MIENTRAS un miembro de su equipo le hacía un informe, Valente se miró el reloj y después volvió a clavar la vista en la puerta de su suite. ¿Se atrevería a ir Caroline?
Sonrió irónicamente. Le había tendido una trampa y estaba deseando ver si caería en ella. Al fin y al cabo, si aceptaba sus condiciones, quería decir que haría cualquier cosa por intentar hacerse con su riqueza. Y si había algo que se le daba bien a él era detener a las mujeres capaces de vender su alma al diablo por dinero.
Caroline, no obstante, era de una categoría todavía más artera, y Valente lo había descubierto demasiado tarde. Cinco años antes, había confiado ciegamente en ella. De hecho, se había dejado conquistar por su aparente vulnerabilidad e inocencia, y aquello todavía le dolía. Hasta el día la boda, jamás se le había ocurrido pensar que Caroline pudiese engañarlo, ni jugar con dos hombres a la vez. El plan le había salido muy bien, ya que Bailey se había puesto celoso y había decidido casarse con ella poco después. Valente había conocido a Caroline de una manera muy dura, y estaba decidido a no dejarse ablandar por sus lágrimas de cocodrilo ni por las tristes historias acerca de sus queridos padres.
Caroline entró contenta en el ascensor del hotel y cuando cerró los ojos todo empezó a girar a su alrededor. No solía beber alcohol, y jamás tanto, así que no sabía si estaba borracha o si se sentía culpable por haberse pasado. Además, en vez de sentirse confiada y sexy, estaba nerviosa, abstraída y mareada.
No fue Valente quien le abrió la puerta de la suite, sino uno de sus asistentes. Entró con cuidado para no caerse con los altos tacones y vio cómo Valente clavaba la vista en ella, fijándose en su melena rubia, en su boca pintada de color frambuesa y bajando después hacia sus pechos y hacia la curva de sus caderas.
Valente se quedó sin habla al verla. Era toda una mujer. Jamás la había visto así. Ya no era la niña recatada a la que recordaba, ni la viuda estresada a la que había visto aquella misma mañana. Estaba espectacular y su erección lo reconoció. Caroline había caído de bruces en su trampa, pero lo que no había planeado Valente había sido caer en la trampa con ella… no se veía capaz de mandarla de vuelta a casa.
Caroline se sentó con sorprendente torpeza en un sillón que había al otro lado de la habitación y el vestido se le subió, dejando al descubierto más carne de la que Valente quería compartir con sus compañeros, así que les pidió que se marchasen.
–Valente –susurró Caroline cuando se hubieron quedado solos.
Se fijó en su camisa gris a rayas y pensó que tenía un aspecto muy masculino, que le aceleró el corazón. Había empezado a salirle la barba y estaba empezando a despeinarse. A través de la fina camisa de algodón, Caroline adivinó un lecho de vello rizado y oscuro que le cubría los pectorales. A Matthew le había gustado depilarse, pero a Caroline siempre le había gustado que un hombre pareciese un hombre, y pocos cumplían ese requisito tan bien como Valente. Su altura, anchura y fuerza, por no mencionar sus atractivas facciones, hacían que fuese un hombre sensual a la vez que masculino. A Caroline se le secó la boca.
–Pensé que no vendrías –admitió él con cruel franqueza.
Ella se ruborizó al darse cuenta de que Valente había estado trabajando porque no la esperaba.
–Es evidente que se te da mejor chantajear de lo que piensas.
–Pero uno siempre puede elegir, cara mia –le recordó él.
–Tal vez debiera haberte dicho que te fueses al infierno –replicó Caroline enfadada, dándose cuenta de que Valente la había invitado a ir sólo para humillarla.
–Pero no lo has hecho –contestó Valente, preguntándose si, por la forma de hablar de Caroline, habría bebido antes de ir.
–¡Todavía no es demasiado tarde! ¿A qué estás jugando? Me dijiste qué era lo que querías, ¿acaso no lo quieres ya? –le preguntó ella temblorosa, luchando por encontrar en algún rincón de su cerebro las palabras adecuadas.
–¿Es que todavía no has aprendido que los hombres somos así? La mayoría deseamos siempre lo que no podemos tener.
–Creo que debería marcharme –decidió Caroline, levantándose de golpe y sintiendo náuseas.
–Porca miseria… ¡No! –respondió él, dividido entre una indecisión desconocida para él y el deseo de saciar su sed de sexo con ella. Se puso de pie también y entonces la vio tambalearse–. ¿Qué te ocurre? ¿Estás enferma?
–¿El baño…? –murmuró ella, tapándose la boca con la mano.
Unos segundos después estaba arrodillada frente al váter. Nunca se había encontrado tan mal. Se sentía consternada por el espectáculo que estaba dando, y pidió disculpas entre arcada y arcada.
–Las mujeres borrachas me repugnan –declaró Valente en tono frío desde la puerta–. Grita si necesitas ayuda. Si no, te esperaré en el salón.
–¿Acaso no tienes compasión? –le preguntó ella con los ojos llenos de lágrimas.
–No, y harías bien en no olvidarlo –dijo él, antes de darse la vuelta y cerrar la puerta del baño.
Ella tuvo que agarrarse al lavabo mientras se refrescaba. A pesar de haber vomitado, seguía costándole mantenerse en pie. Se quitó los zapatos y salió descalza.
Valente se había puesto a trabajar de nuevo. Estaba de muy mal humor. Su padre había sido alcohólico, así que él era abstemio y odiaba verla así. ¿Cómo se había atrevido a ir allí en aquel estado? ¿Cómo había pensado que él aceptaría semejante comportamiento? ¿Acaso pensaba que la quería hacer suya a toda costa, en cualquier estado, incluso ebria? Se sentía ofendido en toda regla.
Caroline entró en el salón en silencio, pero él se dio cuenta de lo mucho que le costaba andar.
Se había quitado la mitad del maquillaje al lavarse la cara y había dejado de sonreír. Con los pies descalzos, parecía sólo una mujer de veintitantos años. Era muy menuda y delicada, tenía una cintura ridículamente estrecha y los huesos de un pajarillo. Valente intentó no compadecerse de ella y apretó los labios con fuerza. Aquélla era la mujer con la que se habría casado, la mujer que habría sido la madre de su primer hijo.
–Lo siento. He hecho una tontería… No suelo beber, y lo he hecho antes de salir de casa –admitió Caroline desesperada–. Pensé que así me tranquilizaría. Que me sentiría más fuerte…
–Ya no eres una adolescente. Deberías haber sabido lo que ocurría –le respondió él–. Ni siquiera puedes andar. No estás nada atractiva.
Caroline se dejó caer en el sofá que tenía al lado. Se sentía mal, pero, sobre todo, estaba disgustada por la actitud de Valente. Al fin y al cabo, en las últimas cuarenta y ocho horas le había estado haciendo la vida imposible.
Levantó la barbilla y le dijo:
–No sé si sabrás que, si me he emborrachado, ha sido por tu culpa.
–¿Cómo va a ser mi culpa? –rugió él.
Caroline se olvidó de que estaba mareada y volvió a ponerse en pie, agarrándose al brazo del sofá para no caerse.
–Me has amenazado con hacer daño a todas las personas que me importan y has dejado en mis manos la responsabilidad de lo que pueda ocurrirles.
–Eres una persona débil, en la que no se puede confiar. Yo lo hice una vez y mira lo que me ocurrió. No soy el culpable de tu debilidad.
Caroline se quedó blanca al oír aquello.
–¿Cuándo te has convertido en semejante cretino? No te importa nada ni nadie, sólo quieres conseguir lo que te propones.
–Las posibilidades de conseguir lo que quiero en estos momentos son muy remotas –comentó él, apartando la vista de sus sensuales labios y de sus pechos redondos.
Maldijo a su libido y a un cuerpo incapaz de contenerse, ya que seguía excitado. Se marchó a la otra punta de la habitación.
–Estás tan borracha que no puedo ni tocarte. Tal vez otros hombres sean menos exigentes, pero yo no lo soy.
–Nada de lo que yo haya hecho está a la altura de lo que has hecho tú –lo acusó Caroline sin soltarse del sofá. Lo que más le costaba era pensar y hablar con claridad, ya que estaba mareada y todo le daba vueltas de nuevo–. Me odias. ¿Por qué no dejas que te explique lo que pasó hace cinco años?
–Me da igual, después de tanto tiempo.
–Pero nunca tuve la oportunidad de volver a hablar contigo después de aquel día. Te marchaste a Italia e incluso cambiaste de número de teléfono. Te escribí… Pero nunca respondiste a mis cartas –le recordó, dolida, pensando en las largas semanas que había estado esperando una respuesta.
–Las tiré a la basura sin leerlas. No merecía la pena hacerlo –dijo él con desdén, mintiendo un poco para mantener su intimidad y para evitar tener que explicar su comportamiento.
–Me odias, ¿verdad? –insistió Caroline, mirándolo fijamente con sus ojos grises.
–No desperdiciaría tanta emoción por ti, piccola mia. De aquello hace cinco años. Ahora, voy a llamar a mi chófer para que te lleve a casa sana y salva.
–¿Cómo voy a marcharme a casa, si no sé qué es lo que va a pasar después? –exclamó ella.
–Si esto ha sido una demostración de cómo podrías ser como esposa, has metido la pata hasta el fondo.
–¡Yo tampoco quiero casarme contigo! –le gritó Caroline–. Me prometí a mi misma que jamás volvería a casarme porque estar casada con la persona equivocada es como vivir en el infierno. Por no mencionar que eres sarcástico, frío y cruel, manipulador, hipócrita, no tienes escrúpulos y eres sexualmente anormal.
–¿Sexualmente anormal? –repitió Valente.
–¿Qué hombre normal haría venir a una ex novia a su hotel como si fuese una prostituta?
–Define la palabra normal –le sugirió Valente–. Yo creo que todavía lo soy, aunque tal vez sea más atrevido e imaginativo que la mayoría. Si tú no lo hubieses estropeado, las perspectivas podrían haber sido muy sensuales.
–¡Para alguien sin moral! –rugió Caroline–. Yo no sé ser muy sensual, ni sé tener conductas raras, por eso he tenido que beber antes de venir. Y si lo he hecho ha sido para ayudar a otras personas. La intención era buena.
Valente se sintió intrigado por aquel fiero ataque. Y le gustó la idea de enseñar a Caroline a ser sexy en la cama, y eso no tenía nada que ver con vengarse, castigarla o hacer negocios.
–¿Para ayudar a otras personas? –repitió en tono irónico–. ¿Por qué vas siempre de víctima? Has venido aquí esta noche porque también esperabas conseguir algo, porque te encantaría conseguir el estatus que representa convertirse en mi esposa y porque, por mucho que lo niegues, estás buscando una buena excusa para meterte en mi cama.
–¡Eso es mentira! –replicó Caroline, dando un paso al frente antes de tropezar con la alfombra y caerse como una muñeca a la que se le hubiesen acabado las pilas.
Por un instante, Valente pensó que había fingido un desmayo, como punto final de un melodrama, pero la rigidez de su cuerpo lo hizo acercarse para examinarla más de cerca. Se agachó a su lado e intentó levantarla, pero al ver que la única señal de vida que daba era la respiración, empezó a preocuparse. Llamó a la recepción y pidió que enviasen a un médico. Le ofrecieron mandarle a alguien para que le hiciese unos primeros auxilios, pero se negó. Si, tal y como sospechaba, el alcohol era la causa del desvanecimiento, cuanta menos gente lo supiese, mejor. La tomó en brazos y la llevó a su dormitorio. Observó su cuerpo inerte y se preguntó si debía haber llamado a una ambulancia, o si debía meterla en su limusina y llevársela al hospital.
A pesar del maquillaje, Valente se dio cuenta de que las ojeras de Caroline acentuaban su palidez. También se fijó en que estaba muy delgada, a excepción de la zona de los pechos y de las caderas. Cinco minutos más tarde llegó el médico.
El doctor Seaborne miró a su diminuta paciente con el ceño fruncido y preguntó qué edad tenía. Valente se sintió indignado al tener que buscar en el bolso de Caroline su carné de conducir para demostrar que no tenía afición por las chicas menores de edad. En ese momento sonó el teléfono móvil de Caroline y Valente lo apagó.
Nada impresionado por su paciente ebria, el doctor examinó a Caroline lo mejor que pudo y dijo que no merecía la pena buscar más ayuda sólo porque se hubiese desmayado.
A pesar de estar muy alterado por haber sido tratado como un pervertidor de menores borrachas, Valente supo que no podía mandar a Caroline de vuelta a su casa en aquel estado. Furioso con ella por haberlo puesto en semejante situación, le quitó el vestido y la metió en la cama.
Caroline tuvo que hacer un gran esfuerzo para recuperar la consciencia. Le dolía la cabeza, tenía la boca seca y le molestaba el estómago. Se apoyó en las almohadas gimiendo y abrió los ojos en una habitación que le era completamente desconocida. Presa del pánico, salió de la cama, y se sintió consternada al ver aparecer a Valente en la puerta.
–He oído que te levantabas –le dijo éste–. Te pediré algo de desayunar.
Caroline intentó taparse con la colcha y se agarró al poste de la cama.
–No, gracias –dijo con voz débil, angustiada al darse cuenta de que no había vuelto a su casa la noche anterior y de que no recordaba nada de lo que había ocurrido después de vomitar.
Valente se apoyó contra el marco de la puerta, parecía un modelo posando.
–Come. Te sentirás mejor. Y tal vez te vengan bien un par de pastillas.
–¿Por qué no me llevaste a casa? –le preguntó Caroline sin mirarlo, viendo que en la almohada que había al lado de la suya había la huella de una cabeza–. Dios mío… ¿hemos dormido juntos?
–El sofá era demasiado pequeño para mí.
–¿Hemos…? Quiero decir…
–¿Tan desesperado piensas que estoy?
–Entonces, no hemos hecho nada. Mejor.
–Sí, mejor, pero no vuelvas a beber tanto.
–No lo haré. Fue un horrible error y siempre aprendo de mis errores.
–Algún otro hombre se habría aprovechado de ti en semejantes condiciones.
–Está bien, mensaje recibido –respondió Caroline, avergonzada–. Si te parece bien, voy a darme una ducha.
Valente asintió.
–El desayuno estará esperándote cuando hayas terminado.
Recogió su vestido azul del suelo y se fue al cuarto de baño tapada con la colcha. Allí se preguntó qué hora sería y se miró el reloj. Eran las ocho en punto. Era probable que sus padres no volviesen a casa hasta la hora de la comida. Dio las gracias por haber tenido tanta suerte y se metió en la ducha.
¡Qué desastre era! ¿Cómo podía haber bebido tanto?
Salió de la ducha, se vistió con la ropa de la noche anterior e hizo lo que pudo con su pelo, pero el alcohol había hecho que tuviese el rostro pálido y cansado. Salió a reunirse con Valente a regañadientes. Éste le dio un par de pastillas y un vaso de agua primero, y ella se las tomó sin protestar porque se sentía fatal. En la mesa había muchas cosas para comer. Caroline comió un poco para intentar que se le sentase el estómago. Mientras comía, bebió grandes cantidades de café solo. Valente le relató la visita del doctor la noche anterior y ella volvió a sentirse avergonzada.
–Anoche sonó tu teléfono móvil y lo apagué –le dijo después.
Caroline buscó el teléfono en su bolso y lo volvió a encender. Frunció el ceño al ver que tenía varias llamadas perdidas y se puso nerviosa al ver que la habían llamado tanto su madre como su tío Charles en varias ocasiones.
–¿Qué ocurre? –le preguntó Valente.
Caroline ya estaba marcando el número de su tío, que respondió enseguida.
–¿Caroline? Gracias a Dios que te has puesto en contacto conmigo.
Luego le contó que su padre se había encontrado raro la noche anterior y se lo habían llevado al hospital. Su madre, que lo había acompañado, había llamado a Charles esa mañana para preguntarle si debía llamar a la policía porque que no conseguía localizar a Caroline.
–Iré directa al hospital –le aseguró ella a su tío.
–¿Al hospital? –repitió Valente levantándose y agarrándola de un brazo–. ¿Qué ha pasado?
Con los ojos llenos de lágrimas, Caroline le relató lo que le había contado su tío y marcó el número del hospital para que le diesen un mensaje a su madre de que llegaría allí lo antes posible.
–Yo te llevaré ahora mismo –le dijo Valente–. Pero ¿para qué iba a llamar tu madre a la policía? ¿Nunca pasas la noche fuera de casa?
–Por supuesto que no. Anoche no me preocupé porque di por hecho que estarían en casa del tío Charles –se lamentó–. Ahora sabrán que no he dormido en casa y se sentirán muy decepcionados conmigo. ¿Con quién voy a decirles que estaba? Si les digo la verdad, se armará una buena.
–Eres una adulta, no una niña, piccola mia. No tendrías por qué darles ninguna explicación. Y has estado varios años casada. No puedo creer que sigas permitiendo que tus padres dirijan tu vida.
–¡Eso no es así! –protestó ella enfadada–. No suelo salir por las noches y saben que no tengo novio. Así que es normal que se preocupen si no estoy en casa una noche. Al contrario que tú, yo llevo una vida muy tranquila. ¿Por qué demonios apagaste mi teléfono?
A eso Valente no pudo contestar.
–Me siento fatal. Todo el mundo pensará que he tenido un lío de una noche cuando me vean salir del hotel con esta ropa.
–Estaba claro que todo iba a salir mal. Tú y yo somos demasiado diferentes.
Bajaron a recepción y Caroline intentó pasar desapercibida, pero Valente le dio la mano y la condujo hacia la boutique del hotel.
–Ya he llamado por teléfono –le dijo.
Una vendedora se acercó a ellos sonriendo.
–¿El señor Lorenzatto? Creo que tengo exactamente lo que están buscando.
Sonriendo, le tendió a Caroline una gabardina color azul para que se la probase.
Ésta se la puso y se ató el cinturón.
–Te queda perfecta –le dijo Valente, pagándola antes de volver a salir al hall del hotel.
–Ya te devolveré el dinero –murmuró Caroline, sintiéndose aliviada, ya que su madre no se daría cuenta de que iba vestida de noche.
–Es la ventaja de ser la amante de un hombre rico, que nunca pagas –le respondió él.
–No sabía que todavía estuviese en pie tu propuesta –le dijo Caroline mientras salían a la calle, donde los esperaba todo el séquito de Valente, que la miraba con curiosidad.
Valente se dio cuenta de que todos los hombres miraban a Caroline. Aunque ella no hiciese ningún esfuerzo por atraer la atención masculina, irradiaba feminidad y sex-appeal. Apretó los dientes con fuerza. Unos minutos antes había pensado que no quería tener nada que ver con ella, pero la idea de dejarla libre, al alcance de cualquier otro hombre, no le gustaba nada.
Volvió a mirarla.
–Vas a aceptarla, ¿verdad? –le preguntó.
Ella asintió muy despacio.
–Entonces, ¿piensas que lo puedes hacer mejor que anoche?
–Eso, seguro –le respondió ella.
Valente le sonrió de nuevo por primera vez desde que lo había dejado plantado en el altar.