HASTA que aterrizaron en la Toscana Caroline dio por hecho que iban en dirección a Venecia. En esos momentos iban en coche, por una carretera rodeada de bosque, con pequeños pueblos en las laderas de las montañas e hileras de parras iluminadas por el sol del atardecer. Era un paisaje precioso. Por fin, cedió a la curiosidad.
–¿Adónde vamos?
–A Villa Barbieri. Era de mi abuelo, Ettore.
–¿Cuándo falleció?
–Hace tres años.
–¿Estabais muy unidos?
–No desde el punto de vista sentimental, si es a eso a lo que te refieres, pero a pesar de tener muy pocas cosas en común, aparte de nuestra sangre, nos entendíamos muy bien –respondió Valente en tono frío.
Caroline no estaba preparada para recorrer el camino de gravilla, enmarcado por altos cipreses, que llevaba a la casa más grande y magnífica que había visto en toda su vida, y que no tenía nada que envidiar a un palacio.
–Dios mío –murmuró, con los ojos abiertos como platos–. ¿Quién era tu abuelo?
–Era conde, con otra docena de títulos menos importantes y una alcurnia que se remontaba a la Edad Media. Un hombre orgulloso e inteligente que decidió reconocer mi existencia cuando el resto de su familia lo defraudó.
–Parece una historia fascinante.
–Una historia que prefiero no compartir, piccola mia. Conténtate con saber que tu madre se quedará encantada cuando le mandes una foto y le digas que formo parte de la aristocracia.
Caroline se puso colorada, pero no le llevó la contraria. Todo el mundo sabía que su madre admiraba el estatus social y la riqueza.
Valente la acompañó dentro de la casa, pasaron al lado de alcobas adornadas con estatuas de mármol y de una exposición de óleos. Fueron recibidos en un vestíbulo circular por un hombre mayor que les hizo una reverencia, y por el resto del personal de servicio.
–El responsable de la casa. El irreemplazable Umberto –dijo Valente sonriendo mientras el hombre se acercaba.
Caroline estaba tan sorprendida por lo que acababa de descubrir acerca de la vida de Valente en Italia que, a pesar de que Umberto se dirigió a ella en inglés, no fue capaz de responderle más de dos palabras juntas. Cinco años antes, Valente le había descrito el minúsculo apartamento en el que vivía en Venecia, y en esos momentos daba la sensación de que vivía como la realeza. La que había sido su rana se había convertido en un príncipe, aunque Caroline no esperaba que el final de aquella historia fuese de cuento.
La tensión se rompió cuando vio una bola de pelo a la que conocía muy bien corriendo hacia ella.
–Koko… –exclamó Caroline, que nunca se había alegrado tanto de ver a su mascota.
La gata Siamesa se enrolló cariñosamente alrededor de los tobillos de Caroline antes de que ésta la levantase para acariciarla. Valente se acercó a examinar el animal. Los ojos de Koko brillaron y se le erizó el pelo de la espalda, la gata bufó y enseñó los dientes.
–No, Koko –le dijo Caroline con el ceño fruncido, antes de añadir sin pensarlo–: Matthew tampoco le gustó nunca.
Valente apretó la mandíbula y ella se dio cuenta de que no le había gustado el comentario.
La cena los esperaba en un comedor tan grande e imponente como el resto del edificio. Mientras les servían unos platos exquisitamente cocinados y presentados, Koko se sentó a sus pies y estuvo gimoteando hasta que Caroline permitió que se subiese a su regazo.
–Es un gato muy mimado –observó Valente.
–Es probable, pero le tengo mucho cariño –admitió Caroline, pensando en la cantidad de veces en las que el animal le había hecho compañía y le había dado cariño cuando se sentía mal.
En ese momento, consciente de que Valente se daba cuenta cuando no comía, hizo un esfuerzo real por tener apetito y consumir una cantidad razonable de la comida que le servían. Lo que le molestaba era estar intentando complacer a Valente, del mismo modo que había intentado complacer a Matthew, y había fracasado. ¿Cuándo podría hacer lo que a ella le apeteciese? Cuando terminaron de cenar, Valente se dirigió a Umberto en italiano y la hizo subir la magnífica escalera de mármol.
–Ésta es tu habitación –le anunció, cerrando la puerta antes de que le diese tiempo a entrar a la gata, dejando claro cuál era el límite.
Era una habitación grande, amueblada con antigüedades y adornada con espléndidos arreglos florales. Valente abrió varias puertas y le enseñó el cuarto de baño y el vestidor y, finalmente, una tercera y última puerta.
–Ésta es mi habitación. Me gusta tener mi propio espacio, piccola mia.
Caroline se quedó inmóvil en el centro de la habitación, sintiéndose más rechazada que reconfortada con aquella información. Aquello le recordó que Valente no había deseado casarse con ella, que lo había obligado, y que era probable que él sintiese cierto resentimiento al respecto. Aquella sospecha hizo que se estremeciese. No quería meterse en la cama con un hombre de mal humor.
Llamaron a la puerta y Valente fue a abrir. Umberto entró con champán y sirvió dos copas, mientras el silencio sepulcral crispaba todavía más los nervios de Caroline.
–Yo no quiero –dijo cuando Valente le tendió una copa, ya que temía que le sentase mal.
Valente dio sólo un trago de su copa antes de acercarla a él muy despacio, pero con decisión, sin dejar de mirarla con los ojos brillantes.
–Ahora, demuéstrame que va a gustarme estar casado –le pidió.
Aquello la dejó sin habla, y Caroline sintió que la tensión le agujereaba la armadura que se había puesto.
–Voy a decepcionarte –le dijo sin pensarlo.
–Eso sería imposible –la contradijo Valente.
Luego le quitó la chaqueta con tanto cuidado que Caroline no se dio cuenta de que lo estaba haciendo hasta que no la vio a un lado. La hizo girar como si fuese la muñeca con la que la había comparado un rato antes y le desabrochó la cremallera del vestido. Le dio un beso en uno de los hombros y el vestido cayó.
Caroline sacó los pies de él, demasiado consciente de que llevaba puesta la lencería que él le había regalado.
–Estás fantástica –le dijo Valente.
–¿Cómo en un sueño? –preguntó ella con voz temblorosa.
Valente tomó su mano y la hizo girar para estudiar su cuerpo con detenimiento.
–Sí… No puedo creer que por fin te tenga aquí, bellezza mia.
Entonces se inclinó y la besó apasionadamente. Jugó con su labio inferior y lo recorrió con la lengua antes de meterla en su boca. Caroline se estremeció, asustada por su pasión y su fuerza, pero luchando contra el miedo con todas sus fuerzas. De repente, Valente la tomó en brazos y la llevó hasta la enorme cama. Y su imaginación se puso inmediatamente por delante de la vergüenza de estar casi desnuda, del dolor y del resentimiento.
Valente la miró fijamente. Estaba muy rígida encima de la cama y eso le hizo fruncir el ceño. Caroline era imprevisible. Había sido ella la que había insistido en casarse y, a pesar de ser una cazafortunas, no había puesto ninguna pega al contrato prematrimonial que le había hecho firmar. Sus abogados se habían alegrado mucho y le habían asegurado que su riqueza no corría peligro. Era evidente que lo que más excitaba a Caroline no era el dinero, ¿pero y si lo que quería era conseguir un estatus social? Valente no terminaba de entenderla.
Era tímida, siempre lo había sido, y estaba un poco nerviosa, pensó Valente mientras se quitaba la chaqueta, la corbata y los zapatos. Una mujer que había estado casada cuatro años no tenía por qué estar tan nerviosa, ¿o sí?
Caroline se esforzó por mantener la respiración acompasada, pero estaba tan excitada que tenía ganas de gritar. No obstante, lo que iba a hacer era relajarse y pensar en Inglaterra, como debían de haber hecho innumerables mujeres a lo largo de los siglos. Era evidente que no iba a disfrutar. No obstante, iba a funcionar con él, iba a funcionar, se repitió una y otra vez. Se quitó los zapatos y se metió entre las sábanas mientras se preguntaba qué le diría Valente si le pedía que apagase la luz. Cuando por fin lo miró, ya estaba en calzoncillos y el increíble tamaño de su erección la asustó. No iba a poder darle lo que quería.
Valente pensó, con el ceño fruncido, que estaba completamente pálida e inmóvil. ¿Querría o no querría hacerlo? Era extraño, pero jamás se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que Caroline no lo desease. ¿Tan vanidoso era que no había barajado dicha opción? No obstante, había vuelto a sentir la química que había entre ambos, igual que cinco años antes, el deseo mutuo. Tranquilizado por esa convicción, Valente se tumbó en la cama con ella y dejó que su cuerpo delgado y bronceado tocase ligeramente el de ella mientras la besaba. Y supo que a Caroline le había gustado el beso, porque había dejado escapar un ligero gemido de placer, pero cuando notó su erección contra el muslo y que le había desabrochado el sujetador se dio cuenta de que era demasiado pronto.
Caroline no podía evitar recordar las burlas de Matthew y se encogió cuando notó que Valente le acariciaba un pecho. Una especie de ardor la recorrió y se quedó inmóvil, preparándose para sentir un malestar y un dolor peor.
–Tienes unos pechos preciosos, bellezza mia –le susurró Valente con voz ronca, admirando su piel fina, como de porcelana y el pezón rosado, que parecía una flor. Inclinó la cabeza para explorar aquel pedazo de piel con la boca.
Caroline no pudo evitar empujarlo de los hombros y abrir mucho los ojos debido al miedo.
–Por favor, no…
Él se quedó inmóvil, sorprendido.
–¿No te gusta? Bene… no hay problema.
Ella cerró los ojos con fuerza y respiró hondo. Por supuesto que había problemas. ¡Todo lo que estaba sintiendo era un gran problema! Notó la mano de Valente en su muslo y se puso rígida mientras se repetía una y otra vez que no le estaba haciendo daño. Aun así, no podía dejar de temblar.
Bajo la luz de la lámpara, Valente la estudió confundido. No sólo estaba pálida, sino que no respondía a sus caricias. Tenía la piel sudorosa y su mente lo rechazaba. Ninguna otra mujer había respondido así con él, y eso hirió su orgullo.
–¿Qué te pasa? –le preguntó–. Es nuestra noche de bodas y me estás haciendo sentir como un violador.
Ella levantó la mirada.
–Lo siento… Es sólo que estoy nerviosa.
«No me desea», pensó Valente mientras la miraba a los ojos y deseaba demostrarle lo contrario. No lo deseaba y él no quería admitir esa posibilidad. Hundió la mano en su pelo rubio y le levantó la cabeza para volver a besarla.
Caroline respondió instintivamente, se zafó de él y quiso apartarse tanto que terminó en el suelo. Se agarró al colchón y se incorporó. Estaba mareada debido al estrés y al miedo.
–No puedo… ¡No puedo hacer esto contigo!
Él la miró sorprendido, con incredulidad, apartó las sábanas y se levantó de la cama. Caroline se abrazó con fuerza mientras lo veía ponerse los calzoncillos. Era evidente que estaba tenso y molesto. Una vez más, lo había decepcionado y le había hecho daño. Se sintió como si estuviese sangrando por dentro y se odió a sí misma por ello.
–Quiero saber qué está pasando aquí –le dijo entonces, Valente, mirándola a los ojos–. Querías que me casase contigo…
–Lo sé. Lo sé. Y lo siento…
–Me da igual que lo sientas. Quiero una explicación.
Ella lo miró también y se puso nerviosa al darse cuenta de que los calzoncillos de seda no podían ocultar el bulto de su erección. Se sintió culpable.
–Ya te dije que no se me daba bien el sexo.
–Lo que acaba de ocurrir en esa cama es algo más que eso –replicó Valente–. Te has convertido en una estatua de mármol en cuanto te he abrazado, y luego me has empujado como si te estuviese atacando.
–Pensé que contigo sería distinto… Lo siento mucho. No he podido soportarlo.
Valente se quedó sólo con la última frase y pensó que no soportaba que la tocase, que estuviese cerca de ella.
–Entonces, ¿por qué te has casado conmigo? –le preguntó enfadado.
Ella se sintió todavía más desnuda de lo que estaba.
–Me gustaría vestirme para que podamos… hablar.
–Maledizione… ¡Habla ahora! –exclamó él–. Ya he escuchado bastantes tonterías.
Caroline retrocedió y se encerró en el baño que tenía justo detrás. Una vez allí, se quitó la lencería que todavía llevaba puesta con manos temblorosas. Odiaba aquella ropa interior tan sexy, que sólo le recordaba su ineptitud en el campo de la seducción.
–Se me está agotando la paciencia. Si no sales, tiraré la puerta abajo –le advirtió Valente desde el otro lado.
Caroline tomó la bata de seda azul turquesa que había colgada en la puerta y se la puso. Debía de ser para alguien mucho más alto y olía al perfume de otra mujer. Era normal que Valente hubiese tenido otras amantes, probablemente cientos de ellas, y todas le habrían dado más placer del que ella podría hacerle sentir jamás. Oyó que golpeaban la puerta con fuerza y miró a su alrededor en busca de una salida, pero estaba acorralada. El cerrojo saltó al segundo golpe y la puerta se abrió de par en par.
Valente la vio allí de pie, recta y desafiante, como una mártir, tapada con la bata de su última amante. No le gustó que esa bata estuviera allí. No era el mejor momento para recordar la voluptuosa sensualidad de Agnese en la cama. Agnese, que no se había saciado nunca de él. Agnese, que le había rogado que siguiese viéndola incluso después de su matrimonio y que se había atrevido a sugerirle que ninguna esposa podría reemplazarla. Y Agnese, cuya belleza y vanidad habían sido legendarias, había tenido razón por una vez.
–¿Cómo te atreves a hacerme algo así? –protestó Caroline, temblando.
Se sentía indefensa, amenazada, porque no sabía cómo calmar su ira.
–¿Cómo te atreves tú a quedarte ahí, temblando como si fuese a hacerte daño? –le replicó Valente, agarrándola por la muñeca y haciéndola volver al dormitorio–. Me merezco una explicación, ¿por qué insististe en casarte conmigo?
Era la pregunta que más había temido Caroline, ya que no tenía defensa posible.
–No podía aceptar ser tu amante –le contestó–. No habrías ayudado a mis padres ni a la empresa después de una experiencia como ésta. Por eso tenía que casarme contigo. Es culpa tuya. Me ofreciste tantas cosas por estar contigo que no pude decirte que no.
Él la fulminó con la mirada.
–Supiste desde el principio que lo único que quería de ti era sexo. Así que me has engañado.
Caroline apartó la vista de él y la bajó al suelo, se sentía culpable.
–No tenía elección, pero tenía la esperanza de que la cosa funcionase entre nosotros.
–¿A pesar de que te habías apartado de mí como si te diese asco la primera vez que nos habíamos vuelto a besar?
–No es eso lo que sentí.
–¿Cómo pudiste pensar que iba a funcionar? Sabías que te deseaba tanto que estaba ciego y no podía ver todas las señales que me estabas mandando. Mantuviste las distancias y me llevaste hasta el altar. ¡Eres una embustera y una falsa!
Cada una de las palabras de Valente se le clavaron como un cuchillo, recordándole sus errores, de los que ya era consciente.
–Sí, lo soy, pero intenté decirte la verdad desde el principio –le recordó ella–. Soy frígida. Es problema mío, no tiene nada que ver contigo.
–Dannazione! ¿Cómo no va a tener nada que ver conmigo? Me prometiste darme un hijo. ¿Qué esperanzas tengo ahora de lograr esa ambición?
–Ninguna, supongo –admitió ella, completamente pálida.
–Me has engañado, y no permito que nadie se marche sin pagar por lo que hace. Tal vez seas mi esposa, pero ¿durante cuánto tiempo? –inquirió en tono de burla–. Creo que se te ha escapado un detalle muy importante al hacer tus cálculos. Si el matrimonio no se consuma, será como si no hubiese ocurrido. Yo quedaré libre y tú no recibirás ninguna compensación.
Dicho aquello, Valente recogió la ropa que se había quitado, entró en la habitación de al lado y cerró la puerta con fuerza.
Lo que más le sorprendió a Caroline en ese momento fue que tuvo que hacer un esfuerzo extraordinario para no salir corriendo detrás de él. Y lo que le sorprendió todavía más fue lo mucho que le dolió su rechazo. Fue como si se le hubiese caído el techo sobre la cabeza y hubiese desaparecido el suelo bajo sus pies. No podía dejar de caer, y caer, y caer. «Lo único que quería de ti era sexo». Y aquello era lo único que no podía darle.
Toda la verdad había quedado al descubierto. ¿Se había casado con él por el bien de su familia? ¿Para salvar a los trabajadores de Hales del paro? ¿O porque había soñado con retroceder cinco años y recuperar por arte de magia el amor que había perdido? ¿Acaso no era cierto que lo que más había deseado había sido tener una segunda oportunidad con Valente? Pero lo pasado, pasado estaba, y no podía cambiarlo, como tampoco podía hacer nada por cambiar su disfunción sexual. Desesperada, se tumbó en la cama y se puso a llorar.
A pesar de que era tarde, Valente quería llamar a su equipo legal para que se pusiese a trabajar cuanto antes en anular aquel matrimonio. Había dejado las emociones a un lado y había pensado sólo en los negocios. No obstante, la idea de compartir con alguien que su esposa lo había rechazado en la cama, lo llevó a no hacer nada. Se sirvió una copa en el salón y salió al pórtico.
«Pensé que contigo sería distinto», recordó que le había dicho Caroline. ¿Tan mal le había ido con Matthew también? Valente empezó a calmarse al pensar aquello y se dijo que la culpa sólo podía haber sido de Matthew Bailey. Paseó por la galería mientras Umberto encendía velas sobre las mesas de piedra y lo miraba con preocupación. Valente intentó hacer un resumen de todo lo que sabía de Caroline.
Cinco años antes, había sido una chica tímida, inocente y cohibida, aunque jamás se había sentido atemorizada cuando la había tocado. Ninguna de sus reacciones había sido anormal. ¿Era él lo que la repelía? ¿O era el sexo en general? ¿Por qué se había encerrado en el baño, asustada? ¿Había temido que Valente no aceptase un no por respuesta? Nada más reconocer su terror, todo lo demás tuvo sentido. Había tenido que emborracharse para ir a su hotel. Había estado triste todo el día de la boda por miedo a lo que ocurriría por la noche.
Sin duda había sabido que tenía un problema grave, y no lo había compartido con él porque había tenido miedo de que él la dejase, siendo la única persona capaz de resolver los problemas de su familia. A pesar de comprenderlo, Valente no podía perdonarla por haberlo engañado. Y todavía le debía algunas respuestas.
Cuando Valente entró en su habitación sin previo aviso, Caroline levantó lentamente la cabeza de la almohada. Nunca había estado tan pálida. Estaba despeinada, con la nariz roja y los ojos hinchados. No obstante, verla tan apenada tranquilizó a Valente, que decidió que estaba más atractiva que nunca. Koko, que había conseguido entrar en el dormitorio, estaba hecho un ovillo al lado de su dueña.
–¿Qué quieres? –le preguntó ésta, poniéndose tensa.
Valente tomó al gato y lo echó al pasillo, aunque antes el animal logró clavarle una uña en el dorso de la mano.
–Puede estar en cualquier sitio, menos en los dormitorios –le dijo Valente a Caroline.
–Si no tenías nada más que decirme, ¿no podías haber esperado a mañana? –le preguntó ella.
–No, no podía esperar. He tenido un día horrible, y la noche está siendo todavía peor. Quiero saber por qué no te gusta el sexo.
–No puedo hablar de algo tan íntimo contigo –le dijo ella consternada.
Valente se sentó en el borde de la cama, con los ojos brillantes y oscuros como el ébano.
–Bueno, la otra opción es que hables de ello con un extraño. Con un terapeuta sexual –le sugirió.
Ella abrió mucho los ojos, claramente horrorizada.
–Supongo que prefieres hablar conmigo, aunque tal vez necesitases también la terapia.
–No quiero hablar de ello con nadie –espetó Caroline.
–Mala suerte –le dijo él, apoyando la espalda en las almohadas.
–¿Qué estás haciendo? –inquirió ella, nerviosa por su presencia de nuevo en la cama.
–Me estoy poniendo cómodo. Quiero que me cuentes cómo fue tu anterior noche de bodas.
Caroline se puso tensa y el color de sus mejillas se volvió a evaporar.
Valente la miró fijamente, sabía que había escogido un momento en el que Caroline era muy vulnerable, pero le había parecido el único modo de averiguar la verdad.
–¿Tuviste relaciones con él antes de la boda?
Caroline negó con la cabeza, en silencio. De hecho, durante las semanas previas a la boda con Matthew, casi no había estado a solas con él.
–No parecía interesarle –confesó–. Aunque entonces no me di cuenta, se casó conmigo por la empresa y porque le prometieron que él estaría al frente. Yo fui muy tonta. Di por hecho que estaríamos bien en la intimidad. Ya estábamos casados cuando me di cuenta de que le gustaba otro tipo de mujer.
–¿Cómo lo averiguaste?
Caroline se quedó inmóvil y miró hacia el techo antes de responder.
–La noche de bodas se puso borracho… –bajó la voz todavía más–. Hizo muchas bromas acerca de la falta de curvas de mi cuerpo.
Valente se puso tenso al oír aquello, le parecía increíble.
–Continúa…
–Se enfadó conmigo cuando no respondí como él quería. Había bebido mucho y se puso violento, me hizo daño –murmuró, angustiada y avergonzada–. Después, perdió el interés. Lo intentó un par de veces más, y al ver que no funcionaba se enfadó todavía más. Me dijo que se había vuelto impotente por mi culpa y empezó a dormir en la habitación de al lado.
–¿Y entonces cuándo consumasteis el matrimonio? –quiso saber Valente, destrozado por la información que acababa de obtener.
Caroline tragó saliva.
–Nunca. Matthew tuvo una aventura con una mujer que era más de su estilo que yo. Le gustaba hablarme de ella…
Valente se dio cuenta de lo mucho que Caroline había sufrido, se acercó más a ella.
–¿Me estás diciendo que no llegaste a tener sexo con él?
Caroline se puso de lado, dándole la espalda.
–Después de los tres primeros meses, no volvió a acercarse a mí. Mantuvo las apariencias con sus padres porque vivíamos con ellos. Por suerte, en una casa muy grande. Aunque Matt solía actuar como si yo no estuviese.
Valente la hizo girarse para poder verle la cara.
–¿Todavía eres virgen? –le preguntó.
–¿Qué tiene que ver eso con todo lo demás? –inquirió ella, avergonzada y enfadada al mismo tiempo.
–Para mí es muy importante, bellezza mia. Significa que todavía tengo lo que había pensado que me habían robado –le confesó, relajándose de repente–. ¿Qué más te hizo? ¿Te golpeó alguna vez?
–Sólo una vez… cuando descubrió que había buscado tu nombre en Internet.
Valente se sintió consternado. Pasó de sentirse alagado porque Caroline lo hubiese buscado en Internet, a ponerse serio al pensar cuál había sido el precio que había pagado por su curiosidad.
–Ya es hora de que nos durmamos –murmuró.
–¿Juntos? –preguntó ella nerviosa.
–Sí. Dormir separados sólo nos dividirá todavía más. Te prometo que no haré nada que tú no quieras. Y te aseguro también que no me enfadaré, que jamás seré violento y que nunca te haré daño –le prometió.
–¿No me obligarás a hacer nada que yo no quiera hacer? –insistió ella.
Valente apretó los dientes con fuerza y se alegró de que Matthew Bailey estuviese muerto y enterrado, ya que él odiaba a los hombres que abusaban de las mujeres.
–Por supuesto que no. Tendrás que aprender a confiar en mí.
–Va a costarme mucho –admitió ella, observando cómo entraba Valente en el vestidor, abría y cerraba puertas.
Salió de él con un puñado de prendas de seda de distintos colores.
–Te los he comprado como regalo de bodas. Quítate esa bata.
–¿De quién es? –le preguntó ella.
–De nadie importante.
Valente pensó que siempre le habían gustado los retos, y que nada de lo que había conseguido había sido sin esfuerzo. Por otra parte, Caroline había decidido casarse con el cretino de Matthew, y él no estaba dispuesto a esperar eternamente algo que tenía que haber sido suyo. Sabía que nunca se le había dado bien el celibato, así que la espera iba a ser todo un desafío.
Demasiado cansada para protestar, Caroline entró en el cuarto de baño. Allí se quitó la bata que había sospechado que pertenecía a la anterior amante de Valente y se puso un camisón antes de volver a la cama. Valente se estaba desnudando y ella apartó la mirada enseguida.
–No puedo hacerte más promesas, piccola mia –le dijo él–. Lo de esta noche lo ha cambiado todo entre nosotros.
–Sí –admitió ella, metiéndose entre las sábanas.
–No me gusta tomar decisiones precipitadas. Le voy a dar una oportunidad a nuestro matrimonio. Iremos poco a poco.
Las lágrimas empezaron a correr por el rostro de Caroline. Era una mercancía defectuosa, pero Valente iba a darle una oportunidad antes de mandarla de vuelta a Inglaterra. Una vez más, un hombre le estaba haciendo sentir que lo único que tenía que ofrecer era su cuerpo. Cerró los ojos con fuerza y deseó dormirse pronto, ya que prefería no pensar en el futuro.
Aunque no había nada que pensar. Valente terminaría divorciándose de ella. ¿Para qué iba a querer seguir casado con una mujer como ella? No había aportado ninguna dote al matrimonio y no podría darle un hijo. Se había repetido lo mismo que había ocurrido con Matthew, pero en esa ocasión ella tenía el corazón roto, y volvía a sentirse como una inútil.