los huevos empezaron a refulgir: una curiosa escritura de un pueblo que se pensaba que no existía. Al encenderse cada uno, comenzaron a sacudirse y canturrear por propia voluntad.
Los ojos del cerdo se agrandaron y su sonrisa se ensanchó.
—¿Podría estarme destinada una fortuna mayor?
Un brillante fulgor emergió de los huevos, terminando en un trueno y que lanzó al cerdo al otro lado de la habitación. Cuando el cuarto dejó de girar y sus oídos dejaron de zumbar, se sentó y advirtió que su preciosa pila era otra cosa totalmente diferente.
—¿En qué extraña choza hemos caído? ¿Y qué clase de criatura es esa? —preguntó el hada dorada, apuntando con el dedo.
—Mmh... es bastante curioso —dijo otra hada dorada, revoloteando hacia él y pellizcándole el hocico—. Éste parece inofensivo.
—¡Debemos de haber venido por ahí! —exclamó una tercera hada, señalando un hueco en el techo.
—Claramente no es aquí donde debemos estar —dijo una cuarta.
—Lo más probable es que fuera la estrella de al lado —dijo una quinta—. Adiós, bella criatura.
Todas las treinta y dos se elevaron en el aire y se fuero por el hueco en el techo.
—¡No, esperen! —gritó el cerdo.
—No dejes que el ceño fruncido te abata, y así te crecerán tus propias alas.
La última hada se volvió, le besó el precioso hocico y salió disparada a través del techo.
Él miró desconsolado por la ventana cómo las treinta y dos hadas describían un arco ascendente por el cielo, fundiéndose, y uniéndose a las otras estrellas que resplandecían en la noche.
En el curso de unos momentos, había estado en la cima del mundo, más rico que en sus sueños más locos, sólo para volver a su vida promedio y nada espectacular.
Pero ¿qué había dicho el hada? ¿Algo acerca de un ceño fruncido?
¿Era tan obvio realmente?
Cuando se alejó de la ventana, su cabeza realmente estaba gacha y lágrimas saladas le llenaban los ojos, haciendo que una se derramara.
Pero eso no era todo lo que había dicho el hada.
Había algo sobre una promesa de alas.
Aunque ya no tenía los huevos de oro, ¿no había sido besado por un hada, la más mágica de todas las criaturas? Y la magia llama a la magia.
Cuando pensó en el beso, que aún se sentía fresco en su gordo hocico, no pudo evitar sonreír. De hecho, era difícil no hacerlo.
Cuanto más sonreía, más agradecido estaba de haber al menos tenido la oportunidad de conocer a tal criatura y de sostener un huevo mágico. Más allá de eso, tenía su salud, y su barriga estaba llena, no vacía. Cuanto más pensaba, más comprendía que había mucho por lo que sentirse agradecido, y se sintió flotar en el aire.
Su vida era realmente fantástica, o en su caso, ¡cerdifantástica!
Cuando miró todas las pequeñas cosas por las que estaba agradecido (una cama caliente en la que dormir, una frazada suave con la que cubrirse) advirtió que estaba flotando por sobre el cuarto.
—¿Podría ser...?
Miró a su alrededor y chilló.
Realmente era el cerdo más rico de la tierra, porque con un beso el hada le había dado alas, pero sólo cuando sonreía.
Y por donde las hadas se habían retirado, un cierto cerdo cerdifantástico hizo un hoyo mucho más grande y las siguió, al menos para agradecerles por mostrarle lo que verdaderamente importaba en esta vida pequeña y humilde.
FIN.