NO HACE falta que entres conmigo –le dijo Caroline a Valente cuando la limusina se detuvo delante del hospital.
Valente la ignoró y siguió andando a su lado.
–Seguro que tienes cientos de cosas más importantes que hacer –insistió ella casi sin aliento.
Preguntaron dónde estaba el padre de Caroline y, cuando se dispuso a seguirla, ella lo agarró por las solapas.
–No puedes permitir que mis padres te vean, ni que sepan que estuve contigo anoche.
–¿Eres una niña o una adulta?
–No se trata de mí ni de ti, sino de la salud de mi padre. No debe llevarse ningún disgusto. Está en lista de espera para una operación de corazón –le explicó.
–No obstante, me gustaría hablar con ellos.
–Eres el tipo que ha comprado su negocio y que va a echarlos de su casa –le recordó Caroline–. ¿Por qué iban a querer verte, con lo preocupados que están por la salud de papá?
Al final, Valente accedió a esperarla en la esquina del pasillo donde estaba su padre, las cortinas estaban entreabiertas y Valente pudo ver a los Hales. Le sorprendió que hubiesen envejecido tanto desde que no los había visto.
No obstante, en cuanto oyó hablar a Isabel, supo que seguía siendo la misma mujer controladora.
–¿Dónde estuviste anoche? –le preguntó a Caroline en tono acusador–. Estábamos muy preocupados por ti.
–Bueno, bueno –intervino Joe–. Con la edad que tiene, no hace falta que se pase todas las noches en casa.
–Tuve una reunión con Valente –respondió Caroline, decidiendo ceñirse a la verdad lo máximo posible–. Como sabía que estabais con el tío Charles, apagué el teléfono. Siento que no hayáis podido contactar conmigo antes.
–¿Fuiste a ver a ese italiano a escondidas? –inquirió su madre, furiosa.
–Ya sabes que tenía que ir a verlo ayer por la mañana –se defendió Caroline–. ¿Cómo te encuentras, papá?
–Cansado, eso es todo.
–No podemos dejarlo pasar. Es un asunto de decencia –continuó Isabel–. Me niego a seguir hablando contigo, Caro, hasta que no nos digas por qué no volviste a casa anoche.
Caroline guardó silencio mientras intentaba inventarse una historia que sonase convincente. ¿Podía decir que había estado en Winterwood, pero no había oído el teléfono? ¿O debía plantarse y decir que era lo suficientemente mayor como para tener cierta intimidad? Aquél no era el momento ni el lugar. Miró a su madre a los ojos y se sintió como la peor hija del mundo, pero supo que no sería feliz hasta que no le plantase cara.
Valente apartó la cortina y apareció a su lado.
–Anoche no pude permitir que Caroline volviese sola a una casa vacía. Winterwood está lejos, apartada de todo, y pensé que tenía más sentido que pasase la noche en el hotel.
Isabel Hales lo fulminó con la mirada y abrió la boca, pero su marido ya estaba dándole a Valente las gracias por su decisión.
–Fue una buena idea, dadas las circunstancias –dijo Joe.
–Por supuesto, Caroline protestó –continuó Valente.
–Sí –admitió ésta, hecha un manojo de nervios–. Papá, pareces cansado, deberías dormir un poco.
–Permita que la acompañe a casa –le dijo Valente a Isabel Hales–. Debe de estar agotada, si ha pasado aquí toda la noche.
–Joe me necesita –respondió ella, mirándolo con desconfianza.
–Estaré bien, ya volverás luego –le dijo su marido, agarrándola de la mano.
Valente vio lágrimas en los ojos de Isabel y pensó que, al fin y al cabo, también tenía su lado humano.
Isabel se sentía dolorida después de tanto tiempo sentada, así que le pidió ayuda a su hija para incorporarse. Habló con la enfermera antes de marcharse y salieron del hospital mucho más despacio de lo que habían entrado. A Caroline le sorprendió que su madre hubiese aceptado volver a casa en el coche de Valente, pero se dio cuenta de que estaba muy cansada.
En cuanto Isabel Hales se dio cuenta de que el medio de locomoción era una limusina, empezó a ser mucho más simpática y empezó a tratar a Valente como si fuese un viejo amigo y no alguien a quien había tratado con todo desprecio. Pronto fue evidente que su madre estaba impresionada por la riqueza de Valente y Caroline se sintió avergonzada al pensar que él también se habría dado cuenta.
Valente las acompañó a la puerta de la casa y después apoyó una mano en el hombro de Caroline.
–Te llamaré mañana –le dijo.
–No es necesario.
–Sí que lo es –la contradijo él.
–Estaré en el hospital con papá –le advirtió ella.
–Pero no todo el día –intervino Isabel Hales.
–Tengo que terminar un pedido antes del viernes –añadió Caroline sin poder creer en el alarmante cambio de actitud de su madre.
–Cenaremos juntos mañana por la noche, bella mia. Mandaré un coche para que te recoja a las siete –insistió Valente.
–¿Mamá, qué estás haciendo? –le preguntó Caroline a su madre en cuanto Valente se hubo marchado.
–No, ¿qué estás haciendo tú? –inquirió su madre–. Tu camionero se ha convertido en un hombre rico y tan dispuesto como hace unos años…
–¡De eso nada! –replicó ella.
–No es momento de ser tímida, Caro –le dijo su madre–. He visto cómo te mira. Es el dueño de nuestro negocio. Y de nuestra casa. Tú te pasas el día trabajando, pero eres más pobre que las ratas. Un marido rico resolvería todos tus problemas.
–¡No, no lo haría! –respondió Caroline–. ¡No tengo intención de volverme a casar!
–No todos los hombres son como Matthew –comentó su madre.
Caroline, que ya iba en dirección a las escaleras, se giró bruscamente.
–¿Qué has querido decir con eso, mamá?
Isabel suspiró.
–Sé que Matthew tenía otros… diremos… intereses. Como aquella secretaria de grandes pechos a la que contrató. La camarera de The Swan. La mujer del mecánico. ¿Quieres que continúe?
–No, no tenía ni idea de que lo supieses. Nunca dijiste nada.
–No era asunto mío –respondió Isabel.
–¿No? Siempre ponías a Matthew por las nubes. Pensabas que era perfecto porque había ido a una universidad privada. Nunca miraste más allá de la superficie. Me convenciste de que mi amistad con él sería mucho mejor base para el matrimonio que lo que tenía con Valente.
Isabel frunció el ceño al ver que su hija le levantaba la voz.
–Contrólate, Caro. Tengo que admitir que Matthew me decepcionó como yerno, pero jamás habría imaginado que le gustarían las mujeres vulgares con los pechos grandes.
Caroline se quedó pálida cuando su madre le recordó las preferencias de su difunto marido.
–¿Por qué no me dijiste que lo sabías? Para mí habría sido muy importante poder confiar en ti.
–No habrías querido hablar de algo tan desagradable con tu madre. Y ya sabías lo que tenías que hacer, fingir que no te enterabas de nada. No me necesitabas.
Caroline se giró, le picaban los ojos. Al principio, no había querido fingir que no se enteraba de lo que ocurría, pero Matthew le había dicho que no iba a tolerar que interviniese en su vida privada. Le había recordado una y otra vez que era una mujer anormal y que él necesitaba que otras mujeres le diesen lo que ella no le daba.
–Matthew y tú teníais muchas cosas en común. Todo tendría que haber salido bien –comentó Isabel con pesar–. Y pensamos que sería perfecto para cubrir nuestras necesidades también.
–¿Vuestras necesidades?
–No seas inocente, Caro. Sabes que tu padre y yo siempre deseamos que te casases con alguien capaz de heredar el negocio. Matthew parecía ser la persona adecuada.
–¿Por eso insististe tanto en que me casase con él? –inquirió Caroline.
–Erais muy amigos. Os conocíais de toda la vida.
–¿Por qué decidieron los padres de Matthew invertir en Hales cuando nos casamos?
–Porque querían que sentase cabeza y a nosotros nos alegró poner la empresa en sus manos.
–¿De verdad?
Caroline estaba empezando a darse cuenta de que su matrimonio había tenido lugar debido a un acuerdo entre su familia y la de Matthew.
–Tu padre pensó que la empresa necesitaba aire fresco. Matthew era joven y dinámico.
–Así que los Bailey invirtieron en Hales porque su hijo iba a ocupar la dirección. ¿Es ése el único motivo por el que se casó conmigo?
–No seas ridícula, Caro –replicó su madre–. Matthew te quería…
–No –la interrumpió ella–. Matthew nunca me quiso. De eso estoy segura. Pero tenía gustos caros y sus padres estaban empezando a cansarse de pagárselos.
–Dios mío, Caro, qué cosas dices.
Caroline se contuvo para no seguir hablando.
–Me voy a la cama.
–No sé qué te pasa –le dijo su madre.
–No, nunca me has entendido –admitió ella.
–No seas patética –le dijo Isabel exasperada–. Tu padre y yo pensamos que era lo mejor para ti.
–Pero yo quería a Valente –respondió Caroline con voz temblorosa.
–Y todavía puedes tenerlo, si eres lo suficientemente lista como para volver a pescarlo.
Caroline se metió en la cama y se puso a llorar por haberse dejado engañar cinco años antes.
Pasó gran parte del día siguiente con su padre, esperando con paciencia a que le hiciesen pruebas y obligándolo a descansar. Por la tarde volvió a casa para trabajar. Cuando terminó, recordó que sólo quedaba una hora para su cita con Valente.
–¿Ahora vas a arreglarte? –le preguntó su madre al verla subir las escaleras–. ¡Eres un desastre!
–Gracias –respondió Caroline.
–Hasta las chicas guapas tienen que hacer un esfuerzo –continuó Isabel–. No has ido a que te peinen, ni a que te hagan la manicura.
Caroline miró a su madre fijamente.
–Lo único que no te gustaba de Valente era que era pobre. Ahora que es rico te parece más que aceptable.
–Si pretendes seguir insistiendo en hablar del pasado, no diré nada más, pero tienes que esforzarte más en mantener a un hombre, Caro. Tal vez Matthew hubiese estado más tiempo en casa si tú hubieses prestado más atención a tu aspecto.
Las palabras de su madre, que debía haber sabido lo infeliz que era en su matrimonio, le dolieron más que una bofetada. Subió a su dormitorio y buscó en el armario algo que ponerse, pero no tenía nada estiloso. Al final escogió un vestido color crema de manga larga y una chaqueta que se había puesto en una ocasión para una boda y fue a darse una ducha.
Por vez primera reconoció que Matthew había sido un matón, que la había dejado sin energía, haciendo continuamente que perdiese la confianza en sí misma. Su familia política la había acusado de sus ausencias, sugiriendo con frecuencia que Matthew habría estado más en casa si ella le hubiese dado un hijo, pero Caroline pensaba que, si hubiese sido así, Matthew, que nunca había querido crecer, habría salido huyendo. No obstante, ya no sabría nunca si su marido le habría sido fiel si ella no hubiese sido frígida. Frígida. Qué palabra más horrible e inapropiada, pensó Caroline mientras se secaba el pelo y se lo alisaba. No pensaba que esa palabra pudiese describir el pánico y el miedo que la habían consumido frente a la amenaza del sexo. Se estremeció al volver a pensar que era típico de Valente desear lo que no podía tener.
Se maquilló un poco, se puso unos zapatos color crema con poco tacón y bajó para meterse en la limusina que la estaba esperando. Antes de marcharse, su madre la llamó y le dijo:
–Entenderé que hoy llegues muy tarde, pero que sepas que me parece que te comportas con demasiada sobriedad.
A Caroline le entraron ganas de echarse a reír. Allí estaba la manipuladora de su madre, diciéndole que no pasaba nada si se acostaba con Valente porque, si no lo hacía, no conseguiría cazarlo. En esos momentos, ella estaba más preocupada por su padre. Si Hales cerraba, se lo tomaría muy mal, ya que se culparía por ello. Caroline tenía que aceptar que existía la posibilidad de que su padre falleciese antes de que lo operasen, y eso le hizo sentir fatal.
Valente observó cómo Caroline atravesaba el salón para acercarse a él. Se había puesto un vestido mucho menos atrevido que el de la noche anterior, que la tapaba del cuello a la rodilla y era recto. Sí se había dejado el pelo suelto, enmarcando su exquisito rostro. Lo miró a los ojos como una prisionera que se dirigiese a la horca. Fue una imagen que molestó y ofendió a un hombre acostumbrado a que las mujeres lo admirasen y deseasen.
Caroline vio apreciación en la mirada de Valente, que la intimidaba, la ponía nerviosa y le recordaba su propia incapacidad para responder.
–Ese vestido es tan horrible que estoy deseando arrancártelo –le confesó Valente mientras Caroline leía la carta.
Ella palideció y levantó la vista con miedo.
–Es una broma, piccola mia –añadió enseguida–. Estoy deseando verte vestida con ropa de diseño que te siente bien.
–He perdido peso desde que Matthew murió. No me sirve casi nada de lo que tengo –le dijo ella.
Él le acarició el dorso de la mano, que Caroline tenía cerrada sobre la mesa. Ella tembló al notar cómo le subía un escalofrío por todo el brazo.
–Intenta relajarte. Me estás poniendo nervioso.
–No pensé que eso fuera posible.
–Contigo, todo es posible –le respondió Valente–. ¿Estás preocupada por tu padre?
Caroline hizo una mueca.
–Por supuesto. Necesita que lo operen de manera urgente.
–Pero ahora está en un hospital público, donde supongo que hay una lista de espera para dichas operaciones, y tendrá que aguantar hasta que le toque –le recordó Valente–. Yo podría pagar la operación en un hospital privado y tu padre no tendría que esperar tanto.
Caroline se mostró sorprendida y lo miró fijamente.
–No puedo creer que me estés ofreciendo algo así…
–¿Por qué no? Quiero volver a tenerte en mi vida, cueste lo que cueste.
Ella frunció el ceño, consternada.
–No puedes jugar con la vida de la gente, Valente. Nadie debería hacerlo.
Él se reclinó en su silla y la miró con decisión, como si estuviese retándola.
–Cueste lo que cueste –repitió en tono dulce.
Fue entonces cuando Caroline se dio cuenta de que le acababa de hacerle una oferta que no podía rechazar…