Nací en 1632, en la ciudad de York, de una buena familia, aunque no de la región, pues mi padre era un extranjero de Brema que, inicialmente, se asentó en Hull. Allí consiguió hacerse con una considerable fortuna como comerciante y, más tarde, abandonó sus negocios y se fue a vivir a York, donde se casó con mi madre, que pertenecía a la familia Robinson, una de las buenas familias del condado de la cual obtuve mi nombre, Robinson Kreutznaer. Mas, por la habitual alteración de las palabras que se hace en Inglaterra, ahora nos llaman y nosotros también nos llamamos y escribimos nuestro nombre Crusoe; y así me han llamado siempre mis compañeros.

Tenía dos hermanos mayores, uno de ellos fue coronel de un regimiento de infantería inglesa en Flandes, que antes había estado bajo el mando del célebre coronel Lockhart, y murió en la batalla de Dunkerque contra los españoles.

Lo que fue de mi segundo hermano, nunca lo he sabido al igual que mi padre y mi madre tampoco supieron lo que fue de mí.

Como yo era el tercer hijo de la familia y no me había educado en ningún oficio, desde muy pequeño me pasaba la vida divagando. Mi padre, que era ya muy anciano, me había dado una buena educación, tan buena como puede ser la educación en casa y en las escuelas rurales gratuitas, y su intención era que estudiara leyes. Pero a mí nada me entusiasmaba tanto como el mar, y dominado por este deseo, me negaba a acatar la voluntad, las órdenes, más bien, de mi padre y a escuchar las súplicas y ruegos de mi madre y mis amigos. Parecía que hubiese algo de fatalidad en aquella propensión natural que me encaminaba a la vida de sufrimientos y miserias que habría de llevar.

Mi padre, un hombre prudente y discreto, me dio sabios y excelentes consejos para disuadirme de llevar a cabo lo que, adivinaba, era mi proyecto. Una mañana me llamó a su recámara, donde le confinaba la gota, y me instó amorosamente, aunque con vehemencia, a abandonar esta idea. Me preguntó qué razones podía tener, aparte de una mera vocación de vagabundo, para abandonar la casa paterna y mi país natal, donde sería bien acogido y podría, con dedicación e industria, hacerme con una buena fortuna y vivir una vida cómoda y placentera. Me dijo que sólo los hombres desesperados, por un lado, o extremadamente ambiciosos, por otro, se iban al extranjero en busca de aventuras, para mejorar su estado mediante empresas elevadas o hacerse famosos realizando obras que se salían del camino habitual; que yo estaba muy por encima o por debajo de esas cosas; que mi estado era el estado medio, o lo que se podría llamar el nivel más alto de los niveles bajos, que, según su propia experiencia, era el mejor estado del mundo y el más apto para la felicidad, porque no estaba expuesto a las miserias, privaciones, trabajos ni sufrimientos del sector más vulgar de la humanidad; ni a la vergüenza, el orgullo, el lujo, la ambición ni la envidia de los que pertenecían al sector más alto. Me dijo que podía juzgar por mí mismo la felicidad de este estado, siquiera por un hecho; que este era un estado que el resto de las personas envidiaba; que los reyes a menudo se lamentaban de las consecuencias de haber nacido para grandes propósitos y deseaban haber nacido en el medio de los dos extremos, entre los viles y los grandes; y que el sabio daba testimonio de esto, como el justo parámetro de la verdadera felicidad, cuando rogaba no ser ni rico ni pobre.

Me urgió a que me fijara y me diera cuenta de que los estados superiores e inferiores de la humanidad siempre sufrían calamidades en la vida, mientras que el estado medio padecía menos desastres y estaba menos expuesto a las vicisitudes que los estados más altos y los más bajos; que no padecía tantos desórdenes y desazones del cuerpo y el alma, como los que, por un lado, llevaban una vida llena de vicios, lujos y extravagancias, o los que, por el otro, sufrían por el trabajo excesivo, la necesidad y la falta o insuficiencia de alimentos y, luego, se enfermaban por las consecuencias naturales del tipo de vida que llevaban; que el estado medio de la vida proveía todo tipo de virtudes y deleites; que la paz y la plenitud estaban al servicio de una fortuna media; que la templanza, la moderación, la calma, la salud, el sosiego, todas las diversiones agradables y todos los placeres deseables eran las bendiciones que aguardaban a la vida en el estado medio; que, de este modo, los hombres pasaban tranquila y silenciosamente por el mundo y partían cómodamente de él, sin avergonzarse de la labor realizada por sus manos o su mente, ni venderse como esclavos por el pan de cada día, ni padecer el agobio de las circunstancias adversas que le roban la paz al alma y el descanso al cuerpo; que no sufren por la envidia ni la secreta quemazón de la ambición por las grandes cosas, más bien, en circunstancias agradables, pasan suavemente por el mundo, saboreando a conciencia las dulzuras de la vida, y no sus amarguras, sintiéndose felices y dándose cuenta, por las experiencias de cada día, de que realmente lo son.

Después de esto, me rogó encarecidamente y del modo más afectuoso posible, que no actuara como un niño, que no me precipitara a las miserias de las que la na turaleza y el estado en el que había nacido me eximían. Me dijo que no tenía ninguna necesidad de buscarme el pan; que él sería bueno conmigo y me ayudaría cuanto pudiese a entrar felizmente en el estado de la vida que me había estado aconsejando; y que si no me sentía feliz y cómodo en el mundo, debía ser simplemente por mi destino o por mi culpa; y que él no se hacía responsable de nada porque había cumplido con su deber, advirtiéndome sobre unas acciones que, él sabía, podían perjudicarme. En pocas palabras, que así como sería bueno conmigo si me quedaba y me asentaba en casa como él decía, en modo alguno se haría partícipe de mis desgracias, animándome a que me fuera. Para finalizar, me dijo que tomara el ejemplo de mi hermano mayor, con quien había empleado inútilmente los mismos argumentos para disuadirlo de que fuera a la guerra en los Países Bajos, quien no pudo controlar sus deseos de juventud y se alistó en el ejército, donde murió; que aunque no dejaría de orar por mí, se atrevía a decirme que si no desistía de dar un paso tan absurdo, no tendría la bendición de Dios; y que en el futuro, tendría tiempo para pensar que no había seguido su consejo cuando tal vez ya no hubiera nadie que me pudiese ayudar.

Me di cuenta, en esta última parte de su discurso, que fue verdaderamente profético, aunque supongo que mi padre no lo sabía en ese momento; decía que pude ver que por el rostro de mi padre bajaban abundantes lágrimas, en especial, cuando hablaba de mi hermano muerto; y cuando me dijo que ya tendría tiempo para arrepentirme y que no habría nadie que pudiese ayudarme, estaba tan conmovido que se le quebró la voz y tenía el corazón tan oprimido, que ya no pudo decir nada más.

Me sentí sinceramente emocionado por su discurso, ¿y quién no?, y decidí no pensar más en viajar sino en establecerme en casa, conforme con los deseos de mi padre. Mas, ¡ay!, a los pocos días cambié de opinión y, para evitar que mi padre me siguiera importunando, unas semanas después, decidí huir de casa. Sin embargo, no actué precipitadamente, ni me dejé llevar por la urgencia de un primer impulso. Un día, me pareció que mi madre se sentía mejor que de ordinario y, llamándola aparte, le dije que era tan grande mi afán por ver el mundo, que nunca podría emprender otra actividad con la determinación necesaria para llevarla a cabo; que mejor era que mi padre me diera su consentimiento a que me forzara a irme sin él; que tenía dieciocho años, por lo que ya era muy mayor para empezar como aprendiz de un oficio o como ayudante de un abogado; y que estaba seguro de que si lo hacía, nunca lo terminaría y, en poco tiempo, huiría de mi maestro para irme al mar. Le pedí que hablara con mi padre y le persuadiera de dejarme hacer tan solo un viaje por mar. Si regresaba a casa porque no me gustaba, jamás volvería a marcharme y me aplicaría doblemente para recuperar el tiempo perdido.

Estas palabras enfurecieron a mi madre. Me dijo que no tenía ningún sentido hablar con mi padre sobre ese asunto pues él sabía muy bien cuál era mi interés en que diera su consentimiento para algo que podía perjudicarme tanto; que ella se preguntaba cómo podía pensar algo así después de la conversación que había tenido con mi padre y de las expresiones de afecto y ternura que había utilizado conmigo; en pocas palabras, que si yo quería arruinar mi vida, ellos no tendrían forma de evitarlo pero que tuviera por cierto que nunca tendría su consentimiento para hacerlo; y que, por su parte, no quería hacerse partícipe de mi destrucción para que nunca pudiese decirse que mi madre había accedido a algo a lo que mi padre se había opuesto.

Aunque mi madre se negó a decírselo a mi padre, supe después que se lo había contado todo y que mi padre, muy acongojado, le dijo suspirando:

-Ese chico sería feliz si se quedara en casa, pero si se marcha, será el más miserable y desgraciado de los hombres. No puedo darle mi consentimiento para esto.

En menos de un año me di a la fuga. Durante todo ese tiempo me mantuve obstinadamente sordo a cualquier proposición encaminada a que me asentara. A menudo discu tía con mi padre y mi madre sobre su rígida determinación en contra de mis deseos. Mas, cierto día, estando en Hull, a donde había ido por casualidad y sin ninguna intención de fugarme; estando allí, como digo, uno de mis amigos, que se embarcaba rumbo a Londres en el barco de su padre, me invitó a acompañarlos, con el cebo del que ordinariamente se sirven los marineros, es decir, diciéndome que no me costaría nada el pasaje. No volví a consultarle a mi padre ni a mi madre, ni siquiera les envié recado de mi decisión. Más bien, dejé que se enteraran como pudiesen y sin encomendarme a Dios o a mi padre, ni considerar las circunstancias o las consecuencias, me embarqué el primer día de septiembre de 1651, día funesto, ¡Dios lo sabe!, en un barco con destino a Londres. Creo que nunca ha existido un joven aventurero cuyos infortunios empezasen tan pronto y durasen tanto tiempo como los míos. Apenas la embarcación había salido del puerto, se levantó un fuerte vendaval y el mar comenzó a agitarse con una violencia aterradora. Como nunca antes había estado en el mar, empecé a sentir un malestar en el cuerpo y un terror en el alma muy difíciles de expresar. Comencé entonces a pensar seriamente en lo que había hecho y en que estaba siendo justamente castigado por el Cielo por abandonar la casa de mi padre y mis obligaciones. De repente recordé todos los buenos consejos de mis padres, las lágrimas de mi padre y las súplicas de mi madre. Mi corazón, que aún no se había endurecido, me reprochaba por haber desobedecido a sus advertencias y haber olvidado mi deber hacia Dios y hacia mi padre.

Mientras tanto, la tormenta arreciaba y el mar, en el que no había estado nunca antes, se encrespó muchísimo, aunque nada comparado con lo que he visto otras veces desde entonces; no, ni con lo que vi pocos días después. Sin embargo, era suficiente para asustarme, pues entonces apenas era un joven navegante que jamás había-visto algo así. A cada ola, esperaba que el mar nos tragara y cada vez que el barco caía en lo que a mí me parecía el fondo del mar, pensaba que no volvería a salir a flote. En esta agonía física y mental, hice muchas promesas y resoluciones. Si Dios quería salvarme la vida en este viaje, si volvía a pisar tierra firme, me iría directamente a casa de mi padre y no volvería a montarme en un barco mientras viviese; seguiría sus consejos y no volvería a verme sumido en la miseria. Ahora veía claramente la bondad de sus argumentos a favor del estado medio de la vida y lo fácil y confortablemente que había vivido sus días, sin exponerse a tempestades en el mar ni a problemas en la tierra. Decidí que, como un verdadero hijo pródigo arrepentido, iría a la casa de mi padre.

Estos pensamientos sabios y prudentes me acompañaron lo que duró la tormenta, incluso, un tiempo después. No obstante, al día siguiente, el viento menguó, el mar se calmó y yo comenzaba a acostumbrarme al barco. Estuve bastante circunspecto todo el día porque aún me sentía un poco mareado, pero hacia el atardecer, el tiempo se despejó, el viento amainó y siguió una tarde encantadora. Al ponerse el sol, el cielo estaba completamente despejado y así siguió hasta el amanecer. No había viento, o casi nada y el sol se reflejaba luminoso sobre la tranquila superficie del mar. En estas condiciones, disfruté del espectáculo más deleitoso que jamás hubiera visto.

Había dormido bien toda la noche y ya no estaba mareado sino más bien animado, contemplando con asombro el mar, que había estado tan agitado y terrible el día anterior, y que, en tan poco tiempo se había tornado apacible y placentero. Entonces, como para evitar que prosiguiera en mis buenos propósitos, el compañero que me había incitado a partir, se me acercó y me dijo:

-Bueno, Bob -dijo dándome una palmada en el hombro-, ¿cómo te sientes después de esto? Estoy seguro de que anoche, cuando apenas soplaba una ráfaga de viento, estabas asustado, ¿no es cierto?

-¿Llamarías a eso una ráfaga de viento? -dije yo-, aquello fue una tormenta terrible.

-¿Una tormenta, tonto? -me contestó-, ¿llamas a eso una tormenta? Pero si no fue nada; teniendo un buen barco y estando en mar abierto, no nos preocupamos por una borrasca como esa. Lo que pasa es que no eres más que un marinero de agua dulce, Bob. Ven, vamos a preparar una jarra de ponche y olvidémoslo todo. ¿No ves qué tiempo maravilloso hace ahora?

Para abreviar esta penosa parte de mi relato, diré que hicimos lo que habitualmente hacen los marineros. Preparamos el ponche y me emborraché y, en esa noche de borra chera, ahogué todo mi remordimiento, mis reflexiones sobre mi conducta pasada y mis resoluciones para el futuro. En pocas palabras, a medida que el mar se calmaba después de la tormenta, mis atropellados pensamientos de la noche anterior comenzaron a desaparecer y fui perdiendo el temor a ser tragado por el mar. Entonces, retornaron mis antiguos deseos y me olvidé por completo de las promesas que había hecho en mi desesperación. Aún tuve algunos momentos de reflexión en los que procuraba recobrar la sensatez pero, me sacudía como si de una enfermedad se tratase. Dedicándome de lleno a la bebida y a la compañía, logré vencer esos ataques, como los llamaba entonces y en cinco o seis días logré una victoria total sobre mi conciencia, como lo habría deseado cualquier joven que hubiera decidido no dejarse abatir por ella. Pero aún me faltaba superar otra prueba y la Providencia, como suele hacer en estos casos, decidió dejarme sin la menor excusa. Si no había tomado lo sucedido como una advertencia, lo que vino después, fue de tal magnitud, que hasta el más implacable y empedernido miserable, habría advertido el peligro y habría implorado misericordia.

Al sexto día de navegación, llegamos a las radas de Yarmouth. Como el viento había estado contrario y el tiempo tan calmado, habíamos avanzado muy poco después de la tormenta. Allí tuvimos que anclar y allí permanecimos, mientras el viento seguía soplando contrario, es decir, del sudoeste, a lo largo de siete u ocho días, durante los cuales, muchos barcos de Newcastle llegaron a las mismas radas, que eran una bahía en la que los barcos, habitualmente, esperaban a que el viento soplara favorablemente para pasar el río.

Sin embargo, nuestra intención no era permanecer allí tanto tiempo, sino remontar el río. Pero el viento comenzó a soplar fuertemente y, al cabo de cuatro o cinco días, conti nuó haciéndolo con mayor intensidad. No obstante, las radas se consideraban un lugar tan seguro como los puertos, estábamos bien anclados y nuestros aparejos eran resistentes, por lo que nuestros hombres no se preocupaban ni sentían el más mínimo temor; más bien, se pasaban el día descansando y divirtiéndose del modo en que lo hacen los marineros. En la mañana del octavo día, el viento aumentó y todos pusimos manos a la obra para nivelar el mástil y aparejar todo para que el barco resistiera lo mejor posible. Al mediodía, el mar se levantó tanto, que el castillo de proa se sumergió varias veces y en una o dos ocasiones pensamos que se nos había soltado el ancla, por lo que el capitán ordenó que echáramos la de emergencia para sostener la nave con dos anclas a proa y los cables estirados al máximo.

Se desató una terrible tempestad y, entonces, empecé a vislumbrar el terror y el asombro en los rostros de los marineros. El capitán, aunque estaba al tanto de las manio bras para salvar el barco, mientras entraba y salía de su camarote, que estaba junto al mío, murmuraba para sí: «Señor, ten piedad de nosotros, es el fin, estamos perdidos», y cosas por el estilo. Durante estos primeros momentos de apuro, me comporté estúpidamente, paralizado en mi cabina, que estaba en la proa; no soy capaz de describir cómo me sentía. Apenas podía volver a asumir el primer remordimiento, del que, aparentemente, había logrado liberarme y contra el que me había empecinado. Pensé que había superado el temor a la muerte y que esto no sería nada, como la primera vez, mas cuando el capitán se me acercó, como acabo de decir, y dijo que estábamos perdidos, me sentí aterrorizado. Me levanté, salí de mi camarote y miré a mi alrededor; nunca había visto un espectáculo tan desolador. Las olas se elevaban como montañas y nos abatían cada tres o cuatro minutos; lo único que podía ver a mi alrededor era desolación. Dos barcos que estaban cerca del nuestro habían tenido que cortar sus mástiles a la altura del puente, para no hundirse por el peso, y nuestros hombres gritaban que un barco, que estaba fondeado a una milla de nosotros, se había hundido. Otros dos barcos que se habían zafado de sus anclas eran peligrosamente arrastrados hacia el mar sin siquiera un mástil. Los barcos livianos resistían mejor porque no sufrían tanto los embates del mar pero dos o tres de ellos se fueron a la deriva y pasaron cerca de nosotros, con solo el foque al viento.

Hacia la tarde, el piloto y el contramaestre le pidieron al capitán de nuestro barco que les permitiera cortar el palo del trinquete, a lo que el capitán se negó. Mas cuando el contramaestre protestó diciendo que si no lo hacían, el barco se hundiría, accedió. Cuando cortaron el palo, el mástil se quedó tan al descubierto y desestabilizó la nave de tal modo, que se vieron obligados a cortarlo también y dejar la cubierta totalmente arrasada.

Cualquiera podría imaginarse cómo me sentía en este momento, pues no era más que un aprendiz de marinero, que tan solo unos días antes se había aterrorizado ante muy poca cosa. Pero si me es posible expresar, al cabo de tanto tiempo, lo que pensaba entonces, diré que estaba diez veces más asustado por haber abandonado mis resoluciones y haber retomado mis antiguas convicciones, que por el peligro de muerte ante el que me encontraba. Todo esto, sumado al terror de la tempestad, me puso en un estado de ánimo, que no podría describir con palabras. Pero aún no había ocurrido lo peor, pues la tempestad se ensañaba con tal furia que los propios marineros admitían que nunca habían visto una peor. Teníamos un buen barco pero llevábamos demasiado peso y esto lo hacía bambolearse tanto, que los marineros, a cada rato, gritaban que se iría a pique. Esto obraba a mi favor porque no sabía lo que quería decir «irse a pique» hasta que lo pregunté. La tempestad arreciaba tanto que pude ver algo que no se ve muy a menudo: el capitán, el contramaestre y algunos otros más sensatos que los demás, se pusieron a rezar, esperando que, de un momento a otro, el barco se hundiera. A medianoche, y para colmo de nuestras desgracias, uno de los hombres que había bajado a ver la situación, gritó que teníamos una grieta y otro dijo que teníamos cuatro pies de agua en la bodega. Entonces nos llamaron a todos para poner en marcha la bomba. Al oír esta palabra, pensé que me moría y caí de espaldas sobre uno de los costados de mi cama, donde estaba sentado. Sin embargo, los hombres me levantaron y me dijeron que, ya que no había hecho nada antes, que muy bien podía ayudar con la bomba como cualquiera de ellos. Al oír esto, me levanté rápidamente, me dirigí a la bomba y me puse a trabajar con todas las fuerzas de mi corazón. Mientras tanto, el capitán había divisado unos pequeños barcos carboneros que no podían resistir la tormenta anclados y tuvieron que lanzarse al mar abierto. Cuando pasaron cerca de nosotros, ordenó disparar un cañonazo para pedir socorro. Yo, que no tenía idea de lo que eso significaba, me sorprendí tanto que pensé que el barco se había quebrado o que algo espantoso había ocurrido. En pocas palabras, me sorprendió tanto que me desmayé. En ese momento, cada cual velaba por su propia vida, de modo que nadie se preocupó por mí o por lo que pudiera pasarme. Un hombre se acercó a la bomba y apartándome con el pie, me dejó allí tendido, pensando que había muerto; y pasó un buen rato antes de que recuperara el sentido.

Seguimos trabajando pero el agua no cesaba de entrar en la bodega y era evidente que el barco se hundiría. Aunque la fuerza de la tormenta comenzó a disminuir un poco, no era posible que el barco pudiera llegar a puerto, por lo que el capitán siguió disparando cañonazos en señal de auxilio. Un barco pequeño, que se había soltado justo delante de nosotros, envió un bote para rescatarnos. Con gran dificultad, el bote se aproximó a nosotros pero no podía mantenerse cerca del barco ni nosotros subir a bordo. Por fin, los hombres que iban en el bote comenzaron a remar con todas sus fuerza, arriesgando su vida para salvarnos, y nuestros hombres les lanzaron un cable con una boya por popa. Después de muchas dificultades, pudieron asirlo y así los acercamos hasta la popa y conseguimos subir a bordo. Ni ellos ni nosotros le vimos ningún sentido a tratar de llegar hasta su nave así que acordamos dejarnos llevar por la corriente, limitándonos a enderezar el bote hacia la costa lo más que pudiéramos. Nuestro capitán les prometió que, si el bote se destrozaba al llegar a la orilla, él se haría cargo de indemnizar a su capitán. Así, pues, con la ayuda de los remos y la corriente, nuestro bote fue avanzando hacia el norte, en dirección oblicua a la costa, hasta Winterton Ness.1

No había transcurrido mucho más de un cuarto de hora desde que abandonáramos nuestro barco, cuando lo vimos hundirse. Entonces comprendí, por primera vez, lo que significa «irse a pique». Debo reconocer que no pude levantar la vista cuando los marineros me dijeron que se estaba hundiendo. Desde el momento en que me subieron en el bote, porque no puedo decir que yo lo hiciera, sentía que mi corazón estaba como muerto dentro de mí, en parte por el miedo y en parte por el horror de lo que según pensaba aún me aguardaba.

Mientras estábamos así, los hombres seguían remando para acercar el bote a la costa y podíamos ver, cuando subíamos a la cresta de una ola, que había un montón de gente en la orilla, corriendo de un lado a otro para socorrernos cuando llegáramos. Pero nos movíamos muy lentamente y no nos acercamos a la orilla hasta pasado el faro de Winterton, donde la costa hace una entrada hacia el oeste en dirección a Cromer. Allí, la tierra nos protegía del viento y pudimos llegar a la orilla. Con mucha dificultad, desembarcamos a salvo y, después, fuimos andando hasta Yarmouth, donde, como a hombres desafortunados que éramos, nos trataron con gran humanidad; desde los magistrados del pueblo, que nos proveyeron buen alojamiento, hasta los comerciantes y dueños de barcos, que nos dieron suficiente dinero para llegar a Londres o Hull, según lo deseáramos.

Si hubiese tenido la sensatez de regresar a Hull y volver a casa, habría sido feliz y mi padre, como emblema de la parábola de nuestro bendito Redentor, habría matado su ter nero más cebado en mi honor, pues pasó mucho tiempo desde que se enteró de que el barco en el que me había escapado se había hundido en la rada de Yarmouth, hasta que supo que no me había ahogado.

Sin embargo, mi cruel destino me empujaba con una obstinación que no cedía ante nada. Aunque muchas veces sentí los llamados de la razón y el buen juicio para que re gresara a casa, no tuve la fuerza de voluntad para hacerlo. No sé cómo definir esto, ni me atrevo a decir que se trata de una secreta e inapelable sentencia que nos empuja a obrar como instrumentos de nuestra propia destrucción y abalanzarnos hacia ella con los ojos abiertos, aunque la tengamos de frente. Ciertamente, solo una desgracia semejante, insoslayable por decreto y de la que en modo alguno podía escapar, pudo haberme obligado a seguir adelante, en contra de los serenos razonamientos y avisos de mi conciencia y de las dos advertencias que había recibido en mi primera experiencia.

Mi compañero, que antes me había ayudado a fortalecer mi decisión y que era hijo del capitán, estaba menos decidido que yo. La primera vez que me habló, que no fue has ta pasados tres o cuatro días de nuestro desembarco en Yarmouth, puesto que en el pueblo nos separaron en distintos alojamientos; como decía, la primera vez que me vio, me pareció notar un cambio en su tono. Con un aspecto melancólico y un movimiento de cabeza me preguntó cómo estaba, le dijo a su padre quién era yo y le explicó que había hecho este viaje a modo de prueba para luego embarcarme en un viaje más largo. Su padre se volvió hacia mí con un gesto de preocupación:

-Muchacho -me dijo-, no debes volver a embarcarte nunca más. Debes tomar esto como una señal clara e irrefutable de que no podrás ser marinero.

-Pero señor -le dije-, ¿acaso no pensáis volver al mar?

-Mi caso es diferente -dijo él-, esta es mi vocación y, por lo tanto, mi deber. Mas, si tú has hecho este viaje como prueba, habrás visto que el cielo te ha dado muestras suficientes de lo que te espera si insistes. Tal vez esto nos haya pasado por tu culpa, como pasó con Jonás en el barco que lo llevaba a Tarsis. Pero dime, por favor, ¿quién eres y por qué te has embarcado?

Entonces, le relaté parte de mi historia, al final de la cual, estalló en un extraño ataque de cólera y dijo:

-¿Qué habré hecho yo para que semejante infeliz se montara en mi barco? No pondría un pie en el mismo barco que tú otra vez ni por mil libras esterlinas.

Esto fue, como pensaba, una explosión de sus emociones, aún alteradas por la sensación de pérdida, que había rebasado los límites de su autoridad hacia mí. Sin embargo, lue go habló serenamente conmigo, me exhortó a que regresara junto a mi padre y no volviera a desafiar a la Providencia, ya que podía ver claramente que la mano del cielo había caído sobre mí.

-Y, muchacho dijo-, ten en cuenta lo que te estoy diciendo. Si no regresas, a donde quiera que vayas solo encontrarás desastres y decepciones hasta que se hayan cumplido cabalmente las palabras de tu padre.

Poco después nos separamos sin que yo pudiese contestarle gran cosa y no volví a verlo; hacia dónde fue, no lo sé. Por mi parte, con un poco de dinero en el bolsillo, viajé a Londres por tierra y allí, lo mismo que en el transcurso del viaje, me debatí sobre el rumbo que debía tomar mi vida: si debía regresar a casa o al mar.

Respecto a volver a casa, la vergüenza me hacía rechazar mis buenos impulsos e inmediatamente pensé que mis vecinos se reirían de mí y que me daría vergüenza presen tarme, no solo ante mis padres, sino ante el resto del mundo. En este sentido, y desde entonces, he observado lo incongruentes e irracionales que son los seres humanos, especialmente los jóvenes, frente a la razón que debe guiarlos en estos casos; es decir, que no se avergüenzan de pecar sino de arrepentirse de su pecado; que no se avergüenzan de hacer cosas por las que, legítimamente, serían tomados por tontos, sino de retractarse, por lo que serían tomados por sabios.

En este estado permanecí un tiempo, sin saber qué medidas tomar ni por dónde encaminar mi vida. Aún me sentía renuente a volver a casa y, a medida que demoraba mi decisión, se iba disipando el recuerdo de mis desgracias, lo cual, a su vez, hacía disminuir aún más mis débiles intenciones de regresar a casa. Finalmente, me olvidé de ello y me dispuse a buscar la forma de viajar.

La nefasta influencia que, en el principio, me había alejado de la casa de mi padre; que me había conducido a seguir la descabellada y absurda idea de hacer fortuna y me había imbuido con tal fuerza dicha presunción que me hizo sordo a todos los sabios consejos, a los ruegos y hasta las órdenes de mi padre; digo, que, esa misma influencia, cualquiera que fuera, me impulsó a realizar la más desafortunada de las empresas. De este modo, me embarqué en un buque rumbo a la costa de África o, como dicen vulgarmente los marineros, emprendí un viaje a Guinea.

Para mi desgracia, en ninguna de estas aventuras me embarqué como marinero. Es verdad que, de ese modo, habría tenido que trabajar un poco más de lo ordinario, pero, al mismo tiempo, habría aprendido los deberes y el oficio de contramaestre y con el tiempo me habría capacitado para ejercer de piloto y oficial, si no de capitán. Sin embargo, como mi destino era siempre elegir lo peor, lo mismo hice en este caso, pues, bien vestido y con dinero en el bolsillo, subía siempre a bordo como un señor. Nunca realicé ninguna tarea en el barco ni aprendí a hacer nada.

Al poco tiempo de mi llegada a Londres, tuve la fortuna de encontrar muy buena compañía, cosa que no siempre les ocurre a jóvenes tan negligentes y desencaminados como lo era yo entonces, pues el diablo no pierde la oportunidad de tenderles sus trampas muy pronto. Mas, no fue esa mi suerte. En primer lugar, conocí al capitán de un barco que había estado en la costa de Guinea y, como había tenido mucho éxito allí, estaba resuelto a volver. Este hombre, escuchó gustosamente mi conversación, que en aquel momento no era nada desagradable, y cuando me oyó decir que tenía la intención de ver el mundo, me dijo que si quería irme con él, no me costaría un centavo; que sería su compañero de mesa y de viaje y que, si quería llevarme alguna cosa conmigo, le sacaría todo el provecho que el comercio proporcionaba y, tal vez, encontraría un poco de estímulo.

Acepté su oferta y entablé una estrecha amistad con este capitán, que era un hombre franco y honesto. Emprendí el viaje con él y me llevé, una pequeña cantidad de mercan cía que, gracias a la desinteresada honestidad de mi amigo el capitán, pude acrecentar considerablemente. Llevaba como cuarenta libras de bagatelas y fruslerías que el capitán me había indicado. Reuní las cuarenta libras con la ayuda de los parientes con los que mantenía correspondencia, y quienes, seguramente, convencieron a mi padre, o al menos a mi madre, de que contribuyeran con algo para mi primer viaje.

Esta expedición fue, de todas mis aventuras, la única afortunada. Esto se lo debo a la integridad y honestidad de mi amigo el capitán, de quien también obtuve un conoci miento digno de las matemáticas y de las reglas de navegación, aprendí a llevar una bitácora de viaje y a fijar la posición del barco. En pocas palabras, me transmitió conocimientos imprescindibles para un marinero, que él se deleitaba enseñándome y yo, aprendiendo. Así fue como en este viaje me hice marinero y comerciante, ya que obtuve cinco libras y nueve onzas de oro en polvo a cambio de mis chucherías, que, al llegar a Londres, me produjeron una ganancia de casi trescientas libras esterlinas. Esto me llenó la cabeza de todos los pensamientos ambiciosos que desde entonces me llevaron a la ruina.

Con todo, en este viaje también pasé muchos apuros. Estuve enfermo continuamente, con violentas calenturas, a causa del clima, excesivamente caluroso, pues la mayor parte de nuestro tráfico se llevaba a cabo en la costa, que estaba a quince grados de latitud norte hasta la misma línea del ecuador.

A estas alturas, podía considerarme un experto en el comercio con Guinea. Para mi desgracia, mi amigo murió al poco tiempo de nuestro regreso. No obstante, decidí ha cer el mismo viaje otra vez y me embarqué en el mismo navío, con uno que había sido oficial en el primer viaje y ahora había pasado a ser capitán. Este viaje fue el más desdichado que hombre alguno pudiera hacer en su vida, pese a que llevé menos de cien libras esterlinas de mi recién adquirida fortuna, dejando las otras doscientas libras al cuidado de la viuda de mi amigo, que era muy buena conmigo. En este viaje padecí terribles desgracias y esta fue la primera: mientras nuestro barco avanzaba hacia las Islas Canarias, o más bien entre estas islas y la costa africana, fuimos sorprendidos, en la penumbra del alba, por un corsario turco de Salé, que nos persiguió a toda vela. Nosotros también nos apresuramos a desplegar todo el velamen del que disponíamos o el que podían sostener nuestros mástiles, a fin de escapar. Mas, viendo que el pirata se nos acercaba y que nos alcanzaría en cuestión de pocas horas, nos pertrechamos para el combate; para esto, nuestro barco contaba con doce cañones, mientras que el del pirata tenía dieciocho. A eso de las tres de la tarde nos alcanzaron, pero por un error de maniobra, se aproximó transversalmente a la borda de nuestro barco, en vez de hacerlo por popa, como era su intención. Nosotros llevamos ocho de nuestros cañones a ese lado y le disparamos una descarga que le hizo virar nuevamente, después de responder a nuestro fuego con la nutrida fusilería de los casi doscientos hombres que llevaba a bordo. No obstante, ninguno de nuestros hombres resultó herido, ya que estaban todos muy bien protegidos. Se prepararon para volver a atacar y nosotros, para defendernos, pero esta vez, por el otro lado, subieron sesenta hombres a la cubierta de nuestro barco e, inmediatamente, se pusieron a cortar y romper los puentes y el aparejo. Les respondimos con fuego de fusilería, picas de abordaje, granadas y otras armas y logramos despejar la cubierta dos veces. Para acortar esta melancólica parte de nuestro relato, diré que, con nuestro barco maltrecho, tres hombres muertos y ocho heridos, tuvimos que rendirnos y fuimos llevados como prisioneros a Salé, un puerto que pertenecía a los moros.

El trato que allí recibí no fue tan terrible como temía al principio, pues, no me llevaron al interior del país a la corte del emperador, como le ocurrió al resto de nuestros hom bres. El capitán de los corsarios decidió retenerme como parte de su botín y, puesto que era joven y listo, y podía serle útil para sus negocios, me hizo su esclavo. Ante este inesperado cambio de circunstancias, por el que había pasado de ser un experto comerciante a un miserable esclavo, me sentía profundamente consternado. Entonces, recordé las proféticas palabras de mi padre, cuando me advertía que sería un desgraciado y no hallaría a nadie que pudiera ayudarme. Me parecía que estas palabras no podían haberse cumplido más al pie de la letra y que la mano del cielo había caído sobre mí; me hallaba perdido y sin salvación. Mas, ¡ay!, esto era solo una muestra de las desgracias que me aguardaban, como se verá en lo que sigue de esta historia.

Como mi nuevo patrón, o señor, me había llevado a su casa, tenía la esperanza de que me llevara consigo cuando volviese al mar. Estaba convencido de que, tarde o tempra no, su destino sería caer prisionero de la armada española o portuguesa y, de ese modo, yo recobraría mi libertad. Pero muy pronto se desvanecieron mis esperanzas, porque, cuando partió hacia el mar, me dejó en tierra a cargo de su jardincillo y de las tareas domésticas que suelen desempeñar los esclavos, y cuando regresó de su viaje, me ordenó permanecer a bordo del barco para custodiarlo.

En aquel tiempo, no pensaba en otra cosa que en fugarme y en la mejor forma de hacerlo, pero no lograba hallar ningún método que fuera mínimamente viable. No había ningún indicio racional de que pudiera llevar a cabo mis planes, pues, no tenía a nadie a quien comunicárselos ni que estuviera dispuesto a acompañarme. Tampoco tenía amigos entre los esclavos, ni había por allí ningún otro inglés, irlandés o escocés aparte de mí. Así, pues, durante dos años, si bien me complacía con la idea, no tenía ninguna perspectiva alentadora de realizarla.

Al cabo de casi dos años se presentó una extraña circunstancia que reavivó mis intenciones de hacer algo por recobrar mi libertad. Mi amo permanecía en casa por más tiempo de lo habitual y sin alistar la nave (según oí, por falta de dinero). Una o dos veces por semana, si hacía buen tiempo, cogía la pinaza del barco y salía a pescar a la rada. A menudo, nos llevaba a mí y a un joven morisco para que remáramos, pues le agradábamos mucho. Yo di muestras de ser tan diestro en la pesca que, a veces, me mandaba con uno de sus parientes moros y con el joven, el morisco, a fin de que le trajésemos pescado para la comida.

Una vez, mientras íbamos a pescar en una mañana clara y tranquila, se levantó una niebla tan espesa que, aun estando a media legua de la costa, no podíamos divisarla, de manera que nos pusimos a remar sin saber en qué dirección, y así estuvimos remando todo el día y la noche. Cuando amaneció, nos dimos cuenta de que habíamos remado mar adentro en vez de hacia la costa y que estábamos, al menos, a dos leguas de la orilla. No obstante, logramos regresar, no sin mucho esfuerzo y peligro, porque el viento comenzó a soplar con fuerza en la mañana y estábamos débiles por el hambre.

Nuestro amo, prevenido por este desastre, decidió ser más cuidadoso en el futuro. Usaría la chalupa de nuestro barco inglés y no volvería a salir de pesca sin llevar consigo la brújula y algunas provisiones. Entonces, le ordenó al carpintero de su barco, que también era un esclavo inglés, que construyera un pequeño camarote o cabina en medio de la chalupa, como las que tienen las barcazas, con espacio suficiente a popa, para que se pudiese largar la vela mayor y, a proa, para que dos hombres pudiesen manipular las velas. La chalupa navegaba con una vela triangular, que llamábamos lomo de cordero y la bomba estaba asegurada sobre el techo del camarote. Este era bajo y muy cómodo y suficientemente amplio para guarecer a mi amo y a uno o dos de sus esclavos. Tenía una mesa para comer y unos pequeños armarios para guardar algunas botellas de su licor favorito y, sobre todo, su pan, su arroz y su café.

A menudo salíamos a pescar en este bote y, como yo era el pescador más diestro, nunca salía sin mí. Sucedió que un día, para divertirse o pescar, había hecho planes para sa lir con dos o tres moros que gozaban de cierto prestigio en el lugar y a quienes quería agasajar espléndidamente. Para esto, ordenó que la noche anterior se llevaran a bordo más provisiones que las habituales y me mandó preparar pólvora y municiones para tres escopetas que llevaba a bordo, pues pensaba cazar, además de pescar.

Aparejé todas las cosas como me había indicado y esperé a la mañana siguiente con la chalupa limpia, su insignia y sus gallardetes enarbolados, y todo lo necesario para aco modar a sus huéspedes. De pronto, mi amo subió a bordo solo y me dijo que sus huéspedes habían cancelado el paseo, a causa de un asunto imprevisto, y me ordenó, como de costumbre, salir en la chalupa con el moro y el joven a pescar, ya que sus amigos vendrían a cenar a su casa. Me mandó que, tan pronto hubiese cogido algunos peces, los llevara a su casa; y así me dispuse a hacerlo.

En ese momento, volvieron a mi mente aquellas antiguas esperanzas de libertad, ya que tendría una pequeña embarcación a mi cargo. Así, pues, cuando mi amo se hubo marchado, preparé mis cosas, no para pescar sino para emprender un viaje, aunque no sabía, ni me detuve a pensar, qué dirección debía tomar, convencido de que, cualquier rumbo que me alejara de ese lugar, sería el correcto.

Mi primera artimaña fue buscar un pretexto para convencer al moro de que necesitábamos embarcar provisiones para nosotros porque no podíamos comernos el pan de nuestro amo. Me respondió que era cierto y trajo una gran canasta con galletas o bizcochos de los que ellos confeccionaban y tres tinajas de agua. Yo sabía dónde estaba la caja de licores de mi amo, que, evidentemente, por la marca, había adquirido del botín de algún barco inglés, de modo que la subí a bordo, mientras el moro estaba en la playa, para que pareciera que estaba allí por orden del amo. Me llevé también un bloque de cera qué pesaba más de cincuenta libras, un rollo de bramante o cuerda, un hacha, una sierra y un martillo, que me fueron de gran utilidad posteriormente, sobre todo la cera, para hacer velas. Le tendí otra trampa, en la cual cayó con la misma ingenuidad. Su nombre era Ismael pero lo llamaban Muly o Moley.

-Moley -le dije-, las armas de nuestro amo están a bordo del bote, ¿no podrías traer un poco de pólvora y municiones? Tal vez podamos cazar algún alcamar (un ave pa recida a nuestros chorlitos). Sé que el patrón guarda las municiones en el barco.

-Sí -me respondió-, traeré algunas.

Apareció con un gran saco de cuero que contenía cerca de una libra y media de pólvora, quizás más, y otro con municiones, que pesaba cinco o seis libras. También trajo algu nas balas, y lo subió todo a bordo de la chalupa. Mientras tanto, yo había encontrado un poco de pólvora en el camarote de mi amo, con la que llené uno de los botellones de la caja, que estaba casi vacío, y eché su contenido en otra botella. De este modo, abastecidos con todo lo necesario, salimos del puerto para pescar. Los del castillo, que estaba a la entrada del puerto, nos conocían y no nos prestaron atención.

A menos de una milla del puerto, recogimos las velas y nos pusimos a pescar. El viento soplaba del norte-noreste, lo cual era contrario a lo que yo deseaba, ya que si hubiera soplado del sur, con toda seguridad nos habría llevado a las costas de España, por lo menos, a la bahía de Cádiz. Mas estaba resuelto a que, soplara hacia donde soplara, me alejaría de ese horrible lugar. El resto, quedaba en manos del destino.

Después de estar un rato pescando y no haber cogido nada, porque cuando tenía algún pez en el anzuelo, no lo sacaba para que el moro no lo viera, le dije:

-Aquí no vamos a pescar nada y no vamos a poder complacer a nuestro amo. Será mejor que nos alejemos un poco.

Él, sin sospechar nada, accedió y, como estaba en la proa del barco, desplegó las velas. Yo, que estaba al timón, hice al bote avanzar una legua más y enseguida me puse a fingir que me disponía a pescar. Entonces, entregándole el timón al chico, me acerqué a donde estaba el moro y agachándome como si fuese a recoger algo detrás de él, lo agarré por sorpresa por la entrepierna y lo arrojé al mar por la borda. Inmediatamente subió a la superficie porque flotaba como un corcho. Me llamó, me suplicó que lo dejara subir, me dijo que iría conmigo al fin del mundo y comenzó a nadar hacia el bote con tanta velocidad, que me habría alcanzado en seguida, puesto que soplaba muy poco viento. En ese momento, entré en la cabina y cogiendo una de las armas de caza, le apunté con ella y le dije que no le había hecho daño ni se lo haría si se quedaba tranquilo.

-Pero -le dije-, puedes nadar lo suficientemente bien como para llegar a la orilla. El mar está en calma, así que, intenta llegar a ella y no te haré daño, pero, si te acer cas al bote, te meteré un tiro en la cabeza, pues estoy decidido a recuperar mi libertad.

De este modo, se dio la vuelta y nadó hacia la orilla, y no dudo que haya llegado bien, porque era un excelente nadador.

Tal vez me hubiese convenido llevarme al moro y arrojar al niño al agua, pero, la verdad es que no tenía ninguna razón para confiar en él. Cuando se alejó, me volví al chico, a quien llamaban Xury, y le dije:

-Xury, si quieres serme fiel, te haré un gran hombre, pero si no te pasas la mano por la cara -lo cual quiere decir, jurar por Mahoma y la barba de su padre-, tendré que arrojarte también al mar.

El niño me sonrió y me habló con tanta inocencia, que no pude menos que confiar en él. Me juró que me sería fiel y que iría conmigo al fin del mundo.

Mientras estuvimos al alcance de la vista del moro, que seguía nadando, mantuve el bote en dirección al mar abierto, más bien un poco inclinado a barlovento, para que parecie ra que me dirigía a la boca del estrecho (como en verdad lo habría hecho cualquier persona que estuviera en su sano juicio), pues, ¿quién podía imaginar que navegábamos hacia el sur, rumbo a una costa bárbara, donde, con toda seguridad, tribus enteras de negros nos rodearían con sus canoas para destruirnos; donde no podríamos tocar tierra ni una sola vez sin ser devorados por las bestias salvajes, o por los hombres salvajes, que eran aún más despiadados que estas?

Pero, tan pronto oscureció, cambié el rumbo y enfilé directamente al sur, ligeramente inclinado hacia el este para no alejarme demasiado de la costa. Con el buen viento que soplaba y el mar en calma, navegamos tan bien que, al día siguiente, a las tres de la tarde, cuando vi tierra por primera vez, no podía estar a menos de ciento cincuenta millas al sur de Salé, mucho más allá de los dominios del emperador de Marruecos, o, quizás, de cualquier otro monarca de aquellos lares, ya que no se divisaba persona alguna.

No obstante, era tal el temor que tenía de los moros y de caer en sus manos, que no me detuve, ni me acerqué a la orilla, ni bajé anclas (pues el viento seguía soplando favorablemente). Decidí seguir navegando en el mismo rumbo durante otros cinco días. Cuando el viento comenzó a soplar del sur, decidí que si alguno de nuestros barcos había salido a buscarnos, a estas alturas se habría dado por vencido. Así, pues, me aventuré a acercarme a la costa y me anclé en la boca de un pequeño río, sin saber cuál era, ni dónde estaba, ni en qué latitud se encontraba, ni en qué país o en qué nación. No podía divisar a nadie, ni deseaba hacerlo, porque lo único que me interesaba era conseguir agua fresca. Llegamos al estuario por la tarde y decidimos llegar a nado a la costa tan pronto oscureciera, para explorar el lugar. Mas, tan pronto oscureció, comenzamos a escuchar un aterrador ruido de ladridos, aullidos, bramidos y rugidos de animales feroces, desconocidos para nosotros. El pobre chico estaba a punto de morirse de miedo y me suplicó que no fuéramos a la orilla hasta que se hiciese de día.

-Bien, Xury -le dije-, entonces no lo haremos, pero puede que en el día veamos hombres tan peligrosos como esos leones.

-Entonces les disparamos escopeta -dijo Xury sonriendo-, hacemos huir.

Xury había aprendido a hablar un inglés entrecortado, conversando con nosotros los esclavos. Sin embargo, me alegraba ver que el chico estuviera tan contento y, para ani marlo, le di a beber un pequeño trago (de la caja de botellas de nuestro amo). Después de todo, el consejo de Xury me parecía razonable y lo acepté. Echamos nuestra pequeña ancla y permanecimos tranquilos toda la noche; digo tranquilos porque ninguno de los dos pudo dormir. Al cabo de dos o tres horas, comenzamos a ver que enormes criaturas (pues no sabíamos qué llamarlas) de todo tipo, descendían hasta la playa y se metían en el agua, revolcándose y lavándose, por el mero placer de refrescarse, mientras emitían gritos y aullidos como nunca los habíamos escuchado.

Xury estaba aterrorizado y, en verdad, yo también lo estaba, pero nos asustamos mucho más cuando advertimos que una de esas poderosas criaturas nadaba hacia nuestro bote. No podíamos verla pero, por sus resoplidos, parecía una bestia enorme, monstruosa y feroz. Xury decía que era un león y, tal vez lo fuera, mas yo no lo sabía. El pobre chico me pidió a gritos que leváramos el ancla y remáramos mar adentro.

-No -dije-, soltaremos el cable con la boya y nos alejaremos. No podrá seguirnos tan lejos.

No bien había dicho esto, cuando me percaté de que la criatura (o lo que fuese) estaba a dos remos de distancia, lo cual me sorprendió mucho. Entré a toda velocidad en la ca bina y cogiendo mi escopeta le disparé, lo que le hizo dar la vuelta inmediatamente y ponerse a nadar hacia la playa. Es imposible describir los horrorosos ruidos, los espeluznantes alaridos y los aullidos que provocamos con el disparo, tanto en la orilla de la playa como tierra adentro, pues creo que esas criaturas nunca antes habían escuchado un sonido igual. Estaba convencido de que no intentaríamos ir a la orilla por la noche y me preguntaba cómo lo haríamos durante el día, pues me parecía que caer en manos de aquellos salvajes era tan terrible como caer en las garras de leones y tigres; al menos a nosotros nos lo parecía.

Sea como fuere, teníamos que ir a la orilla a por agua porque no nos quedaba ni una pinta en el bote; el problema era cuándo y dónde hacerlo. Xury decía que, si le permi tía ir a la orilla con una de las tinajas, intentaría buscar agua y traérmela al bote. Le pregunté por qué prefería ir él a que fuera yo mientras él se quedaba en el bote, a lo que respondió con tanto afecto, que desde entonces, lo quise para siempre:

-Si los salvajes vienen y me comen, tú escapas.

-Entonces, Xury -le dije-, iremos los dos y si vienen los salvajes, los mataremos y, así, no se comerán a ninguno de los dos.

Le di un pedazo de galleta para que comiera y otro trago de la caja de botellas del amo, que mencioné anteriormente. Aproximamos el bote a la orilla hasta donde nos pareció prudente y nadamos hasta la playa, sin otra cosa que nuestros brazos y dos tinajas para el agua.

Yo no quería perder de vista el bote, porque temía que los salvajes vinieran en sus canoas río abajo. El chico, que había visto un terreno bajo como a una milla de la costa, se encaminó hacia allí y, al poco tiempo, regresó corriendo hacia mí. Pensé que lo perseguía algún salvaje, o que se había asustado al ver alguna bestia y corrí hacia él para socorrerle. Mas cuando me acerqué, vi que traía algo colgando de los hombros, un animal que había cazado, parecido a una liebre pero de otro color y con las patas más largas. Esto nos alegró mucho, porque parecía buena carne. Pero lo que en realidad alegró al pobre Xury fue darme la noticia de que había encontrado agua fresca y no había visto ningún salvaje.

Poco después, descubrimos que no teníamos que pasar tanto trabajo para buscar agua, porque un poco más arriba del estuario en el que estábamos, había un pequeño torren te del que manaba agua fresca cuando bajaba la marea. Así, pues, llenamos nuestras tinajas, nos dimos un banquete con la liebre que habíamos cazado y nos preparamos para seguir nuestro camino, sin llegar a ver huellas de criaturas humanas en aquella parte de la región.

Como ya había hecho un viaje por estas costas, sabía muy bien que las Islas Canarias y las del Cabo Verde, se hallaban a poca distancia. Mas, como no tenía instrumentos para calcular la latitud en la que estábamos, ni sabía con certeza, o al menos no lo recordaba, en qué latitud estaban las islas, no sabía hacia dónde dirigirme ni cuál sería el mejor momento para hacerlo; de otro modo, me habría sido fácil encontrarlas. No obstante, tenía la esperanza de que, si permanecía cerca de esta costa, hasta llegar a donde traficaban los ingleses, encontraría alguna embarcación en su ruta habitual de comercio, que estuviera dispuesta a ayudarnos. Según mis cálculos más exactos, el lugar en el que nos encontrábamos debía estar en la región que colindaba con los dominios del emperador de Marruecos y los inhóspitos dominios de los negros, donde solo habitaban las bestias salvajes; una región abandonada por los negros, que se trasladaron al sur por miedo a los moros; y por estos últimos, porque no consideraban que valiera la pena habitarla a causa de su desolación. En resumidas cuentas, unos y otros la habían abandonado por la gran cantidad de tigres, leones, leopardos y demás fieras que allí habitaban. Los moros solo la utilizaban para cazar, actividad que realizaban en grupos de dos o tres mil hombres. Así, pues, en cien millas a lo largo de la costa, no vimos más que un vasto territorio desierto de día, y, de noche, no escuchamos más que aullidos y rugidos de bestias salvajes.

Una o dos veces, durante el día, me pareció ver el Pico de Tenerife, que es el pico más alto de las montañas de Tenerife en las Canarias. Me entraron muchas ganas de aven turarme con la esperanza de llegar allí y, en efecto, lo intenté dos veces, pero el viento contrario y el mar, demasiado alto para mi pequeña embarcación, me hicieron retroceder, por lo que decidí seguir mi primer objetivo y mantenerme cerca de la costa.

Después de abandonar aquel sitio, me vi obligado a volver a tierra varias veces a buscar agua fresca. Una de estas veces, temprano en la mañana, anclamos al pie de un pe queño promontorio, bastante elevado, y allí nos quedamos hasta que la marea, que comenzaba a subir, nos impulsase. Xury, cuyos ojos parecían estar mucho más atentos que los míos, me llamó suavemente y me dijo que retrocediéramos:

-Mira allí -me dijo-, monstruo terrible, dormido en la ladera de la colina.

Miré hacia donde apuntaba y, ciertamente, vi un monstruo terrible, pues se trataba de un león inmenso que estaba, echado a la orilla de la playa, bajo la sombra de la parte so bresaliente de la colina, que parecía caer sobre él.

-Xury -le dije-, debes ir a la playa y matarlo. Me miró aterrorizado y dijo: -¡Matarlo!, me come de una boca.

En verdad quería decir de un bocado. No le dije nada más, sino que le ordené que permaneciese quieto. Tomé el arma de mayor tamaño, que era casi como un mosquete, la cargué con abundante pólvora y dos trozos de plomo y la dejé aparte. Entonces cargué otro fusil con dos balas y luego un tercero, pues teníamos tres armas. Apunté lo mejor que pude con el primer arma para dispararle en la cabeza pero como estaba echado con las patas sobre la nariz, los plomos le dieron en una pata, a la altura de la rodilla, y le partieron el hueso. Intentó ponerse en pie mientras rugía ferozmente, pero, como tenía la pata partida, volvió a caer al suelo. Luego se puso en pie con las otras tres patas y lanzó el rugido más espeluznante que jamás hubiese oído. Me sorprendió no haberle dado en la cabeza, e inmediatamente, tomé el segundo fusil, y, pese a que ya había comenzado a alejarse, le disparé otra vez en la cabeza y tuve el placer de verlo caer, emitiendo apenas un quejido y luchando por vivir. Entonces Xury recobró el valor y me pidió que le dejara ir a la orilla.

-Está bien, ve -le dije.

El chico saltó al agua, sujetando el arma pequeña en una mano. Se acercó al animal, se puso la culata del fusil cerca de la oreja, le disparó nuevamente en la cabeza y lo remató.

Esto era más bien un juego para nosotros, pero no servía para alimentarnos y lamenté haber gastado tres cargas de pólvora en dispararle a un animal que no nos servía para nada. No obstante, Xury dijo que quería llevarse algo, así que subió a bordo y me pidió que le diera el hacha.

-¿Para qué la quieres, Xury? -le pregunté. -Yo corto cabeza -me contestó. Pero no pudo hacerlo, de manera que le cortó una pata, que era enorme, y la trajo consigo.

De pronto se me ocurrió que la piel del león podía servirnos de algo y decidí desollarlo si podía. Inmediatamente, nos pusimos a trabajar y Xury demostró ser mucho más diestro que yo en la labor, pues, en realidad, no tenía mucha idea de cómo realizarla. Nos tomó todo el día, pero, por fin, pudimos quitarle la piel y la extendimos sobre la cabina. En dos días se secó al sol y desde entonces, la utilizaba para dormir sobre ella.

Después de esta parada, navegamos hacia el sur durante diez o doce días, consumiendo con parquedad las provisiones, que comenzaban a disminuir rápidamente, y yendo a la orilla solo cuando era necesario para buscar agua fresca. Mi intención era llegar al río Gambia o al Senegal, es decir, a cualquier lugar cerca del Cabo Verde, donde esperaba encontrar algún barco europeo. De lo contrario, no sabía qué rumbo tomar, como no fuese navegar en busca de las islas o morir entre los negros. Sabía que todas las naves que venían de Europa, pasaban por ese cabo, o esas islas, de camino a Guinea, Brasil o las Indias Orientales. En pocas palabras, aposté toda mi fortuna a esa posibilidad, de manera que, encontraba un barco o perecía.

Una vez tomada esta resolución, al cabo de diez días, comencé a advertir que la tierra estaba habitada. En dos o tres lugares, a nuestro paso, vimos gente que nos observaba desde la playa. Nos percatamos de que eran bastante negros y estaban totalmente desnudos. Una vez sentí el impulso de desembarcar y dirigirme a ellos, pero Xury, que era mi mejor consejero, me dijo:

-No ir, no ir.

No obstante, me dirigí a la playa más cercana para hablar con ellos y vi cómo corrían un buen tramo a lo largo de la playa, a la par que nosotros. Observé que no llevaban ar mas, con la excepción de uno, que llevaba un palo largo y delgado, que, según Xury era una lanza, que arrojaban desde muy lejos y con muy buena puntería. Mantuve, pues, cierta distancia pero me dirigí a ellos como mejor pude, por medio de señas, sobre todo, para expresarles que buscábamos comida. Con un gesto me dijeron que detuviera el bote y ellos nos traerían algo de carne. Bajé un poco las velas y me quedé a la espera. Dos de ellos corrieron tierra adentro y, en menos de media hora, estaban de vuelta con dos piezas de carne seca y un poco de grano, del que se cultiva en estas tierras. Aunque no sabíamos qué era ni una cosa ni la otra, las aceptamos gustosamente. El siguiente problema era cómo recoger lo que nos ofrecían, pues yo no me atrevía a acercarme a la orilla y ellos estaban tan aterrados como nosotros. Entonces, se les ocurrió una forma de hacerlo, que resultaba segura para todos. Dejaron los alimentos en la playa y se alejaron, deteniéndose a una gran distancia, hasta que nosotros lo subimos todo a bordo; luego volvieron a acercarse.

Les hicimos señas de agradecimiento porque no teníamos nada que darles a cambio. Sin embargo, en ese mismo instante surgió la oportunidad de agradecerles el favor, por que mientras estaban en la orilla, se acercaron dos animales gigantescos, uno venía persiguiendo al otro (según nos parecía) con gran saña, desde la montaña hasta la playa. No sabíamos si era un macho que perseguía a una hembra ni si estaban en son de juego o pelea. Tampoco sabíamos si esto era algo habitual, pero nos inclinábamos más hacia la idea contraria; en primer lugar, porque estas bestias famélicas suelen aparecer solamente por la noche; en segundo lugar, porque la gente estaba aterrorizada, en especial, las mujeres. El hombre que llevaba la lanza no huyó, aunque el resto sí lo hizo. Los dos animales se dirigieron hacia el agua y, al parecer, no tenían intención de atacar a los negros. Se zambulleron en el agua y comenzaron a nadar como si solo hubiesen ido allí por diversión. Al cabo de un rato, uno de ellos comenzó a acercarse a nuestro bote, más de lo que yo hubiese deseado, pero yo le apunté con el fusil que había cargado a toda prisa, y le dije a Xury que cargara los otros dos. Tan pronto se puso a mi alcance, disparé y le di justo en la cabeza. Se hundió en el acto pero en seguida salió a flote, volvió a hundirse y, nuevamente, salió a flote, como si se estuviese ahogando, lo que, en efecto, hacía. Rápidamente se dirigió a la playa pero, entre la herida mortal que le había propinado y el agua que había tragado, murió antes de llegar a la orilla.

No es posible expresar el asombro de estas pobres criaturas ante el estallido y el disparo de mi arma. Algunos, según parecía, estaban a punto de morirse de miedo y caye ron al suelo como muertos por el terror. Mas cuando vieron que la bestia había muerto y se hundía en el agua, mientras yo les hacía señas para que se acercaran a la playa, se armaron de valor y se dieron a su búsqueda. Fui yo quien la descubrió, por la mancha de la sangre en el agua y, con la ayuda de una cuerda, con la que até el cuerpo y cuyo extremo luego les arrojé, los negros pudieron arrastrarlo hasta la orilla. Era un leopardo de lo más curioso, que tenía unas manchas admirablemente delicadas. Los negros levantaron las manos con admiración hacia aquello que había utilizado para matarlo.

El otro animal, asustado con el resplandor y el ruido del disparo, nadó hacia la orilla y se metió directamente en las montañas, de donde habían venido, pero, a esa distancia, no podía saber qué era. Me di cuenta en seguida, que los negros querían comerse la carne del animal. Estaba dispuesto a dársela, a modo de favor personal y les hice señas para que la tomaran, ante lo cual, se mostraron muy agradecidos. Inmediatamente, se pusieron a desollarlo y como no tenían cuchillo, utilizaban un trozo de madera muy afilado, con el que le quitaron la piel tanto o más rápidamente que lo que hubiésemos tardado en hacerlo Xury y yo con un cuchillo. Me ofrecieron un poco de carne, que yo rechacé, fingiendo que se la daba toda a ellos, pero les hice señas de que quería la piel, la cual me entregaron gustosamente, y, además, me trajeron muchas más de sus provisiones, que, aun sin saber lo que eran, acepté de buen grado. Entonces, les indiqué por señas que quería un poco de agua y di la vuelta a una de las tinajas para mostrarles que estaba vacía y que quería llenarla. Rápidamente, llamaron a algunos de sus amigos y aparecieron dos mujeres con un gran recipiente de barro, seguramente, cocido al sol. Lo llevaron hasta la playa, del mismo modo que antes lo habían hecho con los alimentos, y yo envié a Xury a la orilla con las tinajas, que trajo de vuelta llenas. Las mujeres, al igual que los hombres, estaban desnudas.

Provisto de raíces, grano y agua, abandoné a mis amistosos negros y seguí navegando unos once días, sin tener que acercarme a la orilla. Entonces vi que, a unas cuatro o cinco leguas de distancia, la tierra se prolongaba mar adentro. Como el mar estaba en calma, recorrimos, bordeando la costa, una gran distancia para llegar a la punta y, cuando nos disponíamos a doblarla, a un par de leguas de la costa, divisé tierra al otro lado. Deduje, con toda probabilidad, que se trataba del Cabo Verde y que aquellas islas que podíamos divisar, eran las Islas del Cabo Verde. Sin embargo, se encontraban a gran distancia y no sabía qué hacer, pues de ser sorprendido por una ráfaga de viento, no podría llegar ni a una ni a otra parte.

Ante esta disyuntiva, me detuve a pensar y bajé al camarote, dejándole el timón a Xury. De pronto, lo sentí gritar:

-¡Capitán, capitán, un barco con vela!

El pobre chico estaba fuera de sí, a causa del miedo, pues pensaba que podía ser uno de los barcos de su amo, que nos estaba buscando, pero yo sabía muy bien que, des de hacía tiempo, estábamos fuera de su alcance. De un salto salí de la cabina y, no solo pude ver el barco, sino también, de dónde era. Se trataba de un barco portugués que, según me parecía, se dirigía a la costa de Guinea en busca de esclavos. Mas, cuando me fijé en el rumbo que llevaba, advertí que se dirigía a otra parte y, al parecer, no se acercaría más a la costa. Entonces me lancé mar adentro, todo lo que pude, decidido, si era posible, a hablar con ellos.

Aunque desplegamos todas las velas, me di cuenta de que no podríamos alcanzarlo y desaparecería antes de que yo pudiera hacerle cualquier señal. Cuando había puesto el bote a toda marcha y comenzaba a desesperar, ellos me vieron a mí, al parecer, con la ayuda de su catalejo. Viendo que se trataba de una barcaza europea, que debía pertenecer a algún barco perdido, bajaron las velas para que yo pudiera alcanzarlos. Esto me alentó y, como llevaba a bordo la bandera de mi amo, la agité en el aire, en señal de socorro y disparé un tiro con el arma. Al ver ambas señales, porque después me dijeron que habían visto la bandera y el humo, aunque no habían escuchado el disparo, detuvieron la nave generosamente y, al cabo de tres horas, pude llegar hasta ellos.

Me preguntaron de dónde era en portugués, español y francés pero yo no entendía ninguna de estas lenguas. Finalmente, un marinero escocés que iba a bordo, me llamó y le contesté. Le dije que era inglés y que me había escapado de los moros, que me habían hecho esclavo en Salé. Entonces me dijeron que subiera a bordo y, muy amablemente, me acogieron con todas mis pertenencias.

Cualquiera podría entender la indecible alegría que sentí al verme liberado de la situación tan miserable y desesperanzada en la que me hallaba. Inmediatamente, le ofrecí al capitán del barco todo lo que tenía, como muestra de agradecimiento por mi rescate. Mas él, con mucha delicadeza, me dijo que no tomaría nada de lo mío, sino que todo me sería devuelto cuando llegáramos a Brasil.

-Puesto que -me dijo-, os he salvado la vida del mismo modo que yo habría deseado que me la salvaran a mí, y puede que alguna vez me encuentre en una situación simi lar. Si os llevo a Brasil, un país tan lejano del vuestro, y os quito vuestras pertenencias, moriréis de hambre y, entonces, os estaré quitando la misma vida que ahora os acabo de salvar. No, no, Seignior Inglese, os llevaré por caridad y vuestras pertenencias os servirán para buscaros el sustento y pagar el viaje de regreso a vuestra patria.

Así como se mostró caritativo en su oferta, fue muy puntual a la hora de llevarla a cabo, pues les ordenó a los marineros que no tocaran ninguna de mis pertenencias. Tomó posesión de todas mis cosas y me entregó un inventario preciso de ellas, en el que incluía hasta mis tres tinajas de barro.

En cuanto a mi bote, que era muy bueno y él se dio cuenta de ello, me dijo que lo compraría para su barco y me preguntó cuánto quería por él. Yo le respondí que había sido tan generoso conmigo, que no podía ponerle precio y lo dejaba completamente a su criterio. Me contestó que me daría una nota firmada por ochenta piezas de a ocho, que me pagaría cuando llegáramos a Brasil y, una vez allí, si alguien me hacía una mejor oferta, él la igualaría. También me ofreció sesenta piezas de a ocho por Xury pero yo no estaba dispuesto a aceptarlas, no porque no quisiera dejárselo al capitán, sino porque no estaba dispuesto a vender la libertad del chico, que me había servido con tanta lealtad a recuperar la mía. Cuando le expliqué mis razones al capitán, le parecieron justas y me propuso lo siguiente: que se comprometía a darle al chico un testimonio por el cual obtendría su libertad en diez años si se convertía al cristianismo. Como Xury dijo que estaba dispuesto a irse con él, se lo cedí al capitán.

Hicimos un estupendo viaje a Brasil y llegamos, al cabo de unos veinte días, a la bahía de Todos los Santos. Una vez más, había escapado de la suerte más miserable y debía pensar qué sería de mi vida.

Nunca he podido olvidar el trato generoso que me dispensó el capitán, que no quiso aceptar nada a cambio de mi viaje y me dio veinte ducados por la piel del leopardo, cua renta por la del león, me devolvió puntualmente todas mis pertenencias y me compró lo que quise vender, como las botellas, dos de mis armas y el trozo de cera que me había sobrado, pues el resto lo había utilizado para hacer velas. En pocas palabras, vendí mi carga en doscientas veinte piezas de a ocho y, con este acopio, desembarqué en la costa de Brasil.

Al poco tiempo de mi llegada, el capitán me encomendó a un hombre bueno y honesto, como él, que tenía un ingenio (es decir, una plantación y hacienda azucarera). Viví con él un tiempo y así aprendí sobre el método de plantación y fabricación del azúcar. Viendo lo bien que vivían los hacendados y cómo se enriquecían tan rápidamente, decidí que, si conseguía una licencia, me haría hacendado y, mientras tanto, buscaría la forma de que se me enviara el dinero que había dejado en Londres.

Tenía un vecino, un portugués de Lisboa, hijo de ingleses, que se llamaba Wells y se encontraba en una situación similar a la mía. Digo que era mi vecino, ya que su planta ción colindaba con la mía y nos llevábamos muy bien. Mis existencias eran tan escasas como las suyas, pues, durante dos años, sembramos casi exclusivamente para subsistir. Con el tiempo, comenzamos a prosperar y aprendimos a administrar mejor nuestras tierras, de manera que, al tercer año, pudimos sembrar un poco de tabaco y preparar una buena extensión de terreno para sembrar azúcar al año siguiente. Ambos necesitábamos ayuda y, entonces, me di cuenta del error que había cometido al separarme de Xury, mi muchacho.

Mas, ¡ay!, no me sorprendía haber cometido un error, ya que, en toda mi vida, había acertado en algo. No me quedaba más remedio que seguir adelante, pues me había metido en un negocio que superaba mi ingenio y contrariaba la vida que siempre había deseado, por la que había abandonado la casa de mi padre y hecho caso omiso a todos sus buenos consejos. Más aún, estaba entrando en ese estado intermedio, o el estado más alto del estado inferior, que mi padre me había aconsejado y, si iba a acogerlo, bien podía haberme quedado en casa para hacerlo, sin haber tenido que padecer las miserias del mundo, como lo había hecho. Muchas veces me decía a mí mismo que esto lo podía haber hecho en Inglaterra, entre mis amigos, en lugar de haber venido a hacerlo a cinco mil millas, entre extraños y salvajes, en un lugar desolado y lejano, al que no llegaban noticias de ninguna parte del mundo donde habitase alguien que me conociera.

De este modo, lamentaba la situación en la que me hallaba. No tenía a nadie con quien conversar si no era, de vez en cuando, con mi vecino, ni tenía otra cosa que hacer, sal vo trabajos manuales. Solía decir que mi vida transcurría como la del náufrago en una isla desierta, donde no puede contar con nadie más que consigo. Mas, con cuánta justicia todos los hombres deberían reflexionar sobre esto: que cuando comparan la condición en la que se encuentran con otras peores, el cielo les puede obligar a hacer el cambio y convencerse, por experiencia, de que fueron más felices en el pasado. Y digo que, con justicia, merecí vivir una vida solitaria en una isla desierta, como la que había imaginado, pues tantas muchas veces la comparé, injustamente, con la vida que llevaba entonces; si hubiera perseverado en ella, con toda seguridad habría logrado hacerme rico y próspero.

En cierto modo, había logrado realizar mis proyectos en la plantación, cuando llegó el momento de la partida de mi querido amigo, el capitán del barco que me recogió en el mar. Su embarcación había permanecido allí cerca de tres meses en lo que se cargaba y se preparaba para el viaje. Le comenté que había dejado un dinero en Londres y él me dio un consejo sincero y amistoso:

-Seignior Inglese -porque así me llamaba siempre-, si me dais cartas y un poder legal, por escrito, con órdenes para que la persona que tiene su dinero en Londres, se lo envíe a las personas que yo le diga en Lisboa, os compraré las cosas que puedan seros útiles aquí y os las traeré, si Dios lo permite, a mi regreso. Mas, como los asuntos humanos están sujetos a los cambios y los desastres, os recomiendo que solo pidáis cien libras esterlinas que, como me decís, es la mitad de vuestro haber y, así solo arriesgaréis esa parte. Si todo llega bien, podréis mandar a pedir el resto, del mismo modo que lo habéis hecho ahora, y, si se pierde, aún tendréis la otra mitad a vuestra disposición.

Este consejo me pareció tan sensato y tan honesto que pensé que lo mejor que podía hacer era seguirlo. Así, pues, preparé las cartas para la señora, a quien le había dejado mi dinero, y un poder legal para el capitán portugués, del que me había hablado mi amigo.

En la carta que le envié a la viuda del capitán inglés, le hice el recuento completo de mis aventuras, la esclavitud y la huida. Le conté sobre la forma en que había conocido al capitán portugués en el mar y sobre su trato compasivo, le expliqué el estado en el que me encontraba, y le di las instrucciones necesarias para llevar a cabo mis encargos. Cuando este honesto capitán llegó a Lisboa, logró que unos mercaderes ingleses que había allí, le hicieran llegar, tanto mi orden escrita como el recuento completo de mi historia, a un mercader de Londres que, a su vez, se la contó con lujo de detalles a la viuda. Ante esto, la viuda envió mi dinero y, además, de su propio bolsillo, un generoso regalo para el capitán portugués, como muestra de agradecimiento por su caridad y su compasión hacia mí.

Con las cien libras esterlinas, el mercader de Londres compró la mercancía inglesa, que el capitán le había indicado por escrito, y se la envió directamente a Lisboa, desde donde el capitán me las trajo a Brasil sanas y salvas. Entre las cosas que me trajo, sin que yo se lo pidiera (pues era demasiado inexperto en el negocio como para pensar en ello), había todo tipo de herramientas, herrajes e instrumentos para trabajar en la plantación, que me fueron de gran utilidad.

Cuando llegó el cargamento, pensé que ya había hecho fortuna; tal fue la alegría que me causó recibirlo. Mi buen comisionado, el capitán, había guardado las cinco libras que mi amiga le había dado de regalo para comprar y traerme un sirviente, con una obligación de seis años, y no quiso aceptar nada a cambio, excepto un poco de tabaco de mi propia cosecha.

Pero esto no fue todo. Como los bienes que me había traído eran de manufactura inglesa, es decir, telas, paños y tejidos finos y otras cosas, que resultaban particularmente útiles y valiosas en este país, pude venderlas y sacarles un gran beneficio. De este modo, podía decir, que había cuadriplicado el valor de mi primer cargamento y había aventajado infinitamente a mi pobre vecino, en lo tocante a la plantación, pues, lo primero que hice, fue comprar un esclavo negro y un sirviente europeo, aparte del que me había traído el capitán.

Mas me ocurrió lo que suele suceder en estos casos, en los que, la prosperidad mal entendida, puede ser la causa de las peores adversidades. Al año siguiente, proseguí mi plan tación con gran éxito y coseché cincuenta rollos de tabaco, más de lo que había previsto que sería necesario entre los vecinos. Como cada uno de estos rollos pesaba más de cien libras y estaban bien curados, decidí guardarlos hasta que la flota de Lisboa regresara y, puesto que me iba haciendo rico y próspero en los negocios, comencé a idear proyectos, que sobrepasaban mi capacidad; el tipo de negocios que, a menudo, llevan a la ruina a los mejores negociantes.

Si hubiera permanecido en el estado en el que me hallaba, habría recibido todas las bendiciones de las que me había hablado mi padre, cuando me recomendaba una vida tranquila y retirada; esas bendiciones que, según me decía, colmaban el estado medio de la vida. Mas, otra suerte me aguardaba, y volvería a ser el agente voluntario de mis propias desgracias, aumentando mi error y redoblando los motivos para reflexionar sobre mi propia vida, cosa que, en mis futuras calamidades, tuve tiempo de hacer. Todas estas desgracias ocurrieron porque me obstiné en seguir mis tontos deseos de vagabundear por el extranjero, contrariando la clara perspectiva que tenía de beneficiarme, con tan solo perseguir simple y llanamente, los objetivos y los medios de ganarme la vida, que la naturaleza y la Providencia insistían en mostrarme y hacerme aceptar como mi deber.

Del mismo modo que antes, cuando me separé de mis padres, no pude conformarme con lo que tenía, ahora también tenía que marcharme y abandonar la posibilidad de hacerme un hombre rico y próspero, con mi nueva plantación, en pos de un deseo descabellado e irracional de aumentar mi fortuna más rápidamente de lo que la naturaleza admitía. Fue así como, por mi culpa, volví a naufragar en el abismo más profundo de la miseria, al que pudiera caer hombre alguno o, fuese capaz de soportar.

Mas, prosigamos con los detalles de esta parte de mi historia. Como podéis imaginar, habiendo vivido durante cuatro años en Brasil y habiendo empezado a prosperar en mi plantación, no solo había aprendido la lengua, sino que había trabado conocimiento y amistad con algunos de los demás hacendados, así como con los comerciantes de San Salvador, que era nuestro puerto. En nuestras conversaciones, les había contado de mis dos viajes a la costa de Guinea, del comercio con los negros de allí, y de lo fácil que era adquirir, a cambio de bagatelas, tales como cuentecillas, juguetes, cuchillos, tijeras, hachas, trozos de cristal y cosas por el estilo, no solo polvo de oro, cereales de Guinea y colmillos de elefante, sino también gran cantidad de negros esclavos para trabajar en Brasil.

Siempre escuchaban con mucha atención mis relatos, particularmente, lo concerniente a la compra de negros, que era un negocio que, en aquel tiempo, no se explotaba y, cuando se hacía, era mediante asientos, es decir, permisos que otorgaban los reyes de España o Portugal, a modo de subastas públicas. De este modo, los pocos negros que se traían, resultaban excesivamente caros.

Sucedió que, un día, después de haber estado hablando seriamente de estos asuntos con algunos comerciantes y hacendados conocidos, a la mañana siguiente, tres de ellos vi nieron a decirme que habían meditado mucho sobre lo que les había contado la noche anterior y querían hacerme una proposición secreta. Cuando obtuvieron mi complicidad, me dijeron que habían pensado fletar un barco para ir a Guinea, pues, al igual que yo, poseían plantaciones y de nada tenían tanta necesidad como de esclavos. Como ese tráfico era ilegal y no podrían vender públicamente los negros que trajeran, querían hacer tan solo un viaje, para traer secretamente algunos negros y dividirlos entre sus propias plantaciones. En otras palabras, querían saber si estaba dispuesto a embarcarme en dicha nave y hacerme cargo del negocio en la costa de Guinea. A cambio de esto, me ofrecían una participación equitativa en la adquisición de los esclavos, sin costo alguno.

Debo confesar que era una propuesta justa, para alguien que no tuviera que atender una plantación que comenzaba a prosperar y aumentar de valor. Mas, para mí, que ya estaba instalado y bien encaminado; que no tenía más que seguir haciendo las cosas como hasta entonces, por otros tres o cuatro años y hacerme enviar las otras cien libras de Inglaterra que, en ese tiempo y con una pequeña suma adicional, producirían un beneficio de tres o cuatro mil libras esterlinas, que, a su vez, aumentaría; para mí, hacer aquel viaje era el acto más descabellado del que podría acusarse a cualquier hombre que estuviera en mis circunstancias.

Pero yo había nacido para ser mi propio destructor, y no pude resistirme a esa oferta más de lo que pude renunciar, en su día, a mis primeros y fatídicos proyectos, cuando hice caso omiso a los consejos de mi padre. En pocas palabras, les dije que iría de todo corazón, si ellos se encargaban de cuidar mi plantación durante mi ausencia y disponer de ella, según mis instrucciones, en caso de que la empresa fracasara. Todos estuvieron de acuerdo, comprometiéndose a cumplir su parte; y procedimos a firmar los contratos y acuerdos formales. Yo redacté un testamento, en el que disponía que, si moría, mi plantación y mis propiedades pasaran a manos de mi heredero universal, el capitán del barco que me había salvado la vida, y que él, a su vez, dispusiera de mis bienes, según estaba escrito en mi testamento: la mitad de las ganancias sería para él y la otra mitad sería enviada por barco a Inglaterra.

En fin, tomé todas las precauciones necesarias para proteger mis bienes y mi plantación. Si hubiese tenido la mitad de esa prudencia para velar por mis intereses personales y juzgar lo que debía o no debía hacer, seguramente no hubiese abandonado una empresa tan prometedora como la mía, ni hubiese renunciado a todas las perspectivas que tenía de progresar, para lanzarme a realizar un viaje por mar, sin contar con los riesgos que conllevaba, ni las posibilidades de que me ocurriera alguna desgracia.

Pero me lancé, obedeciendo los dictados de mi fantasía y no los de la razón. Urna vez listos el barco y el cargamento, y todos los demás acuerdos consignados por contrato con mis socios, me embarqué, a mala hora, el primer día de septiembre de 1659, el mismo día en que, ocho años antes, había abandonado la casa de mis padres en Hull, actuando como un rebelde ante su autoridad y como un idiota ante mis propios intereses.

Nuestra embarcación llevaba como ciento veinte toneladas de peso, seis cañones y catorce hombres aparte del capitán, de su mozo y yo. No llevábamos demasiados bienes a bordo, solo las chucherías necesarias para negociar con los negros, tales como cuentecillas, trozos de cristal, caracoles y cacharros viejos, en especial, pequeños catalejos, cuchillos, tijeras, hachas y otras cosas por el estilo.

El mismo día que subí a bordo, zarpamos hacia el norte, siguiendo la costa rumbo a tierras africanas hasta los diez o doce grados de latitud norte, que era la ruta que, al parecer, se seguía en esos días. Nos hizo muy buen tiempo, aunque mucho calor, mientras bordeamos la costa hasta llegar al cabo de San Agustín. A partir de entonces, comenzamos a meternos mar adentro hasta que perdimos de vista la tierra y navegamos, como si nos dirigiéramos a la isla de Fernando de Noronha, rumbo al norte-noreste, dejándola, luego, al este. Siguiendo este rumbo, tardamos casi doce días en cruzar la línea del ecuador y, según nuestra última observación, nos encontrábamos a siete grados veintidós minutos de latitud norte, cuando un violento tornado o huracán, nos dejó totalmente desorientados. Comenzó a soplar de sudeste a noroeste y luego se estacionó al noreste, desde donde nos acometió con tanta furia, que durante doce días no pudimos hacer más que ir a la deriva, para huir de él, y dejarnos llevar a donde el destino y la furia del viento quisieran llevarnos. Durante esos doce días, huelga decir, creía que seríamos tragados por el mar y, a decir verdad, ninguno de los que estaba a bordo, esperaba salir de allí con vida.

En esta angustiosa situación, mientras padecíamos el terror de la tormenta, uno de nuestros hombres murió de calentura y el mozo del capitán y otro de los marineros ca yeron al mar por la borda. Hacia el duodécimo día, cuando el tiempo se hubo calmado un poco, el capitán intentó fijar la posición del barco lo mejor que pudo, y se dio cuenta de que estaba a once grados de latitud norte pero a veintidós grados de longitud oeste del cabo de San Agustín. Así, pues, advirtió que nos encontrábamos entre la costa de Guyana, o la parte septentrional de Brasil, más allá del río Amazonas, hacia el río Orinoco, comúnmente llamado el Gran Río. Comenzó a consultarme qué rumbo debíamos seguir, pues el barco había sufrido muchos daños y le estaba entrando agua, y él quería regresar directamente a la costa de Brasil.

Mi opinión era totalmente opuesta a la del capitán. Nos pusimos a estudiar las cartas de la costa americana y llegamos a la conclusión de que no había ninguna tierra habita da, hacia la cual pudiéramos dirigirnos, antes de llegar a la cuenca de las islas del Caribe. Así, pues, decidimos dirigirnos hacia Barbados, manteniéndonos en alta mar, para evitar las corrientes de la bahía o golfo de México. De esta forma, esperábamos llegar a la isla en quince días, ya que no íbamos a ser capaces de navegar hasta la costa de África sin recibir ayuda para la nave y para nosotros mismos.

Con esta intención, cambiamos el rumbo y navegamos en dirección oeste-noroeste para llegar a alguna de las islas inglesas, donde esperábamos encontrar ayuda. Pero nues tro viaje estaba previsto de otro modo. A los doce grados dieciocho minutos de latitud, nos encontramos con una segunda tormenta, que nos llevó hacia el oeste, con la misma intensidad que la anterior, y nos alejó tanto de la ruta comercial humana, que si lográbamos salvarnos de morir en el mar, con toda probabilidad, seríamos devorados en tierras de salvajes y no podríamos regresar a nuestro país.

Nos hallábamos en esta angustiosa situación y el viento aún soplaba con mucha fuerza, cuando uno de nuestros hombres gritó «¡Tierra!». Apenas salíamos de la cabina, deseosos de ver dónde nos encontrábamos, el barco se encalló en un banco de arena y se detuvo tan de golpe, que el mar se lanzó sobre nosotros, y nos abatió con tal fuerza, que pensamos que moriríamos al instante. Ante esto, nos apresuramos a ponernos bajo cubierta para protegernos de la espuma y de los embates del mar.

No es fácil, para alguien que nunca se haya visto en semejante situación, describir o concebir la consternación de los hombres en esas circunstancias. No teníamos idea de dónde nos hallábamos, ni de la tierra a la que habíamos sido arrastrados. No sabíamos si estábamos en una isla o en un continente, ni si estaba habitada o desierta. El viento, aunque había disminuido un poco, soplaba con tanta fuerza, que no podíamos confiar en que el barco resistiría unos minutos más sin desbaratarse, a no ser que, por un milagro del cielo, el viento amainara de pronto. En pocas palabras, nos quedamos mirándonos unos a otros, esperando la muerte en cualquier momento. Todos actuaban como si se prepararan para el otro mundo, pues no parecía que pudiésemos hacer mucho más. Nuestro único consuelo era que, contrario a lo que esperábamos, el barco aún no se había quebrado, y, según pudo observar el capitán, el viento comenzaba a disminuir.

A pesar de que, al parecer, el viento empezaba a ceder un poco, el barco se había encajado tan profundamente en la arena, que no había forma de desencallarlo. De este modo, nos hallábamos en una situación tan desesperada, que lo único que podíamos hacer era intentar salvar nuestras vidas, como mejor pudiéramos. Antes de que comenzara la tormenta, llevábamos un bote en la popa, que se desfondó cuando dio contra el timón del barco. Poco después se soltó y se hundió, o fue arrastrado por el mar, de modo que no podíamos contar con él. Llevábamos otro bote a bordo pero no nos sentíamos capaces de ponerlo en el agua. En cualquier caso, no había tiempo para discutirlo, pues nos imaginábamos que el barco se iba a desbaratar de un momento a otro y algunos decían que ya empezaba a hacerlo.

En medio de esta angustia, el capitán de nuestro barco echó mano del bote y, con la ayuda de los demás hombres, logró deslizarlo por la borda. Cuando los once que íbamos nos hubimos metido todos dentro, lo soltó y nos encomendó a la misericordia de Dios y de aquel tempestuoso mar. Pese a que la tormenta había disminuido considerablemente, las gigantescas olas rompían tan descomunalmente en la orilla, que bien se podía decir que se trataba de Den wild Zee, que en holandés significa tormenta en el mar.

Nuestra situación se había vuelto desesperada y todos nos dábamos cuenta de que el mar estaba tan crecido, que el bote no podría soportarlo e, inevitablemente, nos ahoga ríamos. No teníamos con qué hacer una vela y aunque lo hubiésemos tenido, no habríamos podido hacer nada con ella. Ante esto, comenzamos a remar hacia tierra, con el pesar que llevan los hombres que van hacia el cadalso, pues sabíamos que, cuando el bote llegara a la orilla, se haría mil pedazos con el oleaje. No obstante, le encomendamos encarecidamente nuestras almas a Dios y, con el viento que nos empujaba hacia la orilla, nos apresuramos a nuestra destrucción con nuestras propias manos, remando tan rápidamente como podíamos hacia ella.

No sabíamos si en la orilla había roca o arena, ni si era escarpada o lisa. Nuestra única esperanza era llegar a una bahía, un golfo, o el estuario de un río, donde, con mucha suerte, pudiéramos entrar con el bote o llegar a la costa de sotavento, donde el agua estaría más calmada. Pero no parecía que tendríamos esa suerte pues, a medida que nos acercábamos a la orilla, la tierra nos parecía más aterradora aún que el mar.

Después de remar, o más bien, de haber ido a la deriva a lo largo de lo que calculamos sería más o menos una legua y media, una ola descomunal como una montaña nos embistió por popa e inmediatamente comprendimos que aquello había sido el coup de gráce. En pocas palabras, nos acometió con tanta furia, que volcó el bote de una vez, dejándonos a todos desperdigados por el agua, y nos tragó, antes de que pudiésemos decir: «¡Dios mío!».

Nada puede describir la confusión mental que sentí mientras me hundía, pues, aunque nadaba muy bien, no podía librarme de las olas para tomar aire. Una de ellas me llevó, o más bien me arrastró un largo trecho hasta la orilla de la playa. Allí rompió y, cuando comenzó a retroceder, la marea me dejó, medio muerto por el agua que había tragado, en un pedazo de tierra casi seca. Todavía me quedaba un poco de lucidez y de aliento para ponerme en pie y tratar de llegar a la tierra, la cual estaba más cerca de lo que esperaba, antes de que viniera otra ola y me arrastrara nuevamente. Pronto me di cuenta de que no podría evitar que esto sucediera, pues hacia mí venía una ola tan grande como una montaña y tan furiosa como un enemigo contra el que no tenía medios ni fuerzas para luchar. Mi meta era contener el aliento y, si podía, tratar de mantenerme a flote para nadar, aguantando la respiración, hacia la playa. Mi gran preocupación era que la ola, que me arrastraría un buen trecho hacia la orilla, no me llevase mar adentro en su reflujo.

La ola me hundió treinta o cuarenta pies en su masa. Sentía cómo me arrastraba con gran fuerza y velocidad hacia la orilla, pero aguanté el aliento y traté de nadar hacia delante con todas mis fuerzas. Estaba a punto de reventar por falta de aire, cuando sentí que me elevaba y, con mucho alivio comprobé que tenía los brazos y la cabeza en la superficie del agua. Aunque solo pude mantenerme así unos dos minutos, pude reponerme un poco y recobrar el aliento y el valor. Nuevamente me cubrió el agua, esta vez por menos tiempo, así que pude aguantar hasta que la ola rompió en la orilla y comenzó a retroceder. Entonces, me puse a nadar en contra de la corriente hasta que sentí el fondo bajo mis pies. Me quedé quieto unos momentos para recuperar el aliento, mientras la ola se retiraba, y luego eché a correr hacia la orilla con las pocas fuerzas que me quedaban. Pero esto no me libró de la furia del mar que volvió a caer sobre mí y, dos veces más, las olas me levantaron y me arrastraron como antes por el fondo, que era muy plano.

La última de las olas casi me mata, pues el mar me arrastró, como las otras veces, y me llevó, más bien, me estrelló, contra una piedra, con tanta fuerza que me dejó sin sentido e indefenso. Como me golpeé en el costado y en el pecho, me quedé sin aliento y si, en ese momento, hubiese venido otra ola, sin duda me habría ahogado. Mas pude recuperarme un poco, antes de que viniese la siguiente ola y, cuando vi que el agua me iba a cubrir nuevamente, resolví agarrarme con todas mis fuerzas a un pedazo de la roca y contener el aliento hasta que pasara. Como el mar no estaba tan alto como al principio, pues me hallaba más cerca de la orilla, me agarré hasta que pasó la siguiente ola, y eché otra carrera que me acercó tanto a la orilla que la que venía detrás, aunque me alcanzó, no llegó a arrastrarme. En una última carrera, llegué a tierra firme, donde, para mi satisfacción, trepé por unos riscos que había en la orilla y me senté en la hierba, fuera del alance del agua y libre de peligro.

Encontrándome a salvo en la orilla, elevé los ojos al cielo y le di gracias a Dios por salvarme la vida en una situación que, minutos antes, parecía totalmente desesperada. Creo que es imposible expresar cabalmente, el éxtasis y la conmoción que siente el alma cuando ha sido salvada, diría yo, de la mismísima tumba. En aquel momento comprendí la costumbre según la cual cuando al malhechor, que tiene la soga al cuello y está a punto de ser ahorcado, se le concede el perdón, se trae junto con la noticia a un cirujano que le practique una sangría, en el preciso instante en que se le comunica la noticia, para evitar que, con la emoción, se le escapen los espíritus del corazón y muera:

Pues las alegrías súbitas, como las penas, al principio desconciertan.

Caminé por la playa con las manos en alto y totalmente absorto en la contemplación de mi salvación, haciendo gestos y movimientos que no puedo describir, pensando en mis compañeros que se habían ahogado; no se salvó ni un alma, salvo yo, pues nunca más volví a verlos, ni hallé rastro de ellos, a excepción de tres de sus sombreros, una gorra y dos zapatos de distinto par.

Miré hacia la embarcación encallada, que casi no podía ver por la altura de la marea y la espuma de las olas y, al verla tan lejos, pensé: «¡Señor!, ¿cómo pude llegar a la orilla?»

Después de consolarme un poco, con lo poco que tenía para consolarme en mi situación, empecé a mirar a mi alrededor para ver en qué clase de sitio me encontraba y qué debía hacer. Muy pronto, la sensación de alivio se desvaneció y comprendí que me había salvado para mi mal, pues estaba empapado y no tenía ropas para cambiarme, no tenía nada que comer o beber para reponerme, ni tenía alternativa que no fuese morir de hambre o devorado por las bestias salvajes. Peor aún, tampoco tenía ningún arma para cazar o matar algún animal para mi sustento, ni para defenderme de cualquier criatura que quisiera matarme para el suyo. En suma, no tenía nada más que un cuchillo, una pipa y un poco de tabaco en una caja. Estas eran mis únicas provisiones y, al comprobarlo, sentí tal tribulación, que durante un rato no hice otra cosa que correr de un lado a otro como un loco. Al acercarse la noche, empecé a angustiarme por lo que sería de mí si en esa tierra había bestias hambrientas, sabiendo que durante la noche suelen salir en busca de presas.

La única solución que se me ocurrió fue subirme a un árbol frondoso, parecido a un abeto pero con espinas, que se erguía cerca de mí y donde decidí pasar la noche, pensando en el tipo de muerte que me aguardaba al día siguiente, ya que no veía cómo iba a poder sobrevivir allí. Caminé como un octavo de milla, buscando agua fresca para beber y, finalmente, la conseguí, lo cual me causó una inmensa alegría. Después de beber, me eché un poco de tabaco a la boca, para quitarme el hambre y regresé al árbol. Mientras me encaramaba, busqué un lugar de donde no me cayera si me quedaba dormido. Corté un palo corto, a modo de porra, para defenderme, me subí a mi alojamiento y, de puro agotamiento, me quedé dormido. Esa noche dormí tan cómodamente como, según creo, pocos hubieran podido hacerlo en semejantes condiciones y logré descansar como nunca en mi vida.

Cuando desperté era pleno día, el tiempo estaba claro y, una vez aplacada la tormenta, el mar no estaba tan alto ni embravecido como antes. Sin embargo, lo que me sorpren dió más fue descubrir que, al subir la marea, el barco se había desencallado y había ido a parar a la roca que mencioné al principio, contra la que me había golpeado al estrellarme. Estaba a menos de una milla de la orilla donde me encontraba y, como me pareció que estaba bien erguido, me entraron unos fuertes deseos de llegarme hasta él, al menos para rescatar algunas cosas que pudieran servirme.

Cuando bajé de mi alojamiento en el árbol, miré nuevamente a mi alrededor y lo primero que vi fue el bote tendido en la arena, donde el mar y el viento lo habían arrastrado, como a dos millas a la derecha de donde me hallaba. Caminé por la orilla lo que pude para llegar a él, pero me encontré con una cala o una franja de mar, de casi media milla de ancho, que se interponía entre el bote y yo. Decidí entonces regresar a donde estaba, pues mi intención era llegar al barco, donde esperaba encontrar algo para subsistir.

Poco después del mediodía, el mar se había calmado y la marea había bajado tanto, que pude llegar a un cuarto de milla del barco. Entonces, volví a sentirme abatido por la pena, pues me di cuenta de que si hubiésemos permanecido en el barco, nos habríamos salvado todos y yo no me habría visto en una situación tan desgraciada, tan solo y desvalido como me hallaba. Esto me hizo saltar las lágrimas nuevamente, mas, como de nada me servía llorar, decidí llegar hasta el barco si podía. Así, pues, me quité las ropas, porque hacía mucho calor, y me metí al agua. Cuando llegué al barco, me encontré con la dificultad de no saber cómo subir, pues estaba encallado y casi totalmente fuera del agua, y no tenía nada de qué agarrarme. Dos veces le di la vuelta a nado y, en la segunda, advertí un pequeño pedazo de cuerda, que me asombró no haber visto antes, que colgaba de las cadenas de proa. Estaba tan baja que, si bien con mucha dificultad, pude agarrarla y subir por ella al castillo de proa. Allí me di cuenta de que el barco estaba desfondado y tenía mucha agua en la bodega, pero estaba tan encallado en el banco de arena dura, más bien de tierra, que la popa se alzaba por encima del banco y la proa bajaba casi hasta el agua. De ese modo, toda la parte posterior estaba en buen estado y lo que había allí estaba seco porque, podéis estar seguros, lo primero que hice fue inspeccionar qué se había estropeado y qué permanecía en buen estado. Lo primero que vi fue que todas las provisiones del barco estaban secas e intactas y, como estaba en buena disposición para comer, entré en el depósito de pan y me llené los bolsillos de galletas, que fui comiendo, mientras hacía otras cosas, pues no tenía tiempo que perder. También encontré un poco de ron en el camarote principal, del que bebí un buen trago, pues, ciertamente me hacía falta, para afrontar lo que me esperaba. Lo único que necesitaba era un bote para llevarme todas las cosas que, según preveía, iba a necesitar.

Era inútil sentarse sin hacer nada y desear lo que no podía llevarme y esta situación extrema avivó mi ingenio. Teníamos varias vergas, dos o tres palos y uno o dos másti les de repuesto en el barco. Decidí empezar por ellos y lancé por la borda los que pude, pues eran muy pesados, amarrándolos con una cuerda para que no se los llevara la corriente. Hecho esto, me fui al costado del barco y, tirando de ellos hacia mí, amarré cuatro de ellos por ambos extremos, tan bien como pude, a modo de balsa. Les coloqué encima dos o tres tablas cortas atravesadas y vi que podía caminar fácilmente sobre ellas, aunque no podría llevar demasiado peso, pues eran muy delgadas. Así, pues, puse manos a la obra nuevamente y, con una sierra de carpintero, corté un mástil de repuesto en tres pedazos que los añadí a mi balsa. Pasé muchos trabajos y dificultades, pero la esperanza de conseguir lo que me era necesario, me dio el estímulo para hacer más de lo que habría hecho en otras circunstancias.

La balsa ya era lo suficientemente resistente como para soportar un peso razonable. Lo siguiente era decidir con qué cargarla y cómo proteger del agua lo que pusiera sobre ella, lo cual no me tomó mucho tiempo resolver. En primer lugar, puse todas las tablas que pude encontrar. Después de reflexionar sobre lo que necesitaba más, agarré tres arcones de marinero, los abrí y vacié, y los bajé hasta mi balsa; el primero lo llené de alimentos, es decir, pan, arroz, tres quesos holandeses, cinco pedazos de carne seca de cabra, de la cual nos habíamos alimentado durante mucho tiempo, y un sobrante de grano europeo, que habíamos reservado para unas aves que traíamos a bordo y que ya se habían matado. Había también algo de cebada y trigo pero, para mi gran decepción, las ratas se lo habían comido o estropeado casi en su totalidad. Encontré varias botellas de alcohol, que pertenecían al capitán, entre las que había un poco de licor y como cinco o seis galones de raque, todo lo cual, coloqué sin más en la balsa, pues no había necesidad de meterlo en los arcones, ni espacio para hacerlo. Mientras hacía esto, noté que la marea comenzaba a subir, aunque el mar estaba en calma y me mortificó ver que mi chaqueta, la camisa y el chaleco que había dejado en la arena, se alejaban flotando; en cuanto a los pantalones, que eran de lino y abiertos en las rodillas, me los había dejado puestos cuando me lancé a nadar hacia el barco y, asimismo, los calcetines. No obstante, esto me obligó a buscar ropa, que encontré en abundancia, aunque solo cogí la que iba a usar inmediatamente, pues había otras cosas que me interesaban más, como, por ejemplo, las herramientas. Después de mucho buscar, encontré el arcón del carpintero que, ciertamente, era un botín de gran utilidad y mucho más valioso, en esas circunstancias, que todo un buque cargado de oro. Lo puse en la balsa, tal y como lo había encontrado, sin perder tiempo en ver lo que contenía, ya que, más o menos, lo sabía.

Luego procuré abastecerme de municiones y armas. Había dos pistolas y dos escopetas de caza muy buenas en el camarote principal. Las cogí inmediatamente, así como algunos cuernos de pólvora, una pequeña bolsa de balas y dos viejas espadas mohosas. Sabía que había tres barriles de pólvora en el barco pero no sabía dónde los había guardado el artillero. Sin embargo, después de mucho buscar, los encontré; dos de ellos estaban secos y en buen estado y el otro estaba húmedo. Llevé los dos primeros a la balsa, junto con las armas, y, viéndome bien abastecido, comencé a pensar cómo llegar a la orilla sin velas, remos ni timón, sabiendo que la menor ráfaga de viento lo echaría todo a perder.

Tenía tres cosas a mi favor: l. el mar estaba en calma, 2. la marea estaba subiendo y me impulsaría hacia la orilla, 3. el poco viento que soplaba me empujaría hacia tierra. Así, pues, habiendo encontrado dos o tres remos rotos que pertenecían al barco, dos serruchos, un hacha y un martillo, aparte de lo que ya había en el arcón, me lancé al mar. La balsa fue muy bien a lo largo de una milla, más o menos, aunque se alejaba un poco del lugar al que yo había llegado a tierra. Esto me hizo suponer que había alguna corriente y, en consecuencia, que me encontraría con un estuario, o un río, que me sirviera de puerto para desembarcar con mi cargamento.

Tal como había imaginado, apareció ante mí una pequeña apertura en la tierra y una fuerte corriente que me impulsaba hacia ella. Traté de controlar la balsa lo mejor que pude para mantenerme en el medio del cauce, pero estuve a punto de sufrir un segundo naufragio, que me habría destrozado el corazón. Como no conocía la costa, uno de los extremos de mi balsa se encalló en un banco y, poco faltó, para que la carga se deslizara hacia ese lado y cayera al agua. Traté con todas mis fuerzas de sostener los arcones con la espalda, a fin de mantenerlos en su sitio, pero no era capaz de desencallar la balsa ni de cambiar de postura. Me mantuve en esa posición durante casi media hora, hasta que la marea subió lo suficiente para nivelar y desencallar la balsa. Entonces la impulsé con el remo hacia el canal y seguí subiendo hasta llegar a la desembocadura de un pequeño río, entre dos orillas, con una buena corriente que impulsaba la balsa hacia la tierra. Miré hacia ambos lados para buscar un lugar adecuado donde desembarcar y evitar que el río me subiera demasiado, pues tenía la esperanza de ver algún barco en el mar y, por esto, quería mantenerme tan cerca de la costa como pudiese.

A lo lejos, advertí una pequeña rada en la orilla derecha del río, hacia la cual, con mucho trabajo y dificultad, dirigí la balsa hasta acercarme tanto que, apoyando el remo en el fondo, podía impulsarme hasta la tierra. Mas, nuevamente, corría el riesgo de que mi cargamento cayera al agua porque la orilla era muy escarpada, es decir, tenía una pendiente muy pronunciada, y no hallaba por dónde desembarcar, sin que uno de los extremos de la balsa, encajándose en la tierra, la desnivelara y pusiera mi cargamento en peligro como antes. Lo único que podía hacer era esperar a que la marea subiera del todo, sujetando la balsa con el remo, a modo de ancla, para mantenerla paralela a una parte plana de la orilla que, según mis cálculos, quedaría cubierta por el agua; y así ocurrió. Tan pronto hubo agua suficiente, pues mi balsa tenía un calado de casi un pie, la impulsé hacia esa parte plana de la orilla y ahí la sujeté, enterrando mis dos remos rotos en el fondo; uno en uno de los extremos de la balsa, y el otro, en el extremo diametralmente opuesto. Así estuve hasta que el agua se retiró y mi balsa, con todo su cargamento, quedaron sanos y salvos en tierra.

Mi siguiente tarea era explorar el lugar y buscar un sitio adecuado para instalarme y almacenar mis bienes, a fin de que estuvieran seguros ante cualquier eventualidad. No sa bía aún dónde estaba; ni si era un continente o una isla, si estaba poblado o desierto, ni si había peligro de animales salvajes. Una colina se erguía, alta y empinada, a menos de una milla de donde me hallaba, y parecía elevarse por encima de otras colinas, que formaban una cordillera en dirección al norte. Tomé una de las escopetas de caza, una de las pistolas y un cuerno de pólvora y, armado de esta sazón, me dispuse a llegar hasta la cima de aquella colina, a la que llegué con mucho trabajo y dificultad para descubrir mi penosa suerte; es decir, que me encontraba en una isla rodeada por el mar, sin más tierra a la vista que unas rocas que se hallaban a gran distancia y dos islas, aún más pequeñas, que estaban como a tres leguas hacia el oeste.

Descubrí también que la isla en la que me hallaba era estéril y tenía buenas razones para suponer que estaba deshabitada, excepto por bestias salvajes, de las cuales aún no ha bía visto ninguna. Vi una gran cantidad de aves pero no sabía a qué especie pertenecían ni cuáles serían comestibles, en caso de que pudiera matar alguna. A mi regreso, le disparé a un pájaro enorme que estaba posado sobre un árbol, al lado de un bosque frondoso y no dudo que fuera la primera vez que allí se disparaba un arma desde la creación del mundo, pues, tan pronto como sonó el disparo, de todas partes del bosque se alzaron en vuelo innumerables aves de varios tipos, creando una confusa gritería con sus diversos graznidos; mas, no podía reconocer ninguna especie. En cuanto al pájaro que había matado, tenía el picó y el color de un águila pero sus garras no eran distintas a las de las aves comunes y su carne era una carroña, absolutamente incomestible.

Complacido con este descubrimiento, regresé a mi balsa y me puse a llevar mi cargamento a la orilla, lo cual me tomó el resto del día. Cuando llegó la noche, no sabía qué hacer ni dónde descansar, pues tenía miedo de acostarme en la tierra y que viniera algún animal salvaje a devorarme aunque, según descubrí más tarde, eso era algo por lo que no tenía que preocuparme.

No obstante, me atrincheré como mejor pude, con los arcones y las tablas que había traído a la orilla, e hice una especie de cobertizo para albergarme durante la noche. En cuanto a la comida, no sabía cómo conseguirla; había visto sólo dos o tres animales, parecidos a las liebres, que habían salido del bosque cuando le disparé al pájaro.

Comencé a pensar que aún podía rescatar muchas cosas útiles del barco, en especial, aparejos, velas, y cosas por el estilo, y traerlas a tierra. Así, pues, resolví regresar al bar co, si podía. Sabiendo que la primera tormenta que lo azotara, lo rompería en pedazos, decidí dejar de lado todo lo demás, hasta que hubiese rescatado del barco todo lo que pudiera. Entonces llamé a consejo, es decir, en mi propia mente, para decidir si debía volver a utilizar la balsa; mas no me pareció una idea factible. Volvería, como había hecho antes, cuando bajara la marea, y así lo hice, solo que esta vez me desnudé antes de salir del cobertizo y me quedé solamente con una camisa a cuadros, unos pantalones de lino y un par de escarpines.

Subí al barco, del mismo modo que la vez anterior, y preparé una segunda balsa. Mas, como ya tenía experiencia, no la hice tan difícil de manejar, ni la cargué tanto como la primera, sino que me llevé las cosas que me parecieron más útiles. En el camarote del carpintero, encontré dos o tres bolsas llenas de clavos y pasadores, un gran destornillador, una o dos docenas de hachas y, sobre todo, un artefacto muy útil que se llama yunque. Lo amarré todo, junto con otras cosas que pertenecían al artillero, tales como dos o tres arpones de hierro, dos barriles de balas de mosquete, siete mosquetes, otra escopeta para cazar, un poco más de pólvora, una bolsa grande de balas pequeñas y un gran rollo de lámina de plomo. Pero esto último era tan pesado, que no pude levantarlo para sacarlo por la borda.

Aparte de estas cosas, cogí toda la ropa de los hombres que pude encontrar, una vela de proa de repuesto, una hamaca y ropa de cama. De este modo, cargué mi segunda balsa y, para mi gran satisfacción, pude llevarlo todo a tierra sano y salvo.

Durante mi ausencia, temía que mis provisiones pudieran ser devoradas en la orilla pero cuando regresé, no encontré huellas de ningún visitante. Solo un animal, que parecía un gato salvaje, estaba sentado sobre uno de los arcones y cuando me acerqué, corrió hasta un lugar no muy distante y allí se quedó quieto. Estaba sentado con mucha compostura y despreocupación y me miraba fijamente a la cara, como si quisiera conocerme. Le apunté con mi pistola pero no entendió lo que hacía pues no dio muestras de preocupación ni tampoco hizo ademán de huir. Entonces le tiré un pedazo de galleta, de las que, por cierto, no tenía demasiadas, pues mis provisiones eran bastante escasas; como decía, le arrojé un pedazo y se acercó, lo olfateó, se lo comió, y se quedó mirando, como agradecido y esperando a que le diera más. Le di a entender cortésmente que no podía darle más y se marchó.

Después de desembarcar mi segundo cargamento, aunque me vi obligado a abrir los barriles de pólvora y trasladarla poco a poco, pues estaba en unos cubos muy grandes, que pesaban demasiado, me di a la tarea de construir una pequeña tienda, con la vela y algunos palos que había cortado para ese propósito. Dentro de la tienda, coloqué todo lo que se podía estropear con la lluvia o el sol y apilé los arcones y barriles vacíos en círculo alrededor de la tienda para defenderla de cualquier ataque repentino de hombre o de animal.

Cuando terminé de hacer esto, bloqueé la puerta de la tienda por dentro con unos tablones y por fuera con un arcón vació. Extendí uno de los colchones en el suelo y, con dos pistolas a la altura de mi cabeza y una escopeta al alcance de mi brazo, me metí en cama por primera vez. Dormí tranquilamente toda la noche, pues me sentía pesado y extenuado de haber dormido poco la noche anterior y trajinado arduamente todo el día, sacando las cosas del barco y trayéndolas hasta la orilla.

Tenía el mayor almacén que un solo hombre hubiese podido reunir jamás, pero no me sentía a gusto, pues pensaba que, mientras el barco permaneciera erguido, debía rescatar de él todo lo que pudiera. Así, pues, todos los días, cuando bajaba la marea, me llegaba hasta él y traía una cosa u otra. Particularmente, la tercera vez que fui, me traje todos los aparejos que pude, todos los cabos finos y las sogas que hallé, un trozo de lona, previsto para remendar las velas cuando fuera necesario, y el barril de pólvora que se había mojado. En pocas palabras, me traje todas las velas, desde la primera hasta la última, cortadas en trozos, para transportar tantas como me fuera posible en un solo viaje, puesto que ya no servían como velas sino simplemente como tela.

Me sentí más satisfecho aún, cuando, al cabo de cinco o seis viajes, como los que he descrito, convencido de que ya no había en el barco nada más que valiese la pena rescatar, encontré un tonel de pan, tres barriles de ron y licor, una caja de azúcar y un barril de harina. Este hallazgo me sorprendió mucho, pues no esperaba encontrar más provisiones, excepto las que se habían estropeado con el agua. Vacié el tonel de pan, envolví los trozos, uno por uno, con los pedazos de tela que había cortado de las velas y lo llevé todo a tierra sano y salvo.

Al día siguiente hice otro viaje y como ya había saqueado el barco de todo lo que podía transportar, seguí con los cables. Corté los más gruesos en trozos, de un tamaño pro porcional a mis fuerzas y, así, llevé dos cables y un cabo a la orilla, junto con todos los herrajes que pude encontrar. Corté, además el palo de trinquete y todo lo que me sirviera para construir una balsa grande, que cargué con todos esos objetos pesados y me, marché. Mas, mi buena suerte comenzaba a abandonarme, pues, la balsa era tan difícil de manejar y estaba tan sobrecargada, que, cuando entré en la pequeña rada en la que había desembarcado las demás provisiones, no pude gobernarla tan fácilmente como la otra y se volcó, arrojándome al agua con todo mi cargamento. A mí no me pasó casi nada, pues estaba cerca de la orilla, pero la mayor parte de mi cargamento cayó al agua, especialmente el hierro, que según había pensado, me sería de gran utilidad. No obstante, cuando bajó la marea, pude rescatar la mayoría de los cables y parte del hierro, haciendo un esfuerzo infinito, pues tenía que sumergirme para sacarlos del agua y esta actividad me causaba mucha fatiga. Después de esto, volví todos los días al barco y fui trayendo todo lo que pude.

Hacía trece días que estaba en tierra y había ido once veces al barco. En este tiempo, traje todo lo que un solo par de manos era capaz de transportar, aunque no dudo que, de haber continuado el buen tiempo, habría traído el barco entero a pedazos. Mientras me preparaba para el duodécimo viaje, me di cuenta de que el viento comenzaba a soplar con más fuerza. No obstante, cuando bajó la marea, volví hasta el barco. Cuando creía haber saqueado tan a fondo el camarote, que ya no hallaría nada más de valor, aún descubrí un casillero con cajones, en uno de los cuales había dos o tres navajas, un par de tijeras grandes y diez o doce tenedores y cuchillos buenos. En otro de los cajones, encontré cerca de treinta y seis libras en monedas europeas y brasileñas y en piezas de a ocho, y un poco de oro y de plata.

Cuando vi el dinero sonreí y exclamé:

-¡Oh, droga!, ¿para qué me sirves? No vales nada para mí; ni siquiera el esfuerzo de recogerte del suelo. Cualquiera de estos cuchillos vale más que este montón de dinero. No tengo forma de utilizarte, así que, quédate donde estás y húndete como una criatura cuya vida no vale la pena salvar. Sin embargo, cuando recapacité, lo cogí y lo envolví en un pedazo de lona. Pensaba construir otra balsa pero cuando me dispuse a hacerlo, advertí que el cielo se había cubierto y el viento se había levantado. En un cuarto de hora comenzó a soplar un vendaval desde la tierra y pensé que sería inútil pretender hacer una balsa, si el viento venía de la tierra. Lo mejor que podía hacer era marcharme antes de que subiera la marea pues, de lo contrario, no iba a poder llegar a la orilla. Por lo tanto, me arrojé al agua y crucé a nado el canal que se extendía entre el barco y la arena, con mucha dificultad, en parte, por el peso de las cosas que llevaba conmigo y, en parte, por la violencia del agua, agitada por el viento, que cobraba fuerza tan rápidamente, que, antes de que subiera la marea, se había convertido en tormenta.

No obstante, pude llegar a salvo a mi tienda, donde me puse a resguardo, rodeado de todos mis bienes. El viento sopló con fuerza toda la noche y, en la mañana, cuando salí a mirar, el barco había desaparecido. Al principio sentí cierta turbación pero luego me consolé pensando que no había perdido tiempo ni escatimado esfuerzos para rescatar del barco todo lo que pudiera servirme; en realidad, era muy poco lo que había quedado, que habría podido sacar, si hubiese tenido más tiempo.

Por tanto, dejé de pensar en el barco o en cualquier cosa que hubiese en él, a excepción de aquello que llegase a la orilla, como ocurrió con algunas de sus partes, que no me sirvieron de mucho.

Mi única preocupación era protegerme de los salvajes, si llegaban a aparecer, y de las bestias, si es que había alguna en la isla. Pensé mucho en la mejor forma de hacerlo y, en especial, el tipo de morada que debía construir, ya fuera excavando una cueva en la tierra o levantando una tienda. En poco tiempo decidí que haría ambas y no me parece impropio describir detalladamente cómo las hice.

Me di cuenta en seguida de que el sitio donde me encontraba no era el mejor para instalarme, pues estaba sobre un terreno pantanoso y bajo, muy próximo al mar, que no me parecía adecuado, entre otras cosas, porque no había agua fresca en los alrededores. Así, pues, decidí que me buscaría un lugar más saludable y conveniente.

Procuré que el lugar cumpliera con ciertas condiciones indispensables: en primer lugar, sanidad y agua fresca, como acabo de mencionar; en segundo lugar, resguardo del calor del sol; en tercer lugar, protección contra criaturas hambrientas, fueran hombres o animales; y, en cuarto lugar, vista al mar, a fin de que, si Dios enviaba algún barco, no perdiera la oportunidad de salvarme, pues aún no había renunciado a la esperanza de que esto ocurriera.

Mientras buscaba un sitio propicio, encontré una pequeña planicie en la ladera de una colina. Una de sus caras descendía tan abruptamente sobre la planicie, que parecía el muro de una casa, de modo que nada podría caerme encima desde arriba. En la otra cara, había un hueco que se abría como la entrada o puerta de una cueva, aunque allí no hubiese, en realidad, cueva alguna ni entrada a la roca.

Decidí montar mi tienda en la parte plana de la hierba, justo antes de la cavidad. Esta planicie no tenía más de cien yardas de ancho y casi el doble de largo y se extendía como un prado desde mi puerta, descendiendo irregularmente hasta la orilla del mar. Estaba en el lado nor-noroeste de la colina, de modo que me protegía del calor durante todo el día, hasta que el sol se colocaba al sudoeste, lo cual, en estas tierras, significa que está próximo a ponerse.

Antes de montar mi tienda, tracé un semicírculo delante de la cavidad, de un radio aproximado de diez yardas hasta la roca y un diámetro de veinte yardas de un extremo al otro.

En este semicírculo, enterré dos filas de estacas fuertes, hundiéndolas por un extremo en la tierra hasta que estuvieran firmes como pilares, de manera que, sus puntas afiladas sobresalieran cinco pies y medio desde el suelo. Entre ambas filas no había más de seis pulgadas.

Entonces tomé los trozos de cable que había cortado en el barco y los coloqué, uno sobre otro, dentro del círculo, entre las dos filas de estacas hasta llegar a la punta. Sobre estos, apoyé otros palos, de casi dos pies y medio de altura, a modo de soporte. De este modo, construí una verja tan fuerte, que no habría hombre ni bestia capaz de saltarla o derribarla. Esto me tomó mucho tiempo y esfuerzo, en particular, cortar las estacas en el bosque y clavarlas en la tierra.

Para entrar a este lugar, no hice una puerta, sino una pequeña escalera para pasar por encima de la empalizada. Cuando estaba dentro, la levantaba tras de mí y me quedaba completamente encerrado y a salvo de todo el mundo, por lo que podía dormir tranquilo toda la noche, cosa que, de lo contrario, no habría podido hacer, aunque, según comprobé después, no tenía necesidad de tomar tantas precauciones contra los enemigos a los que tanto temía.

Con mucho trabajo, metí dentro de esta verja o fortaleza todas mis provisiones, municiones y propiedades de las que he hecho mención anteriormente y me hice una gran tienda doble para protegerme de las lluvias, que en determinadas épocas del año son muy fuertes. En otras palabras, hice una tienda más pequeña dentro de una más grande y esta última la cubrí con el alquitrán que había rescatado con las velas.

Ya no dormía en la cama que había rescatado, sino en una hamaca muy buena, que había pertenecido al capitán del barco.

Llevé a la tienda todas mis provisiones y lo que se pudiera estropear con la humedad y, habiendo resguardado todos mis bienes, cerré la entrada, que hasta entonces había dejado al descubierto, y utilicé la escalera para entrar y salir.

Hecho esto, comencé a excavar la roca y a transportar, a través de la tienda, la tierra y las piedras que extraía. Las fui apilando junto a la verja, por la parte de adentro, hasta formar una especie de terraza, que se levantaba como un pie y medio del suelo. De este modo, excavé una cueva, detrás de mi tienda, que me servía de bodega.

Me costó gran esfuerzo y muchos días realizar todas estas tareas. Por tanto, debo retroceder para hacer referencia a algunas cosas que, durante este tiempo, me preocupaban. Ocurrió que, habiendo terminado el proyecto de montar mi tienda y excavar la cueva, se desató una tormenta de lluvia, que caía de una nube espesa y oscura. De pronto se produjo un relámpago al que, como suele ocurrir, sucedió un trueno estrepitoso. No me asustó tanto el resplandor como el pensamiento que surgió en mi mente, tan raudo como el mismo relámpago: «¡Oh, mi pólvora!». El corazón se me apretó cuando pensé que toda mi pólvora podía arruinarse de un soplo, puesto que toda mi defensa y mi posibilidad de sustento dependían de ella. Me inquietaba menos el riesgo personal que corría, pues, en caso de que la pólvora hubiese ardido, jamás habría sabido de dónde provenía el golpe.

Tanto me impresionó este hecho, que dejé a un lado todas mis tareas de construcción y fortificación y me dediqué a hacer bolsas y cajas para separar la pólvora en pequeñas cantidades, con la esperanza de que, si pasaba algo, no se encendiera toda al mismo tiempo, y aislar esas pequeñas cantidades, de manera que el fuego no pudiera propagarse de una bolsa a otra. Terminé esta tarea en casi dos semanas y creo que logré dividir mi pólvora, que en tòtal llegaba a las doscientas cuarenta libras de peso, en no menos de cien bolsas. En cuanto al barril que se había mojado, no me pareció peligroso así que lo coloqué en mi nueva cueva, que en mi fantasía, la llamaba mi cocina, y escondí el resto de la pólvora entre las rocas para que no se mojara, señalando cuidadosamente dónde lo había guardado.

En el lapso de tiempo que me hallaba realizando estas tareas, salí casi todos los días con mi escopeta, tanto para distraerme, como para ver si podía matar algo para comer y enterarme de lo que producía la tierra. La primera vez que salí, descubrí que en la isla había cabras, lo que me produjo una gran satisfacción, a la que siguió un disgusto, pues eran tan temerosas, sensibles y veloces, que acercarse a ellas era lo más difícil del mundo. Sin embargo, esto no me desanimó, pues sabía que alguna vez lograría matar alguna, lo que ocurrió en poco tiempo, porque, después de aprender un poco sobre sus hábitos, las abordé de la siguiente manera. Había observado que si me veían en los valles, huían despavoridas, aun cuando estuvieran comiendo en las rocas. Mas, si se encontraban pastando en el valle y yo me hallaba en las rocas no advertían mi presencia, por lo que llegué a la conclusión de que, por la posición de sus ojos, miraban hacia abajo y, por lo tanto, no podían ver los objetos que se hallaban por encima de ellas. Así, pues, por consiguiente, utilicé el siguiente método: subía a las rocas para situarme encima de ellas y, desde allí, les disparaba, a menudo, con buena puntería. La primera vez que les disparé a estas criaturas, maté a una hembra que tenía un cabritillo, al que daba de mamar, lo cual me causó mucha pena. Cuando cayó la madre, el pequeño se quedó quieto a su lado hasta que llegué y la levanté, y mientras la llevaba cargada sobre los hombros, me siguió muy de cerca hasta mi aposento. Entonces, puse la presa en el suelo y cogí al pequeño en brazos y lo llevé hasta mi empalizada con la esperanza de criarlo y domesticarlo. Mas, como no quería comer, me vi forzado a matarlo y comérmelo. La carne de ambos me dio para alimentarme un buen tiempo, pues comía con moderación y economizaba mis provisiones (especialmente el pan), todo lo que podía.

Una vez instalado, me di cuenta de que sentía la necesidad imperiosa de tener un sitio donde hacer fuego y procurarme combustible. Contaré con lujo de detalles lo que hice para procurármelo y cómo agrandé mi cueva y las demás mejoras que introduje. Pero antes, debo hacer un breve relato acerca de mí y mis pensamientos sobre la vida, que, como bien podrá imaginarse, no eran pocos.

Tenía una idea bastante sombría de mi condición, pues me hallaba náufrago en esta isla, a causa de una violenta tormenta, que nos había sacado completamente de rumbo; es decir, a varios cientos de leguas de las rutas comerciales de la humanidad. Tenía muchas razones para creer que se trataba de una determinación del Cielo y que terminaría mis días en este lugar desolado y solitario. Lloraba amargamente cuando pensaba en esto y, a veces, me preguntaba a mí mismo por qué la Providencia arruinaba de esta forma a sus criaturas y las hacía tan absolutamente miserables; por qué las abandonaba de forma tan humillante, que resultaba imposible sentirse agradecido por estar vivo en semejantes condiciones.

Pero algo siempre me hacía recapacitar y reprocharme por estos pensamientos. Particularmente, un día, mientras caminaba por la orilla del mar con mi escopeta en la mano y me hallaba absorto reflexionando sobre mi condición, la razón, por así decirlo, me expuso otro argumento: «Pues bien, estás en una situación desoladora, cierto, pero por favor, recuerda dónde están los demás. ¿Acaso no venían once a bordo del bote? ¿Por qué no se salvaron ellos y moriste tú? ¿Por qué fuiste escogido? ¿Es mejor estar aquí o allá?» Y entonces apunté con el dedo hacia el mar. Todos los males han de ser juzgados pensando en el bien que traen consigo y en los males mayores que pueden acechar.

Entonces volví a pensar en lo bien provisto que estaba para subsistir y lo que habría sido de mí, si no hubiese ocurrido -había, acaso, una posibilidad entre cien mil- que el barco se encallara donde lo hizo primeramente, y hubiese sido arrastrado tan cerca de la costa, que me diese tiempo de rescatar todo lo que pude de él. ¿Qué habría sido de mí si hubiese tenido que vivir en las condiciones en las que había llegado a tierra, sin las cosas necesarias para vivir o para conseguir el sustento?

-Sobre todo -decía en voz alta, aunque hablando conmigo mismo-, ¿qué habría hecho sin una escopeta, sin municiones, sin herramientas para fabricar nada ni para tra bajar, sin ropa, sin cama, ni tienda, ni nada con que cubrirme?

Ahora tenía todas estas cosas en abundancia y me hallaba en buenas condiciones para abastecerme, incluso cuando se me agotaran las municiones. Ahora tenía una perspectiva razonable de subsistir sin pasar necesidades por el resto de mi vida, pues, desde el principio, había previsto el modo de abastecerme, no solo si tenía un accidente, sino en el futuro, cuando se me hubiesen agotado las municiones y hubiese perdido la salud y la fuerza.

Confieso que nunca había contemplado la posibilidad de que mis municiones pudiesen ser destruidas de un golpe; quiero decir, que mi pólvora se encendiera con un rayo, y por eso me quedé tan sorprendido cuando comenzó a tronar y a relampaguear.

Y ahora que voy a entrar en el melancólico relato de una vida silenciosa, como jamás se ha escuchado en el mundo, comenzaré desde el principio y continuaré en orden. Según mis cálculos, estábamos a 30 de septiembre cuando llegué a esta horrible isla por primera vez; el sol, que para nosotros se hallaba en el equinoccio otoñal, estaba casi justo sobre mi cabeza pues, según mis observaciones, me encontraba a nueve grados veintidós minutos de latitud norte respecto al ecuador.

Al cabo de diez o doce días en la isla, me di cuenta de que perdería la noción del tiempo por falta de libros, pluma y tinta y que entonces, se me olvidarían incluso los días que había que trabajar y los que había que guardar descanso. Para evitar esto, clavé en la playa un poste en forma de cruz en el que grabé con letras mayúsculas la siguiente inscripción: «Aquí llegué a tierra el 30 de septiembre de 1659». Cada día, hacía una incisión con el cuchillo en el costado del poste; cada siete incisiones hacía una que medía el doble que el resto; y el primer día de cada mes, hacía una marca dos veces más larga que las anteriores. De este modo, llevaba mi calendario, o sea, el cómputo de las semanas, los meses y los años.

Hay que observar que, entre las muchas cosas que rescaté del barco, en los muchos viajes que hice, como he mencionado anteriormente, traje varias de poco valor pero no por eso menos útiles, que he omitido en mi narración; a saber: plumas, tinta y papel de los que había varios paquetes que pertenecían al capitán, el primer oficial y el carpintero; tres o cuatro compases, algunos instrumentos matemáticos, cuadrantes, catalejos, cartas marinas y libros de navegación; todo lo cual había amontonado, por si alguna vez me hacían falta. También encontré tres Biblias muy buenas, que me habían llegado de Inglaterra y había empaquetado con mis cosas, algunos libros en portugués, entre ellos dos o tres libros de oraciones papistas, y otros muchos libros que conservé con gran cuidado. Tampoco debo olvidar que en el barco llevábamos un perro y dos gatos, de cuya eminente historia diré algo en su momento, pues me traje los dos gatos y el perro saltó del barco por su cuenta y nadó hasta la orilla, al día siguiente de mi desembarco con el primer cargamento. A partir de entonces, fue mi fiel servidor durante muchos años. Me traía todo lo que yo quería y me hacía compañia; lo único que faltaba era que me hablara pero eso no lo podía hacer. Como dije, había encontrado plumas, tinta y papel, que administré con suma prudencia y puedo demostrar que mientras duró la tinta, apunté las cosas con exactitud. Mas cuando se me acabó, no pude seguir haciéndolo, pues no conseguí producirla de ningún modo.

Esto me hizo advertir que, a pesar de todo lo que había logrado reunir, necesitaba más cosas, entre ellas tinta y también un pico y una pala para excavar y remover la tierra, agujas, alfileres, hilo y ropa blanca, de la cual aprendí muy pronto a prescindir sin mucha dificultad.

Esta falta de herramientas, hacía más difíciles los trabajos que tenía que realizar, por lo que tardé casi un año en terminar mi pequeña empalizada o habitación protegida. Los postes o estacas, que tenían un peso proporcional a mis fuerzas, me obligaron a pasar mucho tiempo en el bosque cortando y preparando troncos y, sobre todo, transportándolos hasta mi morada. A veces tardaba dos días enteros en cortar y transportar uno solo de esos postes y otro día más en clavarlo en la tierra. Para hacer esto, utilizaba un leño pesado pero después pensé que sería mejor utilizar unas barras puntiagudas de hierro que, después de todo, tampoco me aliviaron el tedio y la fatiga de enterrar los postes.

Pero, ¿qué necesidad tenía de preocuparme por la monotonía que me imponía cualquier obligación si tenía todo el tiempo del mundo para realizarla? Tampoco tenía más que hacer cuando terminara, al menos nada que pudiera prever, si no era recorrer la isla en busca de alimento, lo cual hacía casi todos los días.

Comencé a considerar seriamente mi condición y las circunstancias a las que me veía reducido y decidí poner mis asuntos por escrito, no tanto para dejarlos a los que acaso vinieran después de mí, pues era muy poco probable que tuviera descendencia, sino para liberar los pensamientos que a diario me afligían. A medida que mi razón iba dominando mi abatimiento, empecé a consolarme como pude y a anotar lo bueno y lo malo, para poder distinguir mi situación de una peor; y apunté con imparcialidad, como lo harían un deudor y un acreedor, los placeres de que disfrutaba, así como las miserias que padecía, de la siguiente manera: