INTRODUCCIÓN

 

1. EL ÚLTIMO CERVANTES

 

En 1613, año en que se publican las Novelas ejemplares, Cervantes había fijado su residencia en Madrid, a la altura del número 18 de la calle Huertas, en el que hoy se conoce como el barrio de las Letras. Esta precisión es extraordinaria en la biografía de Cervantes, que se nos presenta llena de lagunas. Escasos y no siempre fiables son los datos que sabemos sobre su vida, como a menudo sucede con los genios. La mayor parte se deduce de los infructuosos memoriales en busca de trabajo, de su creación literaria o de los prólogos y preliminares a sus obras. El prólogo de las Novelas ejemplares es especialmente generoso con la curiosidad del lector. En él Cervantes se pinta a sí mismo y entresaca de su experiencia vital los tres hitos que marcarán su personalidad literaria: su estancia en Italia, su alistamiento en la milicia y el cautiverio argelino. El único retrato que poseemos, pues ni siquiera el de Juan de Jáuregui, tan reivindicado por el cervantismo decimonónico, parece ser auténtico, lo esboza el propio Cervantes que, sabedor del interés que su semblante despertaba, se describe a sí mismo como

 

de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis y esos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies (Novelas ejemplares, José Montero Reguera, ed., Barcelona, Penguin Clásicos, 2015, p. 24).

 

Es el retrato de un hombre sexagenario. De su niñez, en cambio, poseemos escasas noticias, solo algunas generalidades. Hijo de Rodrigo de Cervantes y de Leonor de Cortinas, había nacido en Alcalá de Henares en 1547, en el seno de una modesta familia de origen andaluz, al menos por parte paterna, posiblemente el 29 de septiembre, el día de San Miguel, aunque no está documentada la fecha exacta de su nacimiento. Tampoco la etapa de su juventud es afortunada en noticias, pues los pocos datos de que disponemos son las más de las veces fruto de la reconstrucción a partir de su propia ficción. Hacia 1569 la biografía cervantina entra en uno de esos claros que nos permite rastrear el devenir de su existencia. El nombre de Cervantes aparece en un volumen publicado por Juan López de Hoyos, rector del Estudio de la Villa, para celebrar las exequias que organizó la Villa de Madrid con motivo del fallecimiento de Isabel de Valois, ocurrido el 3 de octubre de 1568. A finales de este mismo año encontramos a Cervantes en Roma. Las razones de su repentino viaje parecen estar relacionadas con la acusación de haber herido a un tal Antonio de Sigura, historia relatada en el Persiles. Allí entra al servicio del cardenal Julio Acquaviva, nuncio de Pío V. Pero un espíritu inquieto como el de Cervantes no podía complacerse en la regalada vida de camarero cardenalicio.

Entre Madrid y Valladolid, los dos emplazamientos de la Corte, transcurrirán los últimos años de su existencia (1600-1616). Se trata de una época excepcional en la que Cervantes publicará, con la salvedad de La Galatea y algunas piezas sueltas, toda su producción literaria. Atrás quedan las largas esperas de épocas pasadas en busca del reconocimiento de sus méritos. Parecía haberse esfumado la mala suerte que le acompañó durante largos períodos de su vida, aunque no faltarían nuevos sinsabores. El 14 de agosto de 1604, Lope de Vega escribía, en carta dirigida a un amigo, que ningún poeta había tan malo como Miguel de Cervantes ni tan necio que alabara a don Quijote. A tan desatinado juicio le ha hecho justicia la posteridad pues, a pesar de Lope, el éxito del Quijote, publicado a principios de 1605 en las prensas de Juan de la Cuesta, fue rotundo. Bien lo sabía su autor, que en el capítulo III de la segunda parte del Quijote de 1615, Sansón Carrasco le habla a don Quijote de la fama de su novela, poniendo como testigos a Portugal, Barcelona y Valencia, donde se habían impreso más de doce mil libros (Quijote, II-III). Nada menos que con nueve ediciones contaba la primera parte en 1611, y poco después se traducía al inglés y al francés. Al año siguiente presenta a la censura sus Novelas ejemplares, que publicará Juan de la Cuesta en 1613. En 1614 ven la luz El viaje del Parnaso y sus Ocho comedias. Y ese mismo año un tal Alonso Fernández de Avellaneda salía a la república de las letras con el Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, para quitarle la ganancia, según afirma el autor apócrifo en el prólogo de su obra. Pero a Cervantes poco le importaba semejante bravuconada, pues al año siguiente aparecía la segunda parte del Quijote, porque una de las mayores tentaciones del demonio, escribe Cervantes en el prólogo refiriéndose a Avellaneda, «es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer y imprimir un libro, con que gane tanta fama como dineros» (Don Quijote de la Mancha, edición de Florencio Sevilla, Barcelona, Penguin Clásicos, 2015, p. 604). La vida llegaba a su fin. En el prólogo de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, obra publicada por Catalina de Salazar póstumamente, el estudiante pardal lo desahucia y le diagnostica que la enfermedad que padece es hidropesía, «que no la sanará toda el agua del mar Océano que dulcemente se bebiese». Cervantes, al oír tan certeras palabras, le confiesa que se está muriendo: «Mi vida se va acabando y, al paso de las efemérides de mis pulsos que, a más tardar, acabarán su carrera este domingo, acabaré yo la de mi vida». Moría no el domingo sino el sábado 23 de abril de 1616, no sin antes despedirse de sus amigos con unas enigmáticas palabras llenas de humor y no siempre bien entendidas: «¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo y deseando veros presto contentos en la otra vida!» (Prólogo).

 

 

2. LA INTERPRETACIÓN DEL PERSILES

 

Hasta los años noventa del siglo XX el Persiles se había leído como una obra seria con dos aproximaciones: la historicista y la alegórica. La aproximación historicista buscaba descubrir la fecha de composición mientras que la lectura alegórica se centraba en la dimensión ejemplar de la obra. Una y otra no son excluyentes sino complementarias, porque ambas comprenden la obra póstuma de Cervantes como una obra seria. Esta lectura interpreta la novela en términos aristotélicos y hace de la verdad y la ética los elementos esenciales de la estética, cifrando el valor de la obra en la verosimilitud y en la ejemplaridad. Uno de los aspectos más valorados por esta aproximación ha sido la presencia de elementos religiosos en la obra, interpretada en sentido apologético, al hacer de Cervantes un autor contrarreformista, sin ahondar en el sentido mismo de su elección estética. Se buscaba, como sucediera con el Quijote o las Novelas ejemplares, la ideología de su autor. El Quijote encarnaba el ideal heroico; las Novelas ejemplares, el ético, y el Persiles, el religioso. Paulatinamente, esta lectura, heredera de la crítica del siglo pasado cuando no del anterior, ha sido superada, a medida que aparecían nuevos estudios que daban cuenta de una comprensión más acorde con nuestro tiempo. La lectura del Persiles se ha visto así enriquecida por nuevas aproximaciones que superan esa apatía hermenéutica en la que cae la reflexión crítica y que de modo inexorable anuncia que una interpretación ha entrado en fase crítica. La ventaja de esta ampliación del horizonte crítico es que, con mayor o menor fortuna y alcance, orienta la interpretación hacia nuevos rumbos. Mientras la lectura historicista ha ido languideciendo, la interpretación tropológico-alegórica ha cobrado nuevos bríos y se ha enriquecido con dos monografías recientes («El Persiles» descodificado o la «Divina Comedia» de Cervantes, de Michael Nerlich, y Cervantes’ Epic Novel: Empire, Religion, and the Dream Life of Heroes in «Persiles», de Michael Armstrong-Roche). Y si la crítica de la década de 1970 buscó sancionar la lectura seria que comprendía el Persiles como una obra elitista y alegórica, escindida en dos mitades, la crítica de los últimos cinco lustros se ha propuesto renovar, cuando no cuestionar, esta orientación.

Esta vitalidad de las interpretaciones alegóricas de la aventura se enmarca en una larga tradición. Cervantes no supera de un plumazo, como escribe Avalle-Arce, el sentido de las aventuras de sus modelos haciendo peregrinos a los protagonistas, pues la lectura de las aventuras como viaje iniciático, mediante el cual se purifican los amantes, es casi tan vieja como las propias novelas helenísticas. Los gustos y prácticas medievales propiciaron que Felipe de Filagato y Juan Eugénico escribieran comentarios alegóricos a las Etiópicas de Heliodoro, en los que Cariclea es el símbolo del alma; Teágenes, la razón que la acompaña, y Calasiris, el educador que lleva al alma por el camino del conocimiento. En el siglo IX, Focio alabó el sentido edificante y ejemplar de las Etiópicas, sobre todo en comparación con novelistas como Aquiles Tacio o Jámblico. Pero esta aproximación, lejos de agotarse en su época, ha tenido su continuidad hasta nuestros días y no siempre como práctica minoritaria, como ocurre en el caso del Persiles. En el siglo XVII, Pierre Daniel Huet abogaba por una crítica misteriosófica de la novela de aventuras y, más recientemente, R. Merkelbach interpretaba El asno de oro de Apuleyo como un viaje iniciático. Esta continuidad indica que los gustos o prácticas exegéticas pueden ser un factor pero no explican por sí mismos esta preferencia. No carece de importancia para la interpretación alegórica la propia configuración temporal del género aventurero, muy alejada en términos estéticos de nuestra comprensión realista de la literatura, ya que las novelas de aventuras parecen transcurrir en un eterno presente. Es, precisamente, este elemento convergente con la creación simbólica lo que lleva a comprender la aventura como alegoría, pero también, hay que decirlo, la idea del viaje, que guarda en sí misma una fuerte carga simbólica. Un ejemplo oportuno, por el parangón que establece Nerlich entre el Persiles y la Divina Comedia, es el viaje de Virgilio y Dante. Ambos poetas pertenecen a épocas históricas distantes pero se perciben como coetáneos. En el mismo espacio vemos convivir sin fisuras a Semíramis y Francesca de Rímini, unidas por el pecado de la lujuria. La diferencia con la novela de aventuras radica en que, mientras esta creación simbólica puede reunir en un mismo plano diferentes épocas históricas, en la aventura no se da esa convergencia, porque se rige por otra lógica temporal.

Otra corriente importante que ha surgido con fuerza en los últimos años es la lectura culturalista, que concibe la obra como un documento cultural representativo a partir del cual es posible conocer una época. Esta aproximación presenta una metodología basada en la reducción radical de la literatura a ideología y en la reducción de la ideología a ciertos tópicos: el colonialismo y los procesos de construcción nacional, la resistencia a la opresión cultural, religiosa o de género, la reivindicación de la homosexualidad, etc. En lo esencial, esta forma de crítica consiste en aplicar a épocas próximas o remotas los valores y criterios que parecen conformar la opinión pública actual, como los que traducen los grandes medios de masas.

Estas lecturas tienen en común que comprenden el Persiles como una obra seria. Con lectura seria no me refiero solamente a la oposición seriedad/comicidad de la obra, sino a la actitud que el autor adopta ante el género que cultiva, un aspecto que no siempre se ha tenido en cuenta en el quehacer literario. Hablar de lectura seria implica reconocer que Cervantes se propuso una continuidad del género de la aventura, sin mediar distancia o reflexión alguna. Pero el Persiles arroja un balance bien distinto si nos atenemos a la opinión del propio autor. Cuando Cervantes afirma que el Persiles «se atreve a competir con Heliodoro, si ya por atrevido no sale con las manos en la cabeza», está dándonos su valoración del género. No creo que deban interpretarse estas palabras como una identificación de Cervantes con Heliodoro. La obra cervantina en su conjunto no es una dicotomía que oscila entre la seriedad y la risa (entre el Persiles y el Quijote). Responde, por el contrario, a una lógica interna, pues, entre ambos extremos, existe una variada gama de posibilidades intermedias. La obra de Cervantes, como la de cualquier otro gran escritor, ha de comprenderse en el marco de las leyes de la imaginación. Tales leyes son estéticas, esto es, traducen a imágenes los grandes problemas de la existencia humana. Una comprensión del procedimiento artístico del que Cervantes se sirvió en el Persiles, liberado de la pesada carga de la ejemplaridad, sea moral, ideológica o artística, nos permitirá acercarnos, como decía Singleton, al «misterio» del Persiles.

 

 

3. EL GÉNERO DEL PERSILES

 

Cuando en 1617 se publica Los trabajos de Persiles y Sigismunda la novela de aventuras de tipo griego estaba en pleno auge. El mismo Cervantes nos da la filiación genérica del Persiles cuando en el prólogo de las Novelas ejemplares lo compara con Heliodoro. Y no erró en el juicio, pues el Persiles es una obra heredera de la novela de aventuras de tipo griego. El género de la aventura, que floreció de manera intermitente en la literatura europea, abarca un corpus muy preciso con tres etapas diferenciadas antes de su aparición en el Renacimiento. Una primera etapa, y de ahí la denominación de novelas griegas o de aventuras de tipo griego, comprende las novelas que se escribieron en la época helenística de las que se conservan cinco novelas completas. Las más importantes son las Etiópicas de Heliodoro (siglo III, d.C.) y Leucipa y Clitofonte de Aquiles Tacio (siglo II, d.C.). Las dos se tradujeron en el Renacimiento y tuvieron una gran difusión. La segunda etapa está constituida por cuatro novelas bizantinas del siglo XII prácticamente desconocidas que se escriben a imitación de Heliodoro y de las que no hubo traducción en la época. La tercera etapa abarca un reducido grupo de novelas escritas en griego demótico alrededor del siglo XIV. Excepto una, todas ellas son anónimas y su popularidad se extendió hasta bien entrado el Renacimiento, como lo muestra la célebre historia de Flores y Blancaflor. Una cuarta etapa estaría constituida por las novelas propiamente renacentistas: Clareo y Florisea de Núñez de Reinoso (1552), Selva de aventuras de Jerónimo de Contreras (1565), El peregrino en su patria de Lope de Vega (1604) y el Persiles de Cervantes.

El género de la aventura se caracteriza a grandes rasgos porque necesita de un amplio espacio por el que los personajes puedan moverse con libertad. Ese espacio se presenta como desconocido, sin interacción alguna con la trama. Es decir, la misma acción podría haberse desarrollado en cualquier otro lugar y el resultado no habría variado sustancialmente. No obstante, a veces se dan a conocer detalles de ese mundo ajeno, pero solo en su calidad de vertiente curiosa o extraordinaria y se presentarán de manera aislada, desligados de cualquier circunstancia histórica, cultural o social del país en cuestión. Toda concreción espacial, sea geográfica, económica o cotidiana, limitaría el poder absoluto del azar: la fuerza que rige la acción en el género de la aventura. El tiempo en estas novelas adquiere un carácter meramente técnico y no se incorpora a la biografía de los héroes, por lo que sus personajes apenas experimentan cambios. Desconocen la evolución. Las novelas comienzan con una pareja de jóvenes que huyen de la casa paterna y terminan con su regreso a la patria tras un sinfín de penalidades, organizadas en forma de aventuras. Cuando los dos jóvenes regresan a casa siguen siendo iguales que cuando se marcharon. Tienen la misma edad, son igual de atractivos y se comportan de la misma manera. Estas premisas comunes a las novelas de tipo griego se mantendrán más o menos constantes hasta que el género entre en contacto con otros géneros, sobre todo por la fusión con el folclore, con la hagiografía cristiana o con la novela de caballerías. En el Renacimiento el género experimenta un gran impulso renovador. A la disminución gradual de la abstracción espacial se suma la introducción de espacios conocidos, en especial a partir de Selva de aventuras y El peregrino en su patria, de manera que las novelas ya no solo se desarrollan en localizaciones ignotas. Estos cambios que se fueron gestando paulatinamente en el interior del género de la aventura dejaron al descubierto sus limitaciones, pero al mismo tiempo mostraron la dirección en la que se podía renovar. Y de esta tarea se ocupó Cervantes en el Persiles.

 

 

4. EL PERSILES, NOVELA BARROCA

 

En el Persiles se dan cita los rasgos que definen la novela barroca y que, a diferencia de la novela de aventuras, buscan construir un héroe fuertemente cohesionado en torno a la idea de prueba. La praxis cervantina ofrece reiterados intentos, aunque de índole muy diversa y con resultados desiguales, de construir un tipo de novela que supere los dos modelos narrativos heredados (el idealista de la novela de aventuras y el realista de la novela de costumbres). En el Quijote, Cervantes recurrió a la parodia para trascender los límites de la aventura caballeresca, pero el ensayo no paró ahí. En las Novelas ejemplares se propuso, mediante la idea de prueba como elemento organizador del material novelístico, explorar los límites de lo novelable. En el Persiles introdujo elementos ajenos al género de la aventura para crear una nueva dimensión del personaje, alejada del acartonamiento y estatismo de los héroes y su mundo.

Comprender este cambio exige revisar aunque sea someramente cómo construye el personaje la narrativa anterior a la novela de aventuras barroca. Las novelas de aventuras de la Antigüedad construyeron el personaje de una forma muy rudimentaria, que puede resumirse en la siguiente fórmula: el héroe aspira a ser igual a sí mismo. Y no existía una diferencia significativa entre lo que el héroe pensaba de sí mismo y lo que pensaban los otros de él. Se trata de una forma de construcción del personaje muy próxima a la de la épica, que se funda en los valores del linaje; es decir, el héroe recibe la identidad de sus antepasados. Es un héroe estático. La opinión que tiene de sí mismo coincide con la que tiene de él el mundo que lo rodea. En otras palabras, el héroe épico es de la estirpe de los dioses y no necesita pruebas para afirmar su identidad, porque le viene dada por su linaje divino. Carece de una dimensión interior y, por tanto, está incapacitado para aprender o cambiar.

Una segunda modalidad de construir el personaje, derivada de la anterior, es aquella que se nutre de los valores que emanan de un mundo cerrado, como en la novela de caballerías, la pastoril o la picaresca. En ellas el héroe y el mundo conforman una continuidad y están hechos de una sola pieza, de manera que el mundo puede funcionar como sustituto de la herencia del linaje. Pero llega un momento en el que ya no son suficientes ni los valores del linaje ni los del mundo, sino que se impone la necesidad de tener en cuenta al otro. La identidad se funda, ahora, en la valoración del otro, que puede venir de la amada o de otros personajes. A medida que se debilita el linaje es preciso reforzar la identidad mediante pruebas. Se produce así una distancia entre la opinión que el héroe tiene de sí mismo —la valoración propia— y la que tienen los otros de él —la valoración ajena—. Se busca crecer ante la conciencia de los otros y esa conciencia se erige en evaluadora del linaje, de la palabra, de los actos y, en definitiva, del héroe en su conjunto. Esta nueva identidad solo podía fundamentarse sobre la base de un héroe independiente que no estableciera vínculos significativos con el espacio: el héroe de la novela de aventuras, libre de las ataduras de cualquier código de conducta más allá de su propia ética personal.

En estas condiciones, el espacio desconocido no podía sustituir al linaje, porque el mundo que rodeaba al héroe era, por naturaleza, abstracto e inestable. Y aquí radicaba la diferencia fundamental entre el héroe aventurero, por una parte, y el pastor, caballero o pícaro, por otra. La débil relación con el entorno permite desplegar su mayor singularidad: su dimensión interior.

La importancia del héroe en el Persiles no reside, por tanto, en que constituya un modelo de comportamiento, como Amadís o su contrario, Lázaro. A diferencia del caballero, el pastor o el pícaro, Periandro no pertenece a un mundo portador de valores que le permitan adquirir una identidad. Vive en un mundo que le es ajeno y en el que solo puede ser un héroe privado. Más bien se trata de un héroe llorón, en palabras de Jacques Amyot, el traductor francés de las Etiópicas de Heliodoro, alejado de la ejemplaridad caballeresca, y que necesita del sujeto femenino para completarse. Como este héroe solo puede entablar relaciones estables con la heroína correspondiente, ella se convierte en uno de los pilares sobre los que se apoya la valoración ajena, que ya no coincidirá más con la propia. Los estados emocionales de los personajes, matizados mediante la espera, la sospecha y, sobre todo, la duda, como veremos más adelante, abrirán una brecha insalvable entre la opinión del yo y la del otro.

El héroe del Persiles está fuertemente cohesionado en torno a la idea de prueba, pero no entendida como aventura sino como estimación total del héroe y sus valores. Hasta este momento la novela de aventuras proponía un desvío del cauce lógico de la vida de los personajes, con frecuencia una pareja. Ese desvío llevaba a los personajes a someterse a un conjunto de pruebas que debían superar para cumplir su destino. El destino solía ser el matrimonio, que era la meta y el significado de la prueba. Las pruebas, a su vez, eran de fidelidad, de virtud, de valor, de nobleza... Pero, a diferencia de la novela de aventuras de tipo griego, el Persiles no se contendrá en la peripecia sino que evaluará al héroe en su totalidad, no solo en su dimensión parcial y externa.

La totalidad del héroe, esto es, la dimensión externa y también la interna, exige la configuración de un personaje dinámico y sensible a los cambios temporales. La interioridad solo puede darse si el tiempo se incorpora, aunque sea parcialmente, a la serie biográfica, la de las estaciones del año o la histórica. Solo así el personaje podrá experimentar cambios, a pesar de que todavía no serán suficientes ni se producirán con la necesaria regularidad para que tenga una evolución. Todavía no cabe enmarcarlo en las coordenadas de un mundo y un tiempo históricos, pero a través de la ambientación se dejarán sentir las marcas, aunque débiles, de la época. Se buscará representar al hombre en su mundo con unas referencias temporales seudohistóricas. Este vacío o debilidad temporal que deje la historia se compensará y tenderá a llenarse con tiempo psicológico. El mundo ni es importante ni será el objeto de representación de esta novela, pero sí lo será la ambientación. Esto quiere decir que el Persiles no se plantea una relación dialéctica entre el mundo y el personaje, y por eso el mundo todavía no puede influir en él de manera definitiva, como lo hará después en la novela realista y moderna.

Cervantes, por tanto, no se propuso escribir una novela de aventuras sin más, sino que ideó los protagonistas del Persiles sobre el dualismo prueba-valores, lo que supone, de hecho, dotar a la obra de una dimensión trascendente. A diferencia del héroe vacío de la novela de aventuras, el héroe del Persiles se forja, pues, sobre una dimensión ético-simbólica. Sin embargo, este diseño novelístico entraña una fuerte contradicción, pues aventura y dimensión ético-simbólica (o, lo que es lo mismo, formación de una conciencia) son conceptos que, estéticamente, se repelen. La aventura apela a la imagen externa, esto es, a la acción, mientras que la creación de una conciencia plantea una imagen interior (la reflexión, la crítica, etc.). Esta contradicción nos obliga a revisar el concepto de aventura para poder explicar la debilidad de la trama en el Persiles.

Uno de los aspectos que más llama la atención del Persiles es que las aventuras no son vividas. Son contadas, relatadas. «Semillero de historias», lo ha llamado Mercedes Alcalá Galán. Hasta ese momento, el esquema aventurero había sometido al héroe a una serie indefinida de pruebas externas. En cambio, el Persiles convierte la historia de Periandro y Auristela casi en anecdótica y las aventuras que sufren se adelgazan hasta lo imprescindible. La proliferación de historias episódicas que descentralizan la trama de la novela comienza ya en el libro I con las historias de Antonio, Rutilio o Manuel de Sosa y no cesará hasta el final. Esta descentralización sitúa la obra en el límite de la novela de aventuras, un paso más allá y entraríamos en el terreno de la parodia. El propósito es desnaturalizar el sentido mismo de la aventura, dotándola de una dimensión simbólica, mediante la introducción de elementos didácticos (sentencias, anécdotas, casos, cuentecillos o chistes populares, en definitiva, una palabra orientada hacia la réplica), encaminados a formar la conciencia del personaje. Esta presencia de material didáctico en el Persiles se apoya en símbolos portadores de unos valores que tienen una base tradicional pero que son manipulados, desviados, trascendidos. Son los siguientes:

 

1. El viaje. El viaje constituye un símbolo de la iniciación en busca de la identidad. Comienza con la novela misma y finaliza cuando la función de los personajes (y otros símbolos) está cumplida. Periandro y Auristela parten de Tule y Frislandia para encontrar la forma de huir de Magsimino, pero pronto este propósito inicial se ve desbordado por la acumulación de experiencias que permiten un cambio en los personajes.

 

2. Ritos de paso (de la juventud a la edad adulta). El matrimonio se constituye como umbral y ritual de iniciación a la edad adulta. Los personajes no buscan la heroificación sino la dignidad.

 

3. La aventura tiene en esta obra una dimensión simbólica, educativa: la lucha entre el bien y el mal. Esa dimensión está muy presente en el Persiles. No son auténticas aventuras sino peripecias, muchas veces vividas o simplemente contadas por otros personajes.

 

4. El héroe doble, bicéfalo. La novela barroca no puede crear todavía un héroe complejo, por eso propone una doble orientación. Periandro está orientado hacia la exterioridad a semejanza del héroe aventurero mientras que Auristela vive ensimismada en su interioridad.

 

5. El espacio simbólico. El Persiles se mueve entre los límites del mundo y el centro. Los límites del mundo están surcados por mares ignotos e islas abiertas a la fabulación. Periandro sueña con el paraíso en una de estas islas perdidas del septentrión. Pero estos símbolos dan entrada a su vez al imaginario tradicional. Así, Roma representa el centro de la cristiandad, pero también de la tentación. Hipólita, como tantas otras cortesanas romanas, constituye uno de los mayores atractivos de la ciudad. En la Ciudad Santa el paraíso y el infierno están juntos, mezclados. Allí Auristela conoce la «verdadera fe», pero también el rigor de la venganza de Hipólita. La novela moderna ha podido desarrollar este símbolo, por el cual en la ciudad no es posible vivir con dignidad, todo se pervierte. Así sucede en obras modernas, tales como Berlin Alexanderplatz, Manhattan Transfer, La colmena o La peste.

 

6. Personajes-símbolo. Puebla las páginas del Persiles un haz de personajes con un alto contenido simbólico que desaparecen una vez ven cumplido su destino. Clodio, Rosamunda, Hipólita, la falsa peregrina, Constanza o el enamorado portugués deben su existencia a una encomienda concreta.

 

En definitiva, lo que Cervantes mostró en el Persiles fueron las posibilidades de continuidad que aún ofrecía el género de la aventura, cambiando aquello que pedía renovación. Esto es, la construcción de una forma de identidad nueva basada en la prueba, superando la vieja idea del héroe igual a sí mismo, configurado mediante una sucesión de pruebas que pretendían revalidar lo que ya no podía confirmar el linaje. Esta prueba, que se sitúa entre lo vivido y lo soñado, camina en zigzag por los meandros de la fábula, liberada del peso de la acción. No conozco mejores palabras para definir la apuesta novelística de Cervantes en el Persiles que las que escribió el propio Cervantes referidas a los libros de caballerías. El canónigo de Toledo, a pesar de todo lo malo que había dicho de los libros aventureros, veía en ellos algo bueno, «porque daban largo y espacioso campo por donde sin empacho alguno pudiese correr la pluma» (Quijote, I-XLVII, p. 549). Y es esta «escritura desatada», orientada hacia la más libre imaginación, la que anudando fábulas y soltando géneros, desbroza el camino de la ingenuidad aventurera para forjar un personaje en busca de una identidad nueva que avance en el despliegue del género de la novela.

 

 

5. ESPACIO Y TIEMPO

 

5.1. EL TIEMPO DE LA AVENTURA

 

El diseño temporal del Persiles sigue las coordenadas del tiempo de la aventura, pero introduce matices significativos en el mundo de la ficción que abrirán la puerta al tiempo interior, de extraordinaria importancia para la forja del héroe barroco que acabamos de esbozar. El tiempo aventurero se caracteriza porque no se incorpora a la serie biográfica de sus protagonistas. Transcurre en el tiempo que media entre el enamoramiento y la boda (seguidos de separación y reunión al final de la novela). Este segmento temporal constituye un paréntesis que se fracciona a su vez en otros menores que van tejiendo el argumento de la novela.

En cada uno de estos fragmentos el tiempo se configura de manera independiente, sin que haya una sincronización que los unifique. Por eso el tiempo aventurero solo conoce la duración tensa, que se produce en momentos excepcionales, y no es susceptible de ser incorporado de forma sistemática a la serie histórica. Podemos encontrar referencias históricas esporádicas sin que formen una serie regular. En el libro I, las referencias históricas remiten al reinado de Carlos V; en el III, al de Felipe II; y en el IV el tiempo parece retrotraerse de nuevo a la primera mitad del siglo XVI. En el interior de cada segmento, el tiempo carece igualmente de cualquier valor cuantificador que suponga una incorporación a la serie biográfica o de las estaciones del año. Un ejemplo ilustrador de esta singular duración al margen de la serie histórica es el episodio de Isabela Castrucha. En el capítulo XX del libro III, los peregrinos llegan a Lucca, donde se encuentran con Isabela Castrucha, que se finge endemoniada porque su tío quiere casarla contra su voluntad. El padre de Andrea Marulo se sorprende de que Isabela conozca a su hijo y la interroga sobre el lugar donde lo ha visto. Isabela le contesta que no lo vio ni en Madrid ni en Salamanca sino en Illescas, «cogiendo guindas la mañana de San Juan, al tiempo que alboreaba». No es posible atribuirle un valor numérico en el calendario (en este caso 24 de junio, cuando se celebra la festividad de San Juan) ni mucho menos suponer que los capítulos siguientes suceden después de dicha fecha. Lo relevante es su valor simbólico. La festividad de San Juan le permite a Isabela decir en clave cifrada que ha mantenido relaciones sexuales con Andrea, de quien espera un hijo; situación que explica su actual estado y la razón de su «posesión demoníaca».

 

 

5.2. CASUALIDAD Y TIEMPO INTERIOR

 

Cada uno de estos segmentos o aventuras adquiere una sólida unidad a pesar de que entre ellos no haya una relación de causa-efecto, ni temporal ni temáticamente, por lo que son intercambiables. El punto de sutura de cada segmento viene dado por la casualidad. Sin embargo, debido a la incorporación del mundo conocido, en donde lo casual tiene un ámbito de actuación muy restringido, la casualidad emprendedora de la novela griega se debilita. El Persiles hereda de las novelas de aventuras la casualidad emprendedora que aparece en el mundo ajeno y alimenta la trama novelística. Es la que encontramos en los primeros capítulos del libro I. En los tres libros restantes, aunque aparecerá esporádicamente en otros momentos de la obra, como el episodio de Domicio en el libro III, esta casualidad emprendedora tiende a desaparecer y pierde el poder de generar nuevas aventuras.

Esto es lo que sucede en el libro II. En él se transforma en una casualidad discursiva. Los estrechos límites de una isla-corte no permiten el juego del azar. En la corte de Policarpo, Cervantes recurre a la casualidad para fragmentar el discurso de los personajes, cuyo propósito es matizar el tiempo mediante un estado de expectación generalizada. Todos los personajes tienen un deseo común: salir de la isla de Policarpo, aunque este deseo se desvanece y se quiebra por los reiterados impedimentos que dilatan su partida.

Un segundo recurso de mucha mayor envergadura del que se sirve Cervantes para matizar el tiempo es someter a prueba la palabra o creencias del personaje. Para mitigar los efectos de las largas esperas, Periandro decide contar sus aventuras por el Atlántico en busca de Auristela. Pero la narración de su periplo provoca un efecto inusitado: pone en entredicho la credibilidad de la palabra del héroe. A pesar de que todos los personajes alaban el relato en público, la minuciosidad con que lo cuenta acaba por minar la ya maltrecha paciencia de los personajes, levantando todo tipo de dudas y sospechas. A Mauricio le fastidian los enojosos detalles con que adorna el relato; Policarpo y Cenotia solo piensan en que acabe pronto para dar cumplimiento a sus deseos; y Arnaldo, fatigado por tanta desgracia, lo amonesta diciéndole: «no más, Periandro amigo, que, puesto que tú no te canses de contar tus desgracias, a nosotros nos fatiga el oírlas, por ser tantas» (CAPÍTULO DOCE DEL SEGUNDO LIBRO).

Y, si de la palabra de Periandro dudan todos, Auristela duda de todo, hasta de la fidelidad de su amado. La desconfianza y la permanente indecisión definen el pathos del personaje, y lo que en la corte de Policarpo comienza con una duda propia de amante celosa desemboca, en el último libro, en una crisis de identidad. La llegada a Roma, meta del viaje, preludia el final de la obra. Auristela puede cumplir su voto y su promesa de ser esposa de Periandro. Sin embargo, el matrimonio entre los amantes se posterga sin justificación convincente. Auristela está indecisa y una y otra vez teme tomar la decisión final. Titubea, vacila y se muestra hondamente preocupada y pesimista ante el futuro, hasta incluso confesarle a Periandro que quiere entrar en religión. Solo la noticia de la inminente llegada de Magsimino parece conciliar a los amantes a la vez que precipita el final de la novela. Pero, a diferencia de las novelas de aventuras de tipo griego, todo no vuelve a ser idéntico a sí mismo. El debilitamiento de la casualidad, que ha propiciado el surgimiento de la duda y la espera, abre una brecha que marca el final de la identidad ingenua de la aventura antigua.

 

 

5.3. LOS MUNDOS DEL PERSILES

 

Uno de los rasgos que caracterizan la concepción espacial del Persiles es que se desarrolla en una vasta extensión geográfica que tiene como eje el norte (I y II) y el sur (III y IV) de la geografía europea. Esta pluralidad espacial se rige por leyes distintas porque los dos primeros libros operan con un espacio ignoto mientras que los dos últimos se desarrollan en territorio conocido. Este hecho ha sido interpretado como una frontera que divide en dos la novela. Se ha identificado la acción en la geografía septentrional con la novela idealista o de aventuras, mientras que la de la parte meridional se ha comprendido como una novela realista o de costumbres. Las consecuencias derivadas de concebir la obra polarizada en dos escenarios constituyen uno de sus aspectos más problemáticos, porque esta escisión se fundamenta en la vieja idea de los dos Cervantes (el idealista frente al realista), cuestionando, en último término, su unidad estética. Las diferencias entre los libros I y II, por una parte, y III y IV, por otra, no se deben a que la obra carezca de unidad, que mezcle géneros dispares o que se compusiera en épocas distintas, sino que están ligadas a las reglas de un género novelístico en evolución.

La geografía septentrional del Persiles puede dividirse en cuatro escenarios: 1) el Atlántico occidental (Tule, Frislandia, isla Bárbara e inmediaciones); 2) Dinamarca y las islas del sur de Noruega; 3) el archipiélago británico y sus inmediaciones, y 4) el norte de Noruega y el mar Glacial. Este espacio se caracteriza porque remite a un mundo desconocido, donde la casualidad, el motor de la aventura, puede operar sin apenas restricciones. Pero este espacio desconocido lleva en sí mismo el germen de lo maravilloso, que aporta un gran atractivo. Lo que hace Cervantes es rescatar para la ficción este espacio sensible a lo fantástico, presentándolo como verosímil. Es decir, aunque los lugares que aparecen en el Persiles no se corresponden con un referente real, resultan creíbles. Me serviré de un ejemplo para ilustrar esta característica de la construcción espacial.

Al final del Persiles el autor revela la patria e identidad de los héroes, completando así el escenario septentrional con la mención de Tule y Frislandia, islas originarias, respectivamente, de Periandro y Auristela —ya Persiles y Sigismunda—. Cervantes es deliberadamente ambiguo en la localización de Tule porque está más interesado en seguir la tradición literaria, que hace de Tule la última parte habitada de la tierra, que en hacer coincidir su ubicación con un topónimo real. En los siglos XVI y XVII no hubo consenso, como tampoco lo había habido en la Antigüedad, sobre la localización de Tule. A medida que se avanzaba en los conocimientos geográficos se iba modificando su emplazamiento, si se quería respetar el mito de Tule como finisterrae. Los límites del mundo que marcaban la existencia de vida humana permanecieron estables durante toda la Antigüedad y se situaban en torno a las islas Shetland. En la Edad Media el límite por el norte había llegado ya a la altura de la actual Islandia. A finales del siglo XVI, Spitsbergen y Nueva Zembla marcaban el último punto habitado de la tierra, con lo que la vieja posición de Tule tuvo que revisarse, aunque tampoco se alcanzó ningún acuerdo sobre su emplazamiento. Tule era, para unos, Islandia (Olao Magno y Gerardo Mercator); para otros, estaba en algún lugar al norte de Noruega (Abraham Ortelio) o en las inmediaciones de las Islas Británicas en consonancia con los geógrafos antiguos.

Esta disparidad de opiniones en la ubicación de la legendaria Tule permitía cualquier posibilidad siempre que se ajustara a alguno de los emplazamientos mencionados. Cervantes aprovechó este debate y supo sacarle el máximo rendimiento artístico, rescatando para la ficción que pretendía ser verosímil un lugar mítico y legendario. No renuncia ni a la tradición de los antiguos, para quienes la isla de Tule era el último lugar habitado, ni tampoco está dispuesto a darle la espalda a la actualidad. Porque, como bien sabía Cervantes, si Tule estaba donde la suponían los textos clásicos ya no era el último lugar de la tierra para el XVII, porque Groenlandia y otras islas ignotas para los antiguos habían sido descubiertas. El autor se sirve de la ambigüedad para resolver el conflicto entre referente real y tradición, ajustando el discurso para darle verosimilitud a un topónimo de por sí legendario. De habernos dado su localización, hubiera caído, como dice Seráfido, en la vulgaridad de identificarla con Islandia, arrancándola de su tradición y despojándola de su aura legendaria.

La ambigüedad en el emplazamiento de un topónimo para construir un espacio ficcional verosímil no es el único procedimiento que emplea Cervantes. La dualidad toponímica, es decir, el nombre moderno y antiguo del mismo lugar (Ibernia-Irlanda, Dánea-Dinamarca); la semejanza fónica (Golandia, Bituania) o la conexión directa con el imaginario de la época reflejado en el nombre del topónimo (isla Bárbara) le permiten aproximarse a la frontera que separa lo creíble de lo legendario en la lejanía del mundo desconocido. Este empeño por ampliar el ámbito verosímil es una constante en toda su producción, desde el Quijote hasta el Persiles. En el Quijote lo logra mediante la fantasía de un loco; en el Persiles, aprovechando las posibilidades que le brinda la novela de aventuras, que lleva consigo el germen de la fantasía del viajero. Esta fantasía del mundo lejano, abierta al relato prodigioso o a lo exótico (el relato de la metamorfosis del barnaclas, el episodio de los marineros y el náufrago o la evocación de los seres fantásticos que habitaban el septentrión en la descripción de los patinadores), es solo una posibilidad en potencia porque el autor se contiene en los flexibles límites de lo verosímil.

Muy distinta es la concepción del espacio en los libros III y IV, que transcurren en territorio conocido (Portugal, España, Francia e Italia). Mientras que en la representación del espacio ajeno el esfuerzo se centra en la verosimilitud que acoge lo exótico, en el mundo conocido se da por sentada y se orienta hacia una comprensión orgánica del espacio. Ello se debe a que existe una relación directa entre el respeto por el referente real y la cognición espacial, es decir, la posibilidad de vincular la historia que se cuenta al lugar donde acaece. En la mayoría de las aventuras por tierras mediterráneas el autor rescata leyendas locales, conflictos socioculturales o simplemente casos para crear esta relación orgánica entre espacio e historia. La historia de Feliciana de la Voz se teje a partir de un complejo y hábil entrelazamiento de variados aspectos locales que vinculan la historia al espacio, haciendo de Extremadura un lugar irreemplazable de un mundo definido geográficamente. Para un viajero de principios del XVII, Extremadura era una tierra ganadera, tierra de conquistadores y, sobre todo, conocida por el monasterio y la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe. Todos estos elementos tienden a fundirse para incorporarse a la ambientación del episodio y, a diferencia de las novelas griegas, en donde el espacio es transferible, la historia de Feliciana difícilmente podría haber ocurrido en otro lugar.

El autor del Persiles, consciente del rendimiento estético que le aportaba la tensión entre estos dos mundos: el conocido y familiar del sur, y el extraño y exótico del norte, compuso una obra que es una auténtica antología espacial de la novela de aventuras. Pero, frente a las novelas griegas, que por no contener proporciones significativas de lo conocido no pueden subrayar el exotismo, y frente a las novelas renacentistas, que no crearon una jerarquía cognitiva porque operaron fundamentalmente con el espacio conocido, el Persiles incorpora lo exótico a la novela, contrastando lo ajeno con lo propio, marcando lo que será la tendencia de la novela de aventuras hasta la Modernidad.

 

 

5. 4. LA NOVEDAD DEL SEPTENTRIÓN

 

Desconocemos cuáles fueron las razones que llevaron a Cervantes a ubicar parte de su novela en el septentrión. Sean cuales fueran, lo cierto es que las tierras septentrionales estaban tan de moda a principios del siglo XVII como lo había estado América un siglo antes. Las expediciones inglesas por el Atlántico septentrional, en busca del codiciado paso que uniera Europa y Asia, se sucedieron a partir de mediados del siglo XVI. Por muy extraño que pueda resultar para un lector actual, lo exótico y novedoso a finales del XVI y principios del XVII era el septentrión. Allí se habían confinado los prodigios de las tierras asiáticas narradas en el Libro de las maravillas de Marco Polo, el exotismo de la costa de África explorada por los portugueses o las maravillas de las Indias occidentales: panotis (hombres oreja), imantópodos (hombres de un solo pie), cinocéfalos (hombres con cabeza de perro) y demás seres fantásticos estaban custodiados por los montes Rifeos, situados en el extremo septentrional de la tierra. En la segunda mitad del siglo XVI se fletan expediciones a las ignotas tierras del norte en busca de un paso que posibilitara a Inglaterra controlar la ruta septentrional hacia la tierra de las especias. Una nueva etapa se abrió en el interés por las tierras heladas. Por el septentrión occidental, Sebastián Caboto exploró la península del Labrador y Martin Frobisher (1576-1578) intentó abrir brecha en el hielo ártico. John Davis (1585) continuó la tarea emprendida por Frobisher en busca de un paso que separara Groenlandia de Norteamérica. De todos estos viajes al septentrión el más célebre fue el de Henry Hudson, que en 1610 descubrió la bahía que lleva su nombre. Por el lado oriental, Hugh Willoughby había alcanzado en 1553 la costa de Murmansk, donde pereció en compañía de una tripulación mal equipada. A este le siguieron otros intentos fallidos. Los reiterados fracasos y las condiciones climatológicas extremas minaron el ánimo de los ingleses, y holandeses y alemanes tomaron el relevo. A finales de siglo, los alemanes, al mando de Willem Barents, equiparon tres expediciones sucesivas (1594, 1595 y 1596) y en el tercer viaje invernaron con éxito en las tierras del círculo polar ártico. De la mayoría de estos viajes hay testimonios escritos y alguno de ellos ha dejado su huella en el Persiles. Gerardo de Veer (1598) relató en un conmovedor diario de viaje las peripecias de la expedición de Barents y en él parece haberse inspirado Cervantes para pergeñar la aventura de la nave encallada en el hielo en el episodio de Cratilo, rey de Bituania.

La exploración de las nuevas tierras septentrionales debió de ejercer un enorme atractivo para los relatos de ficción. Se trataba de una región preñada de leyendas donde se aunaba la más reciente actualidad con un sinfín de supersticiones, creencias y relatos legendarios, de raigambre popular en unos casos, de estirpe clásica en otros, por donde la pluma pudiera correr sin empacho alguno, como afirmaba el canónigo de Toledo en la primera parte del Quijote. A esta atractiva novedad se unía la tensión cognitiva que el autor podía crear entre lo conocido y lo desconocido, al tiempo que le permitía explorar los límites de la aventura.

 

 

6. COMPOSICIÓN DEL PERSILES

 

Puede decirse que el debate sobre la fecha de composición del Persiles comienza con la edición de Rodolfo Schevill y Adolfo Bonilla fechada en 1914. Con anterioridad solamente se habían tenido en cuenta los testimonios autoriales. Son los siguientes, según el orden de aparición:

 

1. En el prólogo a las Novelas ejemplares dice: «Tras ellas, si la vida no me deja, te ofrezco los Trabajos de Persiles, libro que se atreve a competir con Heliodoro, si ya por atrevido no sale con las manos en la cabeza».

 

2. En el capítulo IV del Viaje del Parnaso: «Yo estoy, cual decir suelen, puesto a pique / para dar a la estampa al gran Persiles, / con que mi nombre y obras multiplique».

 

3. En la dedicatoria al conde de Lemos en las Ocho comedias: «Don Quijote de la Mancha queda calzadas las espuelas en su Segunda parte para ir a besar los pies a V. E. [...] Luego irá el gran Persiles, y luego Las semanas del jardín, y luego la segunda parte de La Galatea, si tanta carga pueden llevar mis ancianos hombros».

 

4. Y en el prólogo al Quijote de 1615: «Olvídaseme de decirte que esperes el Persiles, que ya estoy acabando, y la segunda parte de La Galatea».

 

Schevill y Bonilla se centran en el estudio de las fuentes y, de hecho, proponen una fecha de redacción posterior a la publicación de los Comentarios reales del Inca Garcilaso que consideran que influyó en el primer libro del Persiles. Viljo Tarkiainen (1921) modifica, en parte, la propuesta de Schevill y Bonilla al elegir la fecha de la traducción de Plinio de Jerónimo de Huerta como inicio de la escritura (Schevill y Bonilla la habían tenido en cuenta como fuente del Persiles, pero no la utilizaron para fechar la obra). Y, lo que es más importante, propone que el Persiles es una obra ejecutada en dos etapas. Max Singleton (1947), basándose en la cronología interna de la novela, afirma que es una obra de un amateur, anterior incluso a La Galatea. Los cuatro estudiosos fueron decisivos en los derroteros que tomaría el debate sobre la fecha de composición a finales de la década de 1960. De Schevill y Bonilla ha prevalecido el empleo de las fuentes para fechar la obra; de Tarkiainen, la idea de que se escribió en varias tandas; y de Singleton, la importancia de la cronología en la datación. En esta línea se sitúan los trabajos más recientes de Juan Bautista Avalle-Arce, Rafael Osuna y Carlos Romero, que combinan la tendencia general, señalada, con el método comparativo. Hay cierto consenso entre la crítica en que los dos primeros libros remiten a una fecha de composición temprana, es decir, antes de finales del siglo XVI o del Quijote de 1605; mientras que los dos últimos se redactaron en fecha muy cercana, si no simultánea, al Quijote de 1615.

 

 

7. BIBLIOGRAFÍA

 

Ediciones consultadas

 

—Obras completas de Miguel de Cervantes Saavedra, Rodolfo Schevill y Adolfo Bonilla, eds., Madrid, Imprenta de Bernardo Rodríguez, 1916, 2 vols.

 

—Obra completa / Miguel de Cervantes Saavedra. II. Galatea; Novelas ejemplares; Persiles y Sigismunda, Florencio Sevilla Arroyo y Antonio Rey Hazas, eds., Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1994.

 

—Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia septentrional, Madrid, Juan de la Cuesta. A costa de Juan de Villarroel, mercader de libros en la Platería, 1617.

 

—Los trabajos de Persiles y Sigismunda, Juan Bautista Avalle-Arce, ed., Madrid, Castalia, 1969.

 

—Los trabajos de Persiles y Sigismunda, Carlos Romero Muñoz, ed., Madrid, Cátedra, 1997 y 2002.

 

Estudios

 

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—ZIMIC, STANISLAV, «El Persiles como crítica de la novela bizantina», Acta Neophilologica, 3 (1970), pp. 49-64.

 

—WILLIAMSEN, AMY, Co(s)mic Chaos: Exploring «Los trabajos de Persiles y Sigismunda», Newark, Delaware, Juan de la Cuesta, 1994.

 

 

8. ESTA EDICIÓN

 

Los trabajos de Persiles y Sigismunda se publicó después de la muerte de Cervantes, en 1617. La edición que presentamos tiene como objeto ofrecer el texto cervantino, de acuerdo con los criterios de esta colección, legible y comprensible para un público amplio pero sin renunciar al rigor filológico. Se trata, por tanto, de un texto que sigue la edición príncipe. Se han cotejado tanto para la anotación como para la fijación del texto las ediciones de Rodolfo Schevill y Adolfo Bonilla, de Juan Bautista Avalle-Arce, de Carlos Romero Muñoz y de Florencio Sevilla y Antonio Rey Hazas. El criterio que hemos seguido para modernizar el texto cervantino no ha sido lingüístico sino práctico. Hemos modernizado aquellas palabras que podían inducir a error al lector, sobre todo al lector joven. Se trata de vocablos que eran aceptables en una época en la que no estaba clara la frontera entre oralidad y escritura, pero que en la actualidad pertenecen a un registro oral o vulgar, como por ejemplo disinios, yelo o yerba. Hemos modernizado la ortografía (estenderia por extendería), regularizado las oscilaciones vocálicas (recebir por recibir) y modificado la puntuación de acuerdo con los usos modernos. Los dobletes léxicos y los arcaísmos también los hemos actualizado: agora por ahora, ansí por así, priesa por prisa. Hemos respetado, en cambio, las contracciones, frecuentes en la época, por entender que no inducen a error así como las formas verbales en desuso, pero debidamente anotadas, como la pervivencia de los futuros y condicionales arcaicos o de la desinencia verbal en -edes. El mismo criterio hemos seguido en los casos de metátesis verbales o nominales, como decilde por decidle, o con los pronombres átonos enclíticos, como dijósele o fuelo. Nuestro propósito ha sido conservar aquellas marcas de época que no dificultan la lectura. También hemos respetado los arcaísmos o vulgarismos que aparecen en el discurso del personaje, pues forman parte de su caracterización. Para comodidad del lector, hemos repetido anotaciones con el propósito de hacer más fluida la lectura, evitando remitir a términos previamente anotados.

Los trabajos de esta edición han conocido dos momentos —tal como viene sosteniendo la crítica con los de Persiles y Sigismunda—. En un primer momento, Isaías Lerner y la autora de estas páginas preparamos el texto, cotejándolo con la princeps y las ediciones más importantes de la obra, puntuándolo y marcándolo para anotarlo. El trabajo no tuvo continuidad. Para recogerlo en esta colección he tenido que modificar el trabajo inicial, pensado para una edición crítica. He conservado la puntuación y las marcas en la anotación. La modernización del texto, la introducción y los apéndices finales no estaban previstos en el proyecto original.