POR EL PRINCIPIO
«Por el principio», se dijo Ale interiormente.
—¿A qué te refieres exactamente con «por el principio»? —preguntó confusa—. ¿A la primera vez que este poder se desató en mí?
—No —dijo Israel con decisión—, me refiero a lo primero que sabes o recuerdas de ti. Por ejemplo… tu nombre. Por qué sabes que ese es tu nombre realmente, si es que lo es y no te lo has cambiado.
—¡¿Estás de broma?! —Ale casi se echó a reír—. Jamás me hubiese puesto a mí misma semejante nombre y eso que todos me tachan de rarita.
—¿Por qué? —preguntó confuso—. A mí me encanta tu nombre.
Ale dejó de reír al instante y sintió revolotear un millón de mariposas por todo su estómago. Se le había olvidado que a ese hombre parecía gustarle su extraño nombre y que, cuando él lo pronunciaba, sonaba maravillosamente bien.
—Bueno… —Bajó la mirada avergonzada—. Tienes que admitir que no hay muchas «Alecto» por ahí sueltas.
—Tanto mejor. Igual que no creo que haya muchas chicas como tú por ahí sueltas.
—¿Te imaginas una legión de asesinas campando a sus anchas por el mundo? —preguntó burlona.
—Alecto —dijo molesto y exasperado—, no entiendo por qué te empeñas continuamente en creer que eres una asesina.
Ale se sintió nuevamente abochornada. Pero, si en realidad Israel quería ayudarla, tenía que contarle todo por mucho que le costase.
—Quizás porque lo soy —dijo cerrando los ojos, reclinándose sobre el reposacabezas del asiento del coche y perdiéndose en las profundidades de su mente, con expresión de sufrimiento—. Hay algo malvado y oscuro en mí. No sé muy bien cómo definirlo ni explicarlo, pero está ahí, me persigue y me atrae de ambas maneras por igual.
Israel estaba confuso. No conseguía encontrar rastro de maldad en su alma. O, al menos, no ahora. Porque el día anterior había percibido claramente el mal. Pero estaba demasiado desorientado y hasta que no supiera con certeza cuál era el origen de su alma debía estar alerta y tener mucho cuidado.
La dulce voz de Alecto desnudando su alma ante él lo devolvió a la realidad.
—Me llamo Alecto. Las trabajadoras del orfanato donde mis padres, o quienquiera que fuese, me abandonaron, relatan que llamaron a la puerta y encontraron una canasta de mimbre conmigo en su interior. No había rastro de nadie en los alrededores ni ninguna nota con un triste mensaje. No había nada, tan solo yo con un manto de piel de cabra y una medallita de oro en mi cuello donde se podía leer «Alecto». —Y bromeando para intentar alejar el dolor que todo aquello le producía, alegó—: Como comprenderás, no se ve todos los días a una niña cubierta con piel de cabra ni con semejante nombre. La historia fue tan extraña que perduró en el tiempo y por eso la conozco.
Ale suspiró con pesar antes de continuar:
—Supongo que después de todo tengo que dar las gracias a mis peculiares padres. Eso suponiendo que fuesen ellos los que me abandonaron. Gracias a su creatividad, la historia llegó hasta a mí y, al menos, sé algo de mi procedencia. —Ale suspiró—. No puedo decir lo mismo de mis otros compañeros de orfanato.
—Debe de ser triste no saber nada de tus orígenes —musitó Israel confraternizándose con ella.
Ale se giró para observarle y sus miradas se encontraron haciendo que ella se sintiese más animada y extrañamente nerviosa. Estaba desnudando su alma a aquel hombre que, aunque desconocido, le inspiraba más confianza que cualquier persona que jamás hubiese conocido. Había algo en él, algo reconfortante y esperanzador que actuaba como un bálsamo para su alma y que la instaba a contarle más y más.
—Pues sí, pero algo, por mínimo que sea, es algo… Y es un comienzo.
Israel sonrió tiernamente.
—¿Sabes lo que significa tu nombre, señorita futura historiadora? —dijo sonriendo con un brillo travieso en los ojos, restándole interés a la tristeza y la melancolía que habían envuelto a Alecto en el transcurso de su relato.
—Alecto —dijo Ale con renovada energía y entusiasmo— es un nombre de la mitología griega y significa «implacable». Alecto era la erinia o personificación femenina de la venganza que perseguía a los culpables de delitos morales tales como la cólera, la ira…, etc.
Israel sonrió ante el (seguramente millones de veces recitado) discurso de Ale.
—¿Me equivoco, señor profesor de Historia Moderna de España?
—No se equivoca usted en absoluto —replicó Israel siguiéndole el juego que él mismo había comenzado—, señorita. De hecho, creo que le subiré un par de puntos la nota media.
—¡Genial! Nunca había tenido enchufe.
—No sería enchufe. Sería una justa recompensa por tus amplios conocimientos sobre la materia —dijo jovial—. Bien —terció—, ya tenemos una historia y un nombre cuyo significado al menos conocemos. ¿Qué hay de la medalla?
Ale se llevó instintivamente la mano a su cuello para mostrársela, pero recordó que se la había sustituido la semana anterior por una que le había regalado Marina para su era universitaria.
—¡Vaya! Casi siempre la llevo puesta —dijo con fastidio—, pero me la he dejado en casa.
—¿Cómo es? ¿Hay algo que te pueda dar una pista sobre quién eres o tu procedencia?
—Aparte de mi peculiar nombre inscrito en la parte posterior, es bastante original. Quiero decir, que no es la típica medalla de la Virgen María con tu nombre grabado. Sí, es de oro y bastante gruesa. De hecho, no sé cómo ha podido permanecer junto a mí porque en el orfanato nos quitaron lo poco que teníamos. Y la atraviesa un rayo.
—¿Un rayo, dices? —observó sorprendido.
—Sí, lleva grabado en un oro más reluciente un rayo que la atraviesa de arriba abajo.
Israel se quedó por un instante pensativo, pero si llegó o no a alguna conclusión sus facciones no lo demostraron en absoluto.
—Y eso es todo —dijo Ale rompiendo el incómodo silencio que se acababa de imponer.
—Bueno —dijo sonriendo perezosamente—, como bien te dije antes, es el principio… y por algo se empieza. Podré investigar algo más en ello a lo largo de la mañana —dijo a la vez que giraba para adentrarse ya en el campus.
—Israel —Ale se detuvo un momento porque no sabía muy bien cómo abordar el tema, aunque le había estado carcomiendo todo el camino—, ¿podrías dejarme aquí en la entrada?
Israel levantó al mismo tiempo ambas cejas con incredulidad. Muchas chicas hubiesen dado palmas con las orejas porque él las acercase al edificio en su flamante coche. Pero estaba claro que a Alecto no le gustaba llamar la atención y él le alababa el gusto, así que detuvo su coche donde nadie los pudiese observar y la deslumbró con una nueva y perfecta sonrisa que mostraba su blanca hilera de perfectos dientes.
—¡Como desees! —dijo divertido—. No quisiera que tú, ¡oh, diosa de la venganza!, me persigas por toda la eternidad. O quizás —dijo mirándola con intensidad— puede que se me antoje fascinante.
Ale dejó de respirar en aquel instante. No podía discernir con claridad, pero su ingenio salió a flote rescatando la poca dignidad que le quedaba cuando aquel hombre estaba cerca.
—Recuerda que primero debes cometer un delito moral.
—Quizás ya lo he hecho… Y en todo caso es lo que todos pensarían si me viesen aparecer contigo al lado en la puerta de la universidad.
—¿El qué? —exclamó Ale alarmada.
Israel soltó una profunda y ronca carcajada que volvió a desarmar a Ale sin piedad.
—Lujuria, lujuria desenfrenada y sin control…
Ale se puso colorada hasta la mismísima raíz del cabello mientras era incapaz de soltar todo el aire que, de una y sin previo aviso, habían cogido sus pulmones. Sintió cómo la mirada de aquel hombre, que parecía un demonio de ojos verdes, hacía que toda ella se derritiera por dentro y fue incapaz de decir palabra. Sin saber cómo, consiguió accionar el seguro de la puerta del coche y la abrió saliendo cual vendaval por ella y cerrándola a la velocidad del rayo, mientras las carcajadas de Israel quedaban amortiguadas en el interior del coche. Cuando pudo volver a respirar con tranquilidad desde la seguridad que le proporcionaba la calle se giró para lanzarle una mirada de severo reproche que él desarmó con un gesto de simulado terror a su reacción, sin poder parar de reír.